CAPÍTULO XII

El grito de los emigrantes · Inquietud antes de la partida · El Batitú, las golondrinas, y otros · Especies demostrativas e indiferentes.—Solicitud paternal · Aviones y golondrinas domésticas · Extraño caso de un cuco cautivo · Migración nocturna de especies diurnas · Emigrantes de los bosques en las pampas · Emigrantes renuentes · El cardo como ilustración · Emigración de un trupial · El temor en los pájaros y las falsas asociaciones · Dirección de la migración · Inquietud · Volando hacia el norte · Migración del Vencejo · Influencia del norte · Perturbación en la migración · El Batitú.

Cuando en mi adolescencia escuchaba de día y de noche ese grito del Batitú, se me ocurría que la explicación que dan los libros del grito de los pájaros que emigran no podían ser verdaderas, o por lo menos no verdadera en todos los casos. Los pájaros, se decía, emitían esa llamada como una especie de santo y seña para evitar que se dispersaran los que lo seguían. Además, el sonido no era un reclamo sino un grito de alarma, grito que invariablemente articulaba el pájaro al ser sorprendido por el hombre o el perro, mientras se precipitaba salvajemente a través del aire.

Luego hice el descubrimiento de que este mismo grito de alarma frecuentemente era proferido por el pájaro, sin causa visible o audible, en la víspera de la migración, o más bien algunos días antes de la partida. El tiempo variaba cada año, desde dos, tres o cuatro días hasta diez o doce; el grito y el movimiento eran siempre simultáneos; el pájaro se levantaba, arrojándose violentamente en el aire, como para escapar de un enemigo, y luego de volar cuarenta o cincuenta yardas se dejaba caer otra vez.

Después de haber observado esto, principié a prestar prolija atención a los demás emigrantes, especialmente a los pájaros pequeños, sobre todo a las golondrinas, de las que teníamos siete especies en el país. Cinco de las siete eran muy comunes y sus costumbres me eran muy familiares; probablemente no menos de cincuenta «casales» de cuatro de las cinco especies anidaban en o debajo de los aleros y dependencias de la casa donde yo vivía, y en los árboles dentro de los nidos de otros pájaros. La quinta especie, una pequeña Atticora con las costumbres de la «golondrina de las viscacheras», anidaban en cuevas sobre toda la planicie, pero ellas no excavaban las cuevas, sino que se posesionaban de las que hacían una pequeña especie minera llamada «caserita». Todas estas golondrinas, con la excepción de la golondrina parda que vivía en pareja durante la estación de la cría para luego andar sola o mezclada con otras clases de golondrina tenía el hábito de reunirse en cantidades antes de la migración. Cuando más observaba estas aves más me convencía que también ellas, como el Batitú, estaban sujetas a una extraña inquietud antes de la partida. Se mantenían unidas y buscaban los lugares más altos para descansar, especialmente la golondrina grande azul purpúreo (Progne); estas se juntaban en la cima de los más altos árboles, mientras las clases más pequeñas se asentaban en los cercos, techos y otras elevaciones. Allí quedaban descansando, silenciosas e inmóviles, como si estuvieran empollando; luego bruscamente, con gritos de alarma se levantaban como si hubieran visto un halcón y después de volar y dar vueltas por el aire durante algún tiempo, volvían nuevamente al lugar de descanso.

Este mismo espíritu de inquietud o, mejor dicho, «estado de nervios», era observable en una gran mayoría de los emigrante y se manifestaba como un creciente desvarío: en signos de sospecha o temor, y extremada prontitud para alarmarse por causas leves que no los hubiera hecho mover poco tiempo antes. Se comportaban igual que la población alada de un «bañado», de un matorral, o de la llanura donde súbitamente descendía un halcón para matar y llevarse su presa. La excitación no era tan aguda, pero no desaparecía en poco rato para dejarlos en paz, como ocurre después de la irrupción del halcón; en ellas continuaba día tras día, aumentando hasta el momento de partir.

Este desasosiego no era visible en todos los emigrantes; era más marcado en las especies más volátiles de alas rápidas y salvajes; en otras se revelaba con menos intensidad y hasta había las que no demostraban ninguna inquietud. A éste respecto, al igual que en otras emociones que experimentan los pájaros, habían los demostrativos y los que eran indiferentes.

Estas diferencias en la conducta son similares a las que vemos en las manifestaciones de solicitud paternal. Muchas especies, cuando el nido con los huevos o los pichones se encuentran en peligro, se excitan en forma muy violenta; gritan con toda su fuerza y en algunos casos se dejan arrebatar por el ansia y la rabia, que atacan a cualquier animal por peligroso que sea, y aún al mismo hombre, como lo han hecho conmigo en Sudamérica los chorlos, halcones y hasta pájaros más pequeños. Y aquí, también, hay una graduación en la manifestación del sentimiento desde este extremo hasta los pájaros que contemplan como les roban sus nidos y sacan y matan sus pichones, sin dar ninguna muestra de intranquilidad. Pero si en esa circunstancia observamos más íntimamente a los padres del pájaro, veremos que su agitación no es menos intensa y penosa que la del que revolotea dando gritos alrededor de nuestra cabeza.

Para formarse una idea de la vida de los pájaros en Inglaterra, diría que el Avión es una de las especies demostrativas. En un libro mío, A pie por Inglaterra, he descripto el comportamiento de una multitud de estos pájaros en una ciudad costera de Norfolk que, tardíos para anidar en agosto, se sentían urgidos por el instinto migratorio en una especie de frenesí antes de que pudieran sacar a sus pichones.

En otro libro —Aventura entre los pájaros— he descripto los esfuerzos que hacía una pareja de golondrinas domésticas en octubre, con tiempo frío y lluvioso, para inducir a sus ya desarrollados pichones a volar con ellos, escena que entristecía, y como, tan pronto pereció el último a causa del frío y la insuficiente alimentación los liberados padres desaparecieron del lugar.

Por otra parte, estamos familiarizados con el hecho de que los emigrantes enjaulados se sienten agitados por este impulso de huir, en algunos casos tan poderosos que se hieren y hasta se matan en sus esfuerzos para escapar de su prisión.

Uno de los casos más extraordinarios de este hereditario impulso de volar —para escapar, por decirlo así, de un peligro inminente—, del emigrante cautivo, ha sido relatado por Benjamín Kidd en su obra póstuma Un Filósofo con la Naturaleza. El pájaro era un cuco domesticado que fuera sacado directamente del nido. He aquí la relación del hecho:

A medida que el año transcurría y el tiempo para la migración de mi pichón de cuco se aproximaba y luego pasaba , su conducta se iba haciendo interesante. El pájaro se ponía muy tranquilo por la tarde. Como me era muy adicto por lo general lo ponía sobre una caja fija en la mesa en la que escribía, a la luz mortecina que salía por la superficie superior de la pantalla verde de una lámpara que usaba yo para leer. Aquí, mientras las horas pasaban lentamente, ocurría la misma cosa todas las noches. Después de un corto intervalo los músculos del ala empezaban a estremecerse, teniendo esta actitud toda la apariencia de ser involuntaria. El movimiento aumentaba gradualmente, mientras el pájaro quedaba al parecer tranquilo, hasta que se producía un silencioso pero rápido movimiento de abanico, como el que se observa en una polilla cuando enjuga las alas al surgir de su crisálida. Este movimiento tendía a aumentar tanto en grado como en intensidad y usualmente duraba todo el tiempo que yo permanecía levantado durante la noche. En la primera etapa el pájaro respondía cuando yo hablaba pero con el tiempo cesó de hacerlo quedándose perdido en una especie de arrobamiento, con los ojos abiertos y moviendo incesantemente las alas. El cerebro, los músculos, el sistema nervioso y la voluntad demostraban estar inhibidos por el «stímulus» que lo excitaba. El pájaro parecía que llegaba a ser dominado por la pasión de ese sentido por el cuál simulaba los movimientos del vuelo. Ha sido uno de los casos más extraños que he presenciado. Este pequeño ser migratorio del aire que nunca había estado fuera de mi casa y que nunca conoció otro de su especie, sentado al lado mío en la lobreguez de nuestro invierno del norte y a la mortecina luz de una lámpara, por una especie de imaginación y sentido heredado, volaba por la noche leguas y más leguas, sobre tierras y océanos que nunca había visto.

Yo diría el rápido movimiento de las alas que simulaban el vuelo tranquilizaba al pájaro, así como creo igualmente que una vez que el emigrante se ha lanzado a la travesía, volando con todas sus fuerzas, encuentra alivio al tormento del impulso, lo mismo que a la sensación de inquietud y temor que lo acompañan. Y sin duda la fatiga, el hambre y la sed propenden a aquietar la sensación de desasosiego, lo que permite al viajero descender a la tierra para alimentarse y aún para descansar, hasta que nuevamente la ansiedad vuelve a incitarlo a seguir su camino.

Me parece maravilloso el relato del cuco, forzado durante su cautiverio —estimulado podríamos decir—, a simular una acción donde la acción era imposible, por una causa impulso o instinto superior a todo lo demás por su fuerza sobre él, que lo hacía escapar y volar noche tras noche, esforzándose por llegar a su distante e imaginaria meta a más de mil leguas por tierra y mar, ¡mientras permanecía sentado inmóvil sobre la mesa de un cuarto alumbrado por la débil luz de una lámpara!

El hecho real de que las especies estrictamente diurnas viajan por la noche, es una prueba de la fuerza del impulso migratorio.

Montagú autor del Diccionario de los pájaros, y que pasó su vida en la observación de las aves se negaba a creer que tal cosa fuera posible. Dice, con bastante razón que no existe nada que los pájaros que ven y tienen su actividad durante el día teman tanto como la obscuridad. Al aproximarse la noche se ocultan lejos y quedan dormidos, pero si llegan a sentir cualquier perturbación se aterrorizan y obran como si fueran ciegos o hubieran perdido el sentido. Sin embargo, sabemos que Montagú estaba equivocado, que muchas especies diurnas (y yo colocaría entre ellas a todos o la mayoría de los cucos) viajan por la noche, y que el impulso para escapar y precipitarse al vuelo llega a ser en estos viajeros nocturnos más activo, penoso e insistente al caer la noche.

Hay otro problema estrechamente relacionado con el tema que estoy considerando, y se refiere a las condiciones peculiares del país donde observé por primera vez la migración —una extensa y nivelada planicie herbosa sin ninguna vegetación arbórea nativa, con excepción de algunos lugares ampliamente separados—. Cuando estas llanuras o, mejor dicho, cuando esta llanura grande y continuada fue colonizada por los europeos, éstos plantaron montes y huertas alrededor de sus viviendas. Esas pequeñas plantaciones estaban alejadas entre sí, desparramadas por toda la pampa, campo puramente de pastoreo, y sobresalían a gran distancia como islas de árboles sobre la verde superficie de esa tierra que se parecía al mar. Se podía suponer que tales condiciones no fueran convenientes en las especies de aves acostumbradas a los bosques, porque el bosque era su verdadera morada, el único lugar seguro para ellas, por lo que naturalmente temían el ancho y plano espacio abierto, donde no había refugio ni escape posible, ante el siempre presente pájaro de presa que las acechaba. A la región donde yo vivía llegaba un buen número de visitantes veraniegos que nunca se aventuraban sobre los grandes espacios abiertos, y eso atrajo mi atención; venían del sur pero rigurosamente se guarnecían en la selva de la pantanosa costa del Río de la Plata. En cualquier parte de ella y en cualquier día se podían ver una docena o más de especies que nunca viera fuera de aquel lugar, ni aún en los montes que se encontraban a poca distancia de la costa, desde que para llegar a éstos tenían que atravesar unas pocas millas de campos sin árboles.

No obstante esto, todas las primaveras nos traía un considerable contingente de especies montaraces. Indudablemente muchas eran viajeros nocturnos. De este modo, en las siete u ocho hectáreas de árboles de sombra y de frutales que rodeaban mi casa, teníamos como visitantes a los chotacabras, cucos, picaflores, golondrinas, pinzones, tanagras, trupiales, tiranidos y trepadores de varias especies.

A pesar de mi continua vigilancia allí sucedía lo que en Inglaterra, es decir, que los pájaros que desde hacía seis meses estaban ausentes y que el día anterior no se habían visto, se presentaban ante nuestra vista y todos cantando a nuestro alrededor. Era ciertamente muy raro presenciar la llegada de cualquier pájaro; tan raro que en una ocasión tuve una gran alegría cuando, paseando un día de primavera por el lado norte de nuestro monte, divisé un pajarito que volaba lenta y trabajosamente sobre la planicie en dirección a donde yo estaba, y lo reconocí como el mismo pájaro que había estado esperando y buscando anhelosamente, el hermoso churrinche; la de más refulgente color y la más musical de todas nuestras avecillas, cuyo trino semejante al tintineo de una campanilla. Al llegar a los árboles se posó en uno de ellos, seguramente contenta de encontrar su morada y su refugio veraniego en un oasis de árboles sobre la ancha llanura desierta.

En febrero, marzo y abril llegaba la época en que los emigrantes debían volver al norte y la situación se presentaba de distinta manera. Los pájaros, como he dicho, demostraban un manifiesto estado de inquietud: uno se daba cuenta, por el modo de conducirse, que se iban —se podría decir impelidos— de mala gana del lugar, llevados por una extraña influencia, ese temor que los afectaba en diferente grado, así que desde el momento en que empezaba la migración transcurrían casi tres meses antes de que terminara con la partida de los más temerosos, apegados tenazmente a sus frondosas moradas del sur.

Voy a dar un ejemplo del disgusto que manifestaban las especies montaraces para dejar su refugio entre los árboles. Se refiere a una especie de cuco que no anidaba en nuestro monte, pero que yo conocía desde el verano anterior. Era un cuco norteamericano del genero Coccyzus, especie sumamente rara en la Argentina, tanto que nadie sabía que hubiera visitado el país hasta que yo lo descubrí. Este pájaro solitario apareció en nuestra arboleda, al final de la estación, después que todos los emigrantes hubieran partido. La primera vez que lo ví fue en los árboles que crecían sobre el costado norte del monte. Más allá se percibía la nivelada y desnuda planicie verde. Lo dejé en observación durante tres días, acechándolo por entre el follaje siempre en el mismo lugar y a la misma hora; yo me imaginaba que estaba temeroso de dejar su refugio, luego desapareció y se me ocurrió buscarlo en el monte vecino que se veía claramente desde allí, exactamente al norte del nuestro. Y por cierto, allí lo encontré, sobre el lado norte del bosquecillo, atisbando desde un descuidado cerco espinoso. Al día siguiente volví a verlo en el mismo lugar, pero al tercer día desapareció y el monte que más cerca quedaba hacia el norte estaba a gran distancia para que yo tratara de persistir en la búsqueda.

Esta resistencia del pájaro montaras para cruzar un espacio plano sin árboles, es similar al de los emigrantes que tienen que ir hacia el mar. Lo veo todos los años en la costa del sur de Inglaterra, donde las golondrinas

y otros pájaros demoran a veces días enteros antes de aventurarse a cruzarlo.

Uno debe tener siempre presente que todos los pájaros sienten ese desgano para abandonar su morada. Esta, su pequeño territorio, es el único lugar de la tierra que el pájaro conoce; todas las lomas, bosques, arroyos, árboles, arbustos, los pastos, le son íntimamente familiares: allí están los territorios donde vuela y se recrea, su seguro lugar de descanso, los refugios donde se ampara de las inclemencias del tiempo y de todos los peligros, y todo lo que está fuera de sus límites constituye un mundo extraño dentro del cual es un forastero. Está tan apegado a su casa que aunque le persigan y le roben año tras año los huevos y los pichones, aunque la destruyan —como sucede cuando se cultiva una tierra nueva cuando los bosques se desmontan o se incendian—, siempre continuará rondando el lugar como si fuera capas de adaptarse a nuevos y distintos contornos.

Entre las notas (y tengo cientos de ellas) que registran mis observaciones de los años juveniles, sobre lo que yo llamaba la «pasión de la migración», hay una en la que comparo la migración otoñal de los pájaros con el cardo tal como ocasionalmente solía ver esta planta.

El cardo enorme planta que en mis tiempos cubría cientos de leguas de la Pampa en que yo vivía, tiene una flor grande de doble tamaño que el de la alcachofa a la cual se parece, y la pelusa que produce corresponde al tamaño. Al final del verano en los últimos días de enero, en un ventoso día, solía verse el cielo plagado de grandes y plateados globos flotantes de pelusa. Cuando el viento disminuía se asentaban sobre la tierra en tal cantidad que la planicie entera se mostraba espesamente rociada de ellos, ofreciendo su superficie un aspecto nebuloso y afelpado.

Había salido a caballo en un tranquilo y cálido día del final del verano y contemplaba la llanura —quemada de amarillo después de los dos meses más calientes de diciembre y enero—, que a nivel con el horizonte se extendía hasta donde le llegaba la vista, resplandeciendo con los millones de «panaderos» apenas apoyados sobre la superficie de los pastos. Se hizo perceptible en estos un pequeño temblor en cuanto sopló una leve brisa que aumentaba por momentos, hasta que los globos apenas apoyados sobre la superficie principiaron a inclinarse y a moverse; finalmente se levantaron flotando en el aire como burbujas de jabón, mientras otros temblaban y se inclinaban, puesto que no podían elevarse porque estaban impedidos por los pastos y quedaban aprisionados contra éstos. Sin embargo, a momentos se libertaban cuando la corriente de aire aumentaba su fuerza, y llegaban también a flotar; otros que todavía estaban más obstaculizados, quedábanse detrás hasta que el viento que soplaba cada vez más fuertemente los arrancaba de las briznas y de los tallos que los sostenían y se volaban detrás de los anteriores, llenando por completo el aire llevadas por el viento.

Exactamente lo mismo ocurre con los pájaros, he dicho, cuando ese hálito los toca, esa primera influencia o impulso perturbador; cuando el primer estremecimiento, la primera indicación de aquel se mostraba en su conducta, y cuando aumentaba hasta que los más volátiles y los más sensibles se levantaban y volaban, mientras otros se mantenía todavía en sus puestos para ser vencidos al fin por esa fuerza que doblegaba toda resistencia y los arrastraba en un largo viaje aéreo.

Pero no son solamente los pájaros montaraces lo que esa tierra sin monte se apegan tan tenazmente a sus moradas; la obstinación para defenderse de ese largo viaje sobre un desierto desconocido y hostil, es igualmente fuerte en algunas especies que viven y pasan su verano en la herbosas llanuras abiertas.

He aquí un notable ejemplo de este género.

Se refiere a un trupial migratorio, Leistes superciliaris, hermoso pájaro parecido al estornino y que se asemeja al «pecho colorado» en su plumaje oscuro y el color escarlata del pecho. Ese es el macho; la hembra tiene un modesto colorido y difiere en las costumbres con su compañero. Es un pájaro solitario que viene del norte en la primavera para habitar y anidar en la herbosa planicie abierta. El macho encuentra un alto pasto, cardo o hierba de cualquier clase donde se establece y allí pasa la mayor parte del tiempo, haciéndose bien visible por el color de su pecho. A intervalos salta en alto para articular su canto en el aire, volviendo luego a su anterior ubicación. La hembra vive igualmente sola, pero ocultándose como la gallineta europea bajo los pastos. Después de anidar se separan de nuevo, y en marzo y abril los machos, solos o en pequeños grupos de tres o cuatro, emigran hacia el norte. Poco tiempo después se van las hembras, reunidas en partidas de seis más o menos. Cuando se las contempla en su viaje se tiene la impresión de que el temor las ha llevado a juntarse. Pasan por la llanura volando hacia el norte y muy bajo, casi sobre la superficie de la tierra; su vuelo se traduce en una serie de saltos para un lado y otro, y cada vez que

llegan a un sitio donde se encuentran pastos altos y gruesos, que son su resguardo habitual, se introducen en ellos como si se vieran perseguidas por un halcón. Luego de quedar uno o dos minutos escondidas, recobran suficiente coraje para seguir y continuar con su excéntrico vuelo.

Vemos, pues, por todo esto, que lo que yo he llamado la «pasión de la migración» es una emoción que acompaña al instinto, al acto; que es temor y no es la causa, sino un efecto (efecto concomitante se podría decir) del impulso que pone en movimiento a los pájaros para emigrar.

El temor en los pájaros es causado por algo que ellos ven u oyen; el olfato no tiene nada que ver en este caso al revés de lo que acontece en los mamíferos; algo que es hostil a la vida del pájaro y que este reconoce como un peligro, en algunos casos por experiencia propia pero más comúnmente por tradición transmitida a través de las generaciones. Es así como el pájaro se aparta de las personas, no porque haya sido dañado precisamente por un hombre ( aunque esto suelo suceder), sino porque sus padres y otros adultos, con quienes se acompañará después de dejar el nido, invariablemente articulaban una nota de alarma al aproximarse un ser humano. Esto se le ha contagiado, y por el resto de la vida mirará al hombre como algo peligroso, transmitiendo esta noción a la prole. Sabemos que se pueden dominar los efectos de esta enseñanza y alguno de nosotros hemos acariciado gansos, zorzales y mirlos echados en el nido sin asustarlos, y yo mismo, en los parques de Londres acostumbro dejar que las palomas se acerquen a picotear en mi mano su alimento. Pero en la inmensa mayoría de los pájaros silvestres es prácticamente un hábito que no se puede desarraigar, aunque no sea, como hemos visto, instintivo o ni siquiera hereditario.

Sin embargo, lo que los pájaros salvajes temen más vivamente es la presencia de un pájaro de presa, porque, aunque tradicional como el temor al hombre, es más antiguo, lo que lo ha hecho instintivo (eso creo yo), y el enemigo bajo el punto de vista del pájaro, es más mortal; porque el hombre, criatura que ven a menudo, no siempre los acosa mientras que el halcón esta siempre listo para matar, y todos y cada uno de los pájaros viven aterrorizados por el miedo de caer entre sus garras. Ahora bien, el temor del emigrante no tiene causa visible ni audible; sin embargo, es también un sentimiento asociado y puede solo ser atribuido a un estado nervioso debido alguna otra cosa que afecta al pájaro de manera inquietante, y este desasosiego, esta misteriosa perturbación que aumenta hasta la angustia, simula el estado que posee el pájaro cuando ve su enemigo mortal, o cuando la perturbación y el terror visible en la población alada que lo rodea, le produce el mismo efecto. Es un estado de sospecha, de alarma, de disposición para precipitarse a un lugar en el que se encuentra a salvo. Este engaño o falsa asociación, como se la podría llamar, es bastante común en el mundo animal, incluso el ser humano, que, como se ha dicho, está un poco más abajo que los ángeles y consiguientemente expuesto a sufrirlo. Así el mal de ojo de mi vecino debe ser la causa del hecho, de otro modo inexplicable de que mi vaca o mi hijito hayan caído enfermos y no sanen a pesar de todas las medicinas que les hago ingerir. Es también muy común en el perro el que de acuerdo a los Yowatts, Lubbocks y otras autoridades, se clasifica próximo al hombre en su mentalidad. Este animal es por naturaleza voraz, celoso, pendenciero, y en sus frecuentes camorras da y recibe muchos y dolorosos mordiscones; así que el sabe lo que es el dolor y la causa que lo produce. Si sufre de alguna enfermedad —reumatismo por ejemplo—, asocia el sufrimiento con las anteriores experiencias de dolor y puede conjeturar bastante bien respecto a la causa de este sufrimiento. Se vuelve y gruñe fieramente a los otros perros que se quedan sorprendidos, y todavía él lo está más de la sorpresa de los otros. Pero este inocente comportamiento de sus congéneres no siempre lo apacigua y en algunos casos llega hacerles frente, atacando salvajemente al que encuentre más cerca para vengar la ofensa.

La emoción descripta como el acompañamiento de la migración, la cual probablemente intensifica y puede considerarse como subordinada al impulso y al acto, tal vez no nos acerca en absoluto al origen en sí mismo; sin embargo, es un hecho que hasta ahora a pasado desapercibido, que si examina debidamente puede servir de ayuda en el estudio de ese problema. Lo descubrí yo mismo en mi juventud, y cuanto más observaba los pájaros, más me convencía de su verdad y ahora, después que ha pasado medio siglo que tomé mis notas en los primeros años de la década del 70, sigo manteniendo la misma opinión.

* * *

Hay otros dos puntos que se refieren al comienzo de la migración y que deben ser tratados en este lugar, que se relacionan en mi mente con el que acabo de discutir: el impulso que conduce a la migración y el sentimiento de temor que lo acompaña.

El primero de los dos se relaciona con la orientación de la migración; el segundo; a las perturbaciones o irregularidades a la que ella está ocasionalmente expuesta. Ateniéndome siempre a mis propias observaciones, con respecto a la conducta otoñal de los pájaros antes de su partida, me pregunto: ¿Cuándo, o en qué momento siente el pájaro esta perturbación, que se manifiesta como temor de un peligro invisible o de un enemigo del que trata de escapar, y que lo inclina primero hacia el norte, como el lado en que ha de encontrar su seguridad? No pude descubrir una inclinación especial de volar hacia ese lado en las golondrinas, aun cuando la inquietud y agitación preliminar durara muchos días, durante los cuales los pájaros se levantaban o se precipitaban con gritos de alarma hacia este o aquel lado y se dispersaban para volver luego a su percha y a sus intervalos de cría, hasta la misma víspera de su partida, porque solo entonces se podía ver que cuando se levantaban o se lanzaban al espacio lo hacían en dirección al norte. En el Batitú ocurría de distinta manera: desde el principio de su período de desasosiego invariablemente, al levantarse, se lanzaba hacia el norte.

Y aquí quiero nuevamente recalcar la diferencia en el comportamiento de las distintas especies cuando se sentían afectadas por la misma influencia e impulso. Es a mi modo de ver una influencia extraña —«un hálito», como lo ha llamado el poeta de Las Estaciones, y no pudo haber encontrado mejor metáfora—. Tocados por el hálito como por un viento que llega, comparé los pájaros migratorios a los «panaderos» del cardo, que cuando el tiempo es sereno se posan sobre el pasto, temblando al primer débil movimiento del aire, para ser finalmente levantados y llevados por el creciente viento. Era tal vez mejor la comparación que se me ocurrió después —creo que fue mientras cabalgaba entre los arbustos de la meseta patagónica con un fuerte viento—, al observar cómo actuaba éste sobre los árboles y arbustos. Algunos que tenían troncos delgados, ramas flexibles y suelto follaje plúmeo, cimbraban inclinándose en cada ráfaga casi hasta el suelo; un buen número se inclinaban un poco y otros nada, aunque todo su follaje temblara con violencia y, finalmente había árboles con hojas firmes como el acebo que apenas mostraban una ligera vibración. Una vez emprendida la migración, la línea de vuelo era casi invariablemente dirigida al norte en todas las especies, aunque viajaran a diferente altura. Los pájaros muy grandes —tuyuyús, cisnes, espátulas, etc—, viajaban a tan grande altura que eran apenas visibles en el cielo. Los chorlos y pájaros costeros, las gaviotas que anidaban tierra adentro, los patos, palomas y los cuervos, por lo general viajaban a moderada altura; las golondrinas todavía más abajo y más aún los pequeños pájaros de alas cortas, especies todas estas cuyo único refugio, cuando se les presenta un halcón, lo encontraban sobre la tierra.

La excepción más notable en cuanto a la ruta de todos éstos pájaros, la constituía el vencejo en su viaje desde la Patagonia sur hasta Arizona en Norte América. La manera de ser de éste pájaro cuando emigraba y la dirección de su vuelo me resultó un perpetuo enigma. Sus movimientos hacia el norte principiaban en enero y duraban todo un mes, algunas veces más. Pero su aparición se hacía en forma irregular; en algunas estaciones se presentaban muy pocos pájaros, en otras pasaban en cantidades en cualquier día de febrero, y no viajaban en bandadas, sino individualmente, aunque por lo general muchos pájaros se veían y oían entre sí. Viajaban de manera singularmente despaciosa, agachándose o levantándose y haciendo amplios círculos a su alrededor, persiguiendo las moscas, emitiendo continuamente sus notas secas, chirridos y gorjeos; y la dirección de su vuelo parecía ser el noreste. Eventualmente esta dirección los había de llevar hacia la costa atlántica del continente, y el viaje completo tendría que formar una inmensa curva por lo menos mil millas más larga de lo que debería ser, puesto que una línea directa hasta sus nidales debía encontrarse sobre la costa del Pacífico.

Un año, en abril, pasado un mes desde que las últimas golondrinas habían desaparecido, ocurrió una de aquellas precipitaciones de tardíos emigrantes que no eran raras, y entonces vi una cantidad de vencejos, y los vi bien, pues yo andaba a caballo por las llanuras y pasaron directamente por encima de mí, no más arriba de treinta pies del suelo. No viajaban en ese momento a la manera en el que yo acostumbraba a verlos, sino que se apretaban entre sí formando una bandada igual que en Inglaterra las golondrinas de chimenea cuando emigran, y volaban a la mayor velocidad, derecho al norte. Esta ligera desviación en la dirección del vuelo y al completo cambio en su manera de viajar me dieron la idea de que en las primeras etapas de la migración del vencejo y otras especies, la influencia del norte no es tan poderosa e insistente como para impedir a los pájaros que se desvíen a este o aquél lado, de acuerdo a la abundancia del alimento u otras condiciones de los territorios que recorren, pero que a medida que el tiempo transcurre la influencia aumenta sus fuerzas y los lleva a la verdadera línea.

El poder de esta influencia era observable en todos los emigrantes tardíos durante estas precipitaciones que a menudo se presentaban un mes después de haber pasado la época en que usualmente terminaba la migración, y aún era más fácil de observarlo en el chorlo y en los pájaros costeros.

Cuando montaba mi caballo y salía por las mañanas a fines de marzo o abril, encontraba bandadas de éstos viajeros atrasados, chorlos, chorlitos y otras variedades de éstos. Muchas veces se me ocurría forzarlos a volar al sur. Parecían cansados como si hubieran estado viajando toda la noche, y, como estaban hambrientos, buscaban su comida en los cortos pastos mojados por el rocío, pero siempre con la cabeza dirigida al norte. No se veía ni uno de ellos que se desviara en otra dirección. Cabalgando hacia el norte de la bandada, giraba bruscamente y los atacaba y las aves se elevaban casi verticalmente, volando por encima de mi cabeza hasta unas treinta o cuarenta yardas de altura, para descender luego y continuar la búsqueda de su comida a pesar de todo siempre hacia el norte.

No se puede menos de inferir que la atracción, la fuerza impelente —«la atracción del Norte» como la he llamado—, aumenta hasta manifestarse en los tardíos viajeros como un real dolor físico, dolor y sensación de temor que se intensifica si el pájaro intenta volar hacia el sur.

En cuanto a las perturbaciones o aberraciones de la migración, se manifiestan también en el emigrante antes de la partida —irregularidades que sugiere que la causa de la migración, la fuerza que existe detrás del impulso—, está en si misma sujeta a mutaciones y aberraciones, las que afectan el sistema nervioso de los emigrantes. A este respecto, juntando las observaciones que hice con las que acabo de tratar, llenaría un larguísimo capítulo, pero me limitaré a referir una y ella se relaciona con el Batitú, el pájaro que tantas veces he mencionado.

Por lo general, la migración hacia el norte, comienza alrededor del quince de febrero y continúa hasta el quince de marzo, y es al principio del primer mes que la inquietud se hace perceptible. Ahora bien, en una ocasión la época del desasosiego principió mucho más temprano, en enero, aumentando día a día y semana a semana de la manera más extraordinaria, y continuó hasta mediados de marzo antes de que los pájaros empezaran a volar al norte, migración que siguió hasta que terminó ese mes. Cuando andaba a caballo por la llanura en cualquier día de febrero, veía de rato en rato un pájaro que saltaba lanzando su salvaje grito de alarma y volaba, y luego de hacer una pequeña distancia caía al suelo otra vez. Después de uno o dos minutos, y un poco más allá, se levantaba otro y más lejos otro, siempre con su grito; yo me quedaba quieto observando y escuchando, y podía ver los pájaros levantarse aquí y allí, por sobre toda la planicie. Si uno cabalgara cien leguas en cualquier dirección que fuera, se encontraría con la misma cosa en todas partes. Los pájaros mostraban en un continuo estado de agitación, de temor, y aunque tal manifestación nerviosa empezara más temprano que lo usual la migración real no tuvo lugar hasta un mes después de la época corriente.

Si en este capítulo he vuelto uno y otra vez a ese único tema de la manera de proceder de los pájaros antes de la migración, es porque éstos simples hechos, que me parecen ser esenciales en el estudio del problema, nunca han sido registrados, ni considerados, ni los puede conocer los naturalistas de gabinete que han edificado teorías sobre la migración., exceptuando a los que como yo han vivido largo tiempo en la intimidad con los pájaros, hasta haber dominado su lenguaje, lenguaje de sonidos y movimientos que enseñan lo que sienten y quieren decir.