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Los listados llegaron puntualmente, el quinto día después que el tribunal dispusiera su recuperación. Me lo dijo el brigada de los carabineros que había ejecutado la orden del tribunal. Era un amigo mío y le había telefoneado para saber si habían llegado aquellos papeles. Dijo que habían llegado y entonces fui a los juzgados para examinarlos.
Era sábado, primero de julio. El Palacio de Justicia estaba desierto y la atmósfera era vagamente surrealista.
La puerta de la cancillería de la Audiencia estaba cerrada. Abrí y dentro no había nadie, pero como mínimo funcionaba el aire acondicionado. Así que entré, cerré la puerta y esperé a que alguien regresara y me permitiera consultar los listados.
Pasado un cuarto de hora entró por fin un empleado de baja estatura, de unos sesenta, a quien no conocía. Me miró con aire distraído y me preguntó si necesitaba algo. Necesitaba algo y se lo dije. Él pareció reflexionar algunos instantes y después asintió, de manera pensativa.
La búsqueda de los papeles fue una operación laboriosa y muy enervante, pero, de una manera u otra, al final el hombrecillo consiguió encontrarlos.
De los listados se deducía que Abdou había dicho realmente la verdad sobre el viaje a Nápoles. La primera llamada era de las 09.18. Era una llamada efectuada desde el teléfono de Abdou, estaba dirigida a un número de Nápoles y había durado 2 minutos y 14 segundos. En la hora de aquella llamada Abdou ya estaba en Nápoles, o en los alrededores. Seguían otras cuatro llamadas —a números de Nápoles y a teléfonos móviles— en las que la localización era siempre Nápoles. La última era de las 12.46. Luego no ocurría nada durante cuatro horas. A las 16.52 Abdou recibía una llamada desde un teléfono móvil. En aquel momento la localización era Bari capital. La llamada siguiente era de las 21.10. Era una llamada efectuada desde el teléfono de Abdou a otro teléfono móvil. La localización era siempre Barí. Luego nada más.
Me detuve pensando en el resultado de aquella comprobación. Efectivamente no era definitivo y no concluiría el proceso. Había un período vacío de más de cuatro horas, y precisamente en medio de aquellas cuatro horas se había verificado la desaparición del niño. Lo que se deducía de los listados no permitía excluir que Abdou, llegado de Nápoles, hubiera proseguido hacia Monopoli, hubiera llegado a Capitolo, hubiera cogido al niño, hubiera hecho quién sabe qué, etcétera, etcétera.
Me levanté para marcharme y me di cuenta de que el hombrecillo estaba sentado en el otro lado de la cancillería, con el mentón apoyado en las manos, los codos sobre la mesa y la mirada perdida en alguna parte.
Le deseé un buen día. Él giró la cabeza, me miró como si hubiera dicho algo raro y luego, mientras se giraba de nuevo, hizo una especie de gesto con la cabeza. Imposible saber si había contestado al saludo o si se había quedado en otra parte y dialogaba con algún fantasma.
Fuera el aire era tórrido. Era el mediodía del primer sábado de julio y me disponía a dirigirme al despacho para preparar el alegato final.
Me esperaba un largo fin de semana.