CAPÍTULO I
El Parque de Richmond · El ciervo colorado · Aventura con una cierva que come bellotas · Contemplo a una cierva que escucha · Comparación de los sentidos del perro y del ciervo · Sentidos e instinto en los animales salvajes y domésticos · Comparación entre el hombre y la bestia · La cierva separa su sentido del oído en dos partes · La trompeta del oído y la trompetilla acústica · Extraño caso de una señora sorda que escuchaba un sermón por medio de la trompetilla.
De vez en cuando me gusta visitar el Parque de Richmond en Londres, para recrearme en sus bosques y sus aguas en los que abunda la vida salvaje, y en sus amplias extensiones de pasto y helechos. Lo que más me atrae es la vida de los pájaros, muy variada por cierto, a pesar de la cercanía con la gran urbe, pudiéndose contemplar allí por lo menos dos de los pocos grandes pájaros que quedan en Inglaterra: el colimbo y la garza. Menor importancia ofrecen los mamíferos y, sin embargo, a ellos me voy a referir al relatar dos casos que se me presentaron en distinta ocasión, en los que fue actor el ciervo colorado, animal siempre cauteloso y grave cuando no hostil en su modo, lo que debe prevenirnos para no intimar con él. Mientras paseo solo por el parque en un brumoso atardecer de octubre o noviembre, oigo sus bramidos y domino mi curiosidad. ¡Extraño y formidable sonido! ¿Es un canto de amor o un grito de batalla? Renuncio a averiguarlo y, pensando en algo más fácil de entender, tranquilamente continúo mi camino hacia la salida.
Una tarde del verano pasado paseaba yo con tres damas por entre los desparramados robles cerca de Pen Ponds, cuando vimos una hermosísima cierva que, con grandes esfuerzos se levantaba sobre sus patas traseras para alcanzar las maduras bellotas del árbol y, como a mí me fue posible arrancar unas cuantas, se las ofrecí, acercándose ella rápidamente a tomarlas de mi mano. Invariablemente lo hacía con una violenta sacudida, no porque se asustara o tuviera desconfianza, sino simplemente porque era esa la única manera que conocía la cierva de tomar sus bellotas de las ramas, a las que sé encuentran prendidas por medio de un fuerte tallo. Para su inteligencia, ella creía que debía arrancar la fruta de mí. Mis amigas le dieron también bellotas, y todas las devoró con avidez y todavía pidió más.
Y, mientras nos entreteníamos en esto, dos señoras acompañadas por una niñita de ocho o nueve años, se aproximaron, mirando complacidas lo que hacíamos nosotros. De pronto la pequeña preguntó: «Mamá, ¿puedo darle una bellota?», y como la madre respondiera que no, yo le dije: «Ven, toma ésta y alcánzasela a la cierva». La tomó alegremente y se la ofreció. Súbitamente se produjo un cambio en el animal que, en vez de coger la bellota, se echó hacia atrás, pareciendo asustado y colérico; luego, con lentitud, como si desconfiara, se acercó a la niña y cogió la bellota, pero casi al mismo tiempo saltó por encima de la cabeza de la chica y al caer en el otro lado la golpeó con sus patas traseras. Una pezuña le pasó rozando por la mejilla, asestándole además un fuerte golpe en el hombro. Luego se alejó al trote, sin que le importara dejar a la niña gritando y sollozando de dolor y de miedo.
Durante unos minutos quedé asombrado ante semejante acción de la cierva, dándome cuenta, sólo entonces, que la pequeñuela vestía un saco de color rojo fuerte. «¡Qué tonto y ciego soy —me dije— al no haberme apercibido a tiempo de aquel saco colocado!» Creo que mi dolor fue tan grande como el de la pobrecita que, ya repuesta, fue innecesariamente reprendida por la madre, para que no se le ocurriera volver a dar de comer bellotas a ningún ciervo.
He visto el efecto del color escarlata en otros animales, pero jamás en el ciervo. Representa para ellos algo así como un aviso o un desafío, de acuerdo al estado de ánimo en que se encuentren y, si su temperamento fuera feroz o salvaje, capaces serían de entrar en furia.
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La segunda aventura que se me ocurrió con una cierva, no ofreció nada de sensacional ni sorprendente, pero me interesó más aún que la primera.
Viendo a una cierva que yacía debajo de un roble, rumiando, me dirigí hacia ella sin hacer ruido, sentándome en las raíces de otro árbol que sé levantaba a unas veinte yardas. Mi llegada no la perturbó lo más mínimo. Tan pronto como me instalé, reinició el vigoroso rumiar que había suspendido, dirigiendo sus orejas erguidas hacia adelante, en dirección a un bosque que estaba a unas doscientas yardas más allá. Yo me encontraba directamente detrás suyo, de modo que teniendo la cabeza en posición horizontal y las grandes orejas sobre los ojos, no podía verme. Por otra parte, no le inquietaba mi presencia, preocupada con el bosque y los sonidos que de allí le venían y que mi oído, menos agudo, no podía percibir, aunque el viento soplara de la arboleda hacia nosotros.
Era indudable que los ruidos que oía tenían su importancia y le interesaban. Dirigiéndole el binocular para acercarla a mi vista, pude observar una constante serie de movimientos demostrativos de que experimentaba una continua sucesión de pequeñas emociones: la brusca suspensión del rumiar, el enderezamiento de los bordes anteriores de las orejas o un ligero cambio en su dirección; pequeños temblores que le corrían por todo el cuerpo, levantando o abatiendo alternativamente los pelos del lomo. Los sonidos que los causaban eran sin duda los mismos que podemos oír nosotros un día de verano en cualquier bosque donde hay maleza: el chasquido de una ramita, el susurro de las hojas, el pink-pink de un pinzón asustado, el trinar de un tordo o las agudas y temblorosas notas de alarma de un petirrojo o de un reyezuelo y muchos otros.
Era evidente que la cierva no podía ver más que lo que yo veía, es decir, el cerrado bosque a unas doscientas yardas de distancia, al otro lado de un herboso espacio: ni necesitaba ver nada, pues vivía y conocía el significado exacto de cada uno y de todos los sonidos. Era como el perro que acostumbramos a ver en reposo, sentado o echado con la barba metida entre las patas, aparentemente dormitando, pero despierto dentro de su mundo, como podemos advertir por la perpetua contracción del hocico. Recibe él una continua sucesión de mensajes y aunque algunos sean poco claros, la mayoría le dicen algo que entiende y por lo que siente vivo interés. Y todos le llegan por una vía, el olfato; porque si lo observamos atentamente, podemos ver que sus ojos generalmente medio cerrados y pestañando, ofrecen ese aspecto de ceguera o de no ver conscientemente, que nos es tan familiar en el hombre cuya visión está dirigida hacia su interior, meditando y tan absorto en sus pensamientos que hacen que el mundo visible sea invisible para él. El ojo confuso del perro que descansa y el ensimismamiento del filósofo se deben, en ambos casos, al hecho de que siendo innecesaria la visión en el momento, ha sido dejada de lado. El ciervo y el perro adormecidos pero alertas, sólo difieren en que el primero vive en un baño de vibraciones y el otro de emanaciones.
Volvamos a nuestra atenta cierva. Los sonidos que atraían su atención no eran audibles para mí, pero me atrevo a decir que un hombre primitivo, salvaje puro, que hubiera vivido siempre en estado natural, en una región boscosa, habría sido capaz de distinguirlos, aunque no tan bien como la cierva, a causa de la diferencia que existe en la estructura del oído externo en las dos especies. Pero ¿qué significado podrían tener esos leves sonidos del bosque en la vida de esta criatura, en su situación presente, es decir, encerrada, semidomesticada, estado en que la grey ha existido durante generaciones? No se trata más que de una supervivencia: el perpetuo alerta y los agudos sentidos del animal salvaje, que ya no le son necesarios, pero que todavía permanecen activos y lúcidos, no entorpecidos o atrofiados como en nuestro ganado doméstico que el hombre custodiara desde los tiempos neolíticos. Pero como he tenido ocasión de observar en las pampas argentinas, estas cualidades e instintos, dormidos por miles de años, reviven y recobran su antiguo poder cuando el ganado ha vuelto a su vida salvaje, teniendo que protegerse de sus enemigos.
Una larga intimidad con los animales, me ha libertado de la creencia común de que ellos sean autómatas con un ligero soplo de inteligencia en su constitución. Tanto en la bestia y el pájaro, como en el hombre, el entendimiento es lo principal. El hombre ha progresado mentalmente tanto que, mirando hacia atrás a los demás seres, estos parecen prácticamente sin mentalidad comparados con él. Sus actos, por ejemplo, son instintivos, mientras que en el caso del hombre la razón ha ocupado el lugar del instinto. ¡Qué gracioso resulta encontrar estas inflexibles y firmes líneas, escritas todavía por algunos biólogos modernos! Alfredo Rusell Wallace sostenía que no existían instintos en el hombre. La simple verdad de la cuestión es que nuestros instintos se han modificado y apagado más en nosotros que en los animales inferiores. Pero aunque los instintos en los animales estén menos modificados y obscurecidos, ellos están también entremezclados y saturados con inteligencia. ¿En qué difieren en el animal y el hombre primitivo o salvaje, las ocupaciones ordinarias de la caza, pesca, el guarecerse bajo techo, criar y proteger la prole y así sucesivamente? Hay en ambos materia pensante o inteligencia, podríamos decir; ni el animal ni el hombre podrían existir sin ese elemento, aunque sin duda el hombre en estado natural tiene algo más que sus vecinos de cuatro patas.
Mi única razón para tocar este tema, es, por que quiero decir que reconozco una vida espiritual en los animales, similar a la del hombre, aunque en grado mucho menor. Y lo expuesto me fue sugerido por la manera como se condujo la cierva durante todo el tiempo no menor de una hora que yo pasé allí, intencionalmente, contemplándola con interés y sorprendido por la intensa curiosidad que ponía en los tenues sonidos que le llegaban del bosque. Estos sonidos, como hemos visto, no tenían importancia alguna en la vida de la criatura. Podría aun decirse o suponer que ella sabía que no representaban nada, puesto que no sentía temor por ningún peligro que pudiera venir de esa dirección y tan libre de ello estaba, que ni siquiera la preocupó mi presencia durante el tiempo que estuve sentado en la raíz del árbol detrás suyo. Seguramente escuchando así, ella experimentaba una especie de vida espiritual, entreteniéndose, podríamos decir, en captar e identificar la serie de ligeros ruidos que transportaba el aire. Se hubiera podido comparar el animal en ese estado en que yo lo veía, descansando después de comer, rumiando y, al mismo tiempo, ocupado agradablemente en oír las vibraciones de los árboles, al hombre que después de comer bien, fuma su cigarro con comodidad sentado en un sillón, distrayendo su mente con un fascinante libro en el que se cuentan tristes cosas del pasado y batallas del tiempo antiguo.
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El último párrafo es de especulación pura y, si algún grave naturalista (y todos los son prácticamente) ha dicho ya al leerlo. «Usted va demasiado lejos», yo concuerdo con él. El poeta Donne ha expresado que hay ocasiones en que nosotros o algunos de nosotros pensamos con el cuerpo, lo que es más cierto tal vez en los animales inferiores que en el hombre; pero las pequeñas manifestaciones exteriores no son suficientes para mostrarnos la mente, y el caballero que en su sillón fuma su cigarro después de comer y goza simultáneamente con su novela, puede estar en muy distinto plano que el ciervo que rumia y capta pequeños sonidos volantes con sus orejas, o del perro que dormita al rayo del sol, percibiendo olores que vienen en el aire, o de la araña de jardín que en pacífico reposo captura diminutas moscas lustrosas en su geométrica tela.
Pero lo que sigue es realidad pura. Esta misma cierva me ofreció una nueva sorpresa antes de dejarla.
Luego de haber permanecido allí durante quince o veinte minutos, suficientemente entretenido en la contemplación de esos pequeños movimientos que he descripto, se me ocurrió hacer un experimento y para ello emití un silbido poco elevado. Instantáneamente las orejas que habían estado apuntando hacia delante todo el tiempo, se echaron hacia atrás y quedaron en esa posición alrededor de un minuto; pero como no se produjera ningún sonido ulterior, volvieron nuevamente a su posición primitiva. Volví a repetir el silbido y las orejas se dirigieron hacia atrás, quedando así por un largo intervalo, para volver finalmente hacia delante otra vez, repitiéndose el silbido y el movimiento de las orejas cinco o seis veces sucesivamente. Y aquí aparece la sorpresa. Al silbar la vez siguiente, una oreja quedó atrás, mientras la otra continuaba apuntando hacia adelante en dirección al bosque, como si la cierva se hubiera dicho —porque ella, sin duda sabía que el silbido salía de mí—, «no me voy a dejar engañar más; permaneceré atendiendo mis sonidos del bosque, y al mismo tiempo tendré una oreja dirigida hacia usted para averiguar lo que significa ese silbido». Lo sorprendente fue que pudo hacerlo. No sabía yo que un animal con oreja en trompeta pudiera usarlas de ese modo recibiendo impresiones de dos fuentes, tomándolas y juzgándolas separada y simultáneamente, a la manera del pájaro que recibe impresiones visuales por sus ojos colocados (como en la mayoría de los pájaros) a los lados de la cabeza, percibiendo cada uno su propio y distinto campo visual, o como el camaleón que, con los ojos salientes, es capaz de mantener uno espiando los movimiento de algún insecto cerca suyo, mientras que con el otro observa una persona u otros objetos que llaman su atención.
Pronto me di cuenta de que si yo dejaba de silbar durante el tiempo en que la oreja estaba dirigida hacia atrás en dirección mía, ésta regresaba a su posición anterior para auxiliar a la otra, y cuando esto sucedía y yo volvía a silbar, esa oreja —siempre la izquierda— instantáneamente volvía para atrás conservando la otra firmemente atenta al bosque.
Esto continuó hasta que la cierva se levantó y, sacudiéndose el polvo y las hojas caídas, despaciosamente comenzó a vagar sin dar siquiera una mirada de despedida a la persona que le había impedido descansar agradablemente, conduciéndose de tan extraña manera. Pero ella me había enseñado mucho.
¿Habría la cierva —me pregunto— sugerido con sus hermosas orejas la trompetilla acústica? Contemplando cómo esa cierva movía a su alrededor las dos orejas en trompeta para captar los sonidos que se sucedían, recordé sonriente a una anciana dama que solía ver en la iglesia de una aldea de Hampshire, que se sentaba en un banco delante de mí durante el servicio del domingo, y la destreza con que manipulaba su trompetilla par percibir las preciosas y elevadas palabras del predicador. La manera de decir éste el sermón no sólo era curiosa, sino única. Empezaba cada frase en un tono natural, tranquilo; luego alzaba la voz, más y más, dejándola caer nuevamente a su tono inicial. Así, pues, había cuatro cambios de tono acomodados a los cuatro períodos que componían cada sentencia y habían también otras cuatro correspondientes actitudes y movimientos del cuerpo. De este modo, decía el primer período de pie, con la cabeza y el cuello agachados y con los ojos fijos en el manuscrito. Para la segunda se levantaba a mayor altura y fijaba los ojos en la congregación. En la tercera el movimiento hacía arriba culminaba cuando el predicador se paraba en la punta de los pies, sosteniéndose sobre el púlpito con las yemas de los dedos y luego, después de haber lanzado impetuosamente las palabra del tercer período en el tono más intenso, bajaba la vista y el tono de la voz se hacía apenas perceptible. La diferencia en la posición del pastor cuando decía los períodos tercero y cuarto, debió haber sido de nueve pulgadas más o menos, y el cambio de voz que ello implicaba, tenía que producir por supuesto una grandísima diferencia en la audición de la plática, para una persona dura de oído. Allí entraba en acción la trompetilla de la señora. Había cuatro cambios de dirección para cada período; de la primera y la última, cuando estaba dirigida recta por delante de ella, a la segunda y tercera cuando se levantaba al parecer automáticamente, y asemejando en la tercera una cresta colocada sobre su cabeza. Me dijeron, si mal no recuerdo, que el vicario había ejercido su ministerio durante casi un cuarto de siglo, que siempre predicó en la misma forma y que la anciana atendió el servicio de la iglesia con su trompetilla durante muchos años, llegando con la larga práctica a perfeccionar de tal modo su manejo para seguir el sermón, a través de las subidas y bajadas del predicador, que lo podía hacer casi con los ojos cerrados y sin perder palabra.