18
Le dejé a Margarita un mensaje en el buzón del móvil la misma noche de la sentencia, pero sólo pudimos vernos la tarde del día siguiente.
Pasó por mi despacho, bajamos y fuimos a sentarnos a un bar. Del proceso hablamos sólo un poco. Yo no tenía ganas, ella lo comprendió y dejó de hacerme preguntas casi enseguida. Estábamos los dos en una especie de extraña, ligera incomodidad.
Cuando llegamos de nuevo debajo de mi despacho hice un esfuerzo para decirle lo que había pensado.
—Tengo ganas de invitarte a salir a cenar. Por favor, no me digas que no, aunque no sea gran cosa como invitación. Estoy desentrenado.
Ella me miró como si le entraran ganas de reír, pero permaneció en silencio.
—¿Entonces? —dije pasados unos segundos.
—Efectivamente, como invitación da un poco de pena, pero quiero premiar la buena intención.
—¿Quiere decir que aceptas?
—Quiere decir que acepto. ¿Esta noche?
—Esta noche no. Mañana, por favor.
Me miró con aire perplejo, entornando los ojos, y tuve que decir por fuerza algo más.
—Tengo que hacer una cosa esta noche. Una cosa importante. No puedo aplazarla. No puedo llevarte a cenar si no la hago antes.
Me miró aún, por algunos segundos, con el mismo aire de perplejidad. Luego asintió y dijo que estaba bien.
Hasta mañana entonces.
Hasta mañana.
Regresé a casa desde el despacho, me duché, me puse unos pantalones cortos y me preparé un batido. Deambulé un poco de arriba abajo por las habitaciones de mi apartamento. De vez en cuando me detenía para mirar el teléfono. Lo estudiaba a distancia.
Un poco más tarde me senté en una butaca. El teléfono estaba frente a mí y si alargaba el brazo podía coger el auricular. Pero me quedé sencillamente mirando el aparato.
No hay que tener prisa, pensé.
Además, para telefonear lo primero que hay que hacer es repetir mentalmente el número. El número. 080… 5219… O sea, 080… 52198… No. 52196… No.
No conseguía acordarme. Absurdo. No habían pasado ni dos años y ya no me acordaba. Y algunos meses antes lo había marcado, de memoria. O sea, para ser exactos: habían pasado pocos meses, y no lo recordaba.
De acuerdo, inútil atormentarse. Sucede.
Busqué el nombre de Sara en el listín telefónico, pero no estaba.
Permanecí unos instantes sin saber qué hacer. Luego llegó la intuición y busqué mi nombre en el listín. Aparecía. Quiero decir en la antigua dirección. Donde ahora vivía, el teléfono estaba a nombre de la propietaria de la casa.
Miré todavía un rato el teléfono sin tocarlo, pero sabía que el tiempo estaba acabándose.
Espero que conteste él. Si contesta el señor de la otra vez, ¿qué digo? Buenas noches, soy el ex marido, mejor no, el marido separado. Sí, lo ha entendido bien, precisamente aquel mierda. Querría hablar con Sara, por favor. Señor, no sea tan rudo. ¿Me rompe la cara si vuelvo a telefonear? Vaya con cuidado con cómo habla, yo he practicado boxeo. Ah, usted es maestro de karate full contact. Bueno, hablaba por hablar.
Marqué el número apretando las teclas, con prisa y sin pensar Era la única manera.
Después de tres timbrazos contestó ella.
No pareció asombrada al oírme. Más bien parecía que le gustaba. Estaba bien, sí. Yo también estaba bien. Sí, estaba seguro, estaba muy bien. No, sólo le parecía un poco raro. ¿Vernos esta noche? O sea, ¿dentro de dos horas, después de un par de años? Me felicitaba porque todavía era capaz de sorprenderla, y no era fácil. Estaba contento de eso —estaba contento de verdad— y entonces, aparte de eso, ¿nos podíamos ver? A cenar, o después para tomar una copa. Bien. ¿Quería que la recogiera o eso podía crear algún lío? Risa. Vale, pasaba a recogerla a las diez. ¿Qué hacía, llamaba al interfono o me esperaba en el portal? No, llámame por el interfono… Otra risa. De acuerdo, interfono. Hasta luego, adiós. Adiós.
Me vestí deprisa, y salí deprisa. Las tiendas cerraban a las ocho.
Me apresuré, y a las ocho y media estaba de regreso en casa. Tenía que pasar el tiempo hasta las diez. Leí un poco. Zen en el arte del tiro con arco. Pero no era la lectura adecuada. Entonces pensé en escuchar un poco de música. Estaba a punto de poner Rimmel, que me parecía adecuado, pero consideré que incluso en soledad hay que evitar los tonos patéticos. Era mejor salir enseguida.
Me cambié, sólo para hacer pasar todavía algunos minutos y luego bajé con aquel saquito en la mano.
Callejeé hasta las diez en punto, cuando llamé por el interfono de casa de Sara. Contestó ella de una manera que me resultaba familiar. Bajo.
Bajó y me dio un beso en la mejilla, y yo también la besé en la mejilla. Si se fijó en el saquito, no lo dejó ver. Fuimos a coger el coche y yo conduje hasta un restaurante en el mar, cerca de Polignano.
No pronunciamos muchas palabras cuando estuvimos en el coche y no pronunciamos muchas durante la cena.
Ella esperaba que yo le dijera por qué había querido verla. Yo esperaba terminar de cenar, porque hay que tener paciencia y hacer cada cosa en el momento oportuno. Me parecía haber aprendido eso, además de otras cosas más.
Entonces comimos una gran langosta para dos, condimentada con aceite y limón. Bebimos vino blanco frío. De vez en cuando nos mirábamos, decíamos algo sin importancia y luego seguíamos comiendo. De vez en cuando ella me miraba con aire ligeramente inquisitivo.
Cuando terminamos de cenar pagué y le pregunté si le apetecía dar una vuelta. Le apetecía.
Mientras caminaba empecé a hablar.
—He pasado un período muy… especial. Me han ocurrido varias cosas…
Hice una pausa. No había sido un gran inicio. Al contrario, daba asco. Ella no dijo nada. Esperaba.
Caminábamos mirando al frente, entre las barcas varadas en la arena de la playa.
—¿Recuerdas que decías que las cuentas tarde o temprano se pagan?
—Lo recuerdo. Y tú decías que te fugarías antes. Si querían, podían demandarte.
Sonrió. Decía exactamente eso. Si querían, podían demandarme. Me esperaba que Sara dijera que siempre había sido muy hábil huyendo sin pagar. Hubiera tenido todas las razones del mundo, pero no lo hizo. Y yo seguí hablando.
—Entre las muchas cosas que me han ocurrido está la de que no he sido capaz de huir más, tan veloz como antes. Entonces me agarraron y me hicieron pagar casi todos los atrasos. No ha sido muy divertido.
Me senté en una barca, muy cerca del agua. Ella se sentó en la barca cercana, frente a mí. En poco tiempo había llegado a la parte más difícil y no encontraba las palabras.
—Y bueno, en todo esto, en un determinado momento me he dado cuenta de que… bueno, si estaba pagando las cuentas, había una que no podía dejar sin pagar.
Me miraba con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, los ojos fijos en los míos. Sentí la necesidad de un cigarrillo, lo encendí y antes de volver a empezar a hablar aguardé el golpe del humo en los pulmones.
Luego, con las palabras que me iban saliendo, dije todo lo que le debía. Ella lo escuchó sin interrumpir en ningún momento e incluso, cuando hube acabado, esperó antes de hablar. Para estar segura de que hubiera acabado de verdad. No estaba muy seguro, a causa de la oscuridad, pero me parecía que tenía los ojos húmedos. Los míos lo estaban, y no necesitaba luz para saberlo. Cuando habló, supe que había hecho lo correcto, aquella noche.
—Hoy me has devuelto cada día, cada uno de los minutos en los que hemos estado juntos. En numerosas ocasiones, antes de que nos separáramos, y después también, he pensado que contigo había desperdiciado casi diez años de mi vida. Luego me rebelaba ante esa idea y la alejaba. Y luego regresaba de nuevo. Parecía que no acababa nunca, esta angustia. Esta noche me has liberado. Me has devuelto los recuerdos.
Tenía una especie de sonrisa, ahora.
Yo también intenté sonreír, pero en cambio me entraron ganas de llorar. Hice algunos esfuerzos para contenerme y luego pensé que no me importaba nada contenerme. Así que los ojos se llenaron de lágrimas y luego aquellas lágrimas se derramaron todas, en silencio.
Ella me dejó acabar y luego me pasó dos dedos, delicadamente, por debajo de los ojos.
Entonces le di mi regalo. Era un reloj, de hombre, con la correa de cuero y la caja grande. Igual al que yo tenía hacía muchos años. Ella lo tomaba prestado porque le gustaba mucho. Posteriormente, en un viaje, lo perdí y ella se llevó un gran disgusto. Mucho más que yo. Muchas veces había pensado que tenía que regalarle uno igual y no lo había hecho nunca. Como no había hecho tantas otras cosas.
Ella se lo puso sin decir nada y luego llegó la hora de regresar a casa.
Detuve el coche a alguna decena de metros de su portal, donde había un sitio libre. Paré el motor y me giré hacia ella, pero no sabía qué hacer. Sara, al contrario, lo sabía. Me abrazó con fuerza, casi con violencia, apoyando el mentón en mis hombros y la cabeza contra mi cabeza. Permaneció así algunos segundos y luego se separó. Gracias, susurró antes de abrir la puerta y alejarse.
Gracias a ti, susurré yo en el coche vacío, mientras ella desaparecía detrás del portal.