CAPÍTULO XIII
No existe una firme separación entre los pájaros migratorios y no migratorios · Golondrinas y perdices · Contraste entre dos calandrias · El tero · Un instinto en estado de cambio · La migración en otros seres · Pescados e insectos · Reflexiones de Kirby y Spence · La paloma de los arenales y las «invasiones de los Tártaros en Europa» · Un «sentido de polaridad», origen de la migración · Vestigios de este sentido en el hombre.
Uno de los primeros hechos que podemos comprobar refiriéndonos a la migración es que no existe una línea divisoria entre los pájaros migratorios y los que no lo son. Se podría decir de antemano que en realidad hay una gran diferencia —una verdadera y firme línea de separación entre la golondrina, por ejemplo, y la perdiz—. Pero no resulta esto exacto si entramos a considerar que las golondrinas no son siempre migratorias, pues hay regiones donde permanecen durante todo el año; que en ciertos países la migración es sólo parcial; que, incluso en países situados muy al norte, como Inglaterra, donde las moscas de que ellas se alimentan no existen en invierno, el impulso para emigrar falla en algunos individuos, y estos quedan en un estado de entorpecimiento, como los murciélagos, las hembras del abejorro y las avispas, y sin duda perecen en la mayoría de los casos antes del retorno del tiempo cálido.
Cuando nos encontramos en un clima más suave, como es el de las pampas argentinas, los observadores deben saber que un número considerable de una de las golondrinas más comunes, la golondrina doméstica, Hirundo leucorrhoa, permanece oculta en estado de adormecimiento mientras dura el tiempo frío, lo que explica que pueden reaparecer, como sucede con frecuencia, en cualquier hermoso y tibio día de invierno. Otra especie, una pequeña Atticora, ha sido encontrada en invierno semiadormecida entre las raíces de los altos pastos de la pampa.
No es improbable que aun especies tan sedentarias como la perdiz, sean completamente insensibles a la influencia del inquietante impulso. Sabemos que la perdiz de patas coloradas apareció en Inglaterra, en una o dos ocasiones, antes de su entrada definitiva al país, y estos extranjeros deben haber volado sobre el Canal. La codorniz, pequeña perdiz, es uno de los más rigurosos emigrantes, aunque sabemos que algunos individuos no se van con la ola en otoño, sino que quedan y pasan todo el invierno en Europa.
Voy a dar un ejemplo de dos especies estrechamente ligadas entre sí para demostrar los dos extremos antes de la migración, es decir, excesiva inquietud en una, mientras la otra permanece completamente impasible. En la Patagonia existen dos calandrias: la común y la calandria blanca o de alas manchadas. La primera reside todo el año en la región, pero la otra emigra del Brasil y de Bolivia. Aparece en septiembre u octubre, anida y se va en marzo, pero mucho tiempo antes de la partida sus costumbres cambian. El mejor vocalista de todos nuestros cantores de verano se vuelve silencioso y no articula sino su áspero grito de alarma cuando toma el vuelo. Se vuelve excesivamente salvaje y se posa en las ramas más altas de los árboles y arbustos, y por el motivo más insignificante se levanta y vuela a gran altura y distancia, tanto que frecuentemente desaparece de la vista. En cambio, la otra especie, que habita y anida en las mismas arboledas, no solamente se mantiene en su sitio, sino que parece gozar del mismo carácter que en las otras épocas del año. Como siempre, se posa en la cima de un arbusto, emite unas pocas notas de vez en cuando, luego escucha los gorjeos de sus vecinos, vuelve a cantar, y otra vez a escuchar. Sin embargo, sabemos que muchos individuos de estas especies sedentarias, de plácido carácter, emigran al norte de la Argentina, Bolivia y Brasil. Podemos decir, pues, que esta calandria patagónica tiene una migración similar a la del zorzal y petirrojo. Estas dos especies residen en Inglaterra y sabemos que un gran número de individuos emigran y cruzan el Canal, pero lo que no sabemos es si son muchos o pocos los que vuelven.
Otro caso sería el del tero de las pampas. Este no es migratorio y no existe otro pájaro más intensamente apegado a su residencia —la porción de tierra donde vive y de la cual se siente tan celoso que ataca furiosamente y ahuyenta a los otros teros y hasta al chorlo u otras especies que se aventuran a invadirla—. Tanto en invierno como en verano, ocupan siempre el mismo pedazo de tierra. He conocido una pareja de estos pájaros que habitaban y anidaban en el mismo sitio todos los años, y cuando cercaron el terreno con cercos de alambre para laborarlo, rehusaron alejarse; ponían los huevos en una zanja y después de la trilla, que destruyó los primeros huevos, los pusieron de nuevo, para perderlos al recoger el grano. Durante tres años persistieron en su idea de anidar en ese terreno, que en realidad consideraban como propio.
Sobre todo el país siempre sucedía lo mismo: miles de leguas de campos de pastoreo sin cercar se dividían entre estos pájaros, teniendo cada pareja posesión de su propio y bien definido territorio. Sin embargo, aún este pájaro tan confinado en su propio terreno —el pedazo de tierra que reclama como suyo y mantiene contra todos los intrusos—, incluso esta especie no es indiferente al impulso migratorio, ni deja por completo de tener su migración. Hacia el final del verano, todos los días y a distinta hora se ven volar unos cuantos, que insistentemente y a una altura considerable siguen derecho al norte, siendo fácil de comprender que son emigrantes. Y lo que pasa con el tero de las pampas, ocurre en todo el mundo con cientos de especies —especies y subespecies residentes—, de las que muchos individuos emigran. Y sin duda la causa de esto está en que el impulso que lleva a los pájaros a la migración, se debilita en las variedades que habitan regiones en las que las condiciones de vida les son favorables durante todo el año; que el impulso debilitado no es lo bastante fuerte como para vencer el afecto que los liga al lugar, el intenso desgano de abandonar su casa; que el impulso es mayor en los pichones, y que en las especies en las que estos son perseguidos y trasladados de un sitio a otro, primero por sus padres, luego por otros pájaros adultos, celosos de los intrusos, como pasa con este tero y con nuestro petirrojo y otras muchas especies, el impulso es irrefrenable y eventualmente los hace partir.
Observando en conjunto el mundo alado, vemos que existe una gradación desde las especies en las que el instinto migratorio ha alcanzado su más notable perfección, como la golondrina, el cuco y el ruiseñor en Inglaterra, y el Batitú y otros chorlos y chorlitos en América, hasta las que realizan migraciones parciales, ocasionales, erráticas o esporádicas y en aquellas en que sólo algunos individuos emigran o no emigran del todo, las que demuestran sin embargo algunos signos de desasosiego o de malestar propios de la estación e intuyo que el impulso (y el instinto) está en un continuo estado de cambio de que crece y se debilita y parece desaparecer en los adultos de algunas especies para revivir en la prole, siendo como esa elaboración y degeneración tan admirablemente descriptas por Ray Lankaster, que perpetuamente parecen marchar juntas en el mundo orgánico. Y si esto es así, no es necesario establecer la hipótesis del origen de la vida en las regiones polares del norte, con épocas glaciales sucesivas para hacerla aparecer más plausible, y una memoria heredada que puede estar dormida durante mil años para despertar renovada y reanudar las antiguas tareas precisamente en el momento que quedaron. Los investigadores del problema de la migración harían mejor si dejaran de lado todas estas teorías, olvidando todo lo que ha ellas se refiera o considerándolas como un pasatiempo, como un castillo o una torre construida por un niño con sus ladrillos de juguete, tan alto como pudo hacerlo antes, que en un descuidado toque hará caer su mal equilibrada estructura.
Hemos visto que todas estas teorías están basadas en el solo hecho de la migración estacional norte y sur de los pájaros, y todas fallan cuando se consideran otros hechos o cuando estos estudian en conjunto —me refiero a los hechos que se relacionan con la migración de las aves— ¿Qué diremos entonces de ellos cuando pasemos de los pájaros a otros seres, pescados, mamíferos, insectos y aún arañas? Porque en todas estas clases existe la migración y es muy probable que los habitantes del mar sean tan regulares y tan poderosamente movidos por el impulso como las aves del aire.
La cuestión de la migración en los pescados es en la actualidad motivo de investigaciones; no se nada sobre ella por observación personal, y sobre la de los insectos conozco muy poco. Sin embargo, cuanto he visto me ha servido para convencerme de que se producen grandes movimientos migratorios ocasionales correspondientes en tiempo y dirección a la migración estacional de los pájaros concluyendo que ellos se deben a la misma fuerza compelente. De lo que al respecto he leído, recuerdo particularmente las langostas, «aguaciles» y mariposas.
La plaga de la langosta «saltona» se presentaba con frecuencia sobre la pampa en mi época; pero este insecto era incapaz de mantener el vuelo, y el movimiento era una especie de flotación, volando, asentándose y comiendo mientras iban por lo general en dirección al sur. La langosta migratoria era desconocida era desconocida al sur de la Argentina. Solamente una vez, alrededor de la mitad del verano, vimos una nube que venía del norte y que resultó ser una manga de langostas que debían haber viajado varios cientos de leguas desde las provincias subtropicales del norte del país. La nube se asentó en la región donde yo vivía, y allí quedó y puso sus huevos. La gente pensaba con temor en lo que sucedería al verano siguiente, cuando estos millones de huevitos amarillos se incubaran y las larvas llegaran a la madurez, puesto que una sola de éstas era capaz de comer tantos vegetales en un día, como media docena de «saltonas», los que desde ya eran bastante dañinos. Felizmente los huevos nunca se incubaron; las langostas habían volado demasiado al sur, donde solían haber fuertes heladas en invierno, y los huevos probablemente quedaron inutilizados por el frío.
En cuanto a los «aguaciles», diré que eran comunes en las pampas las grandes migraciones de dos o tres de las grandes especies, siempre orientándose hacia el noreste, pues los insectos invariablemente aparecían volando delante del viento sur oeste, llamado «pampero»5, viento que en verano por lo general después de un período muy caluroso, se presentaba súbitamente, soplando con extremada violencia. Desde uno o dos minutos hasta quince o veinte, antes de que se sintiera el viento, aparecían los aguaciles volando a toda velocidad, de modo que cuando uno se encontraba en la llanura, a pie o a caballo, no podía decir que eran aquellos rápidos seres que pasaban centelleando y en un sordo murmullo, casi rozándonos la cara con esas alas de plata fulgurante. Siempre parecían poseídos de terror, y si el viento los empujaba por detrás, al llegar a un monte se precipitaban en él para resguardarse y allí permanecían. A la mañana siguientes se les veía suspendidos en los árboles, unidos entre sí, formando masas como enjambres de abejas, cubriéndolos algunas veces completamente con una cortina cristalina de color marrón. Estas terroríficas precipitaciones para escapar del viento, son en cierto sentido migraciones, pero uno vacila en clasificarlas, así como su causa, en la misma categoría que los movimientos estacionales de los pájaros, pescados e insectos. Se puede tan solo suponer que estos aguaciles tienen la sensación de que sobreviene un cambio atmosférico; que su impulso es más brusco y violento que el de la migración, y les produce un gran terror, empujándolos a volar cientos de leguas sobre una agostada región sin agua, con tal rapidez que le permite marchar delante de un viento que sopla generalmente a una velocidad de casi 70 millas por hora.
Dos veces presencié en las pampas una gran migración de mariposas: en ambas ocasiones se trataba de un mismo insecto, una especie de vanessa parecida a la mariposa carey, la más común, así como la más resistente de las mariposas de Inglaterra. Ambas migraciones tuvieron lugar en la primavera, más o menos a mediados de septiembre, y la dirección era la misma que la de los pájaros que llegaban y seguían viaje al sur. Ellas no emigraban en nubes o masas, como se ha relatado en muchos otros casos de migraciones de mariposas; por ejemplo aquella descripta por Darwin cuando en el Beagle partió de la costa patagónica envuelto por una nube de mariposas blancas, lo que hizo decir a los marineros que estaba «nevando mariposas».
Las mariposas rojas Vanessa, viajaban cerca de la superficie sola o en grupos de dos o tres, pasando a intervalos de uno o de dos segundos, de modo que era fácil contarlas mientras volaban.
En la segunda migración que vi señalé un espacio de unos pocos pies, con estacas a los costados, y contaban las que pasaban por el durante una hora, calculando en 65.000 las mariposas que habían pasado sobre cada cien yardas, durante el vuelo, que duró desde las nueve de la mañana hasta poco después de las cinco de la tarde. El ancho de la columna de emigrantes eran más o menos de tres millas. Al día siguiente continuaban pasando en igual cantidad durante siete u ocho horas, luego empezaron a disminuir y al tercer día la migración había terminado por completo.
Mientras duró mi observación, las mariposas se mantenían tan cerca de la tierra que casi tocaban el pasto, viajando siempre a la misma velocidad y no había ninguna que se asentara a descansar.
No puedo suponer que esta migración de mariposas, que viajaban a millones sobre un vasto trecho del territorio tuviera diferente causa que la de los pájaros que pasaban al mismo tiempo sobre la misma comarca y siguiendo la misma dirección.
Migraciones de esta especie ya sea de mariposas o de otros muchos insectos, han sido presenciadas y descriptas por cientos de observadores, de modo que existe abundante material para los estudiosos, pero refiriéndome a la parte especulativa del tema únicamente, la he encontrado tratada en las primeras ediciones completas en cuatro tomos de la gran obra de Kirby y Spencer. Estos autores especulan en cuanto a las razones que han inducido al Creador para dotar a estos insectos —mariposas, escarabajos, libélulas, sabandijas, langostas, afidios y otros—, con semejante instinto siendo que sólo ocasionalmente se ven influenciados por él y que invariablemente lleva a la destrucción completa a las huestes migratorias, ya que no existe migración de retorno, pues en la mayoría de los casos el viento los lleva al mar donde perecen. Concluyen que ellos se ven forzados a emigrar por esa misma razón: deben desaparecer teniendo en cuenta la cantidad excesiva de esos insectos. Y no era una noción improbable para la época que lo escribieron, en los primeros años del siglo XIX, medio siglo antes de que entrara en boga de la Evolución cuando ya la idea de tales interposiciones o interferencias en el orden de la Naturaleza comenzó a caer en el descrédito.
Ninguna luz puede dar en lo que refiere a la migración de las arañas. El pasto de cualquier región templada se anima con multitud de estas pequeñas aeronautas; en las pampas abundan tanto que cuando el sol se pone deja ver sobre el pasto una ancha franja plateada semejando la luz de la luna cuando se refleja en el agua, tan cubierta esta la superficie del pasto con estas sutiles telas. Permanentemente, durante todo el verano, se pueden ver flotando a un lado u otro en el aire. Dos veces he presenciado grandes migraciones cuando miles de millones de estos diminutos seres debieron haberse elevado a gran altura en el aire al mismo tiempo, ya que durante un día entero el cielo se veía lleno de telas flotantes. Esto ocurrió al final del verano y un suave viento las arrastro hacía el noroeste.
La segunda fue una migración local en abril —al finalizar la estación migratoria— y la dirección que llevaban era norte, debido al viento sur del momento. En realidad parecía como si los pequeños seres hubieran estado a la espera precisamente de este viento, puesto que por varios días habían estado saliendo desde los húmedos pastos de un valle hacía donde la tierra era más alta y más seca al borde que quedaba al norte. Allí permanecieron congregadas en cantidades increíbles hasta que el viento sur se presento, arrastrándolas. Observadas de cerca parecían encontrarse en un intenso estado de excitación. Las arañas trataban de separarse de sus compañeras para colocarse arriba de las demás y en cuanto una arrojaba su tela, sobre ella chocaba en el mismo instante otra. De este modo el pequeño ser que sabía cual era la causa de obstrucción, se volvía y atacaba furiosamente a la araña que la había producido, apartándola. Cada minuto podía observarse veinte incidente de este género, a pesar de lo cual cientos de arañas se libertaban continuamente.
Qué maravilloso resultaba ver como estos diminutos seres, cuyo largo era apenas un décimo de pulgada, las había más grandes y que pertenecían por lo menos a seis o cinco especies diferente demostraban saber muy bien cual era su tarea y como debía realizarla ... La dificultad que se les presentaba para liberarse parecía desesperarlas, como si también supieran que cada vez que fallaban en su ascenso quedaban tanto más pobres en el material de hilar y en esa energía dinámica con la que tales pigmeos se suponen estar cargados, que las capacita para arrojar una línea de ocho o doce pulgadas que las alza de la tierra. Cada fracaso disminuía, pues sus probabilidades de escapar, puesto que era necesario en cada caso cortar la hebra y hacer una nueva. Estuve durante dos días observando sus esfuerzos hasta que paso todo, porque aunque el viento era todavía favorable y muchas quedaban en la franja de arañas, estas habían aparentemente gastado toda su energía y no hacían nuevos intentos para salir.
Sobre la migración de mamíferos sólo puedo decir, por mi propia observación, que los murciélagos son estrictamente migratorios sobre toda la pampa. En todo ese campo plano de una 60.000 millas de extensión, los murciélagos aparecen en primavera con los pájaros llegando más tardíamente que los primeros visitantes y desapareciendo con ellos en marzo y abril. De cualquier modo nunca encontré un murciélago en invierno, ni oí tampoco de ninguno; aunque abundaban en el verano, suspendidos durante el día de los árboles, donde yo solía encontrar y capturar una docena y hasta veinte, que encerraba luego en un cuarto grande para observarlos en cautiverio.
Mi consideración personal, sin embargo —me parece digna de exponerla—, es que el impulso y el desasosiego existen en los mamíferos tanto como en los pájaros, pescados e insectos, aunque no los lleva a real migración, excepto en algunas especies y en raras ocasiones.
He sospechado durante largo tiempo que nuestra pequeña musaraña común, es influenciada poderosamente por el impulso a fin de verano, pues invariablemente desde julio en adelante y en los meses de otoño se encuentran musarañas muertas sobre los caminos y otros espacios abiertos limpios de yerbas y arbustos; y esto no ocurre solo en Inglaterra sino en todo el mundo donde existe el animal, tanto en Europa como en Asia, África y América. Es posible que estos seres estén expuestos a una enfermedad misteriosa que en el otoño los diezma en grandes cantidades; pero si así sucediera ¿cómo es que no mueren en su lugar de residencia? Pienso que en esta estación se produce un amplio movimiento migratorio y que muchas perecen en el camino.
La ardilla es también, a mi modo de ver, un emigrante ocasional. He leído un relato de una gran migración en Norteamérica, durante la cuál los animales perecieron en el agua igual que los turanes migratorios de Noruega cuando intentan cruzar un río. Tengo alguna razón para creer que es siempre en otoño que las ardillas hacen su aparición en los bosques recién plantados, a larga distancia del lugar donde habitaba el animal.
Las migraciones de ratas son frecuentes en Inglaterra y se realizan sobre todo el país; tienen movimientos regulares locales y pueden no obedecer a la misma causa estacional que las migraciones de los pájaros, aunque invariablemente se producen en primavera y otoño. Sabemos, sin embargo, que han tenido lugar grandes migraciones de la rata marrón en el pasado; que a principios del siglo XVIII invadieron Rusia desde la China, y se desparramaron sobre toda la Europa y el mundo. Pero consultando los libros se descubre que a menudo tuvieron lugar numerosas migraciones de mamíferos, grandes o pequeños; que hasta el tigre real es un colono en la India y era desconocido en esa tierra cuando se hicieron las sagradas escrituras. El relato de la migración de los más grandes animales de África y de Norteamérica, formaría un enorme volumen.
Volviendo a la migración de los pájaros, confío que estas observaciones mías realizadas hace tantos años, servirán para demostrar que sería o podría ser bueno al tratar el problema, contemplarlo en su aspecto más amplio, juzgando el origen de la migración como un impulso común al mundo animal, desde los mamíferos hasta los insectos. De este impulso se ha desarrollado el instinto, evolucionando hasta un elevado nivel en algunos pájaros. No obstante, podemos ver que en todos los casos, aún en el más perfecto, está expuesto ciertos desórdenes que pueden llevar una raza entera y hasta especies a la destrucción. Es así como hemos visto en diversas ocasiones que la paloma de los arenales, que en el Asia Central tiene una migración perfecta, ha seguido un mal camino y en vez de volar de norte a sur, se ha precipitado hacia el oeste sobre toda Europa, para perecer por fin en el mar.
No es necesario suponer que un desastre de esta especie pueda alcanzar a la famosa paloma mensajera y, un poco más tarde, al chorlo dorado, al chorlito esquimal, al chorlito lomo negro o al batitú, puesto que , como hemos visto, la mortífera guerra empeñada contra los pájaros en Norte y Sudamérica durante las cuatro o cinco últimas décadas explica suficientemente la desaparición de estas especies.
El hecho de que especies tan perfeccionadas como la paloma de los arenales de Pallas, amigablemente adaptadas en su organismo, instinto y costumbres en su medio ambiente peculiar, de resistente y exuberante vitalidad, puedan en ocasiones seguir una mala dirección, para terminar su vuelo exhaustas en tierras y climas inconvenientes, o que viajando más allá de Europa perezcan en el mar, es lo suficiente para demostrar que la migración de los pájaros también, como la de los enloquecidos turanos e insectos que se precipitaban en millares a la inevitable destrucción, es un peligro pero es también una ventaja para el pájaro. Las razones hasta ahora invocadas para estas grandes «invasiones tártaras en Europa», como fueron llamadas en 1863 y en dos ocasiones posteriores, son precisamente tan convincentes como cualquiera de las otras teorías sobre las mencionadas migraciones. Esto es, de acuerdo a la declaración del profesor Newton, sobre este asunto que los pájaros aumentan más allá de la capacidad del país donde habitan y se mantienen, porque se los conoce como muy prolíferos, puesto que anidan hasta dos o tres veces por año; son también muy hábiles para escapar de sus enemigos dada su cautela y rápido vuelo. De este modo, cuando la superpoblación alcanza un cierto punto los pájaros se van en búsqueda de nuevos prados donde pueden obtener su comida.
Pero ¿qué los hacía dirigirse a Europa, cuando tenían el Asia entera para elegir? Newton pudo tomar de Kirby y Spence. Se necesita una explicación mejor y ella podía encontrarse en el hecho de que el impulso migratorio es ocasionado por una fuerza extraña que esta sujeta a violentos cambios, los que tienen un efecto perturbador sobre el sentido.
* * *
En cuanto a mi modo de ver particular sobre la causa de la migración es cuestión de menor importancia ya que más que un pensador soy un observador de los fenómenos. Sin embargo, la he insinuado en este capítulo, y ha sido sugerida en dos ocasiones anteriormente por dos observadores independientes.
Desde el principio llegue inevitablemente a la conclusión de que el impulso era debido a una fuerza extraña y que la fuerza era con toda probabilidad el magnetismo terrestre. Después me encontré con un pasaje del valiente explorador ártico Juan Rae, que describió el helado Norte como un «amistoso» reino, tres cuarto de siglo antes que Stefansson. Refiriéndose al carnero almizclado, dice que sus movimientos al norte y al sur se debían aún «sentido de polaridad». La frase me encanto pues expresaba precisamente lo que yo había juzgado como causa de todas las migraciones estacionales. Finalmente, en el artículo del profesor Newton sobre la migración, en la novena edición de la Enciclopedia Británica, leí las observaciones del naturalista Middendorf sobre la migración de los pájaros en Rusia (1855). El comprobó que el vuelo de todos los emigrantes se hacía en dirección a la Península Taymir, asiento de uno de los polos magnéticos, y concluía que los pájaros eran inducidos a esa dirección o, como extrañamente lo expresó, tenían conocimiento de ese punto y sabían como guiar su marcha.
Nuestro gran ornitólogo hizo a un lado desdeñosamente la sugestión. En la última (undécima) edición de la Enciclopedia, en la que aparece corregido el artículo de Newton, éste omitió la sugestión de Middendorf. A pesar de ello, tuve la grata sorpresa de comprobar que esta idea que yo había tenido a principios de la década de 1870 en Sudamérica , se les había ocurrido independientemente a otros observadores tan alejados uno del otro, el primero en las regiones árticas en 1845, y el otro en Rusia, diez años después.
Suponiendo que sea como yo me imagino; que existe en el cerebro de los pájaros y otras criaturas un centro o centros sensibles a esta extraña fuerza, así como existen centros sensibles a los frecuentes efectos fatales del magnetismo animal ( algunas veces llamados fascinación) y a otras fuerzas extrañas; que existe un sentido —sentido incipiente, en formación en unos y perfeccionados en otros—, que es el origen de la migración y que, como vemos, es un impulso y una acción irregular, errático y por lo general desastroso en los insectos y hasta en algunos vertebrados, mientras que en otros, especialmente en los pájaros se ha desarrollado de manera favorable a la especie, llegando al estado de perfección que observamos en la golondrina, el cuco y la tórtola; suponiendo todo esto y que exista algo de esta sensibilidad en todos los seres dotados de nervios, ¿no encontraremos algunos rastros de subsistencia aunque sean débiles en nuestra propia especie? Me inclino a creer que los hay en la posición norte sur que algunas personas consideran necesaria para obtener un buen descanso nocturno. Con frecuencia había oído hablar de este hecho, que supongo que todos conocen, pero sólo cuando comencé a investigar seriamente comprendí cuán común y difundida era esa opinión. Experimentando primero en mí mismo, comprobé un leve beneficio al dormir en esa posición, pero era probable que «la idea lo hiciera así», de modo que el experimento carecía de valor; entonces pregunté a otros, los más que pude, y llegué a conclusiones y experiencias mucho más definidas y convincentes. Los casos que estudié llenarían un capítulo y en la mayoría el descanso al acostarse en esa posición fue un descubrimiento accidental. Serán suficientes los tres casos que voy a relatar, de los muchos que pude reunir.
El primero lo obtuve de segunda mano, de un amigo que conoció al sujeto mismo, quien se lo refirió. Se trataba de un viajante de comercio, hombre vigoroso y de buena salud, persona vulgar que hacía una intensa vida activa, viajando continuamente por todo el país y durmiendo durante semanas enteras en un hotel diferente todas las noches y en cualquier cama que se le presentara. Al retirarse a las once o doce de la noche a su cuarto se desvestía y se echaba sobre el lecho pero por lo general luego de dos o tres minutos, tenía que levantarse porque sentía que no le iba a ser posible dormir en la posición que se encontraba. Entonces se echaba en una u otra dirección hasta sentir alivio, y luego se las ingeniaba para poner la cama de modo que la cabecera estuviera al lado requerido, una vez conseguido lo cual dormía de un tirón hasta la mañana.
El segundo caso ocurrió a un conocido mío, anciano de 87 años, quien había vivido en diferentes países, incluyendo muchos años en los trópicos, como empleado del gobierno estando en la actualidad retirado. Me aseguró que jamás estuvo un día enfermo en toda su vida y no supo nunca lo que era un dolor de cabeza. Su única molestia era el insomnio que lo persiguió durante su juventud; pero por casualidad se habían dado cuenta de que dormía notablemente bien cuando lo hacía de norte a sur, y desde que hizo ese feliz descubrimiento, nunca volvió a sufrir una noche de desvelo.
Mi tercer caso se refiere a un viejo amigo, un naturalista, que hace vida al aire libre. El también, cuando joven no podía conciliar el sueño hasta que casualmente observó que acostándose de norte a sur, dormía perfectamente; desde entonces seguía esa costumbre. Como era «curioso por naturaleza», se preocupó por averiguar la causa, llegando a la conclusión de que naturalmente se descansa mejor cuando tenemos la cabeza fresca y los pies calientes; que el método de dormir con la cabeza al norte y los pies al sur que él había adaptado era excelente, porque debía haber una diferencia en la temperatura con la cabeza dirigida al polo norte y los pies hacia la zona tórrida. No se puede fácilmente confirmar esta teoría desde que estando tan alejada la zona fría de la caliente, la diferencia de la temperatura de la tierra, en un espacio de cinco pies y nueve pulgadas desde la corona de la cabeza hasta la planta de los pies, apenas podría ser apreciable.
Sin embargo, aunque la teoría sea de escaso mérito, resulta mejor que ninguna, porque proporciona consuelo a la mente; y como él ha descansado cómodamente en ella durante treinta y cinco años, no necesita una nueva.
Hace dos o tres años, conversando sobre este tema con un amigo, rector de una parroquia de campaña, pero que antes de ingresar a la iglesia había sido empleado del gobierno en la Guayana Británica, me decía que lo que yo le refería le traía el recuerdo de un curioso caso que experimentara en la Guayana cuando visitaba los indios de diversos puntos del interior de la región. Llevaba indios como guías y siempre que acampaban por la noche, después de armarle su hamaca en el lugar elegido cerca del fuego, hacían un gran bullicio mientras armaban las suyas. Queriendo saber lo que significaba semejante alboroto, interrogó a sus hombres quienes le explicaron que para dormir tenían que hacerlo acostados de norte a sur, y que no siempre encontraban árboles colocados en la posición requerida, para que pudieran ellos colocar sus hamacas dándole la orientación que deseaban. Mi amigo se rió de tan fantástica ocurrencia y les preguntó como se explicaban de que el pudiera dormir perfectamente bien en cualquier posición. Esto no le llamó la atención, manifestando que él «era distinto», y que si no hubieran tenido suficientes árboles en dirección norte a sur, separados convenientemente para acomodar sus hamacas, los que no encontraran dónde hacerlo, hubieran tenido que dormir en el suelo, a pesar de la repugnancia que tienen los indios en la selva para acostarse sobre la tierra.
Mi amigo llegó a la conclusión de que aquella idea no era sino una superstición de los indígenas.
Este relato me indujo a interrogar sobre la cuestión a alguno de los famosos viajeros que hubieran conocido o vivido entre los salvajes y pueblos primitivos en diversas partes del mundo. La respuesta fue casi la misma en todas las personas a quienes interrogué: que aunque habían oído hablar a muchas personas civilizadas sobre la posición norte sur como
Más propia para descansar, nunca se les había ocurrido hacer averiguaciones sobre tal cosa entre los salvajes.
He ahí lo que yo también hubiera contestado si se me hubiera hecho la misma pregunta, porque el asunto no estaba en mi mente cuando yo tuve trato con los indios pampas y los nómadas tehuelches en la Patagonia.
La última carta que recibí fue de Carlos Lumholtz, de América, la víspera de su partida a Borneo, donde fuera con la intención de penetrar en el lejano interior del país para realizar estudios sobre los punanos, aquellos extraños, esquivos y tímidos moradores de la selva. Me prometía hacer investigaciones sobre lo que yo le preguntaba al encontrarse entre ellos, lamentando no haber pensado en semejante cosa cuando estuvo entre los caníbales de Queensland y otros pueblos primitivos.
La razón por la que doy tanta amplitud a este asunto es mi esperanza de que otros se preocupen y puedan tener oportunidad en el futuro de observar e interrogar sobre estos a gentes primitivas.
Algunas de las más interesantes entre las razas primitivas han desaparecido y otras están en camino de hacerlo —los guanches, resto de la raza que habitó el perdido continente de Atlantis, y los Tasmaniano y Bosquimanos, quizás los más interesantes—. Pero felizmente algunos quedan: restos de Bosquimanos, los punanos, los misteriosos salvajes Andamaneses, las pocos conocidas tribus de las selvas amazónicas y, lo mejor de todo las razas pigmeas de África. Un estudio de estos pueblos, una investigación de los tesoros escondidos en los archivos de sus cabañas de la selva, probablemente ofrecerían una rica provisión de antiguos documentos, relacionados con la primitiva historia de la humanidad.
Debo mencionar en conclusión, que la única explicación científica de la tranquilidad que algunas personas experimentan durmiendo acostadas de norte a sur es, que ello es así debido al efecto del movimiento de la tierra al girar sobre su eje de oeste a este. Esta me parece la idea más descabellada que pudo concebir la mente de un científico. Porque si este movimiento nos afecta, ¿por qué no el otro de la revolución de la tierra alrededor del sol y todavía ese otro movimiento de nuestro sistema planetario a través del espacio? Pueden afectarnos todos, pero no quiero pensar en ellos. En ese camino se encuentra la locura.