CAPÍTULO VII
Insignificantes conocimientos aprovechables de los salvajes · Observaciones sobre los animales inferiores · Saludo olfativo en los animales · El olfato en los salvajes · Nuestro inconsciente sentido del olfato · Gitanos y salvajes al mismo nivel · Nervios del olfato · El perro en su mundo de olores · Pequeños animales de la selva en su mundo · Cómo nos conmueven las causas ocultas · Antipatías · Casos clásicos y ejemplos modernos · Antipatías y segunda vista · Un caso extraño: ¿Clarividencia u olfato?
Parecería que no fuera justo que después de anunciar mi tema sobre el sentido del olfato, consciente o inconsciente en el hombre, tenga todavía que continuar escribiendo sobre los animales inferiores. No puedo tratar la cuestión de otra manera, necesito su ayuda constantemente. Sin duda hay un gran abismo entre nosotros y ellos, en cuanto a las más altas facultades mentales, pero fuera de esto el abismo no existe; son, como nos han señalado, nuestros parientes pobres y, como todos pertenecen a esta categoría, se encuentran siempre listos para recordarnos nuestro humilde origen. Creo que sería conveniente estudiar estas cuestiones entre las razas humanas más inferiores; pero yo no lo puedo hacer y la mayoría de los que tienen la oportunidad de andar entre salvajes y tribus primitivas se preocupan más de otros asuntos. Es posible, como nos lo ha demostrado Frazer, escribir libros como para llenar un carro sobre su folklore, sus leyendas y sus antiguas creencias religiosas, sin que por esto sepamos cómo son, ni cómo podríamos compararlos a los civilizados europeos en sus facultades e instintos. Las oportunidades que a mí se me presentaron nunca fueron suficientemente completas como para proporcionarme un exacto conocimiento de estas cosas. Nunca permanecí el tiempo suficiente en compañía de los salvajes como para penetrar su costra exterior. Se precisan años para conocerlos completamente, aún para un sagaz observador que esté siempre secretamente alerta, y quien de este modo adquiera inconscientemente ese conocimiento como él inhala el aire. He podido hacer esto con los animales inferiores, y a ellos debo recurrir continuamente en mi ayuda mientras prosigo.
Continuemos, pues, en este mismo camino. Observamos que los animales se saludan entre sí, juntando un hocico con otro, tocando o frotándoselo como es el caso de los caballos, pero la mayoría de los animales simplemente se olfatean, primeramente el hocico y luego la cara en general. Parecen sentirse contentos al reconocer el olor familiar de un amigo y cuando se encuentran con extraños, como podemos comprobar diariamente en nuestros caballos, cambian saludos olfativos, igual que los hombres civilizados cambian sus tarjetas de visita.
Es indudable que los hombres, también en su primitivo estado de cultura, se tomaba el olor uno al otro cuando se encontraban con desconocidos, y me imagino que el frotamiento nasal que efectúan ciertas tribus no es sino una supervivencia del instintivo hábito de olfatear la cara.
No se puede considerar enteramente anticuada la costumbre deliberada de olfatear la cara, como lo hemos visto en la referencia que hice sobre los Indios Mosquitos en el capítulo anterior. Unico ejemplo, es verdad, pero sumamente valioso. Como regla, los aborígenes americanos no manifiestan ninguna clase de emoción. Su estolidez o indiferencia es, sin embargo, en algún grado, un convencionalismo, una máscara que rara vez olvida de usar en presencia del extranjero, especialmente en la del hombre blanco que posee extraños y peligrosos conocimientos y que lo considera inferior a él. Pero creo que puede oler al extranjero lo mismo que puede verle y es claramente consciente del olor desconocido. No es de suponer que conscientemente perciba continuamente el olor de su propio ambiente y gente, puesto que el olor dentro del cual vivimos no tiene influencia sobre nosotros. Puede solamente sentirlo cuando ha estado alejado de su contacto durante algún tiempo.
Podemos comprender esto —el olfato consciente e inconsciente— en nuestra propia experiencia diaria. Así cuando entro a un cuarto por la mañana siento el olor claramente diferente del de otros cuartos, de acuerdo al moblaje, el papel, pinturas, blanqueo y el piso, madera, baldosa o alfombra. Si es un cuarto donde trabajo, dejo de percibirlo después de unos minutos, es decir, que me hago inconsciente de su olor; pero al volver nuevamente lo encuentro.
Cada vez que en Inglaterra me encuentro con gitanos y me siento a conversar con ellos alrededor de sus fogones, me causan siempre el efecto de algo que me es familiar y que conozco de antes, porque los gitanos psicológicamente se encuentran al mismo nivel que los indios no civilizados. El gitano ha conseguido adaptarse a un ambiente de gente otra raza más elevada, porque tiene una mente más sutil que el salvaje occidental, y la sutileza o astucia es el resultado de largos años de entrenamiento, o es innata, si es él, como suponemos, un emigrante de la India o Egipto. Como el gato, el gitano todavía se conserva incontaminado por el contacto de seres humanos de naturaleza más elevada; ese misterioso don, ese secreto maravilloso oculto para siempre a nuestro obtuso cerebro, que hizo al «Estudiante Gitano» de Granvil y Mateo Arnold malgastar su vida buscándolo —después de todo puede estar allí—, en la nariz y, por lo que sabemos, los nervios del olfato pueden haber llegado a especializarse de un modo peculiar en su raza.
Es verdad que los fisiólogos nos enseñan que no hay nada que indique la especialización de los nervios del olfato, como existe en los nervios del gusto; ellos creen que los nervios olfatorios son todos semejantes, con una función que es la de responder al estímulo de toda clase de olores, desde el más agradable hasta el más repugnante. Se puede sólo decir que esto no es enteramente satisfactorio, que cuando dejamos de percibir conscientemente el olor de nuestro medio ambiente es porque puede existir un distinto grupo de nervios que tomen el trabajo, por decirlo así, y reciban y transmitan impresiones sensoriales de que no somos sensibles.
Llego aquí a un punto que ningún lector de la ciudad ha de comprender o que tomará como una fantasía del escritor, y no podría ser de otra manera desde que, debido a las condiciones artificiales en que ha vivido, sus nervios olfatorios se han entorpecido y hasta quién sabe si no se han atrofiado.
Pero, volvamos antes a nuestro amigo el perro. Vemos cómo se conduce cuando lo llevamos a pasear, cómo se siente enseguida en un mundo de olores de los que nada sabemos nosotros y que ocupan o absorben su atención como para hacerlo prácticamente ciego a todo lo que le rodea y sordo a todos los sonidos, aun a la voz de su amo que, impacientemente le grita para que «venga aquí». Es que debe de investigar primero el olor que se le ha presentado y tal vez desenmarañarlo de entre varios otros, que ha percibido mezclados, antes de poder satisfacer su curiosidad.
Llevémosle ahora a un tranquilo bosque, en el que abunda la vida salvaje y hagámosle quedar quieto a nuestros pies para poder observarlo. El sabe que debe obedecer la tediosa orden y cierra los ojos aparentando estar dormido. Pero está despierto dentro de un baño de emanaciones; se puede ver esto en su perpetua contracción del hocico, desde donde la reprimida excitación corre por todo el cuerpo. Pero lo que se ve en el fox-terrier u otro perro de los que andan al aire libre, enardecidos con el instinto de caza, es insignificante comparado con lo que puede observarse en cualquier pequeño ser salvaje en reposo. En los brillantes días de sol, en el otoño y en invierno, los animalitos del bosque, especialmente por la mañana, gustan de salir de sus escondrijos para tomar baños de sol. Los topos, ardillas, erizos, ratones del campo y del bosque, cualesquiera de éstos se presentan a la vista cuando uno se queda tranquilamente sentado por largo tiempo y se les ve salir de su escondrijo o de su cueva en las raíces de un árbol, o de abajo de un lecho de hojas secas y acomodarse a una o dos yardas de nuestros pies. Pero es mejor, en razón del efecto perturbador que pueda ocasionarles un olor desconocido tan cercano, observarlos a quince o veinte yardas de distancia, aproximándolos con el binocular a nuestros ojos.
Como al perro, se les puede ver también moviendo continuamente el hocico, siempre husmeando los fugaces y esquivos olores, y puede darse cuenta el observador que tienen una sensibilidad más exquisita que aquél. Contemplando sus pequeños temblores, estremecimientos y ligeros sobresaltos, y viéndolos con los ojos bien abiertos, así como la forma en que los pelos del lomo se levantan y caen, agregado a otros pequeños movimientos que se proyectan desde el hocico —que es excepcionalmente largo en la musaraña—, hasta la punta de la cola —que es más larga en el ratón del bosque—, se podría creer que son los tipos más débiles de la existencia, formados sólo por nervios, temblando con cada soplo como un «panadero» de flor de cardo, capaces de ser llevados por un hálito o deshechos por un castañeteo de los dedos. Y es el olor y su carácter lo que le causan todo esto, olores familiares e innocuos, olores desconocidos que excitan la curiosidad y la sospecha, olores peligrosos que asustan, pero que son tal vez demasiado débiles, demasiado lejanos para que el pequeño ser se decida a abandonar su baño de sol.
Para muchos lectores, tal vez para la mayoría, será una novedad saber que también nosotros, los seres humanos, somos capaces de conmovernos de igual manera por las mismas causas, aunque en un grado comparativamente menor. Es decir, los que han vivido al aire libre, que encuentran su principal placer en los bosques y en todos los lugares salvajes y solitarios, siempre alertas y sensibles a todas las escenas naturales, sonidos y olores. A tales personas, les resulta peculiarmente grato sentarse tranquilos en cualquier lugar verde y solitario, tan sólo para contemplar y escuchar, aun cuando no se vea ningún ser vivo, ni un grajo o un ratón del bosque, ni siquiera un insecto. Y el principal placer o la fascinación de estos intervalos de descanso se encuentra en las conmociones que se siente, aparentemente sin motivo —la persona está tranquilamente sentada y no piensa en nada—. Ellos le llegan, lo tocan, como si un pequeño insecto o una araña apenas perceptible le hubiera pasado por encima y le caminara por la mano o la cara, y pasan por él y se van, para ser seguidos por otros y otros más, como ondas de aire que le producen el efecto de pequeños estremecimientos, temblores, diminutas conmociones nerviosas, como si realmente viera cosas que se suceden ante su vista y oyera débiles sonidos misteriosos conducidos por el aire desde una gran distancia.
Diría que estas sensaciones son causadas en mi persona por la vida oculta a mi alrededor. El psicólogo dirá: «Oh, no; son el efecto de la expectativa, desde que usted está observando y oyendo». Eso, ciertamente es lo que he pensado, pero la explicación no fue suficientemente buena, pues no se adaptaba al caso íntegro; porque a menudo sucedía que cuando me sentaba silencioso e inmóvil en un lugar arbolado, he caído en un ensueño y mi mente ha vuelto a ser llamada por estas mismas pequeñas excitaciones físicas. También he observado que puedo sentarme tan tranquilo y por tanto tiempo como quiera en cualquier lugar exento de vida, sin experimentar tales conmociones.
La primera vez que me ocurrieron estas pequeñas excitaciones nerviosas, causadas por la presencia de invisibles seres vivientes, me formé la idea de que todos los seres tienen algo —una fuerza desconocida— que nos conmueve, aun a distancia de una buena cantidad de yardas, y con esta creencia quedé satisfecho, encontrando apoyo en ella hasta que la idea del olfato inconsciente se me presentó, pareciendo proporcionarme una explicación más simple y más comprensible. Y esta explicación satisface por ahora a mi mente, hasta que encuentre otra mejor.
Es verdad que nada definido deriva de ella, que estas débiles y vagas insinuaciones solo nos dicen que la vida, la vida animal que respira está allí, pero respecto a la clase de esa vida nada nos dice. Esto puede ser porque nuestro sentido, aun ese sentido inconsciente del olfato que todavía sobrevive en nosotros, sea demasiado débil en la actualidad para producir algo más que la sensación de una cosa viviente, pero sin saber cuál es.
Esto no puede ser igual en el caso del hombre primitivo, que hizo una vida puramente natural —digamos, la vida de los kyans en las selvas de Borneo, los salvajes de las Islas Andaman, y los de Tierra del Fuego o los bosquimanos y pigmeos del África—, que dependían de sus sentidos, tanto del olfato como de la vista y el oído para su subsistencia y seguridad. Pero con todo creo, que en nuestra raza hay algunas personas en las que, sea por atavismo o por ciertos estados patológicos, las facultades perdidas pueden serles restituidas.
Y aquí llegamos a la cuestión de las antipatías, no admitidas por fisiólogos y psicólogos, inclusive los que han escrito en la Enciclopedia Británica, personas que no creen en lo que no existe, habiendo enunciado primeramente la regla de que no existe nada de lo que no puedan explicar o que no se ajuste a las leyes naturales conocidas por ellos.
A pesar de esto, todos sabemos que las antipatías existen y hemos leído sobre el insano terror de Jacobo I a la vista de una espada desenvainada, de Tycho Brahe que se desmayaba ante un zorro, de Enrique III de Francia desvaneciéndose al ver un inocente gato (a nuestro Lord Roberts le pasaba casi otro tanto), del Mariscal d’Albert que palidecía ante un cerdo, y numerosos otros casos de esta naturaleza. Síncopes, convulsiones y qué sé yo cuántas cosas más, producidas por este o aquel animal, reptil o insecto, o por algún objeto inanimado o al tocar alguna cosa repugnante. Estos son los ejemplos clásicos que hemos visto en cientos de libros y que el escéptico hombre de ciencia tiene que decir al referirse a ellas «no sé, ni me interesa», y como yo no me intereso ni en sus libros ni en él, sino en mi humilde círculo de acción como naturalista de campo, sigo tan sólo la luz de la Naturaleza.
Y ¿qué necesidad hay de estos viejos ejemplos de los libros y de las opiniones de los científicos, cuando tales casos ocurren continuamente o existen, o se sabe que han ocurrido en todas las regiones del país? Si hubiera sido necesario que alguna persona oficiosa los coleccionara en todas las aldeas y ciudades de la tierra, los registros de medio siglo habrían ocupado en cada uno de los centros una estantería completa con esos libros o anales. Pero sería también necesario que el que hiciera el registro determinara el origen de la antipatía y otras anormalidades, tales como los extraños y monstruosos nacimientos desde sus orígenes hasta donde pudieran ser rastreados —en la mayoría de estos casos sabemos que son resultado de la sugestión prenatal.
Los casos de personas que se desmayaban o sufrían convulsiones por la vista de un cerdo o de un gato, me traen claramente un ejemplo referido hace unos pocos años, de un sano y fuerte agricultor de Devonshire, que se sentía afectado de esta manera cada vez que veía una víbora. Se detenía, la herramienta caía de su mano y se quedaba parado, temblando, mientras el sudor le corría por la piel; luego de algunos minutos, tomaba lentamente el camino de su casa y echándose en la cama se quedaba como un tronco, para levantarse restablecido al día siguiente y volver a su trabajo cotidiano.
Y este caso sirve para recordarme otro mejor, pues yo conocí íntimamente desde los primeros años de mi niñez a un hombre que sufría de una antipatía como las que estoy relatando. Perfectamente sano y normal en todo, menos en esto, era, además, un buen camarada, aunque se mostraba un poco pendenciero cuando bebía. Las víboras venenosas, las arañas (y las había muy grandes en aquellas tierras), los escorpiones y ciempiés, no le producían ningún efecto, pero la vista de un inocente sapo —y estos eran muy abundantes— le provocaba una extraordinaria sensación de repugnancia y horror. Trató él de explicarme lo que le sucedía, pero le fue imposible hacerlo y todo lo que pude sacar en limpio de sus confusos intentos para hacerlo, fue que experimentaba una espantosa sensación de pavor que le corría por todo el cuerpo, como si él mismo se fuera a convertir en un sapo. También me dijo que esto lo experimentaba desde los primeros años de su niñez.
He traído aquí esta cuestión de las antipatías, en razón de que en algunos casos la persona atacada parece estar dotada de un sentido o facultad extraordinaria, como la clarividencia o segunda vista. Se han referido muchos casos de esta naturaleza —y aquí vuelve de nuevo nuestro Lord Roberts—, pero solo mencionaré uno. Se trata de un trabajador que siempre sabía cuándo una víbora estaba cerca suyo, aun a distancia de varias yardas y hasta podía localizar el lugar exacto donde el reptil yacía. No se sabe si la presencia del reptil le producía algún efecto desagradable. Cuando trabajaba con otros compañeros en el bosque llamaba la atención de éstos al sentir que había una cerca, aunque estuviera oculta a sus miradas por árboles o arbustos, y luego se daba vuelta, apartándose como para no verla o para no presenciar la muerte que le daban sus compañeros.
Aquí también, en todos estos casos de supuesta segunda vista, prefiero la simple explicación del sentido del olfato. Para concluir, daré aquí un muy extraño ejemplo de clarividencia en una persona con una alteración mental. Me lo contó un amigo, que espero me perdonará su divulgación y podrá testificar su exactitud.
Este amigo mío había vivido en Londres, durante cuatro años, primero completando sus estudios y luego siguiendo su profesión de arquitecto, y habitaba con su familia en Kensigton. Un día, al volver a casa, vio en un costado de la calle a un joven en gran estado de excitación, sacudiendo su bastón para alejar a un grupo de muchachos que le seguía y se burlaban de él. Mi amigo, llevado por su espíritu caballeresco, se dirigió de inmediato en ayuda del joven y al aproximársele quedó asombrado al reconocer en él a uno de sus compañeros de colegio, íntimo amigo suyo pocos años antes. Después de terminar la escuela en North Midlands, aquél habíase ausentado para Australia, no habiéndose cambiado correspondencia entre ellos durante ese tiempo. Recientemente había vuelto a Inglaterra y vivía solo en Londres, donde a consecuencia del intenso trabajo sufría una alteración del sistema nervioso. Mi amigo se ofreció para llevarlo a su propia casa, en la que podía quedar una o dos semanas, descansando y gozando de la agradable sociedad de su familia, con lo que seguramente se normalizaría su estado. El otro aceptó, instalándose en la casa, donde le dieron un cuarto grande que no había sido ocupado por nadie desde hacía mucho tiempo. Las cosas anduvieron bien por unos días y el huésped parecía contento, excepto en algunos intervalos que se sentía ensombrecido por sus pensamientos. Un día, mi amigo oyó ruidos como de violentos golpes en el cuarto y al entrar para averiguar la causa encontró al joven visitante parado delante de un gran aparador, golpeando los paneles con el puño. Mi amigo lo agarró preguntándole el motivo de lo que estaba haciendo. «¿Haciendo? —exclamó—; ¿no ves lo que estoy haciendo? Estoy tratando de romper este maldito aparador, donde tú tienes encerrados huesos humanos ...» Estaba fuertemente excitado y el dueño de casa trató de calmarlo, explicándole que eso de los huesos era una ridícula fantasía, pues jamás en su vida había visto un hueso humano. Poco a poco se fue tranquilizando y mi amigo le dijo riendo que no debía hacer caso de semejantes ilusiones, pues de otro modo la vida en la casa se les haría intolerable.
Luego lo dejó solo y por una media hora reinó la tranquilidad; sin embargo, al cabo de ese tiempo se sintió nuevamente una explosión de ruidos. Como mi amigo volviera al cuarto, encontró que el joven otra vez a golpes y puntapiés pretendía romper el aparador. Nada lo tranquilizaba, ni las explicaciones de que el mueble no contenía sino viejos equipos de deporte, botas, sacos, gorros, cañas de pescar y cosas por el estilo que, por años estuvieron guardados allí, ya que no se usaban más.
Pero todo lo que se le decía era inútil. «No quiero un inventario de lo que tienes —replicaba—, si no sabes que hay huesos humanos en el aparador, dame la llave y veremos».
Pero la llave no la tenía mi amigo y tampoco sabía dónde encontrarla, y como no hubo forma de convencer al joven, resolvió buscar una que pudiera abrir la cerradura. Por casualidad la consiguió y abriendo la puerta comenzó a buscar las cosas para convencer al pobre demente que no había ningún hueso. El otro, de pie a su lado, miraba los viejos recuerdos de los antiguos tiempos de colegio, cuando de pronto metió la mano dentro del mueble y agarró una valija de cuero que empezó a forcejear para abrir. Por fin lo consiguió, ¡encontrando que estaba llena de huesos humanos! La mayor parte pertenecían al brazo y ocupando la parte superior del montón se veía el esqueleto completo de una mano.
—¿Te convences ahora de que no estoy loco? —exclamó señalando los huesos.
Mi amigo me decía que jamás en su vida se había encontrado más sorprendido. Por unos instantes contempló los huesos silenciosamente y de repente se le presentó la explicación de su presencia allí. Recordó que ocasionalmente y por poco tiempo, había ocupado ese cuarto un hermano suyo que estudiaba medicina y que hacía tres años se había ausentado. Este utilizaba el aposento para estudiar por la noche y no tenía ninguna duda que había traído los huesos de la sala de disección del hospital donde hiciera práctica de anatomía del brazo y de la mano, olvidándose de llevarlos cuando se fue de Inglaterra.
No es posible encontrar mejor caso de clarividencia que este. Precisamente, ahora, sin embargo, todo el problema de ese misterioso sentido o facultad está, por decirlo así, a prueba, y la evidencia no está en su favor, ya que encontramos que una mayoría de los supuestos ejemplos de segunda vista, pueden ser explicados por la telepatía. El caso relatado no era ciertamente de telepatía, sino, según mi creencia, simplemente de olfato.
Se puede objetar que concediendo que hubiera allí un olor, como suele ser usual en los huesos que obtienen los estudiantes en las salas de disección, y que éste se filtrara por entre el aparador, hay todavía un gran vacío que llenar en el proceso. ¿Cómo supo el joven que el olor, sea que fuese percibido consciente o inconscientemente, emanaba de huesos humanos y no de otra cosa? Lo más seguro es que no llegó a la conclusión por ningún proceso de razonamiento. El olor le llegó, me imagino, de este modo: el olor que provenía del aparador era demasiado leve para poder percibirlo, pero sin embargo fue recibido inconscientemente y excitó la subconsciencia y la mente; trabajando con él avanzó paso a paso a la conclusión: olor que emanando de un aparador cerrado llenaba el cuarto; identificado eventualmente como olor de huesos; para adoptar finalmente la conclusión de que, ocultos en ese lugar, probablemente eran huesos humanos. Y este resultado que pasó repentinamente como un relámpago sobre la mente consciente, en su estado de anormal excitación causó el estallido del semiloco.