CAPÍTULO VIII

Explicación y defensa pospuesta · El olfato en los pájaros · Una antigua controversia · Los dos aspectos del buitre · Costumbre del buitre · Palomas · El olfato en los cuervos · Cornejas y cuervos · El cuervo de carroña · Doble naturaleza de la corneja · Historia misteriosa de una corneja · Pánico en los mamíferos · Los caballos y el ganado vacuno olfatean los pastos y el agua · Grandes pánicos que preceden las invasiones de los indios · La lucha con los indios en la Argentina · Una pequeña tragedia de la frontera.

Cuando terminé el último capítulo, antes de concluir con todo lo que tenía que decir respecto al sentido del olfato, se me ocurrió que había tratado ligeramente ciertos puntos entre los cuales correspondía andar con cautela. Mencioné las antipatías, la sugestión prenatal y hasta la telepatía en un capítulo anterior, pareciéndome entonces que sería mejor hacer una larga pausa e introducir una discusión que ocupara un capítulo entero y que sirviera una vez por todas para explicar y justificar la introducción de tales cuestiones en el libro de un simple naturalista de campo. Pero después de escribir el capítulo lo pensé mejor, determinando mantener estrictamente el tema del olfato hasta el final y dejar por el momento la defensa de mis argumentos. Por ahora solamente diré que estos temas son delicados y discutibles, y que al tratarlos procuro expresarme con la humildad propia de un amateur, prácticamente un entrometido que ansiosamente procura no desagradar a los maestros de la ciencia y la psicología; a todos aquellos que han sido exaltados a los estrados de la sabiduría.

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Hasta ahora nada he dicho sobre el sentido del olfato en los pájaros; y ciertamente hay poco que decir. Los pájaros tienen sus nervios olfativos, heredados de los reptiles y los pasajes son meras ranuras en el córneo pico que tienen en lugar de manos y que les sirve como un implemento o más bien como una caja completa de herramientas, lanza, hacha, raspador, cuña, pala, pico, cuchillo, tenedor y cuchara. Los anatomistas ornitólogos dicen que sabemos muy poco sobre los nervios olfativos de los pájaros, y que se pueden considerar como degenerados o débiles en comparación con los de otros animales, agregando que algunos pájaros han llegado a perder ese sentido. Esto no debe asombrarnos si consideramos el extraordinario desarrollo de la visión en el pájaro, desde que éste vive con su sentido de la vista, como el perro, el topo y la rata lo hacen con el olfato. El desarrollo de un sentido causa la decadencia del otro. De todos modos, es así como se considera en la actualidad este asunto, que se discutió en las revistas científicas durante las tres o cuatro primeras décadas del siglo XIX con la furia propia de aquel tiempo, cuando las pasiones eran más fogosas y el lenguaje más libre que hoy, y cuando si un naturalista disentía de otro sobre la vista y el olfato en los pájaros, se le decía francamente que era un loco si es que no se le trataba de peor manera.

Sonreímos ante el principal argumento de los partidarios del olfato del tiempo de Waterton, Swainson y Audubon: que cuando moría o se carneaba un animal en el desierto, los efluvios que emanaban instantáneamente volaban sobre la tierra y se elevaban hasta el cielo a gran altura, resultando de esto que como un milagro aparecían rápidamente centenares de buitres donde antes no se había divisado ni uno. La vista, sostenían, no podía haberlos llevado, siendo que el animal muerto en la selva no podía ser visible para los pájaros remontadores, con excepción de alguno que por rara casualidad se hubiera encontrado en esa parte del cielo directamente sobre el lugar.

Como en muchas otras polémicas de esta especie, lo único que se necesitaba era la observación de los pájaros mismos hecha por un naturalista de campo, lo que ha su debido tiempo sucedió.

El buitre es interesante en los extraños aspectos de contraste en que se nos presenta; es un detestable y emplumado basurero y un pájaro sublime que se remonta al cielo y que puede servir como un emblema del hombre en su doble personalidad, la grosera o terrenal y la angelical. Es feo y desagradable como acostumbramos a verle en reposo, harto de carroña y borracho con ptomaínas, con la pelada y verrugosa cabeza sumida entre sus inmensos y salientes hombros, el desnudo buche saliente y las grandes alas que como dos deshilachadas y enmohecidas capas negras caen negligentemente a su alrededor. Después de dormir los efectos de su desagradable comida, se sacude y las flojas y harapientas capas se transforman en un par de grandes y extendidas alas que lo levantan de la tierra en círculos que se van ensanchando y ensanchando, conduciéndolo hacia arriba, cada vez más alto, hasta que la vista no pueda seguirlo más, y cuando no es sino una mancha no más grande que una mosca, todavía flota serenamente en anchos círculos sobre el enorme vacío azul. Y a esa altura, lejos de los olores de la tierra, continuará su vuelo durante largas horas. Vive en el aire y a semejante altura porque es su elemento, donde obtiene el mayor desarrollo de sus facultades, de su visión y de la mente que está detrás de ellos. Invisible a esa altura, puede distinguir claramente los objetos que le conviene ver, los animales muertos, agonizantes o en penuria, igual que la bubia que volando a trescientos pies de altura, puede columbrar un pescado que nada a dos o tres pies debajo de la superficie del mar, o como el cernícalo que, elevado a ciento cincuenta pies de la tierra, puede ver un ratón de campo entre los pastos. La visión del halcón ratonero es todavía más poderosa que la de éste. En julio y agosto, este pájaro se alimenta con saltamontes desde la misma altura, y, como en la caza de ratones, puede descubrir el insecto a pesar de su pequeñez y de su color parecido a los pastos amarillentos.

Cuando el buitre ha visto la cosa que busca, cae oblicuamente o en círculos desde el cielo, y su acción es observada por otro buitre o por varios desde una o dos millas de distancia: conociendo éstos lo que eso significa, le siguen, y a éstos siguen otros a su vez, de modo que progresivamente todos los que se hallan ocupados en repartirse la tierra en una extensión de cien millas cuadradas, pueden ser atraídos al lugar en el espacio de treinta o cuarenta minutos. De aquí el extraño fenómeno de la rápida congregación de esos rapaces en un sitio donde no se había visto ni siquiera uno poco tiempo antes, los que caen desde el vacío como por un milagro.

Sabemos hoy, por nuestros aviadores, que las partículas olorosas no se levantan muy alto. Uno que ha investigado este asunto, J. M. Bacon, dice: «Puedo afirmar que todo el humo de Londres es perceptible desde el cielo solamente hasta un cuarto de milla, aun en mitad del invierno, cuando todas las chimeneas trabajan más fuertemente que nunca».

Maravillosa como es la visión en los pájaros comparada con la de otros animales, parece probable que en algunos géneros el sentido del olfato no ha degenerado como en la mayoría. Nunca pude averiguar la verdad sobre la antigua creencia que se refiere a la afición de la paloma por los olores fragantes. Esta leyenda ha conducido a un proceso legal promovido por un hombre contra su vecino por haberle robado sus palomas atrayéndolas a un nuevo palomar valiéndose de ese medio. Es una cuestión que podría ser determinada por la experimentación.

Estoy convencido de que los verdaderos cuervos representados en Inglaterra por el cuervo común, el cuervo de carroña y el «Corvus cornix», la corneja y el «Corvus monedula», tienen un agudo sentido del olfato. Ellos también se mantienen de osamentas, pero carecen de la larga visión del buitre y de su fuerza para remontar; vuelan bajo y puede ser que se ayuden con el olfato en la búsqueda de su comida animal. Donde abundan los cuervos, es un hecho conocido por los pastores que la presencia de uno rondando sobre la majada, es signo de que alguna oveja está enferma y a punto de perecer. Los efluvios del animal enfermo, que no son distintos a los del animal muerto, atraen al pájaro. En cierta ocasión se observaron una cantidad de «corvus monedula» que revoloteaban sobre el agua en un lugar determinado, haciendo lo mismo por varios días, aunque nada se veía en la superficie que los pudiera atraer; después de algún tiempo se descubrió que en el fondo de aquel estanque yacía un animal ahogado y ya putrefacto. El olor del agua los había llevado allí. La muy antigua y universal idea de que el cuervo es un pájaro de mal agüero y ronda sobre la casa antes de la muerte de su ocupante, se funda, según creo, en un hábito común del pájaro. Una persona enferma en la casa lo atraerá tan rápidamente, como una oveja enferma en la majada libre en el campo. Y lo mismo pasa con el cuervo de carroña.

Un amigo escritor bien conocido me contó este notable caso. Se encontraba atacado de fiebre tifoidea, casi a la muerte, según la opinión del médico y la creencia de la familia. Durante los días en que su empeoramiento era más notable empezaron a rondar la casa y se detuvieron cerca de ella todo un día entero, dos cuervos que venían de un cercano bosque de pinos donde habitualmente se criaban. Estos cuervos nunca se habían visto con anterioridad cerca de la casa, pero ese día estuvieron volando constantemente a su alrededor revoloteando sobre el edificio, posándose sobre el techo articulando sus roncos graznidos y demostrando un gran estado de agitación. Se puede imaginar el disgusto y aflicción de los familiares al ver la insistencia con que los pájaros permanecían allí; se trataba de gente libre de supersticiones y, sin embargo, por toda la vida no pudieron olvidar la emoción que experimentaron. Mi amigo mismo, al contarlo después que estuvo curado, no podía menos de pensar que se trataba de algo muy misterioso. Como yo tenía algunos conocimientos de la psicología de los pájaros, me consultó el caso, aunque no encontró satisfactoria mi explicación. No quería creer que había estado en la misma condición de Lázaro, no todo él muerto, pero sí una buena parte, y en situación tal como para excitar el voraz apetito de un cuervo.

La corneja también es hasta cierto punto un pájaro sobrenatural y extraño o que parece saber más de lo que un pájaro debiera y que algunas veces procede de modo misterioso. Es un verdadero cuervo a pesar de su segunda naturaleza —el deseo de parecer respetable— que lo hace afeitarse la cara y hacer vida social.

Mi amigo H. A. Paynter de Alnwick, hombre bien conocido en Northumberland y buen naturalista de campo, me refirió un notable caso en que los hábitos del cuervo de carroña se manifestaron en las cornejas. Este amigo mío tenía un caballo que murió y del cual quería conservar el cuero. En el mismo lugar en que el animal muriera, procedió a la desagradable tarea de desollarlo, dejando los restos con el propósito de hacerlos retirar más tarde; pero las cornejas, sumamente abundantes en la vecindad, fueron rápidamente atraídas en cantidad que aumentó al extremo de que al terminar el día habían cientos dando vueltas como una negra nube alrededor del animal desollado, adheridas a él como un enjambre de abejas, peleándose entre sí para conseguir un lugar, graznando excitadamente y desgarrando la carne. Me dijo que el espectáculo era tan extraordinario que lo había fascinado; lo observaba hora por hora y no quiso permitir que los alejaran. Al siguiente día los pájaros volvieron en mayor cantidad y continuaron su sanguinaria fiesta hasta que no quedó más que el esqueleto.

Este incidente no da luz alguna sobre la cuestión del olor, y si lo he relatado ha sido para demostrar que la corneja se parece al cuervo y también para que sirva de introducción a otro suceso de índole misteriosa.

—Este caso, que también es de segunda mano, no fue directamente observado por el amigo que me lo transmitió, en quien tengo completa fe, pues es un naturalista que en la actualidad se dedica a la biología marina y que en aquel entonces se encontraba en Essex, cerca de donde sucedió aquello, habiendo oído el relato completo de personas que lo presenciaron y que le impresionó vivamente luego de conocerlo. El hecho ocurrió en una casa solariega de Essex, en la que existía una antigua y populosa colonia de cornejas dentro de un grupo de olmos cerca de la casa. El propietario, caballero de edad avanzada, estaba agonizando, y el día de su muerte todos los pájaros se levantaron de pronto con agitados graznidos y descendieron flotando hasta la casa, para revolotear en una densa multitud delante de las ventanas del cuarto del enfermo, golpeándolas con las alas y graznando como si se hubieran vuelto locos. Naturalmente el efecto resultó inquietante y hasta terrorífico para los moradores de la propiedad, y su misterioso significado se acrecentó cuando los pájaros alzaron luego el vuelo y se alejaron como aterrorizados; más tarde se vió que habían abandonado el lugar, pues nunca más volvieron.

Más de un naturalista dirá sin duda que ha oído ya muchos relatos como este y no querrá creerlo; y la razón para ello será la misma que tiene el hombre de ciencia y el psicólogo para negarse a creer en la telepatía, porque es imposible, o, en otras palabras, porque es inexplicable, lo que solo quiere decir que no ha sido todavía explicada. No sería, sin embargo, difícil encontrar una explicación de la acción de las cornejas en este caso, si consideramos los hábitos, instintos activos y latentes del pájaro y de sus más cercanos parientes corvinos, porque hemos visto que la corneja es un cuervo de carroña disfrazado, igual que éste es un cuervo común más pequeño. Pienso que como en el caso del cuervo que revoloteaba alrededor de la casa de mi amigo cuando éste se encontraba a las puertas de la muerte, los efluvios del cuarto del enfermo los excitaban a esa extrema locura; también pudo haber sido el ejemplo de un pájaro único en la comunidad, uno que era más cuervo de carroña que sus compañeros y que primero se separó de ellos, porque sabemos que con los pájaros y animales, como con los hombres, un loco impulso de uno del montón enloquece algunas veces a toda la multitud.

Sabemos que las cornejas en ciertas ocasiones abandonan súbitamente hasta las más antiguas colonias, sin causa visible, a menudo con perdurable pena del propietario, que estuvo acostumbrado a tener los pájaros como vecinos desde su niñez. Se conocen casos de cornejas que dejan una colonia de este modo repentino, en plena época de cría mientras se incubaban huevos y pichones en los nidos.

Muchos más se podría decir sobre esto, pero el tiempo y el espacio no lo permiten, pues el resto de este capítulo debo dedicarlo a tratar el pánico en los mamíferos, categoría de animales en los que es más notable.

Los que han observado mucho a los animales salvajes, domesticados o semidomesticados, encuentran familiar el fenómeno y es corriente oír decir, a los que han presenciado estados de intenso terror sin causa aparente en un animal, que éste obra como si hubiera «visto un espectro». Es bastante probable que los animales vean espectros o fantasmas, ya que existe el espectro animal como el humano y también la telepatía entre el hombre y los animales; sin embargo, creo que en la mayoría de los casos en que el pánico se ha apoderado de un animal, ha pesar de que no se pueda ver alguna causa, el espectro no es sino un olor que la experiencia o la tradición lo ha hecho considerar como terrorífico. Se trata de un sentimiento asociado en el individuo y en el rebaño.

Los casos más interesantes que conozco se refieren a los animales domésticos, vacunos y caballos de las pampas argentinas, la región más grande del mundo en la cría de esos animales, donde pueden encontrarse estancias hasta con 50.000 cabezas cada una.

En mis tiempos, las estancias no eran cercadas; todo era campo abierto y los animales semisalvajes en sus costumbres, vagaban a su gusto sobre la planicie, pero vigilados por peones que los arreaban para hacerlos volver cuando se alejaban demasiado de sus propias tierras. Conozco una estancia en la que había no menos de cincuenta perros para ayudar a los gauchos en la tarea de mantener su ganado dentro de los límites.

Aún así, no siempre lo conseguían, especialmente en las temporadas de sequía, cuando el viento les llevaba noticias de agua y de mejores pastos a la zona donde los pastos escaseaban, y ellos naturalmente seguían el olor a veces a muchas leguas, diez o quince de su campo. En esas temporadas, en los sitios en que había agua y mejor pasto en la enorme planicie nivelada, pululaban inmensas cantidades de animales ofreciendo un sorprendente cuadro. Todo era, según el lenguaje del gaucho, vacas y cielo3.

Estas migraciones del ganado daban mucho trabajo a los peones que los cuidaban, pero no ocasionaban, sin embargo, serias pérdidas; éstas se producían cuando se presentaba un pánico y una pavorosa disparada, fenómeno frecuente en la frontera y que muchas veces precedía y anunciaba una invasión de los indios, pues el ganado olfateaba la llegada de los enemigos. Los indios de las pampas tenían un olor fuertísimo; cuando el viento venía del lado de un campamento se podía percibirlo a distancia de un tercio de legua más o menos, y es parecido al conocido y repugnante olor de una casa de compraventa en un barrio bajo de una ciudad. Estos salvajes no se lavan ni se limpian el polvo; en cambio, se untan todo el cuerpo con la grasa rancia de los caballos que han utilizado para comer. Cuando el viento soplaba del desierto, esta huída de los animales empezaba un día o más aún antes de que el enemigo apareciera en la escena, por lo general en tiempos de paz, cuando nadie soñaba tal cosa. El pánico se extendía a lo largo de la línea de frontera a una distancia de diez a veinte leguas: los caballos tomaban la delantera seguidos por los vacunos que disparaban desde las estancias más alejadas. Estas grandes huídas comprendían cientos de miles de animales que se alejaban de su «querencia», desparramándose de tal manera por los campos, donde se mezclaban con otras manadas, que una buena cantidad quedaba para siempre perdida.

En aquella época, la frontera estaba protegida por una línea de pequeños fuertes construidos en adobe, contando cada uno con una guarnición de cuarenta a sesenta soldados o gauchos armados de sables y carabinas, y estos fuertes se encontraban a distancia de cinco a diez leguas uno de otro. Cuando invadían, los indios separaban sus fuerzas en grupos que irrumpían en una marcha furiosa en varios y diferentes puntos ampliamente separados. Con rápidos movimientos saqueaban las estancias de más afuera, matando y tomando cautivos, quemando casas y juntando todo el ganado y los caballos que podían agarrar, y volvían con el botín otra vez al desierto, apartándose de sus enemigos, pero peleándolos cuando los encontraban.

Este era el estado de cosas en todas las fronteras de la Argentina en mi época y así fue siempre desde los primeros tiempos de la colonia, lo que continuó hasta la década del 80 en el siglo pasado, en la que finalmente se llevó la guerra al desierto y las tribus fueron dominadas y abatido para siempre su espíritu invasor.

El lector sonreirá quizás incrédulamente cuando diga que los indios en esta guerra que duró más de dos siglos, no usaban armas de fuego y no tenían sino lanzas hechas con cañas de bambú, de extraordinario largo, que no llevaban a la manera del soldado civilizado, sino que las empuñaban a la distancia de una yarda de la punta, lo que les permitía arrastrarlas por el suelo. Y todavía —¿me creerán?— cuando entraban en real pelea con un cuerpo de blancos civilizados, es decir, soldados armados de carabina y sable, aquellos pobres salvajes salían victoriosos con tanta frecuencia como perdían. ¿Cómo lo conseguían, siendo que la lanza es el arma menos efectiva y que se usa en la guerra tan sólo contra un enemigo casi dominado y en retirada? Su triunfo en la mayoría de los casos, se debía al terror que provocaban en los caballos de los blancos. Hay que explicar que en todos los casos se peleaban únicamente a caballo, pues la infantería y artillería resultaban inútiles, dada la extremada rapidez con que se movían los grupos indios que había que perseguir por toda la región invadida. Los indios siempre mejor montados que los blancos, se lanzaban a la pelea sólo cuando les convenía y su táctica consistía en atropellar, ampliamente desparramados, en furiosas embestidas, echados sobre el lomo y el pescuezo del caballo y lanzando sus penetrantes gritos de batalla. Pero, era el olor a indio lo que les daba ventaja, pues eran tan grande el terror que poseía a los caballos del enemigo, que se hacía imposible dominarlos y hacerlos enfrentar a los indios; y con un caballo enloquecido por el miedo, los blancos no podían emplear la carabina. De modo que su única salvación consistía en dejarlos correr para escapar del enemigo llevando (es innecesario agregar) sobre sus lomos al jinete.

Para concluir este capítulo, voy a relatar un incidente de esta guerra de frontera que nunca terminaba, incidente que produjo una profunda impresión en nuestro hogar de las pampas cuando yo era muchacho, por un motivo que luego explicaré.

Los indios habían invadido el sur de la provincia de Buenos Aires, y se enviaban rápidamente a ese lugar tropas separadas en pequeñas partidas. Uno de los oficiales enviados de la capital era un coronel que al llegar a la población del Azul, en la frontera, se puso al mando de un contingente de doscientos hombres, ordenándosele que se dirigiera a un lugar que quedaba veinte leguas más al sur, llevando una tropa de quinientos caballos, es decir, más del doble de los que necesitaban para poder abastecer de nuevas montas a otros contingentes que habían sido ya enviados al mismo sitio. Antes de llegar a su destino hizo alto en una estancia abandonada, en la que había un gran corral de palo a pique. Detúvose allí para que sus soldados cambiaran de caballos y comieran un asado, pues era medio día. Un poco más tarde, los exploradores que enviara antes para ír reconociendo el camino, volvieron inesperadamente a toda carrera porque habían visto un grupo considerable de indios que venían hacia ellos. Inmediatamente el coronel dispuso que sus soldados condujeran los caballos al corral, y una vez ejecutado esto, ordenó que también entraran ellos y que se colocaran alrededor del cerco siguiendo la línea de postes, para luego abrir el fuego no bien los indios estuvieran a tiro. Muy poco tiempo después aparecieron los salvajes, echados sobre sus cabalgaduras y profiriendo sus acostumbrados gritos. Los caballos, enloquecidos de terror, se atropellaban lanzándose contra los postes del corral, golpeando y pisoteando a los hombres hasta que, desde el comandante hasta el último soldado, no quedó ni uno sólo en pie. Fueron pisoteados y sofocados y llegaron a tener un fin desastroso bajo las patas de los caballos, mientras los indios gritaban y olían; manteniéndose todavía a considerable distancia, éstos daban vueltas y más vueltas alrededor del corral, y, viendo satisfechos que no tenían nada que temer, se arrimaron y abriendo la tranquera dejaron escapar los caballos. Luego de desmontar penetraron al corral y empezaron a chucear con la lanza a los soldados moribundos, despojándolos de sus ponchos y otros objetos que pudieran ser de algún valor. Pero tenían gran prisa para disparar con su botín; y de los doscientos hombres, sólo uno sobrevivió, un pobre infeliz que, oculto debajo de uno de sus compañeros, pudo darse cuenta de todo lo que había pasado. Cuando algunos indios se acercaron a él le infligieron un lanzazo en el cuerpo, pero no se fijaron en que le dejaban con vida.

Poco después, al retirarse los salvajes, el milico consiguió salir arrastrándose, hasta que más tarde otra tropa de soldados que perseguía a los salvajes lo recogió. El hombre hizo una completa relación de lo que había sucedido; fue éste, sin embargo, apenas un insignificante incidente, una de las diez mil pequeñas tragedias de la frontera y sin bastante importancia para figurar en ninguna historia.

La razón por la cual este caso nos impresionó tanto en la casa de mi niñez, fue porque el Comandante que cometió el fatal error de colocar los soldados dentro del corral, en vez de hacerlos quedar afuera, era un conocido de mi familia y en su camino a la frontera nos visitó, quedándose en casa cerca de tres horas conversando con mis padres. Algunos meses después vimos y conversamos con el pobre infeliz que agonizante consiguiera volver a la vida. Pero, aunque no llegara a la edad mediana, probablemente no iba a vivir mucho tiempo. Daba pena ver ese rostro extraordinariamente pálido, y todavía padecía terribles sufrimientos a consecuencia de los martillazos que su cuerpo había soportado de las pezuñas de los animales, además de la herida de lanza.

Sospecho que algún lector de estos recuerdos preguntará: «¿Por qué las autoridades militares del país no proveían a los soldados que salvaguardaban las fronteras de los ataques de los indios con caballos traídos de otras regiones, caballos que no se hubieran embebido de la tradición de terror del olor a indio?»

La respuesta es: «Porque no lo hicieron.»