CAPÍTULO XV
La voz del Rhea · Sonidos que se propagan más lejos · Comparación de la fuerza de la voz en el hombre y los animales · El vuelo del vencejo · La música como arte instintivo · Música de los mamíferos · El carpincho · El cuis · El tuco-tuco · El ratón cantor y pequeños roedores · Los monos · El rebuzno del burro considerado como música · Una purga para la mente · El burro en la fábula y en la historia de los pueblos.
Escribiendo sobre mi vecino, Blas Escobar, que al gritar encolerizado mató a un buey, dije que su voz era muy grave. Era de un bajo profundo cuando la conversación ordinaria disminuía el tono —podéis, pues, imaginar que al levantarla haría temblar en sus quicios, puertas y ventanas— y, sin embargo, tenía un extraordinario poder de trasmisión. El caso era excepcional, porque sabemos que son las voces agudas las que se transmiten más lejos y que las altas notas claras de los pájaros, exceden todos los demás sonidos vocales. El Rhea, o avestruz de Sudamérica, parece ser una excepción entre los pájaros, como Blas entre los hombres.
El avestruz macho, como el macho de la perdiz y los de muchas otras especies polígamas, especialmente en el orden de las gallináceas, tiene el hábito de alzar la voz para juntar las hembras cuando éstas accidentalmente se han dispersado, así como cuando ha tenido lugar una gran boleada de avestruces. Los sonidos proferidos en tales ocasiones son peculiares porque aunque son bien entendidos por los propios congéneres, pueden describirse como inarticulados al compararlos con los de otros pájaros, ya que no son silabados y son sin forma como el lamento y el murmullo del viento entre los arbustos y juncos, o el zumbido de los insectos en un tranquilo y caliente día de verano en los lugares en que son excesivamente abundantes.
La paloma de las rocas, la gran avutarda, la gigantesca jabirú (cigüeña), el tetrao, el campanero y otras varias especies, tienen el poder de inflar con aire el gaznate y el apéndice que, semejante a una vejiga, tienen adheridos a la cabeza, de manera de hacer con ellos una «cámara de resonancia». Lo mismo ocurre en el avestruz, cuyo sonido producido a la distancia es bajo, pudiendo clasificarse entre un suspiro y un estampido. Recuerdo que una vez, mientras cabalgaba una tarde por un solitario lugar en las pampas, sujeté mi caballo varias veces para escuchar ese misterioso ruido que no tiene parecido en la tierra. Un sonido que era como la tenue niebla azul de verano, o niebla seca que parcialmente vela u obscurece y parece ocupar todo el paisaje, dando la impresión del cielo y la tierra mezclados o fusionados; sonido que estaba en todas partes, en la tierra, el aire y el cielo, pero que cambiaba de fuerza; a intervalos era fuerte como el zumbido de los insectos en verano, luego decrecía y por fin se hacía tan débil que apenar era audible, de modo que al escucharlo uno casi llegaba a pensar que era un sonido imaginario.
Indudablemente el sonido venía desde gran distancia, pues no veía ningún macho u otro avestruz en ese momento, aunque cuando el pájaro emite su llamada, se mantiene bien enhiesto, apareciendo notablemente alto sobre la amplia planicie nivelada, con su largo pescuezo inflado y las alas abiertas, con sus blancas plumas desplegadas. Había habido una «boleada» ese día y los sonidos que oía probablemente procedían de dos o tres pájaros que llamaban de puntos ampliamente separados.
Notamos que al escuchar el canto de los pájaros, las altas notas agudas invariablemente permanecen más tiempo en los oídos cuando la distancia aumenta, mientras que los sonidos más bajos, guturales y ásperos, mueren sucesivamente después de la ejecución. Esto es más apreciable en el canto torrencial de la alondra, debido a la gran variedad de notas de diferente tono que lo componen.
El guacamayo, cuando vuela en bandadas, al emitir sus tremendos gritos mientras vuela muy alto sobre los árboles de la selva, hace un gran ruido, pero no se propaga ni la mitad de la distancia que el retintín metálico del reclamo del campanero.
Recuerdo que en mi vivienda de las pampas, cuando yo era chico, solíamos quedarnos afuera en aquellas mañanas excepcionalmente tranquilas y claras en que todos los objetos distantes daban la impresión de acercarse y, en que los sonidos parecían que se propagaban a doble distancia que de ordinario. Encantados escuchábamos en esas mañanas, que generalmente eran de invierno, las llamadas y gritos de las grandes aves acuáticas, que se posaban en tres o cuatro juncales y pajonales crecidos en las lagunas situadas en diferentes puntos a variada distancia de nuestra casa, desde un poco más de una milla hasta dos y media. De todas ellas podíamos oír claramente ciertas especies: el grito de alarma y las ejecuciones que parecían cantos del chajá, el corto y reiterado reclamo de las grandes bandurrias moras, que simulaban los golpes del martillo sobre un yunque, diferenciándose tan sólo porque eran más aéreos, más musicales; los frenéticos alaridos de la guascara que nos llegaban en coro, cuando varios individuos chillaban al mismo tiempo, y las prolongadas notas lamentosas del curlan, que los criollos llaman la «viuda loca»; pero otras aves de potente voz eran inaudibles a esa distancia —los gritos de la garza mora y los trompetazos del ganso blanco, cuyas notas carecían del tono agudo de las otras—. Un ser humano que tuviera una voz proporcionada a su tamaño y del carácter de la de los pájaros que he descripto, sería audible a siete u ocho millas de distancia en una tranquila atmósfera. Como son las cosas, por pequeños que sean los grandes pájaros, comparados con los grandes animales de gran voz que he descripto, sus sonidos se propagan mucho más distante y el reclamo de un Ibis sobrepasará la distancia del bramido de los ciervos y de los leones, el rebuzno de los burros, el relincho de los caballos, el mugido de las vacas, los aullidos del «viejo» araguato, de los monos y lobos, así como los chillidos de las hienas.
Pero nosotros, pobres criaturas humanas, los raquíticos del mundo animal, somos sobrepasados de igual manera en todas las fuerzas físicas y agudeza de los sentidos. Un hombre con la fuerza de una hormiga o de un escarabajo, sería capaz de colocarse por debajo de una aplanadora y levantarla sobre la espalda, conduciéndola hasta el malecón del Támesis para arrojarla al río.
Esa dolorosa verdad de nuestra inferioridad, me la han estado repicando durante todo el día esos diablitos de vencejos, mientras escribo este capítulo, en Penzance, en el mes de junio. Son ocho; llegaron en mayo y escogieron para pasar la estación veraniega ese pedazo de cielo visible desde mis ventanas, en el primero y segundo piso de la casa que habito. Desde que me despierto y miro el cielo a las seis o siete de la mañana hasta que enciendo la luz, a las nueve de la noche los veo hendir locamente en el espacio a una velocidad media de cien millas por hora, más o menos de modo que durante el día vuelan de mil a mil quinientas millas en total, y agregaré todavía que ignoro la hora en que empiezan y el momento en que se retiran, y en esa forma, sin descansar, durante el día pasan el verano y probablemente los ocho restantes meses del año en la distante Sudáfrica. Cuando los observo, siempre están persiguiéndose entre ellos como locos; de repente todos se juntan o se extienden en una larga fila, describiendo un inmenso círculo, una rueda que cae oblicuamente sobre la tierra, con las largas y angostas alas en forma de guadaña que apenas tocan los tejados y las paredes de arriba de mi ventana, cuando se encontraban más abajo, para luego alejarse y remontar de nuevo. Más tarde, después de formar una docena o más de círculos, se juntan en un grupo y flotan por unos segundos, dispersándose enseguida rápidamente a los cuatro vientos, desapareciendo de la vista para reaparecer después de pocos minutos y rehacer y poner en movimiento la rueda viviente en sus eternas rotaciones.
Y así como los animales inferiores nos aventajan en fuerza física, velocidad y resistencia, así también nos sobrepasan en belleza de sus formas, colorido, gracia de los movimientos y en la melodía. Con respecto a este último punto, será necesario hacer algunas explicaciones.
La música-la concordancia de los dulces sonidos, la armonía—, como arte que ha sido ejecutado y perfeccionado durante miles de años, se encuentra inconmensurablemente muy por encima de la mejor que los animales más inferiores poseen, puesto que la de estos no es un arte, sino un instinto.
Eso creemos y decimos, pero no es exacto y nos damos cuenta de que no es así cuando vemos que algunos pájaros cantores, con órganos vocales sumamente desarrollados, aprenden de otros sus cantos-por lo general de los adultos de su propia especie—; así como que éstos últimos imitan y adoptan notas y frases que les gustan de los cantos de otras especies, en las que casi todos los individuos tienen sus propios cantos originales. De este modo cuando hablamos del «arte del ruiseñor», expresamos una verdad positiva. Pero ahora vamos a ocuparnos solamente de la música en los mamíferos, incluyendo también al hombre.
Indudablemente el hombre, comparado con muchos de sus pobres parientes, es en muchos sentidos una criatura de pocos méritos, pero su gran cerebro y las manos que cumplen los mandatos de ese importante órgano, lo han encumbrado infinitamente sobre aquellos en varios aspectos, pero en ninguno tanto como en la música. De ese modo se encuentra colocado a la cabeza de las clases más superiores de los vertebrados que es el grupo máximo en la escala orgánica; sin embargo, aunque parezca raro, ese grupo privilegiado (exceptuando al hombre) es en música muy inferior a los otros, puesto que hasta los sapos, ranas y saltamontes los hacen avergonzar.
Por lo general la música de los mamíferos, es decir, si es que existe en el sonido articulado algo que se pueda denominar música, es del tipo más primitivo y consiste principalmente en gritos de excitación del animal, levemente modificados para servir a un nuevo propósito. Este, según mi idea, sería el deseo de expresar los sentimientos experimentados en el juego, en la sensación de satisfacción de vivir, en el desbordamiento de la felicidad física, que debe encontrar una válvula de escape y puede mostrarse en meras acometidas, coces y mugidos como lo observamos en el ganado. Estos ejercicios, sin duda alguna, propenden el adelanto de los órganos vocales y a la producción de sonidos menos ásperos y salvajes. Los sonidos, pues, que se podrían describir como musicales en los mamíferos, son los mugidos de la hacienda, el ladrido de la foca, los trompeteos de los elefantes, los aullidos de los lobos y otras especies caninas y, de los monos, el relincho de los caballos —los caballos salvajes en ocasiones estallan, por placer, en coros de relinchos— y el rebuzno de los burros. Los grandes roedores tienen voces ásperas y los más grandes de ellos, que son los carpinchos de Sudamérica, unen sus voces en conciertos de alaridos. No obstante, hay muchas especies pequeñas con voces verdaderamente agradables. Cuando andaba entre los altos pastos de las pampas he podido oír con agrado, durante horas, el continuado sonido como de burbujas de agua que fluían a mi alrededor y que emitía un animalito llamado cuis, especie de chanchito de la India.
No sé si aquellos sonidos expresaban una conversación o un canto; existe sin embargo en esa misma región, otro pequeño mamífero cuyo lenguaje tiene más de canto que de conversación. Se llama tuco-tuco, por el sonido que emite, igual que el cuco se denomina así por su reclamo; y se le conoce también con el nombre de oculto7, porque es invisible; pues aunque sea un roedor con grandes ojos como el topo, habita en cuevas bajo la tierra.
Este animalito siente gran gozo al ejercitar su voz en una ejecución, lo mismo que cualquier cantor emplumado, aunque ella carezca de toda cualidad musical. Se trata de un sonido percuciente que se parece a los golpes de un pesado mazo sobre un tronco de madera dura, siguiéndose los golpes uno tras otro, al principio pausadamente, luego más y más rápidos y más claros, hasta que al final los golpes casi se corren uno a otro.
¡Que tretas juega la naturaleza con sus criaturas! Por cierto llama la atención un roedor con grandes ojos, que se alimenta de vegetales, haya sido forzado a vivir bajo tierra en la misma forma que el topo que se nutre con gusanos, pero resulta más gracioso todavía que pueda llegar a ser un cantor, que se divierte en su estrecha y obscura habitación subterránea con aquellos martillazos de gnomo.
Si en vuestros vagabundeos llegáis a un lugar arenoso, terreno que el animal prefiere para vivir, descubriréis cuán intenso es el deleite que le producen sus propias ejecuciones. Por intervalos, de día y de noche, se oye su sonido, tuco, tuco, tuco, un golpe tras otro; y tan pronto como la serie de sonidos, es decir, su canto, ha terminado, otro individuo lo inicia y pronto en todos los alrededores, hasta una gran distancia, resuena la tierra bajo los pies con el extraño y rítmico canto.
En Inglaterra existe el llamado «ratón cantor», pero aunque Darwin lo tomara en serio, se trata de una mistificación ya que los sonidos que emite son involuntarios, suponiendo sean causados por una malformación del aparato respiratorio. De la misma manera podría considerarse música la que produce el tronco de leña al quemarse, o esa otra del infeliz paciente que sufre de bronquitis. La música del ratón cantor ha sido comparada al gorgeo del pájaro y lejanamente se asemeja al agudo canto del pinzoncito, pero el lector se dará cuenta más exactamente al imaginar el sonido que produciría un muñeco del tamaño de un ratón tocando un flautín diminuto. Sólo una vez conseguí oírlo con claridad, en una casa de Cornwall. La familia que vivía en ella se encontraba verdaderamente trastornada con ese flautín que tocaba detrás del zócalo, haciéndoles pensar en una comunicación del otro mundo.
No hay duda, sin embargo, de que el órgano vocal está más desarrollado en los roedores, particularmente en algunas especies pequeñas, que en otros animales. Ellos están más próximos a los pájaros y me causa asombro que los que más se asemejan a estos en sus hábitos arbóreos, rápidos movimientos y mente volátil, fueran inferiores en la voz a muchas especies terrestres. A uno le gustaría oír hablar de una ardilla cantora que al mismo tiempo fuera capaz de volar.
Desgraciadamente no sabemos casi nada sobre los animales pequeños de una gran porción de la tierra, África y Asia por ejemplo. De América hemos tenido noticia de un ratón melodioso del género Hesperomys, descripto por un buen observador, el Reverendo S. Lockwood. Alimentamos la esperanza de que a su debido tiempo, en el otro siglo, nuestros naturalistas viajeros terminen con sus colecciones y catálogos para comenzar a preocuparse de las costumbres de los seres y escuchar los sonidos que emiten.
El gibon ha sido descripto más de una vez como el único mono que posee una voz melodiosa y tan buena como un canto. ¡Ay de mí! No conozco los monos al estado natural y debo una vez más confinarme a mis propios límites, es decir, a los seres que conozco. En este sentido sólo puedo agregar que a mí modo de ver la ejecución musical más elevada en el orden de los mamíferos es el rebuzno del burro. Este no es un mero llamado o un grito como el agudo relincho del caballo o los coléricos gruñidos y prolongados y francos mugidos increscendo del toro; aquél es proferido por el animal por su propio gusto cuando está de humor, y por lo tanto es un verdadero canto como el líquido gorgeo de la calandria o el «pedacito de pan sin queso» del carpintero. Canto sin duda desarrollado a través de los diversos antiguos gritos y llamadas equinas, resonante toque de corneta seguido por medidos rebuznos que concluyen con series de prolongados estertores y sonidos sibilantes que van disminuyendo su fuerza hasta morir. Al oírlo en su propio ambiente como lo he escuchado yo, proferido por animales salvajes o semisalvajes en una región prácticamente desierta, a la distancia de media milla más o menos, resulta una notable ejecución que espanta y fascina por su carácter rudo y extraño.
El efecto del sonido se acrecienta si uno ve al animal, parado descansadamente en un grupo, gris entre los altos penachos gris-verdosos del «cortaderal», con las grandes orejas erectas o dirigidas hacia delante, mostrando la alarma en su aspecto —es un noble animal con la figura del caballo—, pero con una distinción propia, un elemento de singularidad en su belleza.
Por más bello que se presente a mi memoria el cuadro que ofrecían esos burros semisalvajes, pastando en el amplio pedazo de tierra donde yo los vi, no es igual al que se ofrece la vista de aquellos que los contemplan al atravesar esos vastos lugares del mundo de los cuales el animal es nativo y vive en perfecta armonía con el árido y rudo ambiente. Incluso Vambery, que vio y sufrió tanto para satisfacer su deseo casi místico de conocer personal e íntimamente los feroces pueblos fanáticos que visitó, fue capaz de proporcionarnos una viva emoción al relatar sus aventuras entre los burros salvajes en un libro de viajes escrito en lenguaje insípido, breve y vulgar. Según el cuenta, la segunda vez que vió una tropilla se encontraba en una ciudad del remoto desierto, donde se oyó un día un salvaje grito que anunciaba que venía el enemigo. Una nube de polvo se divisó en el horizonte —era el temible adversario que llegaba para destruirlo...
Los hombres se lanzaron sobre las armas, las mujeres arrebataron sus pequeñuelos de los caminos y volaron a sus casas dando alaridos de terror, todos presa de pánico y confusión; porque sabían que la rápida nube que se veía a la distancia era precursora de sangrienta lucha a la que había de seguir el pillaje y otras atrocidades.
Mientras tanto la polvorienta nube se abalanzaba, y solamente al llegar cerca de las murallas, donde hizo un alto, se pudo ver que los invasores eran burros salvajes. Durante uno o dos minutos éstos se pararon inmóviles, con la vista fija en la ciudad y en la gente que se había reunido allí; luego sacudieron la cabeza, se dieron vuelta y precipitándose nuevamente hacia el camino por el que habían venido, desaparecieron en pocos minutos en una nube de polvo que se perdió en el horizonte.
¿Cuál fue el motivo que condujo a los animales hasta ese sitio? Indudablemente ninguno, como no fuera el impulso de dar rienda suelta a su libertad, una de esas explosiones de contagiosa alegría que ocasionalmente se apodera de los animales salvajes que viven en comunidad, haciéndolos huir como si estuvieran locos. Era como si se hubieran dicho: «¡Vengan, vamos a regocijarnos con nuestra fuerza y ligereza! Mostrémonos a esa feroz bestia doble de caza, el hombre y el caballo, que usa lanza, puñal y escopeta para matar a distancia ... ; encarémonos con él en su propia ciudadela para mofarnos y desafiarlo a que nos dé caza a nosotros!»
Vuelvo al tema del rebuzno del burro. Incidentalmente el sonido produce o debiera producir agrado al que lo escucha, puesto que purifica la mente de ideas anticuadas, falsas y despreciables, o, mejor dicho, de antiguos convencionalismos literarios que en el curso de largos siglos han llegado a considerarse como artículos de fe, y tan comunes son en el lenguaje que no se puede leer un libro, capítulo o página, ni oír un discurso, conferencia o sermón en el que no se exprese la vil idea de que el burro representa la encarnación de la estupidez. Posiblemente esto tuvo origen en la Grecia Antigua; ese espíritu indecente y burlón que se deleita en escarnecer y ridiculizar la vida de la que formamos parte, no parece un producto oriental. De tal modo, dudo de que el árabe, chino, tibetano o hindú, cuando le falla la puntería o tropieza y deja caer algo de su mano o se olvida, o descuidadamente atropella cualquier cosa, se compare instantáneamente con un animal de largas orejas. Ignoro lo que ocurre en los otros países occidentales, pero cualquier inglés ha de llamarse a sí mismo o a otra persona «burro» más de una vez al día. Si tuviéramos una ley de la que nadie buscara evadirse, que cada vez que un sujeto usara esa expresión se le obligara a pagar una multa de una libra esterlina en la oficina de correos más próxima, el dinero acumulado por el Estado sobrepasaría lo necesario para pagar la deuda nacional antes de que la gente comenzara a preguntar la causa de la creciente disminución de sus recursos; luego de haberlo descubierto, la estúpida costumbre terminaría automáticamente.
En toda la literatura que conozco no existe más que una fábula contra el burro que me haga sonreír; es aquella de Tomás Iriarte, en la que se cuenta de uno que, mientras pacía encontró una flauta que por casualidad fuera olvidada entre los pastos. Naturalmente el animal aproximó el hocico y la olfateó con curiosidad, produciéndose al hacerlo un bello sonido. «¿Quién dice que no soy capaz de tocar música?» —exclama encantado por su éxito—. Es una «fábula literaria» y es la moral lo que provoca la sonrisa —el hecho del primer éxito de un escritor puede no ser nada más que una casualidad seguida de miserables fracasos o de perfecta infecundidad. Pero la sonrisa se hace melancólica al pensar que la mayor parte de las veces puede no ser la casualidad, sino un accidente o una vicisitud posterior a la única obra buena lo que desentonó o arruinó la mente que la produjo.
La fábula de Iriarte me recuerda otra mejor, una de esas deliciosas y divertidas leyendas populares que sobre los animales solía oír a los gauchos de la pampa. En ella se relata el combate entre un burro, tomado por sorpresa mientras apacentaba entre los altos pastos de la planicie, y su mortal enemigo el tigre, como se llama allí al jaguar, en el que resultó triunfante el burro, por pura casualidad, como en el caso de aquél otro que tocó la flauta. El jaguar derrotado al punto reunió a sus amigos para hacerles la relación de su pavorosa aventura, recomendándoles no meterse con semejante animal, pues a pesar de la pequeñez de su tamaño resultaba más peligroso y difícil de vencer que el más corpulento caballo.
El lector debe creer bajo mi palabra que este cuento es excelente, e igual a cualquiera de los contenidos en Uncle Remus, o en los cuentos populares del África y de las Indias Orientales; pero no lo puedo contar, pues no escribo este libro en castellano, idioma en el que parecería perfectamente natural e inocente y no chocaría a nuestra pureza más que la contemplación de un cuadro de Wouvermans, o el paseo por el patio de una granja.
El cuento del gaucho es gracioso, principalmente a causa de la feliz casualidad que cambia la suerte contra el agresor; pero es sabido en todo aquel país llano y en la región andina adyacente, que el burro es un animal que no pierde la cabeza en ninguna circunstancia, por inesperada y peligrosa que sea. De este modo, cuando él (o su hijo el mulo) está arrinconado o acorralado, se salva con una serie de bien dirigidos golpes, mientras que el caballo más fuerte, enceguecido por el miedo, morirá hecho pedazos por las garras de hierro del jaguar, o el puma le dislocará el pescuezo al saltársele encima.
En lugar de considerar al burro como el tipo y símbolo de la estupidez humana, lo miro con afecto de pariente y amigo, por una razón superior a la que tenía Coleridge, pues en él solamente existía el sentimiento franciscano de compasión y amor. Es un ser con cualidades que lo colocan por sobre los demás animales domésticos; es la encarnación del valor perseverante, no la paciencia sin esperanza del esclavo subyugado y maltrecho. Y, aunque ha debido soportar una pesada carga durante mil generaciones, no ha perdido el sentido de la injusticia en su suerte, ni el poder y el espíritu de devolver golpe por golpe a su patrón y tirano cada vez que se le presente la ocasión. ¡Y esta es la «patada del burro» sobre la que tanto se ha dicho por nuestros intelectuales, místicos, pensadores, oradores y literatos! Aun hoy, mientras escribo este capítulo, veo en los diarios que se ha publicado otra brillante sentencia de ese sabio entre nosotros, el famoso Deán de San Pablo, y que se ha difundido por sobre todo el globo terrestre. Porque la sabiduría es algo precioso y raro y como tal la valoramos. «Hemos dejado el tigre y el orangután detrás —dice—, esperemos que pronto sea posible olvidar las patadas del burro!».
¡Qué original y qué bellamente ha sido expresado! La idea existe siempre en la mente de algunas personas, y el mono, el lobo, el tigre y el burro son sus símbolos. Se lo ha expresado diariamente durante siglos, millones de veces, en mil formas distintas. He admirado la expresión solamente en una forma, tal como lo dijo un poeta y dramaturgo de hace tres siglos; pero como hace treinta o cuarenta años que la leí, no puedo citarlo correctamente:
Yo, que paso mis días
Y la mitad de mis noches para tener un rostro descolorido,
¡Déjame! porque algo se ha introducido en mi corazón.
Que debe ser dicho o cantado, lejos y en la soledad,
Libre de la negra quijada del lobo y de la sorda patada del burro.
Será un día triste para nuestra raza aquél en que hayamos olvidado la patada del burro; el día de la degeneración universal que no nos habrá dejado siquiera una patada... ni un Deán de San Pablo que nos diga lo que de nosotros piensa.