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En la siguiente sesión —miércoles 21 de junio— Margarita no acudió porque tenía que terminar un trabajo. Me había dicho que intentaría estar durante el interrogatorio de Abdou, a la semana siguiente.
Aquella mañana se escuchó a los padres y los abuelos del niño. El fiscal y el abogado de la acusación particular los interrogaron mucho tiempo sobre detalles insignificantes. Lo habrían podido evitar.
Yo hice muy pocas preguntas al abuelo. ¿Disponía de una polaroid? La tenía y se acordaba de haber hecho fotos en la playa, el verano anterior. Era posible —pero él no se acordaba— que el niño hubiera hecho alguna. Sin embargo, no sabía decir a dónde habían ido a parar las fotos.
A los padres no les pregunté nada, y mientras los observaba, durante el interrogatorio del fiscal, me avergoncé de haber hecho aquellas preguntas sobre su separación al teniente de los carabineros.
Ellos tenían más o menos mi edad. Él era ingeniero y ella profesora de educación física. Francesco era su único hijo. Contestaban a las preguntas de la misma manera y se comportaban de la misma manera. Apagados, sin rabia. Nada.
Abdou pasó toda la audiencia agarrado a la jaula, la cara entre los barrotes, los ojos fijos en los testigos, como si quisiera llamar su atención y decirles alguna cosa.
Pero aquéllos no se fijaban en nadie y al final de la declaración se marcharon, sin lanzar ni siquiera una mirada a la jaula en la que se encontraba encerrado Abdou.
No les interesaba nada de nada, ni tan sólo que el presunto autor de toda aquella destrucción fuera castigado.
Yo pensé que si hubiéramos tenido un niño cuando Sara había hablado de ello, ahora habría tenido unos seis años.
El juicio fue aplazado hasta el lunes siguiente para el interrogatorio del acusado y para las eventuales peticiones de pruebas suplementarias, antes de la deliberación.
Salí de la sala, fresca gracias al aire acondicionado, y me envolvió el calor húmedo y terrible de junio. Había llegado, aunque con retraso. Me aflojé la corbata y me desabroché el cuello de la camisa mientras bajaba por la gran escalinata central de la Audiencia.
Andaba hacia mi casa con un zumbido extraño por la cabeza. Pensé que me iba a pasar lo que me había ocurrido hacía un año y me acordé de que desde entonces no había subido más a un ascensor.
Los pensamientos empezaron a entremezclarse, mientras el miedo se iba apoderando de mí. Me sentía como en las escenas de algunas películas de catástrofes, en las que el protagonista huye alocadamente, perseguido por el agua que está inundando un subterráneo.
Extrañamente esta idea me ayudó. Me dije que ya no tenía ganas de huir. Me detendría, contendría la respiración y dejaría que la ola me arrastrase. Que sucediera lo que tenía que ocurrir.
Así lo hice. Quiero decir que me detuve en la calle, inspiré profundamente y permanecí quieto, con la respiración suspendida algunos segundos.
No pasó nada y cuando expulsé el aire me sentí mejor. Mucho mejor, con el cerebro que funcionaba de nuevo, lúcidamente, como si lo hubieran limpiado de golpe de las viejas incrustaciones y las acumulaciones de escombros.
Fue en aquel momento cuando pensé en ir al despacho, antes de ir a casa. Había decidido hacer una cosa.
En el trayecto hacia el despacho empecé a respirar empujando el aire debajo del diafragma, como hacía antes de un combate de boxeo. Intentando limpiar la mente para concentrarme en lo que debía hacer.
Llegué frente al portal, saqué las llaves de la cartera, abrí, entré y puse de nuevo las llaves en su sitio. Me abotoné de nuevo la camisa y anudé de nuevo la corbata. Luego, en lugar de dirigirme hacia la escalera como había hecho durante un año, apreté el botón de llamada del ascensor. Mientras el ascensor bajaba noté como se aceleraban mis pulsaciones y llamaradas de calor me subían por el rostro.
Cuando llegó el aparato me dije que no debía pensar ni tenía que esperar. Abrí la puerta metálica, luego las dos portezuelas interiores. Entré, cerré la puerta metálica, cerré las portezuelas, miré los mandos, apoyé el índice de la mano derecha, cerré los ojos y apreté.
Noté el impulso hacia arriba del aparato y pensé que no valía si mantenía los ojos cerrados. Los abrí, mientras notaba que la respiración se entrecortaba y los brazos se debilitaban, y las piernas se debilitaban.
Cuando el ascensor llegó al octavo piso permanecí todavía algún momento inmóvil. Me dije que no valía si no era capaz de permanecer todavía diez segundos allí, quieto, arriesgándome a que alguien necesitara el ascensor.
Conté. Mil uno. Mil dos. Mil tres. Mil cuatro. Mil cinco. Mil seis. Mil siete. Mil ocho. Mil nueve. Me detuve en el mil nueve, con la mano suspendida a la altura del pomo de una de las portezuelas internas. Tenía un hormigueo por todo el cuerpo, que se iba haciendo muy fuerte en aquel brazo y en aquella mano.
Había detenido el tiempo.
Mil diez.
Lentamente abrí una portezuela. Luego abrí la otra. Después abrí la puerta metálica. Miré delante de mí, todavía dentro del ascensor, las anchas placas de mármol que pavimentaban el rellano. Pensé que no debía poner los pies sobre las líneas entre una placa y otra. Tenía que fijarme y poner un pie en una placa y el otro en otra placa. Pensé que era exactamente lo que siempre había pensado —sin darme cuenta— al salir del ascensor, hasta que lo había cogido.
Pensé: a tomar por el culo.
Y puse el primer pie precisamente a caballo entre dos placas. Me desentendí del segundo y en cambio cerré el ascensor con mucha concentración. Primero las dos portezuelas interiores, luego la puerta metálica, que acompañé delicadamente hasta que noté el estallido del cierre.
Permanecí apoyado de espaldas contra la pared del rellano quizá unos diez minutos. Sostenía la cartera frente a mí, con las dos manos, los brazos tendidos. De vez en cuando la balanceaba. Miraba hacia algún lado con los ojos semiabiertos y, creo, con una vaga sonrisa en los labios.
Cuando hubo transcurrido el tiempo adecuado me separé de la pared. Me acordé de que me había encontrado al contable Strisciuglio hacía un año, y pensé en llamar a su puerta. Para contarle cómo había acabado.
Pero no lo hice. Entré de nuevo en el ascensor, que nadie había utilizado durante aquel tiempo, y me fui.
Era hora de regresar a casa.