CAPÍTULO VI
La idea de olfato inconsciente y la luz que presta · Efecto que tiene el descanso en los nervios del olfato: en las cavernas, en el mar, en las montañas · Carácter del olfato del perro · Sorprendente experiencia de un amigo · Olfato racial · Inferioridad del olfato · Fisiología · El olor del hombre, según los salvajes · El atavismo y un hombre cuyo olfato no lo engañó jamás · El olfateo de la mejilla que hacen los Indios Mosquitos · El caso de Dugald Stewart · Apreciación del carácter por el olor · El olfato del perro en la apreciación del carácter · Efecto del olor humano en los animales · Los lobos en el Jardín Zoológico · Los niños lobo · Los impulsos benéficos del jaguar · El oso y el puma · Explicación del misterio.
Hace años, creo que quince o veinte, leyendo un artículo sobre el progreso de la ciencia, o algo por el estilo, me encontré con una breve exposición de una teoría desarrollada por un sabio alemán sobre el sentido del olfato en el hombre. En ella se refería a ciertos olores de los que no tenemos conciencia y que, sin embargo, sirven para ilustrar la mente. De este modo, cuando sentimos antipatía o repulsión por alguna persona desconocida es, porque su carácter o su índole son malos, o porque existe una razón contraria a nosotros, lo que nos es revelado por el olfato.
Esta teoría me pareció increíble y hasta algo fantástica, siendo que en esa época yo estaba convencido de que solamente la expresión de una nueva cara era la que nos podía revelar el carácter de la persona. Por consiguiente no pensé más sobre esta teoría, que no parece haber recibido mucha atención, si es que recibió alguna. Hoy, después de varios años, me doy cuenta que ella arroja una súbita luz dentro del obscuro interior en el cual yo había vivido impotente y sin esperanza, caminando a tientas entre objetos y figuras misteriosas vistas vagamente, quietas o moviéndose a mí alrededor. Y me apresuro a decir que era y es un vasto interior, en el que la súbita luz penetró, revelando tan sólo un pequeño número de las obscuras figuras sobre las cuales voy a escribir más tarde. Pero creo que hay mucho que decir antes con el fin de despejar el camino.
Podemos aceptar que todos los objetos que nos rodean, animados o inanimados, tienen un olor, aunque nuestros órganos olfativos no parezcan expresar lo mismo. No tenemos sino que consultar al perro para saber que la atmósfera abunda en olores a los que el hombre es insensible. Pero sabemos que dando un descanso a nuestros órganos del olfato, estos pueden recobrar en cierto grado, su poder oculto o perdido. De este modo, es un hecho bien conocido que, cuando una persona ha pasado algunas horas en una profunda caverna, como la famosa Cueva de Manmoth en Kentucky, donde en los grandes compartimientos rocosos, a algunas millas bajo la superficie de la tierra, la atmósfera tranquila se encuentra libre de las partículas odoríferas, al salir de allí, su sentido olfativo es asaltado con cientos de olores, del suelo, de los árboles, arbustos, pastos o de cualquier objeto que esté a su alrededor y tan viva es la sensación que hasta resulta penosa en algunos casos. Igualmente al desembarcar después de un viaje por mar, el olor de la tierra y de los edificios es bastante fuerte y percibimos también con intensidad los olores cuando bajamos de una montaña. Aún después de pasar un día en la cima de las South Downs, donde acostumbro a efectuar mis paseos, me sorprenden los variados y fuertes olores de la tierra y de la vegetación, y me regocijo a la idea de haber recobrado una facultad que había perdido desde hacía tiempo.
Indudablemente hay una considerable diferencia en el poder olfativo de las distintas personas, pero esa diferencia parece mucho mayor debido a la variedad de las condiciones de nuestra existencia y al hecho de que si vivimos entre olores, por agradables o desagradables que sean, cuando los encontramos nuevamente no nos damos cuenta de su presencia. A este propósito pienso en el olor del perro y advierto que cuando hablo al respecto con mis amigos, éstos invariablemente aseguran que si el perro está limpio, no tiene olor alguno. El hecho de ver perros en brazos de la mitad de la señoras que salen a pasear en sus automóviles y de encontrarlos en la sala de la casa, no como huéspedes ocasionales, sino como permanentes moradores, generalmente dueños de los asientos más confortables del cuarto, se da como una prueba de que no tienen olor. Los dueños imaginan que esto es así para todo el mundo porque ellos se han hecho insensibles al olor a fuerza de convivir con el animal.
Estando afuera, yo no siento el olor del perro, a menos que éste se me acerque demasiado y se eche sobre mí tratando de lamerme la cara. Pero en un cuarto soy tan sensible a su olor como al del zorro, los conejos o la oveja. Para mí es un desagradable olor, y si tuviera que explicarlo, lo haría comparándolo con el olor de la osamenta; no el de la osamenta que se va secando al sol, sino del animal muerto que yace y se descompone en un charco de agua en épocas de calor. Mi larga experiencia en un país de ganado salvaje, donde durante el verano los animales viejos y débiles, constantemente se meten y perecen en los pantanos, me habilita para hacer estas sutiles distinciones. Tal es el olor a perro, que yo encuentro aun en los mimados falderos, alimentados delicadamente y lavados y cepillados regularmente todos los días por sus cuidadores.
Aquí daré una experiencia personal que ilustra los diferentes modos con que el sentido del olfato influye en nosotros, de acuerdo a nuestra manera de vivir, predilecciones, etc. Fui a visitar una venerable señora de mi relación en su casa de campo, donde me dijeron que se encontraba enferma atacada de bronquitis, pero como deseaba verme me hicieron pasar a su dormitorio, donde la encontré en cama, apoyada sobre varias almohadas y respirando con dificultad. Sus dos perros favoritos —dos terriers de pelo hirsuto negro o gris obscuro—, yacían sobre un edredón, abrigando los pies de su ama. Todas las puertas y ventanas permanecían cerradas, y aunque el cuarto era grande, el peculiar olor a perro descripto unas líneas más arriba era tan fuerte como para hacer excesivamente incómodo el lugar, y dándome cuenta de que ella no lo percibía, no quise aventurarme a insinuar que se abriera una ventana, advertencia que, saliendo de mí —un ignorante para ella y prevenido contra los regalados y sucios perros— había de parecer una especie de reproche para sus favoritos. En ese momento se presentó el ama de llaves para consultarle algo referente a la casa. Era una mujer pequeña, robusta, un poco gorda y alegre, con la cara sonriente y que con el traje de leve muselina que llevaba, parecía deliciosamente fresca y sana, floreciente diría. Quedó más o menos un minuto y medio en el cuarto, manteniéndose a una cierta distancia de los pies de la cama, retirándose luego, y no bien hubo cerrado la puerta detrás de ella, cuando la enferma me pidió que abriera la ventana del frente, lo más ampliamente posible, para que entrara bastante aire, porque se sentía sofocada. Agregó, a modo de explicación, que siempre le ocurría esto cuando una persona gorda entraba al cuarto; ¡el olor de la gente le resultaba intolerable!
Por muchas y curiosas que sean las tretas que nos juegan los órganos olfatorios, puedo decir que en esa ocasión quedé sorprendido; pero mi sorpresa fue nada comparada con lo que le sucedió a un amigo mío. Debo advertir que él nunca había pensado, ni se había preocupado por el olor del hombre.
Se trataba de un joven médico del ejército en la India y como en Bombay, donde residía, sus obligaciones no eran muchas, trabajando celosamente se atrajo una buena clientela privada. Consiguió hacerse conocer bien de la sociedad del lugar y su sirviente tenía orden estricta de llamarlo aun en la iglesia, cuando asistía al sermón del domingo, siempre que se presentara un caso que pareciera de urgencia.
Precisamente entonces los nativos estaban en un estado de exaltación política, y mi amigo deseaba averiguar todo lo que se relacionara con las aspiraciones e intenciones que abrigaran. Un día manifestó al sirviente su deseo de asistir a una gran reunión que se iba a realizar en un barrio de la ciudad que no conocía bien, para escuchar los discursos de los oradores, y pidió a su hombre que lo llevara y le hiciera entrar. Se pusieron de acuerdo y salieron en una tarde calurosa y opresiva, sentándose a la llegada en un inmenso hall densamente colmado de gente, donde quedó cerca de media hora; al salir hizo varias profundas inspiraciones al mismo tiempo que exclamaba: «¡Qué alivio, en diez minutos más me hubiera desmayado! ¡Qué olor!». A estas palabras replicó prontamente el sirviente: «¡Ah, Sahib; ahora comprenderá usted lo que yo sufro los domingos cuando tengo que entrar a la iglesia para llamarlo!».
Jamás, me decía mi amigo, en su vida quedara tan asombrado y atónito como al oír esta contestación y sólo se le ocurrió mirar fijamente y en silencio a su sirviente. La extraordinaria rapidez, el candor, la espontaneidad y hasta el cierto gozo con que dijo sus palabras le hicieron imposible poner en duda la sinceridad de la manifestación. El había dado por concedido que su patrón comprendería y que, después de su propia y desdichada experiencia en la reunión de los nativos, se sentiría dispuesto a simpatizar con los sufrimientos del sirviente en el desempeño de ese penoso deber de los domingos.
Pero, ¡qué sorprendente revelación fue aquella! ¡Cuán increíble parecía que un conjunto de señoras y caballeros ingleses, con sus abluciones matutinas recién hechas, con los vestidos limpios y frescos y perfumados, hubieran podido desagradar a los naturales del país con su olor europeo o caucásico, exactamente como ellos nos disgustaban a nosotros con el suyo. ¿Y qué significaba eso? ¡Conque nosotros los blancos occidentales, señores de la creación, tenemos nuestro olor tal como las razas negras y mestizas y los animales más inferiores lo tienen! Somos inconscientes de este hecho que se relaciona con nosotros mismos —nuestra propia raza—, pero conscientes de él con respecto a los otros. Y el doctor, todo un médico que orgullosamente se consideraba un científico que investigaba todos los problemas humanos, ¿cómo era posible que hubiera pasado por alto una cuestión de tal importancia y que se mostrara tan crasamente ignorante sobre el sentido del olfato del hombre? Pronto se dio cuenta de que otros eran tan ignorantes como él y tampoco pudo encontrar ninguna luz en los libros que consultó. Pero conservó el incidente en su memoria y pocos años después, cuando se retiró del ejército y vino a establecerse cerca de Londres, una de las primeras cosas que hizo fue buscar datos en el Museo Británico, donde a pesar de su investigación no pudo encontrar nada. «Es —dijo—, un tema descuidado, y algún día escribiré un libro sobre él, pues tengo para empezar algunos hechos muy curiosos que ocurrieron en la India».
¡Y eso es todo, ay! Cuando le insinué que me interesaría conocer alguno de esos curiosos hechos, no accedió a mi pedido, manifestando que en ese momento tenía su inteligencia y tiempo ocupados en ciertos problemas patológicos de singular atracción, y como se encontraba muy interesado en su trabajo en los hospitales, su libro sobre el olfato tendría que esperar uno o dos años, o más.
Dos o tres años después murió.
La moral de este cuento demuestra lo inútil que resulta buscar este tema del olfato en las bibliotecas. Uno debe sacudirse de la opresión de los libros, de la ilusión de que ellos contienen todos los conocimientos, haciendo innecesaria la observación y reflexión personal. Todo está allí —todo lo que necesitamos—, en el Museo Británico; así es como estas especiales facultades mentales, como el sentido del olfato, han cesado de tener alguna utilidad para nosotros.
Pero no es literalmente cierto que los libros no contengan nada sobre el tema; ellos dicen, al menos los que yo he consultado, que se trata de un problema obscuro, que el sentido del olfato es un sentido inferior comparado con la vista o el oído, que puede clasificarse con el gusto, que el olfato es en realidad «gusto a la distancia», y que cuando se le examina uno se apercibe que, tratándose de un tema tan inferior, es mejor abandonarlo. Esa es la suma y esencia de la sabiduría que al respecto contienen los libros.
En cuanto a la fisiología del problema, se puede obtener todo lo que se quiera hasta satisfacerse con el estudio del órgano, pero sin saber nada sobre la función. Tal vez no tanto como uno quiere, desde que se nos dice que todavía no se sabe si el olfato depende de procesos físicos o químicos. Pero lo que nos dice es bastante maravilloso; porque es el hecho que estas «vivas emanaciones», estas partículas infinitesimales del olor, no llegan directamente, como en el gusto, al contacto de los nervios del olfato, sino que estos los reciben indirectamente a través de un medium. Los nervios existen, o viven dentro o debajo de un líquido, de modo que cuando la partícula olorosa cae dentro de ese líquido se disuelve, haciéndose de este modo una infusión, por decirlo así, que el nervio «gusta». Se podría comparar el lecho de nervios que componen los órganos olfatorios a plantas —berros, por ejemplo, que crecen dentro de su lecho de agua como acostumbramos a ver en los cultivos— y las partículas olorosas a copos de nieve que caen encima y se disuelven en el agua. Los copos de nieve, podemos decir, tienen diversas propiedades, de acuerdo a su composición química o a sus elementos, y éstos producen los variados efectos estimulantes sobre las plantas con las cuales se ponen en contacto.
Me resulta vaga y engorrosa esa vía para conseguir el efecto; que podía hacerlo en el caso del hombre, el rinoceronte o el perro, pero en el caso del infinitamente más sutil olfato del insecto, creo que sería un trabajo arduo. Probablemente no lo sea.
Pero no debo introducirme en ese fascinador reino de los insectos, imperfectamente conocido, puesto que el tema en cuestión es el sentido del olfato en el hombre, y el olor de éste.
Que no seamos conscientes del olor de la gente que nos rodea, no evidencia que ocurra igual con las razas primitivas; sin embargo, concluyo de mi observación de ambos, hombres y animales, que los salvajes no tienen conciencia del olor de los que conviven con ellos, exceptuando ciertas ocasiones, como por ejemplo, después de haber estado separados por algún tiempo, pero que siempre son conscientes del olor de un extraño. También, que la madre conoce el olor de su propio hijito y que existe una doble ventaja en esto —el olor estimula el sentimiento materno y evita que los pequeños puedan ser cambiados por accidente, lo que en cierto modo podría algunas veces ocurrir, dado el parecido tan grande que tienen entre sí los niños de los salvajes.
Sin duda hay muchos ejemplos de atavismo en el olfato, como en otros sentidos y facultades; ellos podrían enseñarnos mucho, pero desgraciadamente no todos son recordados.
Yo conozco algunos; entre otros, el de un hombre que percibía claramente de una manera desagradable el olor de los demás. Esto me lo contó un amigo que lo conoció y comentó con él sobre su agudo olfato. Mi amigo vivía en una ciudad minera de Gales, y el hombre aquél había ido de Londres para trabajar como gerente en una compañía, debiendo residir la mayor parte del tiempo en el lugar. Sentía gran preocupación por sus habitaciones; era necesario que estuvieran prolijamente limpias y que la patrona fuera persona de excepcional confianza. Habiendo encontrado precisamente lo que necesitaba, se instaló por unas semanas; más tarde fue llamado a Londres por sus directores, que lo requerían por unos días en la ciudad. Antes de irse llamó al ama y le encargó solemnemente que no permitiera que ningún extraño ocupara sus habitaciones durante su ausencia, pues para eso había pagado. En respuesta le aseguró el ama, mostrándose algo indignada, que nunca había hecho semejante cosa, que era contra sus principios, pero dos días después de haberse ido el hombre, alguien que conocía la casa la convenció de que le dejara el cuarto por una noche. Ocho días más tarde volvió el inquilino, y no bien entró en su dormitorio llamó a la propietaria preguntándole cómo se había atrevido a permitir que un extraño durmiera en su cama. Negó el ama, y en su cólera él la trató de perversa y mentirosa, ya que sabía perfectamente que lo había hecho. «¿Y cómo lo sabe?» —preguntó ella—. «Por el olor —replicó el hombre—. Todo el cuarto huele al individuo que usted ha tenido la desfachatez de poner aquí. ¡Mi olfato nunca me ha engañado todavía!» De este modo continuó, hasta que ella confesó su falta, prometiendo no hacerlo nunca más.
Me imagino que si fuéramos a referir este caso a un perro dotado de la palabra y tan inteligente como sus amos consideran a la especie, habría exclamado: «¡Bien; yo no hago eso nunca!» Su sorpresa no habría sido causada por la agudeza del sentido en el hombre, ya que esto significaría poca cosa para él, sino por su melindrosa aversión al olor de un congénere.
Relataré ahora otro caso, no porque sea más notable que los anteriores, sino porque se me ha presentado precisamente ahora, es decir, después de haber escrito estos capítulos sobre el olfato. Tomaba té una tarde con otras personas en una casa cerca del mar, cuando entró una señora que venía seguida por su blanco terrier Skye que la acompañaba en todos sus paseos. El perro y yo nos conocíamos, pero hacía como nueve meses que no nos habíamos encontrado. Después de mirar a su alrededor y observar algunas de las otras personas, acercóse a mí y empezó a olfatearme los pies, siguiendo luego por los tobillos y las piernas hasta la pantorrilla, no limitándose tan sólo a husmear, sino que apretaba el hocico contra mis piernas. Esto lo hacía, según supuse, porque tenía yo esa tarde unos pantalones nuevos y el olor del paño nuevo, sin el olor humano que lo impregnara, interceptó o disfrazó el de la carne que había detrás. Después de examinarme en esa forma me miraba con expresión de contento en la cara y sacudía vigorosamente la cola. Esto quería decir que había conseguido identificarme como un amigo y que se sentía satisfecho de encontrarme de nuevo.
Llamé la atención de la señora sobre la actitud de su perro, y ella me contestó que no la asombraba y que aquello le recordaba a una hermanita suya, en la época, en que ambas eran chicas. El olfato de la hermana era curiosamente agudo y cuando volvían de un paseo y encontraban una cantidad de sombreros colgados en la percha, su hermanita los olía uno por uno, identificando por el olor a los visitantes.
Napier Bell en su Tangwera, relato autobiográfico de sus primeros años pasados entre los Indios Mosquitos de Sud América, relata que cuando los hombres de la aldea se ausentaban en alguna expedición de pesca o de negocios, a su vuelta sus mujeres los recibían con muestras de agrado y cariño. Se abrazaban y se olían entre sí, primero una mejilla y luego la otra, pero nunca se besaban. También en ese libro el autor ofrece la traducción de algunas canciones de amor y afecto, en las cuales, al referirse a la amada, siempre se hace mención al delicado y agradable olor de la piel: «Recuerdo el olor de tus mejillas «, etc.
Es conveniente advertir que el atractivo olor no era el que provenía de las glándulas odoríferas de la boca de la mujer, puesto que nunca se besaban, sino que era, como decían en los cánticos, el agradable olor de la piel de las mejillas. Eran, pues, como vemos, claramente conscientes del olor y no necesita ser considerada como una conclusión fantástica que el temperamento, el sentido del amor y el afecto en ciertas ocasiones, le dan su carácter agradable.
Otro hecho igualmente importante, contenido en el tema que se discute, lo da Dugald Stewart en su relato del muchacho James Mitchell, ciego de nacimiento y sordo mudo, que dependía en absoluto del olfato en su intercambio con los hombres. James sentía instantáneamente la presencia de un extraño en su cuarto y podía apreciar por el olor el carácter de la persona.
Este no es el único caso de esta clase que se registra, pero es el más llamativo y sirve de apoyo a mi tesis, de que nuestro inconsciente olfato se encuentra relacionado con la apreciación que instintiva e instantáneamente formamos de los que entran en contacto con nosotros.
Podemos decir que Mitchell, privado de sus dos más importantes o más intelectuales sentidos y dependiendo sólo del olfato y tacto, estaba reducido a ser algo así como el perro en su relación con los demás seres, teniendo por supuesto el perro una considerable ventaja sobre él, por la posesión de la vista y el oído. El interés principal de este caso, sin embargo, está en el poder de apreciar por el olfato el carácter de los que se ponían en su camino. Veamos entonces lo que sucede con el perro en este problema de formar juicio por el olfato.
Tomemos el caso de un perro que no sea completamente parásito, un faldero que tiene sus facultades embotadas o atrofiadas, pero de vida natural, es decir, que vive mucho al aire libre y que tiene libertad para ir y venir como y donde quiera dentro de la casa; perro animado, retozón, activo, con toda la curiosidad propia de su especie para con la gente que viene de visita a la casa, sean conocidos o extraños. A las cinco aparece y encuentra la sala casi llena de personas dispersas en la pieza o conversando y tomando té. El también ha pensado en su té, pero antes de atender sus propias necesidades recorre los huéspedes, sonriendo, por decirlo así, a los que son de la casa, saludando a otros que son visitantes bien conocidos suyos, pero mirando y husmeando con mucha atención a los extraños. Pero es un error hablar de su mirada, porque ve vaga y confusamente a las personas, como que su atención se concentra en el nuevo olor que cada una le ofrece. El hocico dirigido hacia ellos, tiene el crispamiento nervioso que se observa cuando un olor lo atrae profundamente y, al mismo tiempo presenta pequeños movimientos nerviosos del cuerpo que demuestran su excitación. Y podemos ver claramente —lo he comprobado muchas veces— que él, en su poco elevada mente de perro, realmente investiga y calcula el carácter de acuerdo al olor. Porque se observará en algunas ocasiones, después de haber efectuado el pequeño olfateo, un brusco cambio en la actitud inquisidora y ansiosa, lo que puede significar una rápida muestra de amistad, un meneo de la cola, una mirada a la cara de la persona, un acercamiento mayor y el movimiento de las orejas, de la frente y de la boca, que indudablemente son manifestaciones de simpatía. En cambio, cuando el olfato se acompaña de un ligero retroceso, de un ademán como si hubiera visto un gesto amenazante o un rápido movimiento en dirección opuesta, hacen ver que la persona no ha sido de su agrado.
Este hecho, que millones de personas habrán observado, vale la pena de anotar, pero los comentarios serían ociosos puesto que en este asunto no conocemos suficientemente cuál es la norma del perro, o si en la «apreciación de la persona» su olfato tiene el mismo nivel que el del hombre. Lo único verdadero que sabemos es, que prefiere el olor de la osamenta y le desagradan los olores que a nosotros nos deleitan. Puede ser, sin embargo, que el olor emanado de lo bueno y agradable nos sea grato a todos, perros y hombres por igual, que las emanaciones que proceden de temperamentos malignos, de aquellos que sienten más odio que amor o que tienen instintos criminales, sean repulsivas tanto al hombre como a la bestia.
El olor humano, tiene a veces, un efecto mejorador en otros animales además del perro, pero la mayoría de los casos que hemos conocido, se refieren al perro y sus pacientes, y a este respecto pienso, ante todo, en el lobo.
Un amigo mío me relató un extraño incidente ocurrido durante una visita que en una ocasión hiciera con sus tres hijos al Jardín Zoológico. Había en ese momento tres lobos en la jaula y tan pronto como se colocaron los niños a su alrededor, los tres animales se excitaron en forma salvaje ante la presencia del más chico de los tres niños. Cada vez que éste se cambiaba de sitio, lo seguían, apretándose contra las barras para acercársele, con los ojos brillantes, la boca abierta y la lengua afuera. Estaban en un estado de intensa excitación y continuamente saltaban, quedándose luego parados sobre las patas para ver mejor, no permitiendo que su atención se apartara ni por un momento del objeto que los preocupaba..
Al principio los visitantes, tanto el padre como los niños, se divertían en grande, pero la excitación de los animales se hizo tan intensa que el muchacho comenzó a asustarse y su padre creyó conveniente alejarlo. Como así lo hiciera, los lobos se precipitaron al fondo de la jaula, presionando contra ésta y sin dejar de mirar anhelosamente al niño. Una hora después volvieron para ver si los animales se habían tranquilizado, pero en el mismo instante que aparecieron, los tres lobos saltaron de nuevo tan excitados a la vista del niño.
«¿Qué significaba esto? —me preguntó mi amigo—, ¿Querían devorar al niño?».
«No lo creo», fue mi respuesta, y de acuerdo a su propio relato, me pareció que los animales se habían manifestado con ánimo alegre y afectuoso antes que salvaje y devorador, pero por qué ese niño los excitaba de esa manera, quedó siendo un misterio para mí.
Años más tarde, y no hace mucho tiempo, fuí testigo de una demostración similar de parte de dos lobos enjaulados, uno de los cuales, si no los dos, el lobo selvático de Canadá, el más grande de la especie. Estos se pusieron extremadamente excitados por la presencia de un niño que se acercó a los barrotes, y con la lengua afuera se esforzaban por salirse para acariciar y lamer al chico.
He aquí el relato de otro incidente parecido que sucedió en Australia:
El escritor fue con su esposa y dos niños, de dos y cuatro años, respectivamente, al Parque Real de Melbourne, lugar en el que se encuentran los animales salvajes de la región. Allí se acercaron a una jaula donde cuatro lobos yacían extendidos en el suelo. Parecieron no darse por enterados de la presencia del escritor, de su esposa y del hijo mayor, pero en el momento en que el más pequeño llegó, caminando con pasos inciertos, los animales saltaron simultáneamente sobre sus pies y se dirigieron al rincón de la jaula más próximo al niño. No contentos con esto, dos de los más grandes se irguieron sobre las patas y se echaron contra la jaula, sacando las manos por entre los barrotes, en dirección a la criatura, como para acercársele; al mismo tiempo meneaban la cola y aullaban frenéticamente con los ojos clavados en él, y como éste se alejara, se precipitaron al otro rincón y se repitieron sus gestos. Cada palabra que el niño articulaba, parecía afectar intensamente a los lobos y los incitaba a redoblar sus esfuerzos para acercarse. Más tarde, al volver el pequeño a la proximidad de la jaula, ocurrió la misma cosa.
La única explicación imaginable de estos casos, estaría en que el olor de este niño y de los otros dos, excitaba a los animales, y como su excitación era alegre, se debe suponer que en el olor había una cualidad en cada caso que «tocaba una cuerda» que llegaba en esa forma a la naturaleza del lobo. Además, era ésa una cualidad que el animal instintiva e instantáneamente reconocía como algo importante en su vida, y que estimulaba el amor paternal en ellos.
En la relación entre los padres y la prole en los mamíferos, el olor juega un papel importantísimo como sucede con el sonido en los pájaros. Estos incidentes del lobo nos recuerdan inevitablemente la antigua leyenda de Rómulo y Remo, pero los numerosos casos auténticos que en la actualidad se refieren en la India, han probado suficientemente que el niño-lobo no es mera fábula o fantasía. Los mamíferos, sabemos, cuidan y salvaguardan sus propios cachorros y no se preocupan de otros; pero hay muchos casos excepcionales tanto en los pájaros como en los mamíferos. El reclamo o grito de hambre del pajarillo huérfano es capaz de encontrar respuesta, mientras que el mamífero es pasible de dejarse engañar por un olor simulado.
Fuera del lobo, encontramos algunos casos que Humboldt denomina «ejemplos de impulsos benéficos en los animales mas salvajes que los llevan a conducirse en forma contraria a su naturaleza».
Esta fue su única explicación de un extraordinario incidente que le contaron en Sud América y en el que se trataba de dos niños que jugaban con un jaguar en la selva, respondiendo el animal alegremente a las burlas y chacotas que le hacían los pequeños. Y es parecido al caso relatado por Atkinson en «Viajes por Siberia». Sucedió que un leñador y su esposa al volver a su cabaña no encontraron sus dos hijos, un varón y una niña, y poseídos por gran alarma salieron en su búsqueda. Como oyeron gritos y risas, se precipitaron al sitio de donde provenían éstos y cuál no sería su espanto al ver un enorme oso pardo que parecía muy contento y al varoncito sentado sobre su lomo, tratando de hacerlo caminar, mientras la chica le tiraba de la cabeza. Como el padre gritara, el oso arrojó a los niños con una sacudida, internándose en la selva.
No es necesario decir que el gran Humboldt conocía poco o nada sobre la inteligencia del animal, desde que no puede ser medida con una regla ni pesada en un par de platillos ni analizada. Pero el hombre de ciencia considera que su verdadera misión sobre la tierra, es la de explicar todos los fenómenos y cuando no puede encontrar explicación alguna, debe reemplazarla por preciosas palabras o frases luminosas; de aquí «los benéficos impulsos del tigre».
Para concluir, tenemos aún el más notable caso del puma, el león sudamericano, poderosísimo y feroz gato que mata caballos, ovejas , cabras y cerdos, pero de quién nunca se oyó decir que atacara a un ser humano. Los gauchos argentinos lo llaman «el amigo del hombre» o «el amigo del cristiano», y aseguran que nunca sería capaz de atacar un niño dormido que encontrara en el desierto, por más hambriento que pudiera estar.
En todos estos casos, como en los del lobo y del niño-lobo, la explicación es la misma: la bestia salvaje ha sido desarmada por el olor de la persona. En el caso del jaguar y del oso, podemos solamente decir que había una particularidad en el olor de los niños, que estimularon su amor paternal. El caso del puma es más difícil, pero aquí también sólo cabe suponer que alguna propiedad del olor humano tiene el efecto de vencer el instinto rapaz.
Podemos suponer que el olor sugiere al animal otro que le es familiar y grato; puede ser que fuera el de sus cachorros o alguno semejante, imposible tal vez de descubrir, como ocurre en el caso común de nuestro gato doméstico que se siente atraído por el olor de la valeriana.