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—El hecho es que hemos querido el proceso a la americana, pero nos falta la preparación de los americanos. Nos faltan las bases culturales para el proceso de acusación. Mirad las pruebas y las contrapruebas que se realizan en los procesos americanos o ingleses. Y luego mirad los nuestros. Ellos son expertos y nosotros no. No lo seremos nunca porque nosotros somos hijos de la contrarreforma. Uno no se puede rebelar contra el propio destino cultural.

Hablaba así, durante la pausa de un proceso en el que éramos codefensores, el abogado Cesare Patrono. Príncipe del foro. Millonario y masón.

Le había oído expresar aquel concepto en más de un centenar de ocasiones desde que, en 1989, había entrado en vigor el nuevo código de enjuiciamiento penal.

Quedaba sobreentendido que los demás eran los inexpertos. Los demás abogados —evidentemente él no— y especialmente los fiscales.

A Patrono le gustaba hablar mal de todo y de todos. En las conversaciones de pasillo —pero también durante las audiencias— le gustaba humillar a los colegas y, especialmente, le gustaba intimidar o hacer sentirse incómodos a los magistrados.

Por algún misterioso motivo yo le caía simpático, siempre había sido cordial conmigo y a veces se asociaba conmigo para sus defensas. Lo que significaba un buen negocio, desde el punto de vista económico.

Apenas había acabado de expresar su punto de vista sobre el sistema penal actual cuando salió de la sala de la audiencia, todavía con la toga en los hombros, Alessandra Mantovani, fiscal sustituía de la República.

Era de Verona y había pedido ser trasladada a Bari para estar con un novio. En Verona había dejado a un marido rico y una vida muy cómoda.

Cuando se había trasladado, el novio la había abandonado. Le había dicho que él necesitaba su espacio, que las cosas entre ellos habían funcionado bien, hasta aquel momento, gracias a la distancia, que evitaba el aburrimiento y la rutina. Que necesitaba tiempo para reflexionar. Bien, todo el repertorio clásico de las cabronadas.

Mantovani se había encontrado en Barí, sola, con los puentes cortados a sus espaldas. Se había quedado sin hacer dramas.

Me gustaba mucho. Era como debería ser un buen fiscal, o un buen policía, que es más o menos lo mismo.

En primer lugar, era inteligente y honesta. Después, no le gustaban los delincuentes —de cualquier tipo—, pero no pasaba su tiempo atormentándose y pensando que la mayoría de ellos se salía con la suya. Sobre todo: cuando se equivocaba era capaz de reconocerlo, sin lamentarse.

Nos habíamos hecho amigos, o algo parecido. Lo bastante, en fin, como para ir a comer juntos a veces y contarnos algo de nuestras historias. No lo bastante para que sucediera algo, por más que nuestra presunta relación era uno de los numerosos chismorreos que circulaban por los juzgados.

Patrono detestaba a Mantovani. Porque era mujer, porque era fiscal y porque era más inteligente y más dura que él. Si bien, obviamente, no lo habría admitido nunca.

«Oiga, señora —llamaba señora, ni doctora ni jueza, a las mujeres magistrado para que se pusieran nerviosas y se sintieran incómodas—, oiga este chiste. Es muy nuevo, gracioso de verdad.»

Mantovani se acercó algunos pasos y le miró a los ojos, inclinando la cabeza de lado, sin decir una palabra. Ligero gesto de conformidad —intenta explicarlo tú, este chiste— y sombra de una sonrisa. No era una sonrisa cordial. La boca se había movido pero los ojos estaban inmóviles. Y fríos.

Patrono explicó su chiste. No era muy nuevo, ni siquiera nuevo.

Era el del joven de buena familia que habla con un amigo y le dice que se va a casar con una ex prostituta. El joven le explica al amigo que para él no es un problema la anterior profesión de su prometida. Ni siquiera son un problema los parientes de la prometida, que son traficantes, ladrones y chulos. Todo parece ir de la mejor manera, pero el joven le confiesa a su amigo que tiene una única, grave preocupación. ¿Cuál? —le pregunta el otro.

Cómo decirle a los padres de la novia que su padre es un magistrado.

Patrono se rió él solo. Yo estaba incómodo.

—Yo también sé uno muy bueno. Es de animales —dijo la Mantovani.

—Están Culebra y Zorra que van de paseo por el bosque. De repente empieza a llover y los dos, para protegerse, se meten —por dos entradas distintas— en una galería subterránea. Empiezan a recorrer la galería —donde hay una oscuridad total—, uno en dirección al otro hasta que se encuentran. Más bien se desafían, arreándose el uno contra el otro.

La galería es muy estrecha y no permite pasar cómodamente a los dos. Para que pase uno, el otro se debe arrimar a la pared, y con ello ceder el paso.

Ninguno de los dos quiere, sin embargo, ceder el paso y empiezan a pelearse.

«Apártate y déjame pasar.»

«Apártate tú.»

«Quién te crees que eres.»

« ¿Quién eres tú?»

«Dime antes quién eres tú.»

«No, querido, dime primero quién eres tú.» Y así en este tono sin parar.

Bueno, la situación parece estar en un punto crítico y ninguno de los dos sabe cómo salir de ella, también porque ninguno de los dos quiere tomar la iniciativa de atacar al otro, al no saber con quién se las ha de ver.

—Zorra tiene entonces una idea: «Oye, es inútil que sigamos peleándonos, porque de esta manera permaneceremos aquí dentro todo el día. Hagamos un juego para resolver la situación. Yo ahora estoy quieto, tú me tocas e intentas adivinar quién soy. Luego tú estás quieto, yo te toco e intento adivinar quién eres. Quien descubra la identidad del otro gana y puede pasar primero. ¿Qué dices?»

«De acuerdo», dice Culebra, «puede ser una idea. De acuerdo, pero empiezo yo».

Y así Culebra, moviéndose sinuosamente, empieza a tocar a Zorra.

«Veamos, qué orejas largas, puntiagudas que tienes, qué hocico afilado, qué pelo suave, qué gran cola… ¡tú tienes que ser Zorra!»

Un poco molesto Zorra se ve obligado a reconocer que el otro ha acertado.

«Ahora me toca a mí, porque si acierto acabaremos empatados y tendremos que encontrar otra manera para decidir quien pasa.»

Y empieza a tocar a Culebra, que mientras tanto se ha tumbado en el suelo de la galería.

«Qué cabeza tan pequeña que tienes, no tienes orejas, eres resbaladizo, largo. ¡¿No tienes cojones?!»

«¿Y no serás por casualidad un abogado?»

Rió en silencio entrecerrando los ojos. También Patrono intentó reír, pero no lo logró. Hizo una especie de mueca forzosa, intentó decir algo pero sin éxito. No sabía perder.

Mantovani se quitó la toga de los hombros, dijo que iba a su despacho, que nos veríamos al reanudarse la audiencia y se marchó.

De vez en cuando, un hombre de verdad. Pensé.