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Aparqué el coche en zona prohibida, como acostumbraba los viernes. Cerca de la cárcel es imposible encontrar aparcamiento cuando se trata del día de visita de los detenidos.
El viernes es día de visita.
Pero no hay problema, porque raramente te ponen una multa. Ningún agente municipal tiene muchas ganas de discutir con los parientes de los detenidos visitados; en general, ningún agente municipal tiene ganas de estar de servicio cerca de la cárcel.
Finalmente aparqué en zona prohibida encima de la acera, bajé del coche, me arreglé la corbata, saqué un cigarrillo de la cajetilla, me lo puse en la boca y, sin encenderlo, me dirigí hacia la puerta principal.
El agente de la entrada me conocía y no tuve que mostrarle el carnet de abogado.
Atravesé los habituales portones metálicos, luego las rejas, luego todavía más portones. Finalmente entré en la habitación reservada a los abogados.
Estoy convencido de que en todas las cárceles se esfuerzan en escoger adrede la más fría para el invierno y la más calurosa para el verano.
Era invierno y, si bien en el exterior el aire era apacible, en aquella habitación amueblada con una mesa, dos sillas y un sillón hundido, hacía un frío humillante.
Los abogados no son muy queridos en las cárceles.
Los abogados no son muy queridos en general.
Mientras iban a buscar a Abdou Thiam encendí el cigarrillo y saqué de la cartera, para entretenerme con algo, la orden de prisión preventiva.
Leí de nuevo que …el imponente material probatorio imputado a Abdou Thiam constituye un cuadro tranquilizador idóneo, no sólo para justificar la restricción de la libertad personal en la presente fase sumarial sino que también, en perspectiva, permite razonablemente prever un resultado de condena para el proceso establecido.
Dicho en italiano: Abdou estaba sepultado por las pruebas, tenía que permanecer arrestado, encerrado y, cuando llegara el juicio, con toda seguridad sería condenado.
Mientras examinaba de nuevo la orden se abrió la puerta y un funcionario hizo entrar a mi cliente.
Abdou Thiam era un hombre muy guapo, con un rostro de cine y mirada profunda. Triste y distante.
Permanecí de pie delante de la puerta y luego me acerqué, le di la mano y le dije que era su abogado.
El apretón de manos de una persona dice un montón de cosas, si uno tiene el deseo de fijarse bien. El apretón de Abdou decía que no se fiaba de mí y, tal vez, que ya no se fiaba de nadie.
Nos sentamos en las dos sillas y me di cuenta casi enseguida de que no iba a ser una conversación fácil.
Abdou hablaba bien italiano, aunque no de la manera casi perfecta, sin acento, de Abagiage. Me salió, pues, natural, hablarle de tú, y él hizo lo mismo.
Despachamos en seguida la cuestión de cómo lo trataban y si necesitaba alguna cosa. Luego intenté que me diera su versión de toda la historia, para empezar a orientarme, puesto que todavía no había examinado el expediente.
No colaboraba. Hablaba con aire ausente, sin mirarme, y contestaba a mis preguntas de manera vaga» Casi parecía que el asunto no fuera de su incumbencia.
Me puse nervioso muy pronto, también porque detrás de aquella absurda imprecisión se percibía claramente una actitud de hostilidad. Hacia mí.
Hice un esfuerzo para ocultar mi irritación.
—Venga, Abdou, intentemos entendernos. Yo soy tu abogado. Eres tú quien me ha escogido —saqué el telegrama que me había llegado desde la cárcel el día anterior y lo agité algunos instantes— y yo estoy aquí para ayudarte, o para intentar hacerlo. Por eso necesito que me ayudes. De otra manera no podré hacer nada. ¿Me comprendes?
Hasta aquel momento había estado doblado, con la cabeza ligeramente inclinada sobre la mesa. Antes de contestar se enderezó y me miró a la cara.
—He mandado el telegrama únicamente porque me lo ha dicho Abagiage. Tal vez intentarás hacer algo como el otro abogado, o quizá no. Pero mientras tanto yo estoy aquí dentro. Cuando se celebre el proceso yo seré condenado. Todos lo sabemos. Abagiage cree que tú eres distinto del otro abogado y puedes hacer algo. Yo no lo creo.
—Escúchame, Abdou —dije esforzándome aún por mantener un tono calmado—, si te cortas y tu herida es profunda y sangra, ¿qué haces?
No esperé la respuesta.
—Vas al médico para que te cosa unos puntos. ¿No? Tú no sabes cómo coser los puntos, porque no eres médico.
Me parecía una metáfora bien escogida para intentar explicarle que hay casos en los que es indispensable recurrir a un profesional y que, en aquella ocasión, el profesional era yo.
—Yo sé cómo coser puntos porque he sido enfermero en el ejército, cuando hice el servicio militar.
En aquel instante no me esforcé por aparentar tranquilidad. No hacía falta, evidentemente.
—Escúchame bien. Escúchame muy bien, porque si me das otra respuesta de mierda salgo de aquí, llamo a tu mujer, le devuelvo el dinero —poco— que me ha dado y tú te buscas otro abogado. De lo contrario te nombrarán un defensor de oficio que no hará nada si no le pagas. Y probablemente no hará nada aunque le pagues, teniendo en cuenta lo que tú puedes pagar. Obviamente, si te comportas de esta manera idiota porque es cierto que has matado a aquel niño y quieres cumplir la pena, bueno, ése es otro motivo más para que yo me quite de en medio…
Silencio.
Entonces, por primera vez desde que estábamos en aquella habitación, Abdou Thiam me miró como si realmente existiera. Habló en voz baja.
—No maté a Ciccio. Él era amigo mío.
Aguardé un instante para serenarme.
Era como si me hubiera lanzado sobre una puerta cerrada para intentar derribarla y quien estaba detrás la hubiera abierto, con calma. Respiré a fondo y me apeteció un cigarrillo. Saqué la suave cajetilla de la americana y se la pasé a Abdou. Él no dijo nada, cogió uno y esperó a que se lo encendiera. Yo también encendí el mío.
—De acuerdo, Abdou. Tendré que leer los papeles del fiscal, pero antes necesito saber todo lo que recuerdas de aquellos días. ¿Quieres que empecemos a hablar de ello?
Dejó transcurrir algún segundo y luego asintió.
—¿Cuándo te enteraste de la desaparición del niño?
Aspiró con fuerza el cigarrillo antes de contestar.
—Supe que el niño había desaparecido cuando me detuvieron.
—¿Te acuerdas de lo que hiciste el día en que desapareció el niño?
—Había ido a Nápoles, a recoger mercancía. Lo dije cuando me interrogaron. O sea, dije que había ido a Nápoles, pero no que había ido a comprar los bolsos, para no involucrar a los que me los vendían.
—¿Fuiste tú solo?
—Sí.
—¿Cuándo regresaste de Nápoles?
—Por la tarde, por la noche. No lo recuerdo con precisión.
—¿Y el día siguiente?
—No me acuerdo. Fui a alguna playa, pero no me acuerdo a cuál.
—¿Te acuerdas de haberte encontrado a alguien? Quiero decir tanto el cinco de agosto como a la mañana siguiente. Alguien que pueda acordarse de haberte visto y a quien podamos llamar para testimoniar.
—¿Tú dónde estabas aquella mañana, abogado?
Estaba entre la mierda, habría querido responderle. Estaba entre la mierda también la mañana anterior y la mañana siguiente. También ahora lo estoy bastante. Sólo un poquito menos.
A Abdou no le interesaba eso, sin embargo, y no dijo nada. Me froté la frente con la mano, luego me la pasé por la cara y al final encendí otro cigarrillo.
—De acuerdo. Tienes razón. No es fácil acordarse de una tarde, una mañana o de un día igual a tantos otros. Tendremos que hacer, sin embargo, un esfuerzo para reconstruir aquellos días. ¿Quieres decirme ahora algo sobre el niño? ¿Lo conocías?
—Claro que lo conocía. Desde el año pasado, es decir, desde que iba a aquella playa.
—¿Te acuerdas de cuándo fue la última vez que lo viste?
—No. Con precisión no. Pero lo veía todos los días que iba a aquella playa. Él siempre estaba o con los abuelos o con la mamá. A veces con los tíos.
—¿Lo has visto alguna vez cerca de la casa de los abuelos, o en otros lugares que no sean la playa? ¿Has pasado alguna vez por la casa de los abuelos?
—Ni siquiera sé dónde está la casa de los abuelos y al niño sólo lo he visto en la playa.
—El dueño del bar Maracaibo dice que te vio la tarde de la desaparición del niño y que no llevabas el saco con la mercancía, y que ibas en dirección de la casa de los abuelos.
—No sé cuál es la casa de los abuelos —repitió exasperado— y aquella tarde yo no fui a Monopoli. Cuando regresé de Nápoles me quedé en Bari. No me acuerdo de lo que hice, pero no fui a Monopoli.
Con un gesto rabioso cogió el paquete de cigarrillos y la caja de cerillas que se habían quedado encima de la mesa y encendió otro.
Le dejé pegar algunas caladas con tranquilidad y luego volví a empezar.
—¿Cómo es que tenías una fotografía del niño en casa?
—Fue Ciccio quien quiso darme aquella foto. Un tío, creo, tenía una polaroid e hizo varias fotos en la playa. El niño me dio una. Éramos amigos. Cada vez que iba por allí me paraba a hablar con él. Quería saber cosas de África, de los animales, si había visto alguna vez leones. Cosas así. Me alegré cuando me dio la foto, porque éramos amigos. Y además en casa tengo muchas fotografías, incluso con personas de la playa, porque soy amigo de muchos clientes. Los carabineros sólo han cogido aquélla. Claro que así parece una prueba. ¿Por qué no han cogido todas las fotos? ¿Por qué han cogido sólo algunos libros? Yo no tenía sólo libros para niños. Tengo manuales, tengo libros de historia, tengo libros de psicología, ellos sólo han cogido los libros para niños. Claro que así parezco un maníaco, como decís: un pedófilo.
—¿Le has contado esto al juez?
—Abogado, ¿sabes cómo estaba cuando me llevaron ante el juez? Respiraba con esfuerzo por culpa de la paliza que me dieron, no oía bien de un oído. Primero me molieron a palos los carabineros, luego, cuando ingresé en la cárcel, me golpearon los carceleros. Fueron los carceleros quienes me dijeron que era mucho mejor para mí si no le decía nada al juez. Luego el abogado me dijo que no tenía que contestar, porque sólo me arriesgaba a complicar la situación y que ya había hecho mal contestando al fiscal. Él tenía que leer bien los documentos, antes. Entonces fui ante el juez y dije que no quería contestar. Pero si hubiera contestado no hubiera cambiado nada porque al juez no le importaba en absoluto lo que yo dijera. Y continúo en la cárcel.
Esperé algunos segundos antes de hablar de nuevo.
—¿Dónde están todas tus cosas, ésas que has dicho, libros, fotos, todo?
—No lo sé. Vaciaron mi habitación y el dueño la ha alquilado a otra persona. Tienes que preguntárselo a Abagiage.
Nos quedamos callados algunos minutos. Yo intentando reorganizar la información que había obtenido, él en el limbo.
Luego hablé yo de nuevo.
—Está bien, basta por hoy. Mañana, bueno, el lunes iré a la fiscalía y veré cuándo se pueden hacer las fotocopias de los expedientes. Luego los estudio y una vez me haya aclarado un poco las ideas vuelvo a verte y buscamos la forma de organizar una defensa que tenga algún sentido.
Dejé la frase en suspenso, como si hubiera algo por añadir.
Abdou se dio cuenta y me miró con un matiz interrogativo en los ojos. Luego hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Dudó un instante, pero fue el primero en tender la mano para estrechar la mía. El apretón era ligeramente distinto, sólo ligeramente, que el de aproximadamente una hora antes.
Luego abrió la puerta y llamó al funcionario que debía acompañarlo a la celda, sección especial para violadores, pedófilos y arrepentidos. Elementos que no habrían durado mucho entre los otros reclusos.
Yo cogí el paquete de cigarrillos y me di cuenta de que estaba vacío.