CAPÍTULO IV

Buscando una senda para volver a la Naturaleza · El hombre natural y su ambiente · Cuando el dolor es placer · El hombre al unísono con la Naturaleza · «La intuición de la nieve», idea fantástica y verdadera · Influencia del viento · El viento promovedor del pensamiento · Pensamientos alados · Ayuda de los físicos · Fantasmas en el viento · Mensajes telepáticos · Drama doméstico · ¿Es el viento un mensajero de la mente? · Un deseo de la mente · El poeta lo expresa · ¿Es una ilusión? · Conjeturas · Embriología mental · Telepatía heredada de los animales.

Conocí cierta vez a un ovejero inglés en Sud América, que gustaba montar a caballo en los días lluviosos del verano para dar largos paseos, sin llevar siquiera un poncho, consiguiendo de ese modo mojarse completamente. Me aseguraba que eso le producía el mayor placer.

Recuerdo con este motivo a un gran financista, multimillonario, que al terminar el día y sus negocios estaban hechos, se encerraba en un cuarto al que nadie podía entrar, donde, sacándose las ropas, se tiraba desnudo sobre una manta, delante de una gran chimenea, empapándose con la transpiración que le producía el calor, durante una hora o más. Decía que era el momento más dichoso y que constituía la principal felicidad de su vida.

Y es, en verdad, una buena forma de felicidad, como muchos sabemos por experiencia; sin embargo, nos compadecemos de esos pobres, desgraciados y afanosos plutócratas que no tienen otros medios de volver a la Naturaleza.

He conocido algunos cuya verdadera dicha consistía en caminar, constante y ligeramente, sus veinte o treinta millas por día, sin otro objeto que el de obtener con ello la sensación de poder escapar al tedioso encierro de su existencia; estando largo tiempo afuera, a alguna distancia de su casa, se sentían libres y contentos.

También sé de otro que, de vez en cuando, solía abandonar súbitamente su oficina, yéndose a una estación terminal, donde tomaba un tren rápido que lo llevara cientos de millas hacia el norte, el sur, o en otra dirección, vagando así durante tres o cuatro días, haciéndose prestar en los hoteles donde se hospedaba, una camisa de dormir y lo que le fuera necesario, después de lo cual volvía nuevamente a Londres a reiniciar su trabajo. Este me explicaba que el aburrimiento de su convencional vida confinada puertas adentro, con muchas horas diarias de oficina, parecía tener un efecto acumulativo que en cierto momento llegaba a hacerse insoportable. Entonces salía precipitadamente y huía, encontrando en ese viaje a gran velocidad y sobre largas distancias, la ilusión de haber conseguido evadirse de tal existencia, libertándose para siempre de ella.

Existen otros cuyo mayor deleite lo experimentan con el agua ... en la vista y la sensación de ese elemento, ya sea agua corriente, de charcos, lagos o mar, bañándose, sentándose en la orilla, caminando por la playa, observándola atentamente. Uno de éstos era Shelley.

Hay todavía aquellos que sienten gran alborozo con los truenos y relámpagos, saliendo al exterior en medio de las más espantosas tormentas, quedándose parados, contemplando con verdadero placer tan tremendo espectáculo.

Todas esas preferencia, y se podrían agregar muchas más, tienen el mismo y único origen: el sentido de la desarmonía entre el organismo y lo que lo rodea. Por una feliz casualidad el pobre desventurado ha podido descubrir la manera de escapar por breve intervalo de su aprisionamiento, sea ya por el ejercicio violento, o emborrachándose, exponiéndose a la inclemencia del tiempo, en el agua, e incluso echándose desnudo y calentándose como un gato al calor de un gran fuego en el hogar. Una condición particular llega a asociarse en su mente con la sensación de alivio y de consuelo que le produce la impresión de haberse desembarazado de una carga.

El hombre común que vive al aire libre, aunque parezca indiferencia, experimenta un cierto placer en todos los estados atmosféricos y aspectos de la Naturaleza. Y puedo decir que lo mismo me ha sucedido a mí ahora y siempre, y siento una verdadera satisfacción no solamente en los estados del tiempo y otros aspectos de la naturaleza que nos gustan o que «halagan los sentidos», sino también en aquellos que producen malestar y hasta real dolor físico o temor. A la persona que se ha criado en la ciudad podrá parecerle esto un disparate, siendo que malestar no es bienestar, que el temor es temor y el dolor, dolor, y esto no puede ser placer, ¿no es verdad? Debe de creérseme, bajo mi palabra, que esto ocurre en ciertas circunstancias y en ciertas personas aunque el lector pueda no ser una de ellas. La medida en que nos afecta varía grandemente según nuestra educación, carácter, gustos u ocupación.

Pero, aparte de todo esto, aparte de los sentimientos estéticos que el objeto, la escena o estados de la atmósfera puedan despertar, y de la sensación de novedad, el vivo interés que experimentamos en ocasiones en lo que vemos, olemos, oímos y sentimos, así como en otras sensaciones que actúan en nosotros, existe un sentido de la cosa en sí, del árbol o del bosque, de la roca, el río, el mar, la montaña, el suelo, la arcilla, el cascajo, la arena, el yeso, la nube, la lluvia y qué sé yo cuántas otras cosas más, algo, digamos, penetrante, especial e individual, como si la cualidad de la cosa en sí se hubiera introducido en nosotros, reemplazando y conmoviéndonos el cuerpo y el espíritu. Es posible que algo de este sentimiento estuviera en la mente de Whillughby, el escritor isabelino y «Padre de la ornitología británica», cuando sugirió que el color de los pájaros y cuadrúpedos de las regiones árticas se debía a la continua intuición de la nieve, y la fuerza de la imaginación. Esta idea, que ha parecido tan fantástica como para mover a risa a muchos, durante los últimos tres siglos, será probablemente reconsiderada y apreciada pronto por los biólogos. Porque, ¿quién puede creer hoy que la piel nívea de invierno de la liebre y de la comadreja, y las plumas del guaco y otras especies árticas, el color arena de los animales que es casi universal en los desiertos arenosos, y el verde plumaje de muchos cientos de especies de pájaros de las selvas tropicales, se han obtenido por medio del principio darwiniano, la acumulación gradual y la herencia de una larga serie de pequeñas variaciones individuales, favorables al mismo individuo y sus descendientes, en la lucha por la vida? La objeción insuperables es y será siempre la de que tales variaciones son del individuo.

Se cae en el lenguaje de la metáfora al hablar de los procesos evolucionistas. El «mejor medio» de un protagonista humano puede eventualmente triunfar, porque encuentra creyentes y asistentes desde el mismo nacimiento de la idea y juntos enfrentan el mundo hostil. También abundan en la Naturaleza los reformadores, profetas, maniáticos y generalmente perfeccionadores de su especie; pero en este caso el reformador individual no encuentra discípulos; está solo contra una incalculable multitud, la que se mantiene y conserva en la vieja y mala rutina, de modo que su «mejor medio» llega inevitablemente a dar fin con él mismo.

La imaginación no es la verdadera palabra, al menos en su sentido restringido, mientras que la otra frase de la constante intuición de la nieve insinúa que estos efectos físicos en la naturaleza animal se deben principalmente a una causa puramente psíquica. Pues bien, yo no lo encuentro imposible de creer. Uno quiere siempre encontrar algo en qué creer, algún medio que no sea dudoso, pues sabemos que, tanto en los animales más inferiores, como en el hombre, el cerebro actúa algunas veces sobre el organismo con tremendo poder, hasta producir extraños resultados, como vemos por ejemplo en los casos de sugestión prenatal.

Sin embargo, justamente ahora estamos tratando principalmente del sentido atmosférico, y en particular de la influencia del viento.

Mientras que me clasifico como un hombre común, acostumbrado a la intemperie, tolerante y más que tolerante a todos los climas e influencias de la Naturaleza, a todos sus caprichos y manifestaciones, sospecho sin embargo, al retornar a este tema, que no encontraré auxilio en nada de lo dicho por otros sobre lo que queda por decir. No existe, pues, nada más que mi experiencia personal y así como cada rostro y cada mente difieren de otro rostro y de otra mente, es posible que cuando el viento me cuente a mí una historia sea diferente de las miles que pudiere haber contado a otros.

El efecto que me producía el viento, era siempre mucho mayor cuando me encontraba a caballo, especialmente en aquella primera mitad de mi vida en que constantemente estaba cabalgando, y algunas veces semanas enteras, desde la mañana hasta la noche. Cuando en mi adolescencia comencé a pensar, me dí cuenta de que el mejor momento para mí era cuando me encontraba a caballo y en medio de un fuerte viento. No se trataba de la sensación puramente agradable de un viento acariciador o de galopar con una relativa brisa en un día de sol; era un placer de diferente clase, si es que pudiera llamársele un placer. Ciertamente que esta palabra no me da la expresión que busco, pero no encuentro otra. Era una sensación de cambio, mental y corporalmente, un maravilloso regocijo y actividad mental. «¡Ahora puedo pensar!» —exclamaba—, partiendo a galope sobre la gran planicie —aquel verde piso del mundo donde yo nací—, dando cara al fuerte viento. No podía decirse que eso era solamente el efecto de andar a caballo y del rápido movimiento. Sabemos que simplemente el estar montado en un buen caballo nos da una sensación de poder y elación; o, como dice en su autobiografía Lord Herbert de Cherbury: «Levanta al hombre sobre sí mismo». Aquí debo hacer notar de paso que la sensación que él describe, es común en aquellos que, por más familiarizados que estén con el caballo, lo montan tan sólo ocasionalmente, o en todo caso, no tan frecuentemente como andan sobre sus propias piernas, o se sientan en sillas y canapés. Para el que se ha criado en una región semisalvaje, la sensación es algo diferente; sobre el recado uno tiene la conciencia de estar sencillamente en el verdadero sitio desde que, debido a una larga y estrecha intimidad con el caballo, lo maneja automáticamente, sin preocuparse para nada de él, quedando la mente en completa libertad, igual que hace el hombre cuando maneja sus piernas al caminar. El efecto, pues, no era ese que se produce meramente por el hecho de andar a caballo y por la rapidez del movimiento, sino que casi exclusivamente era debido al viento.

Indudablemente que al galope entra más aire a los pulmones que cuando andamos a pie y la oxigenación de la sangre es, por consiguiente, más rápida, pero el intenso alborozo así producido se experimenta igualmente con viento o sin él.

Mi experiencia con el viento era como si al soplar dentro de mí destapara alguna obstrucción, algún obstáculo a una perfecta libertad de la inteligencia, o como si las dos mentes que tenemos, la consciente, lenta, laboriosa, y la que trabaja fácil y rápidamente en la obscuridad y que solamente de tiempo en tiempo nos da una conclusión, un resplandor fugaz de sus actividades secretas, se hubieran fundido en una, los pensamientos iban y venían tan rápidos que eran como el vuelo de un pájaro, que en cada golpe de sus alas produjera una idea, espontáneamente revestida con una expresión apropiada, llegando y desvaneciéndose para ser instantáneamente sucedida por otras y otras más. Dice el poeta:

¿Pues qué son las ideas,

sino pájaros que vuelan?

¿Y qué son las palabras

sino trampas que las cazan?

Algunas quedan muertas,

y en el Leteo se anegan,

mas otras son prendidas

como eternas alegrías.

Ellas habrían sido tal vez para mí una eterna alegría si las hubiera enjaulado, pero no pude hacerlo; yo las atrapaba, pero eran tantas y tan fugaces que no bien las agarraba entre mis manos, se deslizaban por entre los dedos y huían. Realmente pienso que si yo hubiera inventado algún medio para registrarlas, si se me hubiera ocurrido semejante cosa, habrían presentado un fuerte contraste con el pesado material que estoy obligado a exponer en mis libros desde que comencé a escribirlos o, mejor dicho, a hacerlos. La diferencia en la actividad de mi mente, durante aquellas cabalgatas y la de hoy, sentado en mi mesa con el papel y la pluma, es, según dije antes, como comparar el vuelo de un pájaro a través del aire —un gavilán, por ejemplo, que resplandece ante la vista sobre los árboles con rápidos golpes de alas y se va instantáneamente— y el caminar con pesadas botas sobre un campo de sucia greda recién arado, empapado con las pesadas lluvias de la noche anterior.

¿Por qué y cómo el viento me afecta de este modo? Es uno de los innumerables enigmas, problemas o misterios con los cuales se tropieza eternamente. Yo, igual que todos, soy como la criatura que clama por luz en la noche y que no tiene más lenguaje que su grito. Y nadie responde. Porque, ¿qué sabemos real y verdaderamente sobre lo que un amigo mío insiste en llamar nuestro «interior»? No se refiere él a los pulmones, ni al hígado ni a otros órganos, sino a esa parte nuestra donde están los misterios. Porque sabemos mucho sobre nuestro interior, de acuerdo a los fisiólogos y psicólogos y, sin embargo, ellos no me pueden decir por qué el viento me transformaba en un ser nuevo y distinto, tan diferente a mi yo común como el gavilán lo es de la lechuza de los campanarios. ¿Me ayudará el físico a comprender esto?

El físico nos enseña que en nuestra constitución solamente la mitad es materia ... , somos materia y éter; y el éter no es materia, sino que es el elemento fundamental que ocupa el espacio original fuera del cual se desarrolla la materia; y, aunque no sea materia en sí mismo, desde que es intangible e inasible y tiene cualidades sutiles que no pertenecen a la materia, su elasticidad y tenacidad muestra sus relaciones con ella, y una de sus funciones sobre esta tierra, a la que trae la luz del sol, de la luna y de las estrellas, es mantener unida la materia, juntando átomo con átomo, de tal modo que si su sostén cediera, este sensible ser y el globo mismo se disolverían instantáneamente en la tenue atmósfera, no dejando ningún vestigio detrás suyo. También sabemos que cuando los átomos son violentamente agitados, arrojados y arrastrados de un lugar a otro, los corpúsculos que compone el éter —o que se supone sean sus componentes—, los sostienen y los vuelven a colocar en su propio sitio.

Se nos ha enseñado también que esta no es una hipótesis descabellada, sino juiciosa realidad, y no voy a decir que no la creo, ni siquiera que dudo de ella. Todos, vitalistas y antivitalistas, estamos siempre ansiosamente Vigilando y escuchando atentamente las noticias etéreas, y cuando lleguen, por dudosa que sea su venida, sabremos más de lo que sabemos y para entonces los físicos podrán estar capacitados para auxiliar a los otros investigadores, ayudándonos a conocer a nuestro yo subjetivo.

El viento no pasa a través de mi persona, aunque me asalta con violencia: me bombardea con millones de átomos y me presiona reciamente, no con suavidad, sino en olas de variada fuerza, en soplos, por así decir, que pueden sacudirme como sacuden y hacen temblar los potentes árboles, torres, puentes y grandes edificios de piedra, madera y hierro. Mi cuerpo entero levantado sobre la tierra en un caballo, vibra violentamente, y aunque esta vibración no se transforme en sonido, llega al cerebro, como lo hacen las vibraciones de aquél y pone en movimiento mi máquina mental.

Habría más que decir sobre este fascinador problema, pero como todo habrá de ser mera conjetura lo daré por terminado, para relatar otro misterio que relaciona mi mente con el viento.

Una noche de otoño, hace ya algunos años, me dirigía a mi casa por una calle de Londres, caminando de prisa y dando frente a un fuerte viento sudoeste, el que me agrada más de todos los que soplan en este hemisferio. No pensaba en nada, como no fuera en el deseo de tomar mi té y en la delicia que me causaba el viento, cuando me sucedió algo extraordinario y que nunca me ocurriera antes. Fué la aparición de la cara de una niña que conocía y apreciaba muchísimo, y que por ese tiempo vivía con su familia, a una distancia de ochenta millas de donde yo me encontraba. Era tan sólo la cara, su imagen viva, y tan claramente la tuve ante mis ojos, que no hubiera sido más verdadera y humana si la misma niña realmente se me hubiera presentado. Pero como he dicho, era sólo la cara y parecía estar dentro y formando parte del viento, puesto que no quedó quieta por un instante, sino que ofrecía una especie de ondulación semejante a la que se observa en el cinematógrafo, moviéndose continuamente de aquí para allá, desapareciendo para volver casi al segundo, pero conservándose al mismo nivel, más o menos a tres pies de distancia de mis propios ojos. La ondulación y el movimiento se parecían a los de una bandera o a los de una substancia membranosa agitada por el viento. Luego se desvaneció y no la vi más.

Este incidente me dejó atónito, ya que me podía considerar la última persona en el universo capaz de sufrir alucinaciones o ilusiones, siendo como alguien ha dicho: «excesivamente cuerdo para cualquier cosa», o por lo menos para experimentar tales cosas, llegando en consecuencia a la pronta conclusión de que este fantasma era algo así como una comunicación telepática. Si mi suposición era o no exacta, juzgará el lector cuando conozca el final. Pero antes debo relatar una segunda experiencia similar que me ocurrió dos años después.

Me encontraba de paseo a principios de marzo y soplaba un viento excepcionalmente violento y muy frío del este, que en esta ocasión me daba en las espaldas. Caminaba muy ligero sobre un matorral y me dirigía hacia un inmenso montón de rocas, que forman un promontorio en la costa oeste de Cornwall. El día anterior había visitado el promontorio, quedándome sentado por largo tiempo en la cúspide del pilón de rocas contemplando las aves marinas, cuando al volver a casa descubrí con gran disgusto que había olvidado mis lindos guantes de cuero grueso sobre la roca donde me los sacara. Y esta alta roca era, desgraciadamente, el sitio favorito de un par de cuervos. Mi propósito era, pues, buscar mis guantes, con la poca esperanza de que los pájaros no hubieran conseguido hacerlos pedazos al pretender devorarlos o al poner en juego simplemente su innata malicia.

Esta era la única idea que ocupaba mi mente, cuando de pronto tuve una vez más la extraña experiencia de ver una cara que se agitaba delante mío, justamente como en el primer caso, igualmente real en su aspecto, a la misma distancia de mi vista, ondulante, moviéndose como si aquí y allí fuera llevada por el viento, apareciendo y desapareciendo como antes.

Era el rostro de una íntima y muy querida amiga mía que en ese momento estaba a poco menos de unas cuatrocientas millas de distancia. Como en el caso anterior, presumí que se trataba de un mensaje telepático y con tal creencia quedé. No puedo revelar el motivo por el cual ese fantasma se me aparecía en ese momento, pero desgraciadamente no hay razón para la misma reticencia con respecto al primer caso; la muerte se ha llevado prematuramente las personas queridas que fueron actores principales de este pequeño drama y su relato no puede herir, pues, a nadie.

Tratábase de una niña de catorce años que yo quería como a una hija, por su dulzura y encanto, su genio apacible, su brillante y clara espiritualidad, a los que se agregaban otros atractivos. Hubiera deseado adoptarla, ocurrencia que suele acontecer al hombre que no tiene hijos. También ella lo deseaba, pero como surgieron dificultades que no fue posible resolver, abandonóse la idea o, mejor dicho, la dejamos en suspenso transitoriamente. Con motivo de la aparición de la cara, escribí a la madre inmediatamente, tratando de obtener noticias de todos, muy particularmente de mi favorita. La contestación fue que todos se encontraban bien, siguiendo la vida ordinaria, etc. No sé por qué, pero no quedé satisfecho; algo en el espíritu de la niña había provocado esa visión, aunque tal vez la madre lo ignorara. Poco tiempo después pude hacerles una visita, encontrando, como me habían dicho, a todos bien y sin ninguna novedad. La niña nada me dijo, ni yo le hice pregunta alguna. Sin embargo, una sospecha se escondía en mi ánimo, pudiendo darme cuenta de un ligero cambio en el ambiente moral y mental de la familia, cambio tan leve que no se podría describir como una restricción o un enfriamiento; pero allí existía de cualquier modo algo que había venido a perturbar la felicidad y la unión de la familia.

Aquí se hace necesario explicar cómo era ese ambiente. Era una familia sumamente religiosa, que asistía regularmente a la iglesia y no satisfecha con el servicio de los domingos, acostumbraba ir a reuniones religiosas y servicios durante la semana, no sólo en su pueblo sino también en los vecinos. Esto era lo único conveniente para esas personas amigas, considerando su doctrina evangélica, con un tinte metodista, que les hacía ver su Dios como un Dios celoso que observaba su espíritu, anotando todos los pensamientos y que deseaba que vivieran con la única idea de salvar su alma de la eterna perdición, aprovechando para ello todos los medios de gracia que pudieran disponer. Todos tenían el mismo pensamiento y habían aceptado la conversión, sometiéndose a esta nueva doctrina, excepto la niña a quien yo tanto quería; y, naturalmente, viendo que todos sus méritos, su bella disposición y cristalina pureza, la benevolencia de su corazón y su amor hacia ellos y a todas las cosas vivientes, no eran para su Dios sino «miserables harapos», hasta que no estuviese regenerada y lavara el pecado original, heredado de nuestros primeros padres, en la sangre del Redentor, no podían considerarla como «salvada». Una muerte repentina podía en cualquier momento precipitarla en la fosa abrasadora de la que el humo del tormento habría de ascender eternamente. Triste destino para alma tan bella e inocente ...

Existen en Inglaterra gentes que mantienen esta forma de cristianismo. Lo sé, porque me he juntado y discutido estos temas con ellos. Y cuando convivo con otras personas, aunque sea tan sólo en calidad de huésped, me gusta ser uno de ellos. En la época en que permanecí al lado de los miembros de esta familia, llegué a profesarles un sincero afecto, porque todos eran amables y cariñosos y yo mismo traté de practicar los ejercicios religiosos hasta donde las costumbres exteriores lo permitieran, concurriendo a las reuniones, insistiendo en levantarme en invierno a las seis y media de la mañana, para asistir a la plegaria familiar antes de que se sirviera el desayuno. Fue muy placentero para mí saber de sus propios labios que mi amada niña no se había querido convertir, porque, como ella misma me lo explicó, no le interesaba en absoluto la cuestión. Iba a la iglesia y recitaba sus oraciones, lo que ella consideraba suficiente. Pero yo no sabía por qué se me había ocultado esto, como no sabía tampoco que la presión que tenía que soportar había ido aumentando en forma muy penosa hasta llegar a un punto culminante.

Al segundo día de mi visita, encontrándome solo con la madre, ésta me manifestó que tenía algo que comunicarme. Yo le había escrito pocos días antes preguntándole, según ella pensaba quizá demasiado ansiosamente, sobre su situación, especialmente con referencia a mi amiguita, y ella había contestado que todo andaba bien. Así era, pero uno o dos días antes de que yo recibiera la carta, había ocurrido allí una penosa escena. Repentinamente, con gran sorpresa de todos, la niña se había revelado impetuosamente contra ellos a causa de la cuestión religiosa que tanto les perturbaba. La niña les manifestó que rogaba al cielo que me enviara en su ayuda para protegerla y libertarla. También agregó que había resuelto dejarlos y si no tenía dinero para pagarse el ferrocarril, se iría a pie, implorando caridad por el camino, hasta encontrarme. Fué, dijo la madre, una situación angustiosa que produjo intenso dolor a todos, haciéndolos pensar que quizá la habían mortificado demasiado con respecto a su indiferencia religiosa. Le confesaron cuán arrepentidos estaban, y consiguieron tranquilizarla con la promesa de no molestarla más y dejarla seguir su propia inclinación en tal materia.

Ciertamente deben haber atravesado por una dolorosa experiencia, pensé, viendo la sincera aflicción de la madre, que la había incitado a abrirme su corazón, sabiendo de antemano a qué lado inclinaría mis simpatías.

Los que creen en la telepatía dirán que yo estaba en lo justo al declarar que no podía haber otra explicación que la que he dado a mi extraño caso; mientras que el incrédulo dirá, como siempre, que fue una simple coincidencia.

He descripto aquí mi experiencia —las dos apariciones de fantasmagóricos rostros—, solamente porque de algún modo parece concordar con mi idea de conjunto sobre el viento y su poderoso efecto sobre la mente, o sobre la materia o substancia de la mente, y no me parece imposible creer que uno de sus efecto es hacerla más sensible a las comunicaciones telepáticas. En ambos ejemplos, el viento traía la dirección de donde se encontraban las personas cuyos pensamientos estaban en mí en aquella oportunidad.

Puede ser que yo hubiese visto de todos modos las caras, si el viento hubiera soplado en otras direcciones, pero lo dudo. Como he referido, ellas parecían estar en el viento y asociadas con él, o como si él las hubiera llevado igual que una tela de araña o la pelusa del cardo hasta donde me encontraba. Sin duda eran imágenes del cerebro, proyectadas en el aire, como parecían, y sus incesantes movimientos producidos por el viento tal vez se relacionaban con alguna agitación del cerebro o de su substancia en la que residen los afectos, la memoria, razón e imaginación y quizás otras facultades que no conocemos o que recién empezamos a conocer. Y si, como yo imagino, el viento fue la causa de la agitación del cerebro —el viento o la sutil substancia inmaterial que ocupa el cerebro y semejante al viento, o que quizá se mueve con él—, entonces la dirección en que sopla puede ser un hecho que debe tomarse en cuenta como capaz de llevar por el aire, ya sea confusamente o haciéndolo vívido, un mensaje mental desde una distancia.

Había y hay mucho más que decir sobre este tema, este problema nuevo y extraño de psicología que, después de todo, es quizá uno de los más antiguos del pensamiento humano. Solamente que ahora que se nos presenta bajo un nuevo nombre, aumentando el conocimiento de sus manifestaciones, ha adquirido un interés particular, personal en algunos casos, pero que en todos despierta viva curiosidad. Y ésta es mucho más aguda en mi caso, porque a mí me parece en ocasiones encontrar cierta relación entre este y otros misterios. Por ahora la falta de tiempo y de espacio me obligan a dejar este tema, para volver cuando se ofrezca otra oportunidad, aunque (para tomar una sugestión de Sir Thomas Browne), ese tiempo llegue cuando yo no esté más en el mundo. Encuentro prudente, alivianarme, para este viaje, de una buena parte del material, muchos fardos y canastas de mercaderías recolectadas en diferentes y remotos lugares; de otro modo esta vieja barca, con el viento como única ayuda para seguir su viaje, nunca llegará a puerto. Sin embargo, antes de dejarlo me gustaría exponer algunas pocas ideas y sugestiones para llevar este capítulo a su fin.

Se recordará que los únicos ejemplos que he dado de telepatía se refieren sólo a un aspecto del fenómeno de la transmisión del pensamiento, y es éste el más atrayente y alarmante en sus manifestaciones, siendo que en las apariciones o fantasmas de seres vivientes, el mensaje o la conmoción invariablemente proceden de una persona en un momento de suprema perturbación y, frecuentemente, en las agonías de la muerte; el receptor es por regla general, alguien que se encuentra estrechamente vinculado al paciente por lazos de parentesco y afecto.

Además, se sabe o se supone, que el o la paciente piensan en ese momento apasionadamente en el ser amado, y llega el pensamiento a encontrar su objeto a través de larga distancia, apareciéndose como un espectro o fantasma.

Ahora bien; sabemos que esta facultad, este poder de la mente de proyectarse en semejantes momentos de violenta perturbación, carece de utilidad puesto que no puede tener respuesta, ni recibir ayuda, ni siquiera un mensaje de retorno y que su sólo efecto es la provocación de ansiosa duda o de vehemente angustia en el perceptor. ¿No es entonces curioso pensar que este sentido o facultad inútil, que se encuentra en algunos —si no en todos nosotros y del cual somos inconscientes—, es el único que todo hombre desearía poseer, con la única diferencia que quisiera ser consciente de él y capaz de controlarlo y dirigirlo? Hay una época en la vida del hombre común en que su más fervoroso, su más vehemente deseo es la posesión, por algún medio oculto, de cierta facultad desconocida que le permita comunicarse con el ser amado ausente o perdido. Bastante a menudo esta pasión que se alimenta en el corazón, que hace un tormento de la vida y obscurece la razón, realmente conduce al que la sufre a la creencia de que no es imposible que en un sueño o por un esfuerzo de la voluntad u otro medio desconocido pueda producirse el milagro. Y con este sentimiento existe a veces la idea de que, si no puede ocurrir durante la vida de ambos, la muerte lo hará todavía posible para el alma anhelante.

El autor de The Bothie of Tober-na Vuolich, que nunca oyó hablar de la telepatía, puesto que esta palabra no existía en su época, ha dado, según mi modo de entender, a este sentimiento universal, a este vehemente deseo de estar con el ser ausente y reconfortarlo, su más perfecta expresión en las líneas siguientes:

¿Es imposible, dices tú, que estas apasionadas, fervientes impresiones,

Estas proyecciones de espíritu a espíritu, estos ocultos abrazos,

Puedan, por medios extraños, visitarla en sus sueños, fortalecerla defenderla?

¿Es posible, acaso que estos grandes desbordes de emoción impotentes,

Que de mí fluyen diariamente hacia ella no puedan, completamente

Llevar ni el sonido ni el movimiento a esa dulce orilla donde ellos están abandonados?

Efluvio aquí, y allí nada se agita ni vibra ni hay influjo! ...

«¡Quisiera estar muerto —sigo diciendo—, porque así podría podría ir a protegerla!»

Seguramente, seguramente, cuando yacía yo desvelado y lamentándome en la montaña,

Seguramente, seguramente, ella oye en sueños una voz. «Estoy contigo.

Y aunque no esté contigo, he aquí que nos hemos desposado en espíritu,

Allí, cuando estábamos en la alcoba y no sabíamos las palabras que pronunciábamos.»

En más, si ella me sintió en sus entrañas, cuando ni con un dedo la he tocado.

Seguramente las comprende y las siente mientras apesadumbrado aquí en el páramo.

«¡Quisiera estar muerto —sigo diciendo—, así podría ir y levantarla!»

¡Ahí está dicho todo! ¿Es para nada que este intenso e intolerable deseo vehemente del alma por la ausente, este grito del corazón con los brazos tendidos, le ha dado a él esta emoción que hacía latir su corazón y que parece levantarlo y transportarlo a la dulce costa que la ampara? «Seguramente, seguramente —grita él, esperando contra la esperanza— ¡no puede ser imposible!» Y si fuera imposible que venga entonces la muerte, ya que todas las barreras se habrán salvado y él estará allí para murmurar: «Estoy contigo», para protegerla y elevarla.

Han dicho ciertos escritores, cuyos libros se ha incitado al lector a considerar como proféticos, que ningún anhelo puede ser inasequible al hombre, siempre que lo desee ardiente y persistentemente, es decir, si espera y cree que el deseo en sí puede llevar eventualmente a su realización. Pero de este anhelo de la mente capaz de proyectarse, conscientemente, a voluntad, a un ser distante, podemos decir que existe en millones de hombres, que así ha existido por innumerables generaciones y que, sin embargo, no son más que sueños y deseos vanos. La ilusión de una mente anormalmente excitada; y como esa forma de excitación se remonta hasta la misma existencia del hombre sobre la tierra, podemos decir que el deseo y la ilusión que ocasiona, principia cuando y donde empieza el pensamiento. Nosotros mismos fomentamos el error, que nos fue probablemente comunicado por los antropólogos y otros maestros, de que la pasión del amor en todas sus formas de devoción a la amada, es diferente, tanto en carácter como en intensidad, en el salvaje y los pueblos primitivos, al que sentimos nosotros. Sin duda esto es verdad en algunos casos, en tribus o razas degeneradas, pero no es verdad en general. Los salvajes son capaces de todas las formas de amor y sacrificio, igual que nosotros (hay muchas excepciones entre nosotros), y no sólo esto, sino que el amor de uno al otro va mucho más lejos, hasta los animales más inferiores, los que a menudo se consumen y perecen de pena y dolor por la pérdida de un compañero.

Me atrevo a decir que muchos de los lectores estarán prontos a discutir las palabras que escribo sobre ese obscuro tema. Yo mismo puedo discutirlo. Por ejemplo, cuando digo que este deseo particular, con la ilusión que ocasiona, es tan antiguo como el pensamiento humano y semihumano, y no es, sin embargo, sino un anhelo y una ilusión, ¿qué sé yo de lo que ha sido en el pasado, ese terrible pasado de la historia del hombre sobre la tierra? Absolutamente nada, o nada más que lo que podemos saber por el estudio de unos fémures fósiles y algún ocasional cráneo. Y todo lo que estos nos dicen, es que razas remotas, la nuestra y otras variedades de hombres, han ocupado extensiones del continente europeo durante largos períodos de tiempo, posiblemente incontables miles de generaciones y que alguna de estas razas estaban dotadas de cerebros más grandes que los hombres de la época actual. Nada sabemos ni podemos saber respecto a su naturaleza, su vida interior, pudiendo solamente suponer que han desarrollado una mentalidad enteramente distinta a la nuestra. Ellos no edificaron ciudades de piedra para vivir, o en otras palabras no crearon nuevas condiciones artificiales de vida, para rehacerse de las condiciones que habían creado, y no eran por lo tanto civilizados a nuestra manera. La suya era, pues, la vida simple, la vida del animal y del salvaje, con la supervivencia del carácter salvaje tal vez. Se nos ha enseñado, en todo caso, de una de esas razas de gran cerebro, que su dentición era diferente a la nuestra, que no poseían los caninos y que no comían carne, sino grano. ¿Cuál fue entonces la cultura de estos seres humanos que existieron treinta, cuarenta o tal vez cincuenta mil años atrás, que no se alimentaban de carne, animal o humana, y que probablemente no conocían las armas ofensivas ni hacían la guerra? No lo sé, y no habría por consiguiente nada más que presunciones de mi parte para decir que este anhelo universal del alma del hombre para tener el poder de proyectarse, o de comunicarse a otro, no ha sido nunca nada más que un anhelo y una ilusión.

«Pero, ¿hasta dónde pueden extraviarnos las conjeturas?», como pregunta Wordsworth. En este caso solamente a este punto. No podemos imaginar una mentalidad que no sea la nuestra, la de una avispa, por ejemplo, o la de un visitante de Marte; ni aún la de un miembro de la raza humana que pertenezca a una subespecie estrechamente relacionada con la nuestra, cuyo desarrollo mental haya progresado tanto y perdurado tanto tiempo como para haberle dado un cerebro en alto grado mayor que el que poseemos nosotros, desde que la evolución no se ha efectuado en nuestra serie y nos resulta por consiguiente inimaginable.

Sin embargo no estamos enteramente sin esperanzas; así, pues, sigamos adelante con alegría, tropezando y caminando a tientas; o «entrando precipitadamente», como exclamaría el antropólogo, fisiólogo, biólogo y psicólogo con una risita irónica de suficiencia.

Y lo que nos da esperanza es algo que todavía se encuentra en nosotros mismos —en algunos, si no en todos nosotros—, vestigios de supervivencia de antiguos impulsos, sentidos, instintos, facultades, que se agitan en nosotros sin llegar a nada y que en algunos casos excepcionales se reavivan y operan, de tal modo que un hombre que conocemos, puede parecernos en esta circunstancia como un ser de otra especie. Ellos son bastante numerosos y cuando se reúnan y clasifiquen podrán constituir una nueva ciencia con un nuevo nombre inventado especialmente, que exprese algo así como una embriología de la inteligencia.

Sabemos ahora que la telepatía o transmisión del pensamiento en la forma rigurosa y vehemente en que ha sido discutida hasta aquí, no es una facultad exclusiva del hombre, sino que es común a éste y a los animales inferiores, así como a algunos de los más elevados vertebrados, según nuestros conocimientos presentes. Hasta ahora los casos auténticos registrados concernientes al animal irracional, se refieren a la telepatía entre el hombre y aquél, pero yo tengo un caso perfectamente auténtico de telepatía entre dos animales. En este único caso que se me ha presentado, he observado esta diferencia entre el animal y el hombre: que la ondulación del cerebro o vibración en el primero, no aparece al receptor como un fantasma, sino que se traduce en sonido, hasta en un grito atormentador de socorro que encuentra una inmediata respuesta.

De este ejemplo solitario podemos hacer una conjetura de lo que puede ser la telepatía, y su función e importancia en la vida animal; y si nosotros, aun en las condiciones artificiales en que existimos (y hemos existido durante miles de años), el inevitable efecto de las cuales es debilitar y anular las facultades adecuadas para una vida puramente natural ... Si todavía tenemos reliquias, vestigios o indicios de estas facultades perdidas, ¿no es probable que el hombre de gran cerebro del pasado, que vivió con la naturaleza, las tuviera también en mayor medida y tal vez de otra manera; que ellos las desarrollaran y las acrecentaran en forma y esplendor inimaginable para nosotros, que vivimos alejados de la naturaleza, cubiertos con abrigados vestidos dentro del cerrado refugio de nuestras casas?

¿Cómo era posible, se puede preguntar, que una raza de hombres físicamente fuertes sin duda, como son los animales, que cultivaban la tierra, ya que deben haber sembrado y cosechado el grano que les servía de alimento, pudo existir durante largas épocas en el continente europeo, en una región en la que abundaban poderosas bestias de rapiña, y rodeados y hostilizados por hombres más salvajes, armados de lanzas, flechas y hachas, cazadores, guerreros, caníbales; cómo es posible que hubieran podido mantener su existencia en tales condiciones, a no ser que hubieran poseído un desarrollo mental —mental y físico digamos—, que le diera poderío sobre sus enemigos, hombres y bestias? Y ese poderío pudo sólo haber sido el resultante de facultades ampliamente adiestradas y altamente desarrolladas, que para nosotros resultan fenómenos raros e insólitos y que son descriptos como ocultos, supernormales y aun sobrenaturales.

Así, pues, dejo el tema por el momento, ya que no puede tratarse completamente en este libro, esta historia sin fin, en la que son tantos los tópicos que apenas pueden ser esbozados ligeramente. La telepatía, como he manifestado antes, es sólo un aspecto, forma o manifestación de lo que se llama transmisión del pensamiento; no bien denominada así, puesto que el pensamiento, o cualquier facultad más allá de la memoria, puede tener poco que ver con ella. Más bien podría considerarse de la naturaleza de una súbita, o espasmódica e inconsciente descarga de una emoción violenta y dolorosa. Cómo se descargó o cómo llegó a estar embotellada como para hacerla descargable de esa manera especial, es un misterio. Inconsciente, espasmódico, violento y, sin embargo, resultante de algo aparentemente pensado, definido, cuerdo, inteligible; mensaje de un sujeto que sufre tribulación o angustia, que golpea su remota nota y es visualizado en forma de aparición o fantasma por el receptor humano, y oído en forma de agudo grito de desesperación, de requerimiento de ayuda por el animal. ¿Qué podemos decir de esto sino que es inexplicable; o que se trata de un sorprendente ejemplo de ese algo vagamente consciente, fuerza o principio, en naturaleza, que algunas veces llamamos de un modo general «inteligencia inconsciente», un difuso entendimiento en o detrás de la naturaleza que da una especie de disfraz sobrenatural a los fenómenos?

Pero ese indefinible algo, en o detrás de la naturaleza, ese principio formativo, siempre a ciegas, sintiendo y luchando hacia determinado fin, que los mecanicistas interpretan de un modo, y el doctor Henry Mores del pasado y los Flammariones del presente, de otro, está en todo, en los organismo animales y vegetales, en todas las células. Y respecto a la telepatía, el simple sentido común nos dice que los Flammariones tenían que dejarle de lado como una prueba adicional de la existencia de un alma, o de otro modo vencer toda oposición a la idea de dividir su cielo con los animales inferiores.