5
Desde la velada en casa de Margarita habían pasado un par de semanas. Desde entonces no nos habíamos vuelto a ver. Me había ocurrido una cosa extraña, a la mañana siguiente: me había sentido culpable. Respecto a Sara, creía.
Era una cosa extraña porque Sara me había dejado y desde hacía más de un año y medio vivía su propia vida. Y en cambio, absurdamente, por primera vez sentía que la había traicionado. Por el mero hecho de haber estado bien aquella noche en compañía de Margarita.
Cuando estábamos casados y vivíamos juntos había hecho muchas cosas desagradables. Me habían hecho sentir incómodo, a veces me habían hecho sentir desprecio de mí mismo, pero nunca me había sentido culpable de verdad, como después de aquella noche.
He pensado a menudo en este fenómeno. Entonces no lo entendí. Ahora tal vez sí.
Nos encariñamos también con el dolor, incluso con la desesperación. Cuando hemos sufrido mucho por una persona, el hecho de que el dolor esté pasando nos asusta. Porque creemos que significa, una vez más, que todo, verdaderamente todo termina.
No es verdad, pero eso todavía no estaba preparado para comprenderlo.
Y no había llamado a Margarita. No la había buscado porque tenía miedo de perder mi dolor. Extrañas criaturas, somos.
Pero fue ella quien me llamó. Estaba en una librería alrededor de las dos y media de la tarde, mi hora preferida. Casi nunca hay nadie, se puede oír la música y, sin la gente, se consigue notar en el aire el perfume del papel nuevo.
Cuando contesté al móvil estaba leyendo velozmente un ensayo. Una vieja técnica desarrollada cuando no tenía bastante dinero para comprarme todos los libros que quería.
¿Qué estaba haciendo? Ah, estaba en una librería. ¿Si me apetecía tomar un café con ella? Me apetecía. Sólo el tiempo de ir desde la librería Laterza a casa. Diez minutos. No, no quería un descafeinado, prefería el café normal. Nos vemos dentro de poco. Sí, también yo me alegro de oírte. De verdad.
Mientras me apresuraba —sin darme cuenta— hacia casa pensé que no me acordaba de haberle dado el número del móvil; que no me acordaba de haberle hablado de mis problemas con el sueño y del café descafeinado; que estaba contento de que me hubiera llamado.
Me saludó dándome la mano, agarrándome ligeramente hacia ella y besándome dos veces en las mejillas. Un saludo amistoso, casi de compañeros. Y sin embargo sentí algo debajo del ombligo y me sonrojé un poco.
Me hizo tomar asiento en la terraza, que estaba orientada al norte y por lo tanto a la sombra, y era fresca. Tomamos café y encendimos cigarrillos. Ella llevaba unos tejanos descoloridos y una camiseta blanca de manga corta con una frase: A lo que el gusano llama el fin del mundo, el resto del mundo lo llama mariposa. Lao—Tse.
Estaba bronceada de cara y de brazos, que eran bellos y musculosos. Había leído el periódico que hablaba del proceso de Abdou, de gran repercusión, como se dice. Había leído que yo era el abogado y me había telefoneado, porque quería saber de ello. Tuve una pequeña punzada de contrariedad. Me había llamado sólo para saber del proceso, porque sentía curiosidad. Por un instante tuve la tentación de ponerme distante. Se me pasó enseguida, por suerte.
Le conté. Lo que había en las actas de la investigación del fiscal; el hecho de que se trataba de un proceso indiciario, con muchos indicios; cómo había obtenido el encargo por parte de Abagiage y todo el resto.
La pregunta me la esperaba, y ciertamente llegó.
—¿Tú crees que ese joven senegalés es inocente?
—No lo sé. En cierto modo no es mi problema. Nos toca defenderles lo mejor que podamos, sean inocentes o culpables. La verdad, si existe, la han de encontrar los jueces. Nosotros debemos defender a los acusados.
Se puso a reír.
—Enhorabuena. ¿Qué era, la introducción al curso La noble profesión del abogado? ¿Quieres dedicarte a la política?
Busqué una respuesta adecuada y no la encontré. Tenía razón y yo me pregunté por qué había hablado con aquella presunción ridícula.
—Eh, no te has ofendido, ¿verdad? Bromeaba.
Me miró a la cara alargando el cuello, penetrando en mi espacio, y yo me percaté de que debía de haber permanecido en silencio más de la cuenta.
—Tienes razón, era ridículo. Yo creo que Abdou es inocente, pero tengo miedo de decirlo.
—¿Por qué?
—Porque yo lo creo en base a una intuición mía, a mis fantasías. Él me gusta y entonces pienso que es inocente. Porque querría que fuera inocente. Y luego tengo miedo de que sea condenado. Si estoy demasiado convencido de su inocencia y él es condenado —y es probable que sea condenado— será un golpe duro para mí. Bueno, será un golpe peor para él.
—¿Por qué te gusta?
Me sorprendí contestando sin pensar. Y descubriendo la respuesta en el preciso instante en el que la pronunciaba.
—Porque reconozco en él algo de mí, creo.
Pareció que la respuesta la hubiera afectado, porque permaneció en silencio, con la mirada perdida. Escarbaba en alguna de sus cosas, pensé. La miré sin decir nada hasta que volvió a hablar.
—Me gustaría asistir al juicio. ¿Puedo?
Claro que puedes. La próxima audiencia es el lunes.
—¿Puedo leer los documentos, antes?
Me entraron ganas de reír, no sé por qué. No sé por qué, pensé que no erraba ni un tiro. Pensé en los manuales de artes marciales que estaban en su librería. No le había preguntado por qué los tenía, si practicaba alguna de aquellas disciplinas, y cuáles. Lo hice en aquel momento.
—Puedes leerlos cuando quieras. Puedo traerlos aquí, pero quizá sería mejor que tú fueras al despacho. Hablamos de un buen montón de hojas. ¿Por qué tienes todos esos libros de artes marciales?
—Practico un poco de aikido. Desde que dejé la bebida.
—¿Qué quiere decir un poco?
—Soy cinturón negro, segundo dan.
—Me gustaría verte.
—De acuerdo. Entra dentro.
Entramos, sacó una cinta de un armario, encendió el vídeo y me dijo que me sentara.
El vídeo empezaba con la filmación de un gimnasio de estilo japonés, vacío, con un tatami verde. Se oyó una voz en off, que decía algo que no comprendí. Luego apareció en la pantalla una chica con un kimono blanco y pantalones negros anchos. Llevaba el pelo recogido en una cola. Tardé unos pocos segundos en reconocer a Margarita. Miraba hacia un punto fuera. Por aquella parte entró un hombre, con el mismo uniforme. La agarró por las solapas de la chaqueta; ella le cogió la mano y giró sobre las piernas. Parecía que se movía a cámara lenta, pero igualmente no comprendí bien de qué manera el hombre era lanzado contra el tatami, con un crujido. Su mano, abierta, bajó hacia la cabeza de Margarita. Todavía una rotación, todavía un movimiento incomprensible y el hombre volaba de nuevo, con los anchos pantalones negros que dibujaban figuras elegantes en el espacio. Siguieron otras secuencias, en las que los agresores llevaban bastones, o cuchillos, o atacaban en parejas.
Era un espectáculo hipnótico, que duró unos veinte minutos. Luego Margarita quitó la cinta y la devolvió a su sitio. Durante todo el rato no había dicho nada. Ni yo tampoco. Incluso después permanecimos los dos sin hablar durante un tiempo indefinido. Y, tal vez por primera vez en mi vida, no me encontraba incómodo en el silencio. No sentía la ansiedad de rellenarlo, de cualquier modo, con mi voz o cualquier otro ruido. Tenía la impresión de intuir su urdimbre delicada, móvil. La música, pensé en aquel momento.
Cuando negó el momento de marcharme me di cuenta de que durante todo el tiempo, antes y después de la cinta, le había mirado especialmente los brazos. Había mirado la piel dorada y luminosa; los músculos extensos y fuertes. Había mirado el ligero vello rubio de los antebrazos y como se erguía ligeramente cuando se levantaba una ráfaga de viento más fresca, en la terraza.
—Tienes unos brazos muy bonitos —dije cuando estábamos en la puerta. Luego pensé que no podía dejar las cosas a medias, como siempre. Entonces lo terminé.
—Eres una mujer muy hermosa.
—Gracias. Tú también eres un hombre muy guapo. No sonríes muy a menudo, pero cuando lo haces eres muy guapo. Tienes una sonrisa de niño.
Nadie me había dicho nunca una cosa como aquélla.