CAPÍTULO II
Las orejas en el hombre y otros animales · Las orejas en el hombre primitivo · El atavismo en las orejas, en la construcción muscular y los diente · La facultad de hacer rechinar los dientes · Los dientes como instrumento musical · Música de cámara de los hombres de las cavernas · Una oreja acolchada naturalmente · Ayudando nuestras orejas · Los ruidos que hace el viento son causa de perturbación en los oídos · Una sinfonía de viento.
El tema de la cierva y sus orejas me lleva a pensar en el pabellón auricular del hombre y cómo se puede comparar con el de los otros mamíferos, especialmente con la oreja en trompeta.
Las orejas del hombre primitivo estaban insertadas libremente, es decir, no encajadas en la cabeza, aunque no tan libres como las del ciervo, caballo y muchos otros animales que pueden dirigirlas hacia adelante, atrás o a los costados. Fueron estructuradas sobre un principio diferente, aunque resulte un enigma saber por qué una cabeza larga y estrecha como la del caballo o ancha como la de los zorros y otros, tenga las orejas colocadas como pináculos en la punta, mientras que en el hombre se encuentran a los costados de la cabeza. A esto sólo se puede contestar que son así porque así crecieron, o que por casualidad se colocaron en esa posición.
Las orejas del hombre primitivo eran también indudablemente más grandes que las nuestras y, por nuestras entiendo las orejas de las razas humanas refinadas y cultas, las clases superiores que con pequeñas orejas en forma de conchas existen al lado de otros tipos menos adelantados que tienen grandes orejas salientes y también sus correlativos, las manos y los pies grandes. Me atrevo a decir que el auricular de un hombre paleolítico era más o menos del tamaño de la mitad de un platillo de té y siendo engoznado podía echarlo hacia atrás, achatándolo contra la cabeza para oír los sonidos de los costados o de atrás o, como en otros mamíferos, para expresar la cólera. El otro movimiento era hacia adelante; podían separarse, como en el caso del elefante, en ángulo recto con la cabeza, para captar los ruidos que venían del frente. Juzgando por la posición de las orejas en los niños recién nacidos, se podría suponer que comúnmente estaban separadas de la cabeza como dos manijas opuestas en un cacharro redondo.
Sin duda han existido y se han observado de vez en cuando ejemplos de atavismo en la oreja humana, como ocurren en el caso de la contracción de los músculos. Hay quienes tienen este poder de contracción sobre toda la cabeza, en lugares de tenerlo solamente en los músculos de la frente y de la cara y, tan vigoroso es en algunas ocasiones, que el sujeto es capaz de quitarse el sombrero por medio de un violento movimiento muscular parecido al del perro que se sacude. Supongo también, que el hombre primitivo tenía la facultad de hacer rechinar los dientes como uno que conocí y que lo poseía tan poderosamente como el perro, el pecarí y cerdos de todas clases, y otros mamíferos feroces. Este hombre era un jornalero vasco español que, como tenía una cierta inclinación a la música, utilizaba sus maravillosos y formidables dientes, así como su aptitud de hacerlos crujir, para convertir la boca en instrumento musical. Colocando un codo sobre la mesa y descansando el mentón en la mano, empezaba la ejecución, pasando numerosas marchas y aires marciales, muy superiores como música a cualquier otra ejecutada con huesos que yo haya escuchado, y mientras los dientes molían, rechinaban y crujían estrepitosamente entre sí, los labios se movían rápidamente para suavizar, amortiguar o reforzar los sonidos. Era sorprendente esa música que en realidad no me agradaba, produciéndome la sensación de que los dientes iban a volar en pedazos por todo el cuarto, en cada crujido fuerte o movimiento final, igual que dos jarrones chinos que se rompieran al chocar.
Sabemos que el hombre primitivo que dejara rastros de su vida e inteligencia en las cavernas que habitó, era un artista que, trabajando la piedra y el hueso, fue capaz de expresar el sentido de la belleza y la habilidad que había en él, dejando dibujos de la vida salvaje de su época —ciervo, mastodonte y caballo salvaje alado— que provocaron la admiración del hombre civilizado cien siglos después. Sin duda él tuvo también su música, compositores e «instrumentos de formas olvidadas» y es bastante probable que, como mi amigo el vasco, usara sus grandes y poderosos dientes para hacerlos crujir en los conciertos de las noches de invierno, cuando la familia se sentaba alrededor del fuego en Wookey Hole, Kent Cave o King Arthur’s y otras cavernas rocosas donde tenían su morada y su hogar.
Nunca vi a nadie que tuviera las orejas libres o movibles, pero una vez conocí un hombre que, cuando conversaba con otra persona que estuviera sentada junto a él o caminara a su lado en la calle, impulsaba siempre hacia abajo la parte superior del pabellón auricular del lado opuesto y unía la combatura sobre el lóbulo, cerrando así el pasaje para el sonido en un lado.
La pregunta que formulo ahora es la siguiente: ¿Hasta qué punto el oído externo en su situación presente, es decir, pegado a la cabeza y disminuido de tamaño, ayuda nuestra audición? Algunos fisiólogos han dicho que no nos ayuda absolutamente nada y que si no fuera por el acto de mirar el objeto, estaríamos tan lejos de él como si se nos hubieran extirpado los oídos.
La luz de la naturaleza y la experiencia, demuestran que esto no es verdad; que cuando escuchamos atentamente sonidos difíciles de captar, casi instintivamente ponemos arriba un dedo y empujamos la oreja un poco hacia delante, siendo posible que este movimiento sea instintivo y que date de los lejanos tiempos en que comenzó la oreja a perder su libertad de moverse. Así en las Aventuras de un Átomo, leemos: «Tan pronto Gotto-mío se puso de pie, todos los espectadores levantaron el pulgar a la oreja como si lo hicieran instintivamente». Una buena observación digna de redimirse del más confuso aunque también el más obsceno «clásico» del idioma.
Tenemos también la costumbre de colocar una mano abierta detrás de la oreja cuando escuchamos; la mano así sostenida, con los dedos encorvados hacia adelante para formar un hueco, es un substituto de la oreja primitiva, cuando ésta se inclinaba hacia adelante para escuchar los sonidos provenientes del frente. No sería difícil investigar con experiencias hasta dónde exactamente nos ayuda el oído externo en la audición. Para ello, la oreja podría excluirse sumergiéndola y cubriéndola nuevamente con cera, pero dejando libre el conducto. Y sería una satisfactoria experiencia enfrentar el viento por primera vez, en esta circunstancia en que prácticamente ha sido anulada la oreja, para comprobar que aquél había perdido sus ruidos, aunque todavía conservara su furia completa.
El estrépito del viento cuando éste nos golpea sobre la cara se debe un defecto nuestro. ¿No habrá sido esto causado o agravado por el hecho de haberse fijado la oreja? Estas orejas, que no podemos mover a nuestro gusto, son como los caños de latón, las tejas, las pizarras desprendidas o la veleta del techo de una alta casa aislada en una costa ventosa. El viento golpea incesantemente sobre el techo descubierto, con una sucesión de resoplidos y de ondas que varían en longitud y violencia produciendo en todas las piezas sueltas, vibraciones que se transforman en sonidos. Y estos se manifiestan como silbidos, susurros, rezongos, murmullos, quejidos, gemidos, aullidos, chillidos, todo ese lenguaje inarticulado proferido por el hombre y la bestia en sus estados de excitación intensa, pesar, terror, rabia y qué sé yo cuántos más. Y como ellos sé ahondar y engrosar, o se prolongan y se quiebran en sollozos convulsivos y lamentos, y se sobreponen y entrelazan, agudos y penetrantes, cortantes, profundos y bajos; forman en su conjunto una especie de armonía que parece expresar toda la vieja y terrible tragedia del hombre sobre la tierra —del hombre y de las nobles e inteligentes bestias que él combatió y devoró—, historia relatada sinfónicamente por un Tschaikosky extraterreno o por un espíritu errabundo del éter, tan fascinante que se podría permanecer durante largas horas escuchándolo como lo he hecho yo muchas crudas noches de invierno en el Land´s End.
Pero no hay fascinación alguna en los ruidos que el viento produce en nuestro oído cuando golpea sobre las sueltas pizarras, tejas y caños cartilaginosos insertos a nuestra cabeza y los hace vibrar. Es una molestia absoluta, un flamear como de banderas; murmullos y rugidos mezclados con sonidos sibilantes, a lo cual se agrega gran estruendo. El viento impide la audición y para desembarazarnos de él nos vemos obligados a dar vuelta la cabeza al otro lado.
Considero que todos los animales que poseen orejas grandes están en cierto grado sujetos a esta molestia; no podría ser de otro modo desde que sus orejas deben vibrar al viento como las nuestras, o más aún, para así producir el sonido; pero creo también que ellos son capaces de disminuir el trastorno por medio de ligeros movimientos voluntarios o tal vez automáticos del órgano, tratando así de cambiar el ángulo en el cual el viento lo golpea.
Pero el viento constituye un tema largo y, ya que lo estoy tratando, he de continuarlo en el capítulo siguiente.