CAPÍTULO V

El viento y el sentido del olfato · Olfato en el ciervo y el perro · Sentido del olfato en el hombre · En la salvaje Queensland · El olfato en diferentes razas · Experiencia exclusivamente personal · El olor de Inglaterra; un misterio y su solución · Olores aromáticos y fragantes · La visión del Paraíso de Wordsworth · Dulce Galo · Helechos · La aulaga y su poderoso efecto · Cualidades espirituales de los olores · Vellorita · Flores melancólicas · Madreselva y escaramujo oloroso · Su perfume en Shakespeare y Chaucer · Chaucer aunque viejo, todavía vive · Los perfumes y sus degradantes asociaciones · Incienso.

En el último capítulo traté del viento y luego de la telepatía, ocupando ésta la segunda mitad. Pero las ráfagas de viento no habían terminado de soplar: tendría ciertamente mucho más que decir sobre él, pero aquí paréceme estar solo, sintiéndolo, pensando en él, y me resultará probablemente mejor esperar que otros, físicos, fisiólogos y psicólogos, salgan y lo sientan y escuchen conmigo.

Hay, sin embargo, una cuestión, un simple hecho familiar, me atrevería a decir, para la mayoría de las personas, que yo olvidé mencionar o no recalqué bastante cuando hice el elogio del viento. Imagino que aquí quedará mejor, ya que servirá para enlazar el último capítulo con este, que tiene por tema el sentido del olfato.

Cuando un olor —la fragancia de una flor, digamos, para ponernos en el terreno agradable de las cosas—, ha sido transportado por el viento a nuestras fosas nasales, la sensibilidad del nervio no se disipa con tanta rapidez como sucede comúnmente en una atmósfera tranquila. El sentido se fatiga de ordinario tan pronto que, hasta sentimos fastidio contra nuestros órganos olfatorios que nos sirven tan malamente. En el viento, el perfume llega por ráfagas y, por fragante que sea, hay poca o ninguna disminución en el efecto producido.

Supongo que la explicación estaría en que el viento agita los nervios del olfato y el

líquido que los cubre, y en estas condiciones las partículas de perfume se devuelven más rápida y completamente, teniendo así un poder estimulante mayor que otras veces.

Cuando contemplaba la cierva en el parque de Richmond, pensaba admirado, en la exquisita perfección de los tres sentidos más importantes para la vida del animal salvaje: la vista, el oído y el olfato. El perro, con el horizonte limitado a una tercera parte en comparación con el ciervo, es relativamente un animal corto de vista; vive, como sabemos, principalmente por el sentido del olfato. Este es asombrosamente agudo, pero el del ciervo es tan perfecto con relación a su uso y propósito, que le da cuenta de peligros lejanos u ocultos, de los que sólo puede escapar por medio de la fuga. El olfato del perro se interesa por innumerables cosas de menor cuantía; estas constituyen su entretenimiento y dan a su vida un perpetuo deleite. Separa y examina la tierra con el hocico, encontrándola abundantemente salpicada, por así decirlo, con las tarjetas de visita de otros animales, otros perros, algunos de los cuales son conocidos personales suyos, otros extraños, conejos, ratas, ratones del campo y qué sé yo cuántos más. El ciervo no se interesa en estas cosas diminutas; no se excita porque un conejo o un ratón haya cruzado por su huella, ni porque despreciables seres que se alimentan de carroña se escondan entre los pastos, y los olores pestilentes con que el perro goza, no significan nada para él.

Sin duda existe una enorme diferencia en el poder del olfato entre estos dos animales y el hombre; sin embargo, no creo que los órganos olfatorios de éste sean tan mediocres, como algunos fisiólogos pretenden afirmar. Es una idea corriente que el sentido del olfato en el hombre ha degenerado, y hay escritores que han llegado a describirlo como atrofiado.

Con respecto a esto podemos preguntar: ¿Qué es el hombre? Estaría más cerca de la verdad decir que cuanto más adelante el hombre en su civilización, o cuanto más se proteja contra las fuerzas de la naturaleza mejorando sus propias condiciones, menos importante llegará a ser este sentido para su bienestar. Los peligros contra los cuales se prevenían por el olfato los hombres primitivos, han sido alejados artificialmente; en un medio en el que la función de los órganos olfatorios ha sido reemplazada, el resultado inevitable es su degeneración. Esto está de acuerdo con el principio económico de la Naturaleza; ella no continuará haciendo el trabajo que hemos decidido realizar nosotros mismos, y alegremente quiere rasgar el exquisito aparato que había estado construyendo para nuestra seguridad durante miles y millones de años.

Cuando veo a una aficionada a las flores y sus perfumes que aprieta un ramo de violetas contra la cara, como si quisiera extraerles alguna cosa por medio de la nariz, estimulando por la violencia y con repetidas inhalaciones un torpe sentido —el sentido que ella sabe que tiene, aunque pueda no haber evidenciado su existencia anteriormente—, cuando veo esto, sabiendo al mismo tiempo que las «vivas emanaciones» de las violetas llenan el cuarto entero, reconozco el hecho de que el sentido del olfato se ha debilitado tanto en ella como para no tomarlo en cuenta; y que también puede suceder lo mismo con la mayoría de los habitantes de Londres y de los grandes centros urbanos de Inglaterra. Todo eso no significa mucho, si pensamos que Inglaterra es apenas un punto en el mapa y su población meramente un cuarto lleno, comparado con la población del globo. Lo que uno se pregunta es, si los armenios, turcos, siberianos, zulúes, árabes, habitantes del Techo del Mundo 2, apretarán igualmente la flor contra la nariz para obtener la sensación de su fragancia.

Cuando el viajero y naturalista Lumholtz vivió con los caníbales y las tribus ofiófagas de Queensland, observó que estas seguían el rastro de la serpiente —una especie de gran boa con la que se alimentaban— por el olor. Esta serpiente recorre grandes distancias en busca de presa, y una vez que los nativos encuentran su rastro lo siguen como una jauría de sabuesos, por entre los bosques y montes, pantanos, terrenos rocosos y toda clase de regiones hasta que dan con ella. El olor, aseguraban a Lumholtz, es fuerte y fácil de seguir, pero aunque él se puso en el suelo en cuatro pies e inspiró con todas sus fuerzas, no pudo distinguir en absoluto ningún olor. Hay, pues, una diferencia considerable entre un hombre y otro con respecto a este sentido, en diferentes países y condiciones. El hombre del fisiólogo es el que él conoce, de su propia condición en la vida, que vive confortablemente y bajo una temperatura uniforme. Humbold cuenta asimismo, que los indios peruanos podían distinguir por el olor las pisadas de su propia gente, de las de los blancos y negros.

Existen, además, los aborígenes de América desde Alaska a Tierra del Fuego, los Áfricanos, polinesios, malayos, los habitantes de mil islas oceánicas y los asiáticos. Supongo que por lo menos cien mil europeos han escrito libros sobre China, Indostán y todos los demás países de ese vasto continente, pero dudo que en los cien mil libros pueda leerse un capítulo que trate del sentido del olfato en cualquier pueblo asiático comparado con el nuestro.

No teniendo, pues, sino pocos o ningún hecho en que fundarnos, nos encontramos muy a obscuras en lo que respecta al estudio de este sentido; podemos solamente suponer que, sí se da por aceptado como un principio, que su degeneración procede pari passu, con el aumento del valor de la visión y los adelantos de nuestras condiciones artificiales de vida, la declinación ha sido mucho mayor en los habitantes de las ciudades y en las clases acomodadas de Inglaterra durante los dos últimos siglos que en los dos mil años anteriores.

Dogmatizar sobre esta materia sería ridículo; estamos así más a obscuras de lo que yo hago aparecer. Observando una persona y sondeándola delicadamente, podemos penetrar a través de su máscara y descubrir su real y secreto pensamiento, pero no podemos obtener el real estado de su sentido del olfato. Cada uno de nosotros conoce el suyo, muchos sólo lo conocen «de un modo». Por eso me alegra poder escapar de esta amplia vista de conjunto del tema y limitarme, en lo que queda de esta parte, al simple aspecto personal de la materia, o sea a mi propio y particular sentido del olfato.

Siempre que un olor no sea el anuncio de algo desagradable o repugnante, aun cuando fuera acre o picante, me resulta grato: el fuerte olor grasiento de las ovejas y de los corrales, por ejemplo; el del ganado y de los establos, el de los almacenes, ya sean de paños o de especias, queserías, farmacias, talabarterías, aserraderos, herrerías y carpinterías. El olor de la madera ciertamente es casi tan agradable como los perfumes aromáticos y fragantes. Y muchos otros olores también ... el de las curtiembres, cervecerías y fábricas en general, incluyendo entre ellas las de gas. Pero es siempre agradable el cambio desde los grandes centros manufactureros al campo y al olor de la tierra mojada después de una temporada seca y calurosa; el olor de los bosques de pinos mojados por la lluvia, de los yuyos quemados y de la turba y, sobre todos ellos, el de la tierra recién arada, olor que, como cree el trabajador rural, le proporciona una larga, saludable y pacífica vida.

Uno de mis primeros e inolvidables incidentes al llegar a Inglaterra fue producido por un nuevo olor, que no diré propiamente me asaltó, sino que se arrojó hospitalariamente sobre mí para recibirme, por decirlo así, en sus suaves y cariñosos brazos, dándome la bienvenida; olor de tierra, denso, caliente, algo así como el de la cocina y el cuero de Rusia, un alegre y agradable olor semejante al cual nunca había encontrado antes.

Desembarqué en Southampton una brillante mañana de principios de mayo, y toda la atmósfera parecía impregnada con ese olor, al igual que se

sentía poblada con los trinos de innumerables gorriones. ¿Qué era? Consulté a mis compañeros de viaje mientras paseábamos por la ciudad, contento al sentirme en tierra firme después de treinta y un días de viaje en el mar; pero aunque había ingleses en el grupo, ninguno me pudo informar. Me aseguraban que no lo percibían y no creían que tal olor existiera allí. Yo los clasifiqué como pobres criaturas sin olfato, con una puerta cerrada a la sabiduría.

Estos compañeros de viaje pronto desaparecieron, quedando solamente un norteamericano que manifestó no tener nada que hacer excepto ver Inglaterra y que por lo tanto, se quedaría conmigo hasta que yo hubiera conocido Southampton. Hicimos largos paseos por los suburbios y los hermosos parques vecinos, y siempre me seguía el extraño y agradable olor. Alquilamos un carruaje con un muchacho que lo manejara, y salimos al campo; constantemente llamábamos a nuestro conductor para preguntarle qué era eso. Habían paisajes, sonidos y olores todos nuevos para mí. Me sentía deliciosamente embriagado con el arrobador canto de la alondra que se remontaba hacia el cielo azul. Mi compañero, de carácter más práctico, no se preocupaba por ninguna de estas cosas, sintiendo curiosidad por la situación y los sistemas de la agricultura. «¿Cómo se llama esto?» —preguntó señalando un campo de trébol rojo todo florecido, mientras pasábamos rápidamente—. «Pasto» —contestó el británico—. «Sí, sí, pero ¿qué clase de pasto?» —»Pasto del que comen los caballos» —replicó el otro—. «Ojalá que los caballos te hubieran comido la cabeza» —agregó mi acompañante, mientras el pobre cochero lo miraba asombrado y ofendido.

Todavía a cierta distancia de la ciudad podía sentir los vahos del misterioso olor, pero a medida que me alejaba disminuía y al volver nuevamente parecía ser otra vez universal y fuerte, a pesar de lo cual no pude encontrar un nativo del lugar que me dijera de qué se trataba. No lo percibían, me contestaban todos, y yo llegué a la conclusión de que, como ellos vivían allí, habían dejado de sentirlo; ese era el olor del lugar, del país, de modo que lo llamé el olor de Inglaterra.

Después en Londres, luego en Gloucestershire y más tarde en Escocia, casi perdí la sensación del olor de Inglaterra. Ocasionalmente me llegaba alguna que otra vez, pero supuse que, como los nativos, al vivir por largo tiempo en ese medio, yo también me volvía insensible a su percepción. Pasaron largos meses hasta que llegó el momento en que se descubrió el misterio. Estaba en Londres y caminaba pensativo por Oxford Street, cuando al aproximarme a Tottenham Court Road, una fuerte ráfaga del viejo olor familiar llegó hasta mí, trayéndome un vívido recuerdo de mi primer día en Southampton, cuando percibiera el olor de Inglaterra por primera vez. A medida que avanzaban las ráfagas se hacían más frecuentes y aumentaban en intensidad, hasta que llegué al costado de un gran edificio, del que salían nubes de vapor y de aire caliente por una docena de tubos, lo mismo que sordos ruidos de maquinaria. Todo el aire estaba impregnado de aquel denso, semidulce, cálido, medio florido y hasta apetitoso olor. El edificio pertenecía a una cervecería y ¡el olor no era otra cosa que el olor de la elaboración de la cerveza! ...

De los olores naturales, los más agradables son los aromáticos y fragantes que emanan de las plantas. El olor de las especies y frutas que más o menos se asocian en la mente con el gusto, son de orden claramente más inferior o menos intelectual y estético. Se dice de Wordsworth que carecía de olfato y que en cierta ocasión, mientras se encontraba sentado un día de primavera en su florido jardín, súbitamente se despertó en él el desconocido sentido, llenándolo de asombro y de deleite ante esa nueva y agradable sensación. La describió él mismo como una visión del Paraíso. Visiones similares he tenido en diferentes oportunidades en mi vida, pero dudo si su encanto ha sido menor en mi caso que en el del poeta, ya que a él solo se le presentó una vez como por un milagro.

Cuando una ráfaga de fragante floración me llega, como cuando paseo por un campo de habas o de alfalfa en flor, me resulta siempre como si fuese una nueva y maravillosa experiencia, una deliciosa sorpresa. La razón de este efecto, creo, está en que los olores, no registran en nuestro cerebro impresiones que puedan reproducirse a voluntad, como pasa con las vistas y sonidos. Así, pues, los olores nunca pierden enteramente el efecto de la novedad. Recordamos que ciertas flores nos deleitan con su fragancia, pero no podemos hacer volver o recobrar la sensación; no hay registro ni imagen. Sin embargo, el simple recuerdo —o lo que fuera para nosotros en el monte—, será para siempre jubiloso. Pienso en ciertos árboles en flor como la catalpa, naranjo, limón, aromo, acacia, algarrobo y muchos otros, y abrigo por ellos un amor que es casi parecido al que algunas mujeres nos han inspirado con su encanto, cualidad que las ha elevado sobre las demás mujeres dotándolas con una belleza superior a toda belleza. A este respecto, los árboles difieren unos de otros por el esplendor de su fragancia. Aprecio menos el naranjo o el limón, que el Orgullo de China o Arbol del Paraíso, como variadamente se le llama. A menudo me detengo en el recuerdo, a la sombra de su tenue y suelto follaje, bebiendo el divino aroma de sus obscuras flores moradas hasta sentirme enfermo de nostalgia, y encontrándome tan lejos de él me siento verdaderamente desterrado y extraño en una tierra extranjera.

Ha sido siempre objeto de sorpresa para mí que tantas personas encuentren los más exquisitos perfumes, excesivos u opresivos, como les sucede cuando están cerca de un arbusto de siringa florecida o en un cuarto con fragantes azucenas, alelíes, resedá u otras. Nunca puedo decir que el perfume sea demasiado para mí, ni siquiera lo suficiente para satisfacer mi hambre de fragancias. Así, pues, me gusta pasar días enteros vagando por entre pantanosos matorrales —probablemente menos por lo que veo y oigo de la vida silvestre que por el olor del mimbre dorado o del dulce galo—, donde existen hectáreas llenas y puedo estar metido hasta las rodillas entre sus densos arbustos y refregarme las manos y la cara con las hojas aplastadas, llenando con ellas los bolsillos como para envolverme en el delicioso aroma.

Casi todas las plantas aromáticas me resultan agradables: el hinojo, el marrubio, el tanaceto, poleo y todas las mentas, incluso la yerba buena acuática, que muchos encuentran demasiado fuerte. Cuando al principio desarrolla el helecho su ancha fronda, yo la aplasto para obtener su único perfume, que recuerda el aceite de castor y el olor de pescado y pepino de los eperlanos, extraña y fascinadora combinación.

La fragancia de la aulaga no es de la clase más elevada, pero con todo me atrae y me encanta sobre la mayoría de las flores, y como es también una hija del sol, igual que el girasol, o mirasol, como la llamamos en castellano, sus costumbres son exactamente opuestas a la de las «flores melancólicas», que esparcen su espiritual aroma como lágrimas en la obscuridad y en el silencio de la noche. La aulaga es más fragante al medio día, cuando el sol es más vivo y caliente. A esa hora me acerco con frecuencia a un bosquecillo de aulaga, del cual viene el viento, y me siento tentado a echarme sobre el pasto, para quedarme allí durante un largo rato aspirando el perfume. El efecto es deprimente para mí y me produce el deseo de permanecer tirado hasta quedar dormido y vivir de nuevo en sueños en otro mundo, en una amplia catedral al aire libre, donde se celebra un gran festival y ceremonias que van siempre en progreso, y donde acólitos, por veintenas y cientos, de hermosas caras, vestidos con sobrepellices amarillas y anaranjadas, se me acercan continuamente columpiando sus incensarios, hasta que yo llego al desmayo entre ese incienso celestial.

Sin embargo, como he dicho, este perfume no podría clasificarse como de primer orden, desde que en su riqueza se esconde una sugestión de sabores. Su fuerte efecto es debido probablemente, en parte, a la asociación de su esplendidez con las impresiones visuales que la florida planta ha impartido a la mente. Muchas de nuestras otras flores silvestres se acercan más a la cualidad espiritual por su perfume como las del Orgullo de la China; igualmente las «buenas noches» en algunas de sus más fragantes especies que se las encuentra diseminadas profusamente en su tierra nativa. Nosotros las tenemos en la rosa de los cercos, violetas, asfódelos de pantano, prímulas y orquídeas olorosas por ejemplo. Y podría incluir todavía o mejor dicho me gustaría la vellorita; pero es demasiado deliciosa.

Si por casualidad tengo entre mis lectores alguno que partícipe de mis sentimientos con respecto al perfume de las flores y quisiera experimentar la completa delicia de la vellorita, le aconsejaría dirigirse en su estación, a esa curiosa faja de campo plano que se extiende desde la parte más ancha del Sommerset. Axe hasta el río Parret, a bajo de Bridgwater. Es toda una pradera o tierra herbosa, desaguada por innumerables represas que la dividen en vastos campos de un verde esmeralda; se encuentra al mismo nivel del mar o un poco más bajo con la alta marea, protegida de él por el antiguo resguardo que hicieron los romanos en su época. Allí se puede encontrar un campo de tupido pasto, abundantemente salpicado de velloritas únicamente y con exclusión de cualquier otra flor. Los troncos, coronados con sus pequeños racimos colgantes, crecen apenas separados un pie o dos uno de otro y se elevan a cuatro o cinco pulgadas de altura, de modo que al echarse uno de espaldas se las ve al nivel de la nariz. Imaginad la sensación en un día de resplandeciente sol con un leve viento que nos trae ola tras ola de la deliciosa fragancia ...

Antes de concluir con esta parte de mi argumento, debo decir una palabra sobre un curioso fenómeno que se relaciona con las flores que Linneo llamaba «melancólicas», aquellas que derraman su dulzura más copiosamente por la noche. Una de las más conocidas es la madreselva; y algunas veces, cuando salgo a caminar un poco por las noches, voy por una callejuela de casitas modestas y jardines primorosos protegidos por descuidados cercos, y al momento entro en una atmósfera tan cargada con el rico perfume que lo hace parecer denso o pesado, y luego, después de caminar dos o tres pasos más, llego nuevamente a un ambiente perfectamente sin olor. Si entonces me vuelvo para buscar otra vez la zona fragante, no la puedo encontrar. Frecuentemente he recorrido de uno a otro lado por la estrecha y obscura callejuela, tratando de encontrar el perdido perfume y he llegado hasta registrar el cerco para conseguir la planta de la cual emanaba, sin resultado.

Este fue un acertijo para mí en muchas noches de verano en el sur y oeste de Inglaterra, donde la madreselva y otra plantas fraganciosas son sumamente exuberantes, y sólo puedo suponer que en el tranquilo y tibio a aire de la noche, las flores en masa derraman sus partículas perfumadas en el bajo de la profunda callejuela, y que el olor no se dispersa, sino que queda suspendido en la atmósfera como si estuviera encerrado en una película hasta que el viento provocado por el movimiento de un cuerpo pesado —un burro perdido o un retardado trabajador que busca su casa, o un vagabundo naturalista de campo nocturno—, hace flotar toda la masa como si fuera una nube o una burbuja.

La más hermosa experiencia de esta naturaleza, se observa cuando la nube del perfume encontrado no emana de flor alguna, sino de la hoja del escaramujo oloroso. En algunos distritos del sur de Inglaterra florece tan intensamente en los cercos, que uno puede estar seguro de encontrar nubes de perfume en la callejuela, en cualquier noche tranquila y tibia del verano. Se trata de un perfume agradable a todos y, sin embargo, tendríamos que volver a nuestra literatura pasada para encontrar su característica expresión, aun en una época en que posiblemente el sentido del olfato era más agudo en nuestra raza y la fragancia de las flores más exquisitas que hoy. Shakespeare dice:

Sin deshonrar la hoja del escaramujo

su perfume no sobrepasa tu aliento.

¡Qué bellamente expresado! ¡Sin deshonrar la perfumada hoja! Sin embargo, sabemos que su fragancia es más dulce, más rica que el aliento de la mujer amada; este es como el de la ternera, que huele a leche y a heno recién entrojado, combinado con un aroma mucho más parecido al delicado perfume del trébol rojo, pero que se ha hecho más agradable que todas las esencias de la hoja y de la flor por el amor y la pasión.

Sin embargo, prefiero a mi favorito Chaucer:

Al ver todo el paisaje placentero,

de súbito pensé, mientras llegaba

de aquel escaramujo el dulce aroma,

que corazón no existe,

por más desesperado

ni más ensombrecido

por los tristes y adversos pensamientos,

capaz de no olvidarse,

si tan sólo una vez con este aroma

pudiera deleitarse.

O dicho en prosa llana: ¿Hay algún hombre sobre la tierra, tan desesperado, tan sobrecargado de inquietudes y enloquecido por ansiosos pensamientos, que no encontrara instantáneo alivio y olvido de todas sus miserias al inhalar este delicioso aroma de la rosa silvestre?

Y yo preguntaría: ¿Es concebible que cualquier poeta de esta época (y yo creo que el número de los que existen hoy en Inglaterra sobrepasa los cien), tuviera tal pensamiento, o teniéndolo, se atreviera a ponerlo en palabras? Si lo hiciera, de seguro que parecería ridículo y extravagante. Pero como ya he insinuado, es posible que Chaucer, a pesar de su gran intelectualidad, estaba físicamente más cerca del hombre primitivo que nosotros, con respecto a la agudeza de sus sentidos, y que se deleitaba como niño con los perfumes y los sonidos.

Me siento tentado a seguir un poco más lejos con este tema, pero esforzando la memoria en busca de alguna expresión adecuada que se relacione con la rosa silvestre, sólo puedo recordar estas líneas de Shakespeare y de Chaucer, estos dos que no tienen par. No son ellos los dos más grandes de nuestra literatura poética, pero para mí lo son, y a uno venero y al otro amo. Parecidas en su visión de conjunto de la humanidad y en el poder de caracterización, ambos se encuentran tan separados espiritualmente como el Este del Oeste. Uno diría de antemano que lo contrario es la verdad, que ellos se parecen en el espíritu, desde que solamente en virtud de la gran simpatía y amor hacia sus congéneres —con la comprensión que da el genio—, pudieron producir toda esa multitud de prodigiosos y verídicos retratos que adornan sus galerías.

Sin embargo, para mí ellos difieren esencialmente en su sensibilidad. Era la simpatía y el amor con la comprensión en uno, e intelecto puro con simpatía simulada en el otro.

Ahí está Hamlet con la cara ensombrecida por tristes preocupaciones, y ahí está el tosco Falstaff con sus villanos compañeros y su viejo amigo el juez Shallow; y ahí están Ricardo II, y el viejo Rey Lear enloquecido, y muchísimos más. Ellos forman una inmensa multitud, porque han descendido de sus marcos o libros; son de carne y sangre y yo me paseo entre ellos como entre viejos amigos y conocidos. Pero ¿dónde está Shakespeare? No lo encuentro, a pesar de todos los gritos triunfantes de aquellos que lo han descubierto en este o en aquel papel y divulgado su verdadera naturaleza al mundo.

Se oculta, nos engaña y se mofa de nosotros hasta que llegamos a mirarlo como un ser mítico o un semidios.

Chaucer se revela en cada una de sus creaciones, en cada línea que escribió. Si tiene una falla como artista, es porque es demasiado humano; el sentido del parentesco, de la fraternidad, es más para mí que el genio artístico, incluso el aislamiento divino de Shakespeare. ¿Podemos en toda nuestra literatura encontrar otro que se parezca a él en esto, de una consanguinidad para todos los hombres, buenos o malos, desde los deshechos humanos más bajos hasta lo más altos, reyes y santos? El es uno de ellos siempre, y come, bebe, ríe, llora y reza con ellos. Todos los demás, cuyas obras son una alegría eterna, están ahora muertos —muertos y perdidos, ¡ay de mí! Lo sabemos cuando los leemos. Aun el gran Shakespeare y sus compañeros isabelinos, con todos aquellos que vinieron después —los heroicos, los fantásticos, los metafísicos, con sus ideas tentadoras y fascinantes; y luego los suaves, los elegantes, los clásicos que reinaron por cien años; y más tarde los repugnantes románticos en una procesión que duró más de un siglo, hasta los espasmódicos, cuyos Balders, Festuses y Aurora Leighs, nuestro único crítico inmortal habría considerado como una recaída dentro de un salvajismo romántico más perjudicial al sentido común que los fantásticos convencionalismos del siglo XII; y, finalmente, los gigantes victorianos que sobrevivieron largo tiempo a aquellos desagradables—: el gran Browning, alegre con su corbata blanca y la pechera dura de la camisa; Tennyson ahora bajo una nube, triste y profético como los druidas de la antigüedad, con las barbas descansándole sobre el pecho; y el último, Swinburne, con su piel tatuada figurando hermosas caras femeninas coloreadas como el arco iris, haciendo sonar todavía valerosamente su penetrante y eterna flauta. ¡Muertos, todos muertos! ... Pero si piensan ustedes que Chaucer ha muerto, están completamente equivocados; y al leerlo no se necesita pensar con tristeza, como se lo haría en el caso de otro; que no ande más por esta verde tierra, que quien ha vivido tan alegremente, que amó la vida más que nadie, yace ahora en la fría tumba, solo, sin ninguna compañía ...

Yo lo sé, porque a menudo voy con él y caminamos por entre las apiñadas calles, contemplando la cara de los transeúntes con un permanente interés por conocer su vida individual y su carácter. Pero donde aprecio y me gusta más su compañía es en los lugares rurales, especialmente cuando al principiar la primavera, ambos deleitamos nuestras almas con la vista del alegre verde claro de las hojas de roble al romperse, y el fresco y saludable olor de tierra y pasto. Solamente él en tales ocasiones es capaz de expresar lo que yo siento.

Leyendo Wordsworth y Ruskin, la naturaleza se me presenta como en un cuadro, no tiene sonidos, ni olor, ni sentimiento. En Chaucer uno lo encuentra todo en su más completa expresión; sólo él es capaz de decir, en algún espacio abierto de la arboleda, percibiendo el fresco olor de la tierra, que esto significa más para él que la comida o la bebida o cualquier otra cosa, y que desde el principio del mundo no hubo nunca nada tan agradable para el hombre.

Todas estas reflexiones mías sobre Chaucer, parecerán a muchos lectores fuera de lugar en este estudio. Yo no lo creo, y ahora, después de todo lo dicho, siento tener que dejarlo. Desde el bosque de robles voy con él hasta los campos abiertos, en busca de margaritas tempranas y, arrodillados los dos sobre los pastos, nos agachamos para besar la flor tan querida, la hermosa Margarita, aquella niñita de las pampas, vuelta a la vida y a la luz bajo distintas formas. En otras ocasiones, sentados en una verde orilla, con mi mano apoyada sobre su hombro, converso con él, y si su charla se hace sucia u obscena, porque le gusta, hasta producirme repugnancia, me siento un poco avergonzado de estos escrúpulos modernos, y soy capaz de regocijarme de su rancio gusto de la vida y de su saludable humor.

Durante todo este tiempo busco tras él alguna cosa oculta. ¿Habla Chaucer solamente por sí mismo, cuando escribe de ese modo sobre las margaritas y las pequeñas aves, con su melodía y los perfumes de tierra y hojas y flores, o expresa sentimientos que fueron más comunes en su época que en la nuestra?

Aquí, pues, al menos por ahora, dejaré este asunto. Es casi desagradable, después de gozar perfumes paradisíacos con mi antiguo amigo, que está más vivo, a pesar de sus quinientos años, que cualquier hombre que yo conozca, tener que concluir esta parte de mi tema con una cuestión molesta.

Cuando vine a Inglaterra descubrí prontamente que todos los perfumes en el sexo masculino, ya fueran naturales o artificiales, resultaban desagradables y hasta aborrecibles a los hombres. Los nuevos amigos que había adquirido, me guiaban amablemente deseando hacer de mí un inglés respetable. Me aconsejaron que usara galera alta, levita y guantes de cabritilla y que llevara en la mano un paraguas elegantemente cerrado. También me indicaron la conveniencia de suscribirme al Times. Uno de aquellos amigos, simpático abogado ya retirado, me aseguró que el hombre que no hubiera leído su Times por la mañana, estaba inhabilitado para circular por las calles de Londres. En todo les obedecí, pero cuando pusieron reparos al poco de agua de colonia o de lavanda que ponía en el pañuelo, me revelé. Me decían que yo había venido de un país semibárbaro y no sabía lo que eso significaba, pues un caballero inglés perfumado, provocaba un intenso sentimiento de hostilidad en los demás, considerándosele inferior y señalándolo como persona afeminada y de ideas impúdicas. Pero precisamente, como yo había vivido entre gente simibárbara, rozándome con salvajes y blancos peligrosos, sabía bien que no era afeminado y las impudicias no existían en mi mente. El sentimiento de que me hablaban, existente entre los ingleses, era, pues, un sentimiento asociado. En la adolescencia, los muchachos vivían reunidos en los grandes colegios y universidades y, llegado el momento en que las restricciones terminaban, salían a «ver la vida», lo que no significaba para ellos montar a caballo y galopar en busca de aventuras, sino que simplemente se contentaban con ir a Londres u otra gran ciudad cercana, donde bajo la dirección de los que conocían «el mundo» concurrían a ciertos lugares, poniéndose en contacto con gente que nunca frecuentaran antes, gente que no era por cierto respetable, principalmente mujeres que los recibían con sonrisas encantadoras y los brazos abiertos. Estas mujeres tienen la costumbre de perfumarse con exceso y los perfumes, las mujeres, sus hábitos, la gente y la vida en conjunto, se asocian en la inexperta e impresionable mente. Más tarde venían la reacción, la respetabilidad y las serias tareas de la vida llamaban a los jóvenes a la realidad, libertándolos, aunque no por cierto de las viles asociaciones que los perfumes les hubieran producido para el resto de su vida.

Es posible que este sentimiento, esta sensación de repugnancia en el hombre decente de este país isleño, sea de moderno desarrollo. En todo caso, hemos leído en los libros del siglo XVIII hasta principios del XIX, que cuando los caballeros salían de un salón, retrocedían graciosamente haciendo reverencias a la manera elegante de aquellos días e invariablemente dejaban detrás suyo el perfume de la poma olorosa.

Dos siglos antes nos llevan a la época en que un inglés podía saturarse de perfumes tan libremente como cualquier dama veneciana de ese período; un caballero podía obtener de su boticario una onza de algalia (un gran pedido entonces), suficiente para endulzar su imaginación.

Desde las asociaciones que degradan los que es hermoso en sí mismo, seguiremos inmediatamente, para concluir este capítulo, con las que exaltan, y con el uso de los perfumes en el simbolismo religioso. Dejadme, sin embargo, que ante todo me refiera a la palabra espiritual usada pocas páginas atrás, para describir el perfume de ciertas flores. Si ha sido empleada por otros en este sentido, no lo sé: y me sorprendería saber que no lo ha sido. No obstante, debo decir algo para dilucidar mi intención particular.

Espiritual, en el sentido que se usa aquí, refiérese a un perfume o a una cualidad del perfume que difiere de todas estas flores descriptas como dulces, deliciosas, gratas, ricas, hermosas, lozanas, etcétera, perfumes, en efecto, que en algún grado sugieren sabores. Difieren también de todas las fragantes gomas, maderas, especias, así como del olor aromático de las hojas; también de todos los perfumes artificiales y esencias destiladas de las flores. Se puede tomar y embotellar un perfume raro o espiritual, pero su virtud principal, su cualidad suprema se desvanecerá en el proceso. Esto sólo se puede obtener de la flor viviente.

Espiritual, entonces, en el perfume de las flores, significa un efecto en la mente, efecto con el que estaríamos casi familiarizados; lo encontramos en ciertas caras humanas, en su expresión, también en las voces humanas, de algún modo en la palabra o el canto, en la apariencia de ciertas flores —quizá nunca en alguna brillantemente coloreada—, en los cantos de algunos pájaros, puede estar en cierta nota o frase de su música; también en otras cosas no humanas, aun del mundo inorgánico, como en ciertos aspectos de la tierra, del mar y del cielo en algunas raras condiciones atmosféricas. En fin, se trata de un perfume más etéreo que los de las demás flores, por lo tanto más fácil de evaporarse, con todo más penetrante y que llega a la mente, como es de imaginarse, para algo más que una mera satisfacción estética. Sabemos qué gran papel juega la asociación en el placer que recibimos de cosas agradables —vistas, sonidos y olores—; puede realmente ser la causa principal del efecto producido por aquellos perfumes raros y delicados que hemos estado considerando, aunque no lo creo. De cualquier modo, es dudoso; así yo puedo encontrar en cualquier momento ese efecto peculiar en una flor silvestre que nunca hubiera visto antes, crecida en un lugar desierto.

Con el incienso ocurre algo diferente. Se trata de uno de esos perfumes densos o pesados de las fragantes gomas que no sugieren sabores, pero que son también muy distintos del etéreo perfume quinta esencial descripto como espiritual. El efecto, por lo tanto, en ritual religioso, es sobre todo debido a la asociación, y es poderosísimo, aunque sin duda fue mayor en los siglos de la Fe, y la creencia común de que perfumes agradables y celestiales emanaban de los huesos y de los cadáveres de los santos al exhumarlos, nació del uso del incienso. Intelectualmente no se clasifica el olfato al mismo nivel que los otros dos sentidos, pero es, en cambio, más impresionable y excita la inteligencia con mayor profundidad que la vista y el oído. Tiene, por decirlo así, una naturaleza más alta y más baja y solamente en la más baja llega a acercarse al gusto; y el gusto hasta el Protestante, lleno de árida luz como es, lo admite con todo en su simbolismo religioso. Pero él no puede asistir a una iglesia Católica Romana, o al servicio en una catedral anglicana con el reverente espíritu del que considera todas las iglesias como la Casa de Dios, sin sentir sus efectos y reconocer su peculiar aptitud a pesar de la necesidad de asociación que él tiene con esa nube de incienso; y hasta puede pensar que ha sido privado equivocadamente de algo conveniente y de valor en el servicio de su propia iglesia cuando recuerda su Biblia, que es tal vez su fetiche, y las palabras del Ser que adora, cuando El proclama por boca de sus profetas que desde que aparece el sol hasta que se pone, el incienso habría de ascender a El, mañana y noche, en todas partes.

¿Por qué entonces el incienso no se usa en la iglesia anglicana que sacó sus rituales de la iglesia anterior a ella? Nadie lo sabe. La historia solamente dice que empezó a caer en desuso durante el reinado de Eduardo VI.

Ahí dejaré esta cuestión, que confieso está un poco fuera del camino a seguir por un naturalista de campo, en un libro sobre los sentidos del hombre y los animales.