1
Regresaba a casa, del despacho. Pensaba que habría tenido que hacer la compra para evitar comer fuera una vez más cuando oí una voz de mujer, ligeramente gutural, a mi espalda.
—¿Puede ayudarme, por favor? Estoy a punto de caerme.
Mi vecina Margarita. Era impresionante que no se hubiese caído ya al suelo. Llevaba una cartera repleta, numerosas bolsas de plástico llenas de comida y un tubo largo para llevar dibujos del tipo que usan los arquitectos.
La ayudé, en el sentido de que cargué con toda la compra. Así que empezamos a andar juntos.
—Menos mal que me he encontrado con usted. Hace una semana estaba más o menos en la misma situación y me encontré con aquel profesor anciano, Costantini, que se ofreció para ayudarme. Le di las bolsas, y él, después de recorrer la primera manzana, estuvo a punto de tener un infarto.
Sonreí con un aire vagamente idiota. Evidentemente, habría tenido que saber quién era ese profesor Costantini.
—¿Quién es el profesor Costantini?
—El que vive en el segundo piso, en nuestro edificio. Perdone, pero ¿usted desde cuándo vive allí?
Pensé que vivía en aquel edificio desde hacía más de un año. No conocía el nombre de ninguno de los inquilinos.
—Vivo allí desde hace un año, más o menos.
—Bien, felicidades, usted debe de ser un tipo sociable. ¿Qué hace, duerme de día y de noche deambula con un chándal, una capa y una máscara para librar a la ciudad de los criminales?
Le dije que era abogado, y ella —tras hacer una pequeña mueca— me dijo que ella también, mucho tiempo atrás, parecía destinada a ser abogada. Había hecho las prácticas, había aprobado los exámenes y se había inscrito en el colegio, pero luego había cambiado de rumbo. Completamente. Ahora trabajaba en publicidad y otras cosas. Pero —acordamos— de algún modo éramos colegas, de modo que nos podíamos tutear. Dijo que eso la hacía sentirse más cómoda.
—Yo siempre he tenido problemas con el usted. No me sale espontáneamente, tengo que esforzarme. Intentaron enseñarme hace algunos años que una chica bien no habla de tú a los desconocidos, pero yo siempre he tenido mis dudas sobre el hecho de ser una chica bien. ¿Y tú?
—¿Si no estoy seguro de ser una chica bien? Efectivamente, alguna duda la tengo.
Sonrió brevemente —como un gorgoteo— antes de volver a hablar.
—Se ve que tienes dudas, en general. Siempre tienes un aire… no sé, no encuentro la palabra idónea para definirlo. Como si estuvieras considerando las preguntas y las respuestas te gustaran poco. O no te gustaran en absoluto.
Me giré para mirarla, ligeramente sorprendido.
—Dado que ésta es la segunda vez que nos vemos, ¿puedo saber en qué se basa ese diagnóstico?
—Es la segunda vez que tú me ves. Yo te he visto al menos cuatro o cinco veces desde que he venido a vivir a este edificio. Dos veces nos hemos cruzado por la calle y literalmente ni me has visto. Hasta el punto de que no me ha apetecido saludarte. No ha sido agradable para mi vanidad, pero tú estabas en otra parte.
Caminamos en silencio algunas decenas de metros. Fue ella quien volvió a hablar.
—¿He dicho algo que no esté bien?
—No. Pensaba en lo que has dicho. Me preguntaba si era tan evidente.
—No es tan evidente. Es que yo soy hábil.
Habíamos llegado al portal de casa. Entramos y subimos juntos el pequeño tramo de escaleras que conducía al ascensor. Me disgustaba que hubiera llegado el momento de despedirnos.
—Has conseguido despertar mi curiosidad. ¿Ahora qué debo hacer para tener un asesoramiento más detallado?
Lo pensó algunos segundos. Estaba decidiendo.
—¿Eres de los que malinterpretan las cosas si los invita a cenar una chica que vive sola?
—Antes yo era un profesional del equívoco, pero ahora lo he dejado, creo. Espero.
—Entonces: si no malinterpretas y no estás ocupado esta noche a mí me iría bien.
—Esta noche a mí también me va bien. ¿Estás en el sexto o en el séptimo?
—En el séptimo. Tengo una terraza. Una pena que de noche haga demasiado fresco, si no, habríamos podido estar fuera. De acuerdo, ¿entonces a las nueve?
—Sí. ¿Qué he de traer?
—Vino, si eres bebedor, porque yo no tengo.
—De acuerdo. Hasta luego.
—¿No subes en ascensor?
—No, no, subo a pie.
Me miró un instante sin decir nada, con aire ligeramente interrogativo, luego asintió, cogió sus compras y me saludó.
No me acuerdo de nada concreto de lo que hice en el despacho aquella tarde, pero recuerdo la sensación de levedad. Una sensación que no experimentaba desde hacía mucho tiempo.
Me sentía como en las tardes de mayo de los últimos años del instituto.
Ya casi no se iba más a la escuela. Iban aquellos que tenían que recuperar los suspensos y debían ser examinados. Y pocos más.
Para todos nosotros eran los primeros días de vacaciones, y eran los mejores. Porque eran ilegales, en cierta medida. Según las normas, teníamos que seguir asistiendo a clase, pero no lo hacíamos. Eran días robados, uno tras otro, al calendario de la escuela y devueltos a la libertad.
Tal vez por aquel motivo había aquella electricidad, aquella extraña tensión cargada de expectativa en las tardes de mayo en equilibrio entre la escuela y los misterios del verano.
Algo estaba a punto de ocurrir —tenía que ocurrir— y nosotros lo sentíamos. Nuestro tiempo se tensaba como un arco, presto para lanzarnos quién sabe dónde.
Aquella tarde me sentía así, como en aquellos grafitos de mi adolescencia.
Salí hacia las siete y media y fui a una bodega para comprar el vino. No sabía lo que íbamos a comer ni cuáles eran los gustos de Margarita, así que no podía llevarme sólo vino tinto, como me habría parecido natural. No me gusta el vino blanco.
Entonces cogí uno de Manduria y, para quedar como un provinciano, un blanco californiano de Napa Valley.
Tras escoger el vino me sobraba tiempo y entonces fui a pasear por la calle Sparano.
Veía a toda la gente que caminaba a mi alrededor y me parecía percibir una suspensión del tiempo.
El aire parecía atravesado por un sentido de dulce melancolía y de algo más, que no lograba captar del todo.
Llegué a casa a las nueve menos cuarto, me duché y me vestí. Pantalones de marca claros, camisa vaquera, zapatos ligeros de piel suave.
Cerré la puerta aguantando con la otra mano las dos botellas por el cuello y brinqué por las escaleras al estilo de Alberto Sordi, americano en Roma.
Tropecé y por puro milagro evité que se rompiera todo. Me entraron ganas de reír y cuando llamé a la puerta de Margarita, dos pisos arriba, debía de tener todavía una especie de sonrisa un poco estúpida.
—¿Qué ha pasado? —dijo ella un tanto perpleja, cerrando ligeramente los ojos tras haberme saludado.
—Nada, he estado a punto de caer por las escaleras y, dado que estoy perturbado mentalmente, he encontrado la cosa divertida. Tranquila, por favor: soy inofensivo.
Sonrió, siempre con aquella especie de orgullo.
La casa olía bien, a muebles nuevos, a limpio y a comida bien cocinada. Era un apartamento más grande que el mío y evidentemente habían sido derribadas algunas paredes, porque no había recibidor y se entraba directamente a una especie de salón con una gran vidriera que daba a una terraza. Pocos muebles. Sólo una especie de armario bajo que parecía japonés, algunas estanterías empotradas de madera clara y una mesa de hierro y cristal con cuatro sillas de metal. En el suelo una gran alfombra de fibra de coco y, en los dos lados de la habitación, algunas gruesas velas coloreadas de diversas medidas, vasos de cristal azul con una especie de gravilla en el interior, un equipo estéreo negro.
Las estanterías estaban llenas de libros y de objetos y daban la impresión de una casa habitada desde hacía tiempo.
En las paredes había dos reproducciones de Hopper. Tarde en Cape Cod y Gas. Aquél de la gasolinera en el campo. Eran muy hermosos y conmovedores.
Lo dije y ella me miró un instante, como para controlar si hablaba sólo para darme aires. Luego asintió, seria, y permaneció callada algunos segundos.
—¿Te gusta el picante?
—Me gusta el picante.
—Voy a la cocina a acabar de prepararlo. Tú haz lo que quieras, dentro de cinco minutos estará a punto. Ya hablaremos durante la cena. Abro el vino tinto porque va bien con la comida que hay. Y además el blanco no se puede enfriar en tan poco tiempo.
Desapareció en la cocina. Yo empecé a examinar los libros de las estanterías, como suelo hacer cuando voy a una casa desconocida.
Había muchas novelas y antologías de narraciones. Americanos, franceses y españoles, en su lengua original.
Steinbeck, Hemingway, Faulkner, Carver, Bukowsky, Fante, Montalbán, Lodge, Simenon, Kerouac.
Había una viejísima, desgastada edición de Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta. Había libros de viajes de un periodista americano —Bill Bryson— que a mí me gustaba mucho y que pensaba que era más o menos el único que le conocía.
Luego libros de psicología, libros sobre artes marciales japonesas, catálogos de exposiciones, especialmente fotográficas.
Saqué de una estantería el catálogo de una exposición de Robert Capa en Florencia y lo hojeé. Luego miré Chatwin y luego Doisneau, con sus besos en blanco y negro en el París de los años cincuenta. Había un libro sobre Hopper. Al abrirlo vi que había una dedicatoria y pasé enseguida la página, turbado.
Leí alguna línea de la introducción.
«Imágenes de la ciudad o del campo casi siempre desiertas en las que se funden el realismo de la visión con un sentimiento atormentador del paisaje, de las personas, de los objetos. Los cuadros de Hopper, bajo una apariencia de objetividad, expresan un silencio, una soledad, un estupor metafísicos.»
Dejé Hopper, tomé Pregúntale al polvo, de John Fante, y salí a la terraza con el libro. El aire era fresco y seco. Vagué un poco entre las plantas, me asomé a ver la calle, me detuve tocando extrañas pequeñas flores con la consistencia de la cera. Luego, apoyado en la pared bajo una especie de farol de hierro forjado, hojeé el libro hasta la última página, porque quería releer el final.
«Se empezaba a divisar, a distancia, el relampagueo tembloroso de la canícula. Remonté el sendero hasta el Ford. Tomé la copia de mi libro, de mi primer libro, y escribí en lápiz en la anteportada:
Para Camila, con amor, Arturo.
Recorrí un centenar de metros hacia el sureste y, con toda la fuerza de que era capaz, arrojé el libro en la dirección que ella había tomado. Luego subí al coche, encendí el motor y me dirigí a Los Ángeles.»
—Ya está listo, a la mesa.
Me desperté con un pequeño sobresalto, y entré en casa. La mesa estaba servida.
El vino estaba en una jarra y el agua en otra idéntica. Había una sopera de chile con carne y un cuenco con arroz hervido. En una fuente había cuatro panochas de maíz y en el centro copos de mantequilla.
Empezamos con las panochas y la mantequilla. Yo cogí la jarra de vino y estaba a punto de escanciarlo en el vaso de Margarita.
Ella dijo que no, que no bebía.
—Tenía, como se dice, un beber problemático. Hace algunos años. Luego se hizo muy problemático. Ahora ya no bebo.
—Perdona, no habría traído el vino si lo hubiera sabido…
—Ojo, soy yo quien te ha dicho que trajeras el vino. Para ti.
—Si te molesta, podemos beber agua.
—No me molesta.
Lo dijo sonriendo, pero con un tono que significaba: sobre este argumento, discusión acabada.
De acuerdo, discusión acabada. Llené mi vaso y luego ataqué la panocha.
Comiendo hablamos poco. El chile era verdaderamente picante y el vino iba de maravilla. De postre había un dulce de dátiles y miel, también mejicano.
No fue una cena dietética y al final tenía ganas de algo fuerte. Obviamente no dije nada, pero Margarita fue a la cocina y regresó con una botella de tequila, todavía cerrada.
Me serví el tequila, saqué los cigarrillos y luego pensé —demasiado tarde— que tal vez el humo no sería bien recibido. En cambio Margarita me pidió uno y cogió una especie de mortero de piedra volcánica para la ceniza.
—Yo no compro cigarrillos. Si no, me los fumo. Tan pronto como puedo se los quito a los demás.
—Conozco el método —contesté. Durante muchos años había sido mi método. Luego los amigos habían empezado a negarme los cigarrillos, me había convertido en alguien bastante impopular, y, en definitiva, al final me vi obligado a comprármelos.
Bebí un trago de tequila y permanecí callado algún segundo de más. Ella me leyó el pensamiento.
—Quieres saber cuál era el problema con el alcohol.
No era una pregunta. Estaba a punto de decir que no, pero qué iba a pensar, sólo estaba saboreando el tequila.
Dije que sí.
Aspiró con fuerza el cigarrillo antes de empezar.
—He sido alcohólica durante tres años, más o menos. Después de la licenciatura mis padres me regalaron unas vacaciones de tres meses en Estados Unidos, en San Francisco. Fue el período más divertido de mi vida. Cuando regresé me di cuenta por primera vez de que mi futuro era ejercer de abogada en el despacho de mi padre… No, no es exacto, así no se entiende. Ahora sé que aquél fue el motivo, pero entonces no me di cuenta de nada, conscientemente. Pero lo percibí de manera distinta, si bien inconscientemente. O sea, que el recreo se había acabado y yo no estaba preparada para volver a clase. No a aquella para la que estaba destinada.
»Para empeorar las cosas, al regreso de Estados Unidos encontré novio. Era un joven amable, ocho años mayor que yo. Era notario, tenía buenos modales y a mis padres en seguida les gustó. Un excelente partido. Casi todos mis anteriores novios no les habían gustado. No era el tipo de individuos a quienes se habría confiado para toda la vida a la única hija. Yo siempre había sido, se podría decir, un poco vivaz y un poco voluble, y eso no estaba bien. No es que dijeran nada. Bueno, de vez en cuando mi madre protestaba, pero en definitiva no me habían creado demasiados problemas. O eso creía.
»Por eso cuando apareció Pierluigi quedó claro que era el adecuado. Para no dejarlo escapar. Yo empecé a beber, poco después de empezar la relación con él. Bebía —mucho— especialmente por la noche, cuando salíamos. Bebía y resultaba más simpática, Todos reían mis gracias y mi novio estaba muy orgulloso de llevarme por ahí. De exhibirme.
»Luego decidimos —es decir, él decidió— que había llegado el momento de casarnos. Yo trabajaba con mi padre y pronto sería abogada, él era notario y, cómo decirlo, no era pobre. No había motivo para seguir de novios. Él habló y yo le dije que tenía razón.
»Después de aquella decisión empecé a beber incluso antes de salir. Él venía a buscarme y yo, desde el portero automático, decía que tenía para cinco minutos. Luego me tragaba lo que encontraba, desde cerveza hasta vino y bebidas extremadamente fuertes. Lo que encontraba. Me cepillaba los dientes, por el aliento, me perfumaba y bajaba. Salíamos con los amigos y siempre era muy simpática. Y bebía. Tomaba el aperitivo, vino o cerveza con las comidas y luego un chupito —o dos, o tres— después del postre. Me gustaba mucho el tequila, la misma marca que tú estás bebiendo ahora. Pero no hacía grandes distinciones. Bebía todo lo que caía en mis manos. En algún momento tuve la desagradable sensación de que perdía el control. En algún momento pensaba que tal vez debería reducir, pero en general estaba convencida de que cuando decidiera dejarlo lo haría sin problemas. ¿Me pasas otro cigarrillo, por favor?
Le di el cigarrillo y yo también encendí uno. Aspiró con fuerza dos caladas y fue a poner un CD.
Making movies. Dire Straits.
Dio otro par de caladas antes de volver a hablar.
—Con este alegre paso llegamos al matrimonio. En los pocos momentos de lucidez se apoderaba de mí un sentimiento de desesperación indescriptible. Yo no quería casarme, no tenía nada que ver con aquel señor que era notario. No quería ejercer de abogada, quería regresar a San Francisco o largarme a cualquier otro lugar. Y en cambio estaba en un tren en movimiento y no era capaz de utilizar el freno de emergencia. En dos o tres ocasiones pensé que tendría el coraje de decir a los míos que no quería casarme —mi mayor miedo era la reacción de mis padres, no de Pierluigi—, que lo lamentaba, pero creía que era mejor tomar una decisión como aquella antes del matrimonio que seis meses o un año después.
»Después mi madre se asomaba a mi habitación y me decía que me apresurara, que teníamos que salir para escoger, qué sé yo, el menú para la recepción o las flores para la iglesia. Entonces decía «sí, mamá», me tragaba una botellita en miniatura de cualquier licor, me cepillaba los dientes —me cepillaba tantísimas veces los dientes— y salía. Me acuerdo de que en una de esas salidas dejé a mi madre en una de las tiendas para ir a tomarme en un santiamén una cerveza, en el primer bar con el que me topé. Luego estuve atemorizada toda la tarde pensando que podría notarme el aliento.
»¿No adivinas cómo llegué al matrimonio? Borracha. Bebí la noche anterior, mezclé alcohol con ansiolíticos para dormir. A la mañana siguiente bebí. Un chupito —o dos— de whisky. Pero me cepillé los dientes muy bien. Al entrar en la iglesia tropecé, porque estaba bebida. Todos creyeron que era la emoción. Durante toda la ceremonia pensaba cuándo iba a empezar la recepción. Para poder beber.
Aspiró la última calada, hasta el filtro, y luego apagó la colilla en el mortero, con un gesto duro. Sentí el impulso de tocarle una mano, o el hombro, o el rostro. Para demostrar que estaba allí. No fui capaz y ella siguió hablando.
—Todavía hoy me pregunto cómo pudieron, todos, no darse cuenta de nada. Hasta el matrimonio e incluso bastantes meses después. La situación degeneró cuando aprobé los exámenes de abogado. Antes de casarme había hecho los escritos y algunos meses después hice los orales. Fui la segunda en la clasificación final. No está mal para una alcohólica, ¿eh? Lo celebré a mi manera. Regresé a casa y me encontré mal. Mi marido me encontró en la cama. Había devuelto varias veces y apestaba bastante. No sólo a alcohol, pero seguro que también a alcohol. A partir de entonces empezó la peor fase. Él empezó a darse cuenta. No de golpe, pero al cabo de varios meses se dio cuenta de que tenía una mujer alcohólica. A su manera no se portó mal, intentó ayudarme. Hizo desaparecer de casa todo el alcohol y me llevó a un especialista, a otra ciudad. Para evitar el escándalo, obviamente. Yo prometí que lo dejaría y empecé a beber a escondidas. Controlar a un alcohólico es imposible. Los alcohólicos son listos y mentirosos, como los toxicómanos, incluso peor, porque conseguir bebida es más fácil que conseguir droga. Un día alguien me vio a las diez de la mañana en un bar del centro mientras me bebía de un trago una cerveza de barril, y se lo dijo a Pierluigi. Juré que lo dejaría y media hora después estaba de nuevo bebiendo, a hurtadillas. Él habló con mis padres, que al principio no se lo creían. Luego tuvieron que creerlo.
Fuimos juntos a otro especialista, a otra ciudad. Resultado: igual que antes. Quiero ser breve. Esta historia duró todavía un año desde que fui descubierta. Luego mi marido se fue de casa. Cómo no darle la razón. Yo deambulaba con grandes moratones o rasguños en la cara, porque me levantaba por la noche para hacer pipí después de haberme dormido con mezclas de tequila o vodka y ansiolíticos, y me golpeaba contra las puertas. O caía directamente al suelo. El sexo, las raras veces que lo había, no era muy divertido para él, creo. Para mí, en absoluto. Tenía ganas de llorar y de beber. Al final él se fue e hizo bien.
»Después que él se marchara los recuerdos son muy confusos. Se aclaran de nuevo no sé cuánto tiempo después. Estaba en una clínica, en Piemonte, especializada en la curación de adicciones de todo tipo. Había toxicómanos tradicionales, había farmacoadictos, había ludópatas y luego estábamos nosotros, los alcohólicos. La mayoría.
»Aquél fue el período más duro de mi vida. En aquel lugar eran despiadados, pero me ayudaron a salir de la mierda en la que me había metido. Ahora hace casi cinco años que no bebo. Los dos primeros iba contando los días. Luego dejé de hacerlo y ahora estoy aquí. En estos cinco años han ocurrido muchas otras cosas, pero son historias distintas.
Yo la miraba a la cara y no sabía qué decir, o qué hacer. Pensaba que cualquier cosa habría sido un error y permanecí en silencio. Entonces ella habló de nuevo.
—Tal vez piensas que yo cuento esta historia a todos los que encuentro, así. Si te fijas bien, yo apenas te he conocido hoy. ¿Piensas eso?
—No.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero me gusta pensar que no se la cuentas a todos, esta historia.
Por suerte esta vez no me había equivocado de respuesta. Hizo un gesto con la cabeza, como diciendo: de acuerdo.
Nos quedamos allí hablando hasta altas horas.