CAPÍTULO XIV
El grito de guerra de los Indios de la pampa · Efecto terrorífico del sonido en general · Otros aspectos del sonido · Consecuencias de un poderoso estornudo · La voz humana en su mayor potencia · Relato de un hombre que tenía una poderosa voz · El sonido en los oídos del ahogado · El tañido de las grandes campanas oído desde el campanario · Un tremendo trueno · El fenómeno y el sueño · Soledad de la mente.
Vuelvo nuevamente a la vieja metáfora del árbol que estoy trepando para explorar, Cuando concluí con la rama del tema que traté en el capítulo VIII, en el que me refería al olfato en el hombre y los animales, me percibí que olvidaba otro asunto, el sentido de la orientación, y esto me llevó a la migración que; bastante largo, ocupó no menos de cuatro capítulos. Volvemos ahora al capítulo VIII y a la tragedia de la frontera, con la cual concluye.
Agregaré algo más sobre este terrorífico grito de guerra de los Indios de la Pampa. Ha sido sin duda alguna, una costumbre universal del hombre al lanzarse a la pelea con un grito que manifiesta la expresión natural de las emociones del momento, la rabia y la esperanza de intimidar al enemigo. Los animales del género del perro gruñen y rechinan los dientes, y los gatos aúllan por la misma causa. Aquellos salvajes se habían perfeccionado en el arte y consideraban su grito como de principal importancia al comienzo de la pelea; largas generaciones de práctica indudablemente les permitieron conseguirlo. Era un alarido prolongado y penetrante, más fuerte y de más alcance que el mejor cui-ü de los australianos, y éste es verdaderamente el más notable y efectivo inventado por el hombre civilizado; y es posible que sea una imitación de los largos y fuertes reclamos de los grandes pájaros de resonantes voces. Y mientras los indios emitían este largo alarido. Se golpeaban rápidamente la boca con los dedos de la mano izquierda, buscando así de quebrarlo en una serie de sonidos que, al escucharse por primera vez, proferido por cientos de furiosos atacantes, causaba un efecto extraordinario, fantasmagórico.
Aún los hombres más valientes sentían correr frío por el espinazo.
Los terroríficos efectos del sonido y su lugar en el esquema de la vida, desde el insecto al hombre, me parecen ser una cuestión relativamente olvidada y sobre la cual se podría escribir un ameno y útil volumen.
Hay otros aspectos del sonido que deseo tratar en este lugar, divagando y recordando, a mi manera irregular, pidiendo disculpas al lector por el sistema.
* * *
Algunos años atrás los diarios de Londres trajeron el relato de la extraña muerte repentina de un vigoroso niño que se encontraba jugando sobre la alfombra cerca de la cual su padre sentado en un sillón, leía su periódico. A raíz de un fortísimo estornudo del padre, el niño se desplomó instantáneamente en el suelo, expirando uno o dos minutos después.
Este incidente me recordó un amigo que tuve en Londres, cuyos estornudos han sido los más formidables que he oído; la casa entera se conmovía como si se hubiera producido la explosión de un barril de pólvora. También recordé otros hechos relacionados con estas sorprendentes tempestades minúsculas o «terremotos» a que el organismo está sujeto, así también como la consideración supersticiosa que el estornudo era una especie de advertencia de una muerte súbita que podía ocurrirnos en cualquier momento. El hecho es que existe la costumbre muy conocida en todas partes, de decir «salud» o algo parecido cuando el vecino estornuda. Recuerdo que este hábito era muy arraigado entre los criollos de Sudamérica, donde yo nací y me crié.
Un día en mi adolescencia me dejaron solo en un cuarto con un viejo criollo estanciero, vecino nuestro. Se trataba de un hombre corpulento, muy serio y digno; de barbas blancas que me inspiraba temor. De repente comenzó a lanzar estornudos, llegando a más de veintitantos, diciendo, después de cada uno, «¡gracias, gracias!». Una vez que el acceso pasó, clavándome los ojos, encolerizado, me preguntó por qué me había quedado callado. Al no decir «¡Jesús lo ayude!», podía haber ocasionado su muerte. Es probable que esta superstición sea una herencia de pueblos más antiguos no cristianos.
Es curioso la notable manera como difiere el estornudo en su carácter y en el ruido que produce en los diferentes individuos. Los animales, de cualquier especie que sean, todos estornudan del mismo modo y es posible que ocurra igual entre los salvajes y pueblos primitivos; pero nosotros tenemos infinidad de variedades, desde el pequeño resoplido semejante al de un gatito, emitido por algunas mujeres, hasta las terribles explosiones de ruidos de algunos hombres que honrarían a un mastodonte o un hipopótamo. Indudablemente nuestra civilización, con sus infinitos complejos, que afectan el organismo entero, es la causa de esta variedad, pero por lo general cada persona tiene su propia manera individual de estornudar. Mi propio estornudo, se manifiesta como una especie de alarido agudo, que va in crescendo y que probablemente resulta desagradable para los demás. «¡Oh, por favor, no!», era la invariable exclamación de mi esposa cuando lo oía, y nunca conseguí convencerla que era tan natural como involuntario. Ella creía que era artificial, y que yo lo había inventado para mi diversión.
Volviendo a mi explosivo amigo, un domingo por la mañana fui con él y otro camarada al Jardín Zoológico y en la pequeña casa que ocupaban los gatos nos ocurrió una curiosa aventura. Habíamos estado largo tiempo observando dos grandes icneumones en su jaula, fascinados en la contemplación de sus rápidos e inquietos movimientos, porque eran ciertamente las criaturas más movedizas que habíamos visto; no quedaban tranquilas un solo segundo, corriendo de un rincón a otro de la gran jaula, saltándose encima y contra las barras de los rincones para volver nuevamente a correr.
De repente mi amigo estornudó y el ruido pareció sacudir toda la casita de los gatos; pero lo que fue verdaderamente digno de ver fue el efecto que produjo en los dos inquietos icneumones. Ambos se desplomaron como muertos por una bala y quedaron sin el más mínimo movimiento o signo de vida, extendidos flácidamente como dos medusas sobre el piso de su jaula. Los contemplamos afligidos y en silencio, mirándonos luego uno al otro, pensando en la cara que pondría el cuidador cuando llegara a la jaula.
Lo único que se me ocurrió considerar fue el precio que habrían costado los animales y que alguien tendría que pagarlos, pero mi amigo, que parecía muy asustado, no me contestó nada. Felizmente los icneumones no habían muerto, aunque en realidad habían escapado milagrosamente. Poco a poco recobraron el sentido y saltando y articulando gritos agudísimos y terroríficos, se precipitaron al comportamiento donde dormían, al fondo de la jaula, enterrándose entre la paja y allí se quedaron silenciosos e inmóviles. Durante una hora fuimos repetidas veces a verlos, pero los animales no salieron más.
El efecto producido por el brusco y explosivo ruido del estornudo es, sin embargo, en algunos casos, menos poderoso que el de la voz humana, y la muerte del niño, producida por la conmoción del un estornudo, no fue tan notable comparada con lo que ocurrió en una chacra cercana a mi casa, cuando yo era joven.
Era una pequeña propiedad situada cerca del pueblo, en la que vivía su dueño, un criollo llamado Blas Escobar, hombre grandote y fuerte que tenía además un ancho y enorme tórax. Vivía con su mujer, un peón y un negrito que le ayudaba en el trabajo de la tierra, sirviéndole también para el manejo de su carreta de bueyes. Escobar tenía una voz profunda y por lo general hablaba despacio, porque, según sus vecinos, tenía miedo de hacer dañar a la persona con quién hablaba si lo hacía en voz alta. Aunque su voz era profunda tenía un tremendo alcance, tanto que cuando la soltaba, hablando con el peón o el negrito en el campo o cuando discutía con la mujer, sus vecinos hasta un cuarto de milla o más lejos aún, oían perfectamente sus palabras y en la primera ocasión que se les presentaba le preguntaban cómo había terminado la discusión: «¿habían encontrado el nido del pavo?», «¿pensaba matar el chancho el sábado?», «¿habían conseguido el ajo para el adobo?», «¿se había convencido de que la mujer realmente necesitaba un vestido nuevo?», y así sucesivamente. Esto daba mucha rabia a Blas, que no quería creer que le oían desde sus propias casas, y decía que seguramente algún pícaro muchachito escondido entre la leña lo escuchaba, llevando a los otros el chisme de lo que había oído.
Un día Blas estaba arando y uno de los bueyes no trabajaba en forma; el animal se volvía, pateaba y se enredaba en los surcos, hasta que perdiendo la paciencia, Blas lanzó con toda su fuerza un colérico grito que hizo desplomar al buey que cayó como una piedra en el surco, muerto, ante el asombro y consternación del chacarero.
Me atrevería a decir que para algunos de mis lectores ha de parecer exagerada esta historia, demasiado exagerada para el alcance de su capacidad de creer; sin embargo, es verdadera cuando se la relaté a un amigo, hombre de ciencia de profundos conocimientos en fisiología y patología, me dijo que no lo ponía en duda, pero que la causa de la repentina muerte del buey se debía a una enfermedad cardíaca y que el animal habría caído muerto aun cuando no se le hubiese gritado.
Puede ser que sea así; pero el pobre Blas, que había llegado casi a temer su propia voz, quedó trastornado, porque si un animal grande y vigoroso como el buey podía morir de ese modo ¿qué no le pasaría al negrito, pícaro y desfachatado mentiroso, que temblaba como una hoja cuando él lo reprendía, o a su mujer que con sus tonterías provocaba su cólera y le obligaba a gritar?
Conocí bien a Blas y en todo el distrito en que yo vivía se le distinguía como el hombre que mató al buey con un grito6.
Creo que este cerebro mío ha registrado un mayor número y variedad de ruidos que otros cerebros, pero cuando me pongo a recordar los sonidos formidables y terribles que he escuchado durante mi vida, se me presentan particularmente tres, netamente rememorados por tener mucha más importancia que todos los demás.
El primero se produjo en mi niñez en una ocasión en que casi me ahogué en el Río de la Plata; me encontraba parado sobre una piedra cuando otro muchacho más grande me empujó hundiéndome en el agua hasta llegar al fondo. Pensé que no volvería a salir y el estruendo que sentí en mis oídos fue espantoso y distinto por completo de cualquier otro ruido conocido, como que todos los que oyera antes los había recibido por medio de las vibraciones del aire y no por el agua.
El segundo ruido también terrible lo oí fuera del medio común, es decir subiendo al campanario de la iglesia de San Cuthbert en Wells, donde repiquetean ocho enormes campanas, de modo que me encontré en el verdadero punto de origen de la gran vibración cuando estruendosamente tocaban a vuelo. He descripto lo que experimenté en otro libro, A pie por Inglaterra, y sólo voy a agregar que el estrépito fue tan fascinador como doloroso y que mientras duró tuve la sensación de que me quedaría sordo para siempre y hasta tal vez privado de la razón.
El tercero fue el más espantoso de todos ... una extraña experiencia, puesto que este sonido lo oí mientras dormía.
Tenía entonces dieciocho años y vivíamos en nuestro hogar de la Pampa
y mientras dormía profundamente, entre la una y dos de la mañana, tuve un horrible sueño. Soñaba que me encontraba parado en la llanura, que era mediodía y que brillaba fuertemente el sol, en un nítido cielo azul. Mirando hacia arriba vi un objeto obscuro semejante a una nube que se encontraba a gran altura, pero que rápidamente caía hacia la tierra. Me apercibí entonces de que no era aquello una nube, sino algo sólido que al llegar abajo se convertía en barras de hierro doble más gruesas que un barril, y con un largo de una o dos millas. Cuando la de más abajo, que se veía muy claramente, se acercaba a la tierra, pude distinguir que las otras se extendían formando una corriente de barras, miles de millones, a lo lejos en el cielo, hasta que desaparecían de la vista. Contemplando este rápido torrente que caía, me dije: «Esto es el fin del mundo; toda la vida de la tierra morirá con el choque y la tierra misma se saldrá de su órbita». En eso ocurrió el estallido y yo quedé muerto o aturdido, no sabía bien, pero lo primero de que me dí cuenta fue que estaba sentado en la cama, bien despierto, tembloroso, al tiempo que la transpiración que me producía el terror, me mojaba como un baño.
«¡Qué sueño atroz!» pensé, y en ese momento se abrió la puerta de mi cuarto, apareciendo mi hermana en camisón, con una vela encendida, con la cara blanca como una sábana del susto que tenía.
—¿Has oído? —me dijo.
—¿Qué? —pregunté.
—¿Por qué me preguntas —replicó—, si estás sentado en la cama y con esa cara? Todos nos hemos levantado ... ¡la casa se ha venido abajo!
Me levanté y junto con los demás miembros de la familia recorrimos cuarto por cuarto sin encontrar daño alguno.
Pero lo raro sucedió al día siguiente, cuando nos dimos cuenta que nuestros vecinos de los alrededores habían tenido la misma experiencia, y que en todas las casas, dentro de un circuito de cuarenta millas, los ocupantes se habían despertado al oír el formidable ruido y saltado de la cama creyendo que la casa se había caído o que había llegado el fin del mundo.
Nunca encontré en mis lecturas el caso de un trueno como éste se oyera sobre una extensión tan grande, ya que estamos acostumbrados a oír tronar cuando el ruido y el relámpago vienen juntos. Pero por maravilloso que fuera el fenómeno, más aún me interesó el sueño cuando volví a pensar en él.
El físico sería capas de explicarnos por qué y cómo ese trueno había tenido un efecto tan disperso, pero ¡cuán misterioso e inexplicable, cuán increíble resultaba la forma como se me presentó en la mente! Porque el relato que nos hicieron todos, fue de que sólo había habido un trueno y que
los que estaban despiertos les había producido la impresión que hace la pólvora al explotar súbitamente o la descarga cerrada de un cañón. Y, sin embargo, mi mente, o el sitio de ella que queda despierto o que primero se despertó, con inconcebible rapidez había edificado una serie de escenas, actos y sensaciones que conducían al choque, explicando sus causas o más bien, exhibiéndolas como en un cuadro.
Sin embargo, este mismo sueño terrorífico es sumamente común, casi diría que he tenido cientos parecidos. Permítaseme dar esta explicación. Recibo un pinchazo con un alfiler o una aguja en la mano o en el brazo mientras me encuentro dormido, y a consecuencia de ello se presenta un sueño pero, aunque éste sigue el pinchazo al mismo tiempo nos conduce a él. De este modo sueño que estoy paseando por una selva en un caluroso día de verano y me echo a descansar y a refrescarme bajo la sombra de los árboles; y cuando descanso y dormito tal vez, me siento asustado por un leve susurro entre las hojas secas, y mirando rápidamente a mi alrededor, veo una serpiente venenosa que se desliza hacia mí con la cabeza levantada. Es muy tarde para que pueda levantarme y escapar al golpe amenazador; por mi mente pasa la idea de que sólo hay un medio de salvación, aunque peligroso, y sería atacar primero. De acuerdo a este pensamiento tiro un golpe a la cabeza de la serpiente, con el único resultado de sentir en la mano la picadura de su venenoso colmillo; el dolor me despierta. Aquí vemos que el pinchazo producido por el alfiler, el mordisco de la serpiente, no es sino la culminación y el último acto y la última palabra de una escena dramática que ha tomado algún tiempo para representarse. Sin embargo, el incidente completo, con sus sentimientos, pensamientos, actos, deben empezar y concluir con el pinchazo del alfiler.
Hay algo más en un sueño de este tipo, casi tan maravilloso como la inconcebible rapidez de la mente para forjas sus usuales cuentos forzados y fantásticos, así como la serie de escenas para explicar la sensación. Esta es esa imaginación, la facultad creadora que frecuentemente parece vivir y funcionar brillantemente durante el sueño, en personas que despiertas aparentan carecer de semejante facultad.
Pero hace mucho que me he convencido de que no hay nada en este obscuro lugar que los hombres llaman la tierra, tal vez nada en el universo entero, más maravilloso que la mente en sus acciones secretas; también que todas las cosas asombrosas, las apariciones, las visitaciones, revelaciones nuevas y antiguas, mensajes y noticias de extraños sucesos de otros mundos fuera del nuestro, y en otros estados del ser, todos, todos, todos se explicarán
si se los ha buscado con propiedad, en esta misma casi inexplorada soledad de la mente ...