19

Aquella noche no dormí. No intenté siquiera irme a la cama. Me fui a sentar al balcón y oí los ruidos de la calle. Encendí cuatro o cinco cigarrillos, pero casi no me los fumé. Dejaba que se consumieran lentamente, sosteniéndolos entre el índice y el corazón, mientras miraba las ventanas y los balcones de enfrente y las antenas en los tejados, y el cielo.

Poco antes del alba se levantó el mistral y ya las primeras ráfagas me dieron escalofríos.

Dicen que dura tres días, o siete, y pensé que durante tres días o siete no haría calor. No demasiado, al menos.

Siempre me había gustado el mistral veraniego, porque limpiaba el aire, eliminaba el bochorno y hacía sentir más libre. Me parecía justo que llegara precisamente aquella mañana.

Pensé en las cuentas que se cierran y en las cosas que empiezan. Pensé que tenía miedo pero que, por primera vez, no quería huir de él o esconderlo, aquel miedo. Y me parecía una cosa tremenda, y hermosísima.

Miraba la luz que iba adentrándose por el cielo y miraba las nubes grises tan extrañas y fuera de lugar en el mes de julio.

Dentro de poco me levantaría e iría a caminar por las calles aún desiertas. Me sentaría en una mesa al aire libre, en un bar del paseo marítimo, y tomaría un capuchino. Miraría las calles que se transformaban a medida que el día avanzaba. Tomaría otro capuchino y me fumaría un cigarrillo y luego, cuando se hubiese hecho ya de día, regresaría a casa. Dormiría, leería, iría al mar, dejaría fluir el día haciendo sólo lo que me viniera en gana.

Esperaría a que llegara la noche y sólo entonces llamaría a Margarita. No sabía lo que le diría, pero estaba seguro de que encontraría las palabras.

Pensé en todas estas cosas y otras, sentado en aquel balcón.

Pensé que no cambiaría aquel momento.

Por nada en el mundo.

FIN