CAPÍTULO IX

La manera como se está escribiendo este libro · De nuevo la cierva del parque de Richmond · Coloquio imaginario · Sentido de la orientación en los animales y en el hombre · Víboras · Insectos · Una hormiga forrajera · Pescados, batracios, pájaros y mamíferos · El olfato en la propia conservación · Caballos: historia de un caballo «aquerenciado» · Sentido de la orientación en el hombre · El testimonio de un gaucho · Súbita recuperación del sentido de la orientación · Comentarios.

Al escribir este libro, ocasionalmente recuerdo lo que me ocurría al recoger hongos en alguna mañana caliente y brumosa de septiembre, en que mis ojos exploraban la tierra alrededor o delante mío mientras la mente se encontraba preocupada con otras cosas. Aquí, en este lugar, no encuentro menos de tres perfectas y bellísimas protuberancias hemisféricas plantadas sobre la verde alfombra y, recogiéndolas, sigo adelante satisfecho de mi buena suerte. Luego, después de caminar unos veinticinco o treinta metros, recuerdo al instante que he contado claramente cuatro hongos y me veo obligado a volver sobre mis pasos para tomar el que dejé sin recoger. Igual me ocurre con el libro; de vez en cuando se me presenta algo que he omitido y me veo obligado a volver algunas páginas o capítulos atrás, cuando no al punto de partida.

Puedo decir que me reprocho por no haber planeado mi camino de antemano, y que quizá lo único que se puede hacer ahora es destruir el trabajo y comenzar de nuevo. No me convendría hacer semejante cosa.

Sin duda que el lector que haya llegado hasta el segundo capítulo, se ha formado la idea que esto ha de ser una simple colección de incidentes e impresiones con comentarios sobre diversos temas, es decir, un libro sin un plan definido, una especie de olla podrida4. No es así. Cuando por primera vez observé la cierva en el Parque de Richmond, mis reflexiones fueron sobre sus sentidos, lo que me llevó a compararlos con los otros animales, incluso el hombre; y como poseo una provisión de observaciones propias sobre este tema, reforzadas con otras que he leído, preví cuando empecé a relatarlas, que podría resultar un libro. Se me ocurrió entonces que en este trabajo no debía seguir el método usual de establecer los tópicos a seguir en un verdadero orden que me permitiera después desarrollarlos. Mi sistema sin método sería dejar que la observación y el pensamiento me llevaran adonde quiera que se les ocurriese.

Sabemos por Butler, sino por nuestros propios débiles esfuerzos al hacer poesía, que las rimas son como el timón de los versos por el cual estos generalmente siguen su curso; ¡extraño timón con una mente propia que nos lleva a lugares que no teníamos intención de visitar! Pero es la verdad, y así sucede con este timón mío que me lleva donde quiere, y si sobrepasa el límite y vuelve, debo yo volver con él. Mi plan entonces no existe, es solamente el desarrollo de una variedad de problemas y preguntas concernientes a los sentidos, tal como espontáneamente surgen de lo que se ha tratado antes.

Habiéndome alejado así con mis explicaciones debo ahora abandonar el símil de los hongos, puesto que los tópicos de que me ocuparé son de una naturaleza más trepadora. La raíz de esto es la cierva, sus sentidos y el modo como se conduce, y de esta raíz nace el tronco y las ramas por los que estoy trepando; el trastorno llega cuando he concluido de explorar la rama en la que me encuentro y estoy por pasar a la próxima que está mas alta, y descubro que he dejado una debajo mío sin examinar, viéndome obligado a volver hasta ella.

Por ejemplo, esta pequeña tragedia de la frontera, relatada al final del capítulo anterior, me recuerda algo importante que había olvidado. La simple palabra frontera ha servido para traer de nuevo a la memoria los largos meses que en diversas ocasiones he pasado bajo el calor o el frío, de día y de noche, a pie o a caballo, en ese enorme territorio vacío que bordeaba las tierras habitadas por hombres y ganados, o fuera de éstas, y del valor que en esas regiones tiene un sentido e instinto común al hombre y a la bestia, que en los lugares civilizados y populosos es de no mayor importancia que nuestro degenerado sentido del olfato.

Así, pues, vuelvo a la entrevista con mi cierva, que reposa dándome el lomo y acomodando sus orejas como para oír el incomprensible sonido emitido por mí, mientras escucha los otros comprensibles que le llegan del bosque.

Si por un arte de magia pudiera yo haber proyectado la fuerza del pensamiento abstracto en el cerebro cervino, nuestro coloquio habría sido más interesante, y ella me habría dicho cuánto había yo perdido con el desarrollo de un cerebro mayor y tomando la posición vertical sobre las piernas. De este modo, mi sentido muscular y el sentido del equilibrio, con perfecta coordinación de todos los nervios y facultades que poseo, resultaban inferiores a los suyos. Finalmente, suponiendo que esta fuera la misma cierva de que hablé al principio del libro, me habría recordado su acción en aquella oportunidad; cómo cuando ofendida por el ofrecimiento de una bellota por una chicuela cubierta con una capa roja, se había sentido salvajemente agraviada, resolviendo al mismo tiempo aceptar el regalo y castigar a la donante; y cómo arrebató la ramita de la extendida mano, para luego, en el instante de hacerlo, dar un rápido salto sobre la cabeza de la niña y, en el momento en que sus manos tocaban el suelo, golpearla con tan buena puntería que pasó raspando la cara de la chica, escapando ésta por una pulgada de que le hubiera producido una herida con sus pezuñas traseras cortantes como cuchillos.

Una gran disputa, con muchas vivaces acometidas por ambas partes, y hasta con algunas risas, y permanentemente en mí la sensación, amarga como la muerte, de que ella tenía la mejor argumentación; que hubiera sido mejor que la vida animal continuara hasta el momento de la desaparición de toda vida en la tierra, sin ese desarrollo que tienen los seres de gran cerebro que caminan enhiestos y miran al cielo sonrientes.

Pero yo no tenía magia: todo lo que podía hacer era embromarla y engañarla con el silbido, y ella no podía hacer más que darme una pequeña participación de su atención auditiva. Finalmente, incapaz de sacar una conclusión de los sonidos que yo emitía, se levantó, como dije antes, sacudiéndose el polvo y las hojas secas, y caminó luego en línea recta sin mirar a la persona que estaba detrás suyo. Una gran dama en un salón, que ofendida por alguna observación indiscreta o impertinente que yo hubiera expresado durante mi conversación, se hubiera levantado retirándose sin una palabra o una mirada, es decir, sin hacer caso de mí, no lo habría hecho mejor. Marchóse directamente a otro lugar del parque donde deseaba estar. A ese lugar se fue siguiendo una línea recta, sin pensar en si la dirección era buena o seguramente sin pensar en nada, pero con la mente atraída con las vistas, sonidos y olores que le llegaban. Me levanté también, pues había llegado el momento de retirarme, y después de algunos instantes de hesitación sobre cuál portón me convenía tomar para salir esa tarde —Richmond, Kingston o Sheen—, salí reconcentrado en mis propios pensamientos y también como la cierva divirtiéndome con las vistas, sonidos y olores, dejando todo el trabajo de llegar a mi destino a las piernas y la dirección al cerebro.

Aquí también, como el sentido del equilibrio, tenía ella una inmensa ventaja sobre mí —incalculablemente grande—, si la noche y la densa obscuridad nos hubieran sorprendido juntos en aquel sitio. No sólo en el Parque de Richmond, sino también en Exmoor o en cualquier vasta selva del norte, ella habría podido ir de día o de noche sin la menor vacilación, directamente a su destino. Pero no bien me encuentro yo en un lugar que no conozco y dejo de ver el sol, o si he tenido que dar muchas vueltas en un bosque, pierdo el sentido de la orientación. Así, si voy a Picadilly Circus por el subterráneo y al dejar el tren vago por las galerías en busca de la estación conveniente para ir a otra parte de Londres, ceso de conocer los puntos cardinales. Si no fuera por las inscripciones de las paredes y flechas y señaladores, me encontraría tan efectivamente perdido como si hubiera caído en una profunda cueva a través de la cual hubiese aparecido en las Antípodas.

Juzgando por mí mismo (me atrevería a decir un mal caso), el sentido de la orientación ha degenerado también en nuestro estado civilizado y en muchos de nosotros parece haberse perdido completamente. Sin embargo, para el hombre que vive en estado natural es de vital importancia, como lo es para todos los animales dotados de órganos de locomoción como alas, aletas, piernas, y en los ofidios, costillas y escamas. La víbora no se mueve como nos enseñaba Tautus, por medio de su espíritu feroz. Y sabemos que las víboras prácticamente sin horizonte y tan cortas de vista que no pueden tener señales, poseen, sin embargo, en notable grado, el sentido de la orientación. Así, se han registrado casos auténticos de víboras domesticadas que viajan largas distancias para volver a la morada de donde fueron trasladadas, casos similares a los que acostumbramos a oír a diario referentes a los animales domésticos y mimados. Fuera de estos casos, vemos por la observación de sus costumbres que la víbora no podría actuar muy bien sin ese sentido. Tomemos por ejemplo las víboras que habitan países de grandes pastizales, como las praderas o mejor aún las pampas completamente planas, donde la víbora, moviéndose sobre su vientre, se encuentra bajo los pastos, levantando muy rara vez la cabeza sobre estos. En aquellos climas templados no se quedan a veranear, sino que pasan los ocho o nueve meses calientes distribuídas sobre la tierra. La víbora debe andar largas distancias en búsqueda de la hembra; al ir hacia ella, tiene el viento y el aviso que éste le lleva para guiarse, pero no hay fuerzas extrañas ni «vivas emanaciones» que la conduzcan de vuelta a su guarida acostumbrada, la morada donde pasa sus largos veranos y su vida entera. Al aproximarse el invierno, en mayo, vuelve a su invernáculo que comparte con muchos otros ejemplares de su especie que vienen de distintas direcciones y variadas distancias. El sitio de invernadero se encuentra por lo general situado sobre la planicie, en uno de esos montículos que hacen los roedores, armadillos y otros mamíferos cavadores, y dentro de una de las antíguas cavidades se amontonan entre sí quedándose adormecidas durante los dos o tres meses fríos. Es natural que sin un sentido de la orientación la serpiente, que se arrastra sobre el vientre entre el pasto, sobre un suelo plano y sin rasgos característicos, no podría encontrar su camino para volver al mismo lugar cada año.

Refiriéndome a los insectos, bastaría una pequeña observación de las avispas, abejas, hormigas y otros, tanto sociales como solitarios, que no pueden llevar adelante sus tareas vitales sin volver constantemente a un punto, para demostrar que no podrían existir sin tal sentido. Donde puede apreciárselo mejor es en las hormigas. Sentaos en un césped sobre terreno arcilloso, y mirando al suelo observaréis una diminuta hormiga negra ocupada en su trabajo. No se sabe cuánto tiempo ha estado afuera, pero es probable que os canséis de mirarla antes de que vuelva a su morada. Esta es una diminuta cueva situada en alguna parte bajo el pasto y que conduce a las galerías subterráneas, donde pasa parte de su tiempo; y como sus órganos de los sentidos están especializados en dos direcciones, se moverá entonces tan libremente en la obscuridad, y sabrá lo que tiene que hacer y cómo, tan bien como si fuera a la luz del sol. La noche y el día, sobre la tierra y debajo de esta, todo es igual para la hormiga. Si mientras dura la observación probáis de poner un dedo cerca de donde pasa, quedará anonadada por la impresión; al principio se detiene inmóvil y luego recobrando sus facultades se lanza fieramente al camino. El acercamiento del dedo significó para ella lo que un tremendo huracán que, cargado con todos los violentos olores animales del mundo, estallara bruscamente sobre un caballo, por ejemplo. Pero pronto se repone del pánico y sigue su eterna búsqueda, y os veis obligados a seguirla, caminando en cuatro pies para no perderla de vista. En ese momento probablemente está a leguas de su casa y, sin embargo, apresuradamente sigue avanzando por entre la selva sin fin. Porque para ella los pastos son como árboles y sus tallos como troncos que, derechos o inclinados, están esparcidos en todos los lugares.

La hormiga camina alrededor de uno, se arrastra debajo del que sigue, se trepa al tercero y no puede ver a una distancia de media pulgada delante suyo.

Cansado de contemplarla uno se levanta y se va, pero ella sigue, sigue y continúa hasta encontrar lo que busca y entonces emprende el regreso, haciendo su camino por entre la interminable selva, esa ilimitada cantidad de sombreados pastos, derecho a su morada.

Y lo que sucede con las serpientes e insectos, pescados y batracios, pasa también con los pájaros y mamíferos, todos los que, cuando están fuera y alejados de su residencia, en sus variadas búsquedas son, como dice el poeta de los pájaros migratorios: «Solitarios vagabundos, pero no perdidos.» No hay aldea o población en el reino, ni, me imagino, en el mundo, en los que no se cuenten historias extrañas pero familiares de animales domésticos o mimados que vuelven desde largas distancias a su antiguo hogar, caminando por tierras desconocidas en las que nunca pudieron haber aprendido a conocer marcas que señalaran el camino.

Tales ejemplos son tan comunes que cualquiera que creyera que vale la pena juntarlos, podría en poco tiempo llenar un buen volumen. Aun aquí, en Penzance, en la casa donde escribo este capítulo, me han relatado dos casos ocurridos con gatos: uno que fue enviado a una villa distante en una canasta cerrada y que rápidamente volvió a su casa de Penzance, y el otro se refiere a otro gato traído de Saint Just y que desapareció el mismo día de su llegada, presentándose en Saint Just al día siguiente, después de andar siete millas por un terreno pantanoso y árido. He recibido también de un corresponsal de América el extraordinario caso de un perro enviado por ferrocarril y por barco hasta un estado del Sur, el que pronto desapareció de su nueva residencia para reaparecer varios meses más tarde en la antigua casa, a ochocientas millas de distancia. Este es un caso auténtico y lo asombroso es que en ese inmenso viaje, el deseo del hogar, la nostalgia, la fuerza impelente, no fueron dominados por las dificultades que encontraba en su camino, hambre, fatiga, hostilidad y persecuciones de hombres y perros. El imperioso deseo de la antigua casa lo llevó a través de todas estas miserias, y cuando llegó al final parecía un perro viejo y agotado.

Como nosotros, animales más elevados, estamos también sujetos a la nostalgia, podemos comprender los sufrimientos del perro y del gato en un lugar extraño —el sentido de la desarmonía. Especialmente si consideramos que el olfato, que para nosotros no significa nada, representa para ellos más que la vista, más que la visión y la audición juntas.

Los perros viven entre olores, los olores familiares de la casa, de sus alrededores, de adentro y de afuera, y entre ellos se encuentran en su elemento, en paz. Instintivamente el animal considera sospechoso todo olor extraño; lo siente como una advertencia de peligro tal vez, no pudiendo a pesar de toda su domesticidad, libertarse de su herencia. Podemos, pues, imaginar lo que representa para un animal así, digamos un gato, mudarlo de su casa familiar y lanzarlo a un mundo de olores desconocidos ...

En el hogar de mi niñez, allá en las pampas argentinas, pensábamos menos a este respecto en los gatos y perros que en los caballos; porque era aquella una tierra donde, como dicen los gauchos, el caballo representa las piernas que llevan al hombre. Era común oír decir al gaucho, cuando le robaban su caballo, que esperaba recobrarlo, pues por lejos que lo llevaran y por más tiempo que lo tuvieran, maneado o acollarado con otro, en la primera oportunidad que se le presentase había de escapar para volver de nuevo a la «querencia».

Aquí voy a insertar la historia de un caballo que fue mi compañero predilecto durante más de diez años. Era un tordillo acerado, tordillo moro según lo llamaban los criollos, y como era el único de ese pelo en nuestra tropilla lo bautizamos con el nombre de Moro. Lo adquirimos de unos gauchos amigos que vivían en una estancia, a unas catorce leguas de mi casa; y como nos habían advertido que el Moro era un caballo aquerenciado, lo acollaramos a otro de nuestra estancia durante un mes, antes de dejarlo suelto. Guardo un vívido recuerdo de este animal, pues de los cientos de caballos que he montado, él sobresale entre una media docena cuya personalidad quedó grabada en mi mente. Tenía un temple y un ímpetu superiores a todos los caballos que he conocido; bastaba tocarle con el rebenque o la espuela para que se convirtiera en un salvaje. Había que llevarlo a rienda corta, pues una vez que tenía el jinete sobre el lomo, su único deseo era que lo dejaran seguir a la mayor carrera. Pero tenía una boca de seda y el dominio más perfecto en sus movimientos. Fue ése el único caballo que tuve que, cuando iba a todo galope, podía sujetarlo súbitamente, y luego, con un toque sobre el pescuezo, podía hacerlo girar como sobre un pivote.

Su respuesta inmediata cuando lo largaba a hacer estas cosas, demostraba que le gustaba hacerlas. Tenía un defecto principal: era arisco y coceador con los extraños, y si uno a quien él no conocía se le aproximaba descuidadamente, lo pateaba, de modo que tuvimos que prevenir a nuestros visitantes para que se cuidaran de no acercarse al peligroso animal.

Un día, al volver a casa con el Moro, me llegué hasta el patio y lo dejé allí, mientras yo entraba en las habitaciones. Precisamente en ese instante un chico de unos siete años que había venido de la ciudad con su familia y que no tenía noción de las costumbres del campo, salió corriendo, y al ver al Moro parado, con su larga cola que le llegaba al suelo, se le acercó, y enroscando sus manitas en las crines principió a amacarse de acá para allá. En cuanto me apercibí de lo que sucedía, pensé que todo había concluido para el niño, porque el Moro demostraba estar colérico; sacudía la cabeza y pateaba el suelo —¡un momento más y hubieran saltado los sesos del pobre chico!— Le grité y éste, soltándose, escapó sano. Todos decían que aquello había sido un milagro. Era la Providencia que había salvado la vida al niño —yo creo que fue la inteligencia del animal, su conocimiento de que no era un adulto sino un inocente pequeñuelo el que se tomaba esta libertad con él, lo que reprimió su impulso de golpearlo.

La única cosa referente al Moro que tiene propiamente lugar dentro del tema que estoy tratando, era su instinto de la querencia. Aunque se hubiera avenido a su nuevo ambiente y se juntara con los caballos que vivían y pastaban allí, siempre que teníamos una larga temporada de viento frío y lluvioso en invierno —tiempo verdaderamente malo para los caballos que viven en la planicie abierta y desamparada donde no crece un árbol—, el Moro, desa-parecía. Después de una o dos semanas llegaba un mensaje de nuestros lejanos amigos gauchos, informándome que el Moro había vuelto a su querencia y que me lo enviarían en cuanto alguno de la estancia tuviera que pasar por la nuestra. A su regreso no era necesario acollararlo a otro caballo, pues se sentía contento al estar de nuevo con sus amigos y compañeros, quedándose tranquilo y viviendo alegremente hasta que llegara nuevamente el mal tiempo, más o menos entre seis y doce meses después, para desaparecer de nuevo, y así siguieron las cosas mientras vivió.

La explicación de la acción del Moro creo que es bastante simple. Se había avenido a su segunda casa y vinculado a los animales con los cuales andaba, no sintiendo el más mínimo deseo de volver a su primera casa en las circunstancias ordinarias. Pero en el intenso malestar que le causaba esa temporada interminable, al parecer, de mal tiempo, durante el cual la fría lluvia lo castigaba permanentemente día y noche, sentía nostalgia de su antiguo potrero; conservaba la imagen de la verde planicie bañada eternamente por el cordial resplandor del sol. Esa imagen o perspectiva mental le producía la ilusión de que si volviera podría verla de nuevo, lo que le impulsaba a huir de esa miseria aunque tuviera que correr una distancia de quince leguas.

Sabemos que los animales son capaces de visualizar de este modo escenas pasadas. He dado ejemplos de esta facultad y las ilusiones que causa, en mis artículos sobre el caballo y el guanaco en el libro Naturalista del Plata.

Queda para hablar del sentido de la orientación en el hombre. Este depende de los mismos sentidos y facultades que los otros mamíferos rapaces en su búsqueda del alimento. Sin duda cuanto más nos elevamos en la escala orgánica menos depende el animal del instinto puro y simple: en otras palabras, cuanto más intervenga la inteligencia en el acto instintivo. De este modo, encontraremos un instinto común a los mamíferos y pájaros menos inteligentes y más perfectos en los últimos. En los pájaros, podemos decir que el sentido de la orientación está mas cerca de ser infalible que en los mamíferos. Así podemos ver una canasta llena de palomas mensajeras liberadas en el Arco de Marble, todas tomando vuelo en distintas direcciones para llegar a sus moradas que se encuentran en diferentes sitios del país, desde veinte millas de distancia hasta doscientas en algunos casos y con la probabilidad de que ninguna, entre veinticinco o treinta, ha de fallar en el regreso a su destino. Como la paloma ha vivido en estado doméstico durante miles de generaciones, podría suponerse que su aptitud mensajera no sea tan perfecta como la del ave salvaje. El pájaro tiene esta facultad más perfecta que el mamífero porque la necesita, debido a que sus alas le dan un recorrido inmensamente más amplio y movimientos más veloces. El mamífero, que anda sobre la tierra, tiene que utilizar más la inteligencia para todos los actos de su vida, en cada paso que da y sin duda recuerda más. Sin embargo, diré que el mamífero, incluyendo al hombre en estado natural, no es más capaz de actuar sin ese sentido que la pequeña hormiga, esa «solitaria vagabunda pero no perdida» sobre la pastosa pradera.

Diré, pues, que como la mentalidad interviene más en las acciones del hombre, aún en su estado más primitivo, que en los otros mamíferos, el sentido de la orientación es menos perfecto en él que en aquéllos. También agregaré que en el hombre sumamente civilizado, especialmente el de los distritos urbanos, el sentido es tan débil que se podría considerar casi como atrofiado. Igual que el sentido del olfato, éste tampoco se necesita, haciéndose por lo tanto inevitable su degeneración. No obstante, cuando la necesidad aparece, el sentido revive y cuando uno se encuentra entre salvajes o con hombres semicivilizados que se entregan a la vida errante, se pueden encontrar casos en que el sentido es tan agudo y eficiente como en los animales inferiores.

Durante mi infancia oí muchos comentarios sobre este asunto; siendo muchacho me interesaba ya porque cuando hacía largos paseos, a pie o a caballo, descubrí que tenía un pobre sentido de la orientación, y al encontrarme perdido, lo que sucedía con frecuencia, ya fuera en la niebla, o por la noche, y aún a la clara luz del día, al no percibir las marcas o señales conocidas, sentía una extrema angustia que me daba la sensación de estar en peligro. Algún tiempo después, ya más crecido, comenté el asunto con un joven gaucho amigo mío. Un día nos encontrábamos reunidos yo, otros muchachos más y él, y éste nos contó lo que le ocurriera en cierta ocasión mientras buscaba caballos perdidos a una gran distancia del rancho en el que temporalmente residía. Iba acompañado por otro peón, y cuando se encontraban a nueve o diez leguas de su vivienda la noche cayó de pronto sobre ellos; el cielo estaba totalmente cubierto y llovía a torrentes. Su compañero decía a gritos en medio de la tormenta, que no había nada que hacer sino desmontar y pasar la noche sentados sobre los recados y tratar de conservarse secos envolviéndose con las caronas y los ponchos. Mi amigo había reído al oír esa proposición, diciendo que podían estar de vuelta en el rancho en unas cuatro horas, y que entonces secarían las ropas y comerían algo. El otro se mostraba incrédulo; era toda una extensa planicie sin un camino o sendero y no se veían en el cielo ninguna estrella que pudiera guiarlos. A pesar de todo, siguieron la marcha y llegaron antes de medianoche a su destino, y sólo después de desmontar y abrir la puerta logró convencer a su compañero de que no se necesitaba camino, luz ni estrella para encontrar el pago; nada se necesitaba, en efecto, sino el propio sentido de la orientación.

Le dije que precisamente me faltaba ese sentido, y sabía que muchos otros se encontraban en mi caso, de otro modo nunca oiríamos hablar de gente perdida. Parecía casi increíble que él lo poseyera en forma tan perfecta.

Me contestó que a él le parecía incomprensible que una persona sana, con todas sus facultades, pudiera no tener ese sentido. Tenía que creer que existían tales hombres, como existen los ciegos, sordos o idiotas de nacimiento. Le hacía reír. Porque, ¿cómo podía una persona, no importa la distancia que tuviera que recorrer en una región desconocida, o cuántas vueltas tuviera que dar, dejar de conocer el sitio en que se encontraba y la dirección exacta del punto a donde deseaba volver? Que le vendaran a él los ojos y lo condujeran a cincuenta leguas en cualquier lugar desconocido, haciéndolo ir y venir en una u otra dirección, y que luego de sacarle el vendaje en la obscuridad de la noche lo dejaran libre, verían que no se perdía. Naturalmente que él sabía tomar la verdadera dirección.

¿Cómo se arreglaba para saberlo?

Quedé sorprendido al oírlo, pues hasta entonces yo había juzgado a este joven gaucho, que no conocía una letra del alfabeto, como un tipo bonachón y medio tonto. Era un muchacho grandote, moreno, con los labios tan gruesos y las ventanas de la nariz tan anchas que hacían presumir tuviera sangre de negro y, como los negros, era muy tentado por la risa. Pero su cabello era grueso, largo y lacio y nada semejante a los negros. De tanto andar a caballo caminaba como un ánade, pareciéndose a uno de esos animales grandes y torpes que marchan con dificultad sobre las patas traseras. Había que ver su vestimenta: por lo general usaba una blusa nueva y de colores vivos, amarrillo, rojo o azul, siendo el resto de la ropa, vieja y deshilachada, de color arcilla. Habitualmente, como era un pobre diablo, andaba sin botas, llevando las grandes espuelas de hierro atadas a los pies desnudos. Pero desde entonces sentí por él un gran respeto, envidiándole la posesión de algo de que yo carecía y que echaba de menos en mucho.

Este es tal vez un caso de los más notables; sin embargo, hombres que nunca se perdían o que jamás hubieran estado perdidos, no eran raros en nuestras fronteras argentinas. A hombres de esta clase que tenían un espíritu atrevido y aventurero se les llamaban Rastreadores, y se les utilizaba en el desierto como espías de los indios.

Es probable que aun en nuestro estado ultra civilizado existan entre nosotros individuos que posean ese sentido en un grado elevado, aunque ellos mismos lo ignoren, tal como existen los que tienen un sentido del olfato tan agudo como el de un salvaje puro. Esto no sería extraño; más sorprendente es el hecho de que, en alguna rara ocasión la facultad pudiera revivir y arder en su prístino poder en una persona en la que parecía no existir. He aquí un caso:

Hace años, mientras seguía en una revista una discusión sobre el sentido de la orientación en el hombre, leí de un ejemplo de esta reversión del cerebro a un estado pasado —una recuperación del sentido perdido—. Ocurrió ello a un hombre, habitante de la ciudad, que fue con un amigo a pasar sus vacaciones de otoño en una región boscosa de Norte América. Acamparon estos hombres en el límite de una selva, lejos de cualquier poblado, y el narrador, tomando su escopeta, se internó solo en el bosque en busca de alguna caza. Pasó largas horas allí y al fin, cuando se encontró en lo más profundo, rodeado de árboles por todas partes, recordó que había dado muchas vueltas y súbitamente se dio cuenta de que estaba perdido, a muchas millas de distancia probablemente del punto de partida, sin tener la más mínima idea del lugar en que se encontraba. En tal situación, el cazador sintióse terriblemente angustiado, sobre todo al apercibirse que el día terminaba y temiendo alejarse más si daba un paso en cualquier dirección. Disparó varios tiros con la esperanza que algún cazador o cualquiera que los oyera y viniera a rescatarlo. Pero nadie se presentó ni oyó gritos o tiro alguno de respuesta. Entonces, cuando su angustia era mayor y se encontraba desesperado, de golpe tuvo una visión, una súbita sensación de alivio, un sentimiento y una convicción de que sabía exactamente la dirección que debía tomar, y tan convencido se sentía que emprendió la vuelta, no sólo confiado sino también contento. Su instinto demostró que tenía razón, pues salió del bosque y encontró el campamento.

Esta narración me interesó sobremanera, simplemente porque se parecía muchísimo a un incidente que me ocurriera —el único que me hizo comprender el verdadero significado de este sentido—: su certeza y su valor para los animales inferiores y para el hombre que vive en un estado natural, como ha vivido durante un millón de años. Mi caso es el siguiente: me encontraba en un monte y en el medio de una espesa arboleda que cubría un área de varias millas con densos matorrales y pantanos y arroyos en sus orillas. Había estado allí durante varias horas, contemplando algunos pájaros que me interesaban, y absorto en mi observación, me sorprendió la noche y una repentina obscuridad causada por una nube que cubría el cielo; me dí cuenta de que me había perdido, pues no sabía en qué parte del monte estaba, ni qué dirección tenía que tomar, y ni siquiera pude ver hacia qué lado se había puesto el sol. Temía, por otra parte, que si trataba de salir, lo más probable sería que cayera entre los pantanos, arroyos y densos matorrales. Comencé a sentir frío, pues yo vestía livianas ropas de verano y había transpirado profusamente. Y de repente, mientras me encontraba parado, atisbando entre la densa negrura que me rodeaba y sintiéndome profundamente apenado, tuve una sensación de alivio que fue algo así como si encontrándome cautivo inesperadamente me comunicaran la libertad. No sabía dónde me encontraba ni dónde estaban los temidos pantanos, pero supe en qué dirección debía seguir. No tuve la menor vacilación ni la sombra de una duda. Seguía alegremente donde mi facultad sobrenatural, como entonces casi me parecía que era, me mandaba y, luego de caminar durante una media hora, llegué a una obscuridad mayor, donde la maleza era tan densa que dificultaba enormemente mi camino por entre ella. Una y otra vez encontré lugares como ése y, sin embargo, no me atrevía a intentar evadir estos matorrales, temeroso de que la menor variación en la línea recta que estaba siguiendo pudiera hacerme perder el sentido de la orientación que me guiaba. «Debo seguir la línea», eso lo sentía. Eventualmente me liberté del bosque y saliendo a un espacio abierto, percibí confusamente un árbol enano de tronco grueso y mal formado, que reconocí como uno de mis señaleros en el borde del bosque, dándome cuenta que en realidad estaba siguiendo la línea recta para mi destino. Ahora sabía donde estaba y recordé entonces que otro bosque más pequeño se me habría de presentar más adelante, y luego una milla más o menos de campo abierto antes de llegar a la solitaria granja donde yo me dirigía.

El sentimiento que experimenté en esa única oportunidad, desde el momento en que sentí en las profundidades de ese obscuro bosque la sensación de que yo conocía el camino, fue de completo júbilo: me afectó como el recobro de una cosa infinitamente preciosa, perdida desde tan largo tiempo que ya no existía en mí la esperanza de encontrarla de nuevo; fue como para el ciego recobrar la vista, o como aquella «visión del Paraíso» que, por una temporaria percepción del sentido del olfato, se presentó en Wordsworth mientras se encontraba en un jardín lleno de flores, o como cuando le vuelve la memoria a uno que la ha perdido. Y éste júbilo duró hasta que reconocí la señal, el árbol deformado, y comencé a recordar el bosque que todavía debía atravesar y el campo abierto más allá. La memoria y la reflexión ocuparon el lugar de algo que había sido como una inspiración, una intuición, y que tuvo un efecto tranquilizador. Tenía que confiar ahora en mi memoria y en mis facultades razonadoras.

Fue una extraña experiencia, quizá la más extraña que haya tenido, cuando recuerdo las muchas ocasiones en que me encontré perdido pasando largas horas de ansiedad al vagar por sitios desconocidos, sin tener ni siquiera una debilísima insinuación de que viniera en mi ayuda ese sentido. Porque si para nosotros se ha debilitado o perdido, ¿cómo es que revivió y funcionó con tanta perfección aquella vez? El psicólogo no me puede ayudar, desde que no toma en cuenta esa facultad; ni el fisiólogo, puesto que no existe el correspondiente órgano para esa ciencia. Pero hay, debe haber, un órgano, aunque irreconocible, un centro especial en el cerebro, supongo, que guarde el recuerdo de todas nuestras vueltas y rodeos, y siempre, como la aguja magnética, gire para apuntar infaliblemente en la dirección a la que deseamos al fin volver.

Esto es en todo caso lo que debe suceder con los animales más inferiores y los salvajes. Admitiendo eso, ¿cómo llegó a revivir y funcionar tan perfectamente en un individuo en el que parecía no existir? Puedo solamente suponer que el sentido no se ha atrofiado realmente en nosotros, sino que todavía existe y continua su función débilmente, tan débilmente por cierto que rara vez o nunca tenemos conciencia de él. Si esto fuera así, diría que en aquella única oportunidad mi agitación mental, la sensación de encontrarme perdido en el obscuro monte, excitó de tal modo al centro que le hizo recobrar su función y registrar todos los cambios de dirección que yo tomara en mis vagabundeos, produciendo eventualmente ese sentimiento consciente de confianza y relación.