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Cuando salí de casa, a la mañana siguiente, me di cuenta de que había un traslado. Llegaban nuevos inquilinos a mi edificio. Registré mentalmente el asunto y efectué una plegaria rápida para que no se tratara de una familia con perros raposeros e hijos que montaban follones. Luego me ocupé de otras cosas.

Aquel día debía empezar el proceso que los periódicos habían denominado dog fighting.

Para ser precisos, no habían sido los periódicos los que lo habían llamado así, sino la policía, que había llevado a cabo la operación una decena de meses antes. Los periódicos se habían limitado a reproducir el nombre en clave de la policía de una investigación sobre las peleas de perros y el correspondiente ambiente de apuestas clandestinas.

Todo había empezado con una denuncia de la liga contra la vivisección y había proseguido porque la investigación había sido encargada a un policía excepcional: el inspector jefe Carmelo Tancredi.

El inspector Tancredi había logrado infiltrarse en el ambiente de las apuestas clandestinas, había asistido a las peleas de perros, había grabado, había logrado averiguar los lugares en los que los criadores mantenían a los animales, había anotado dónde y cómo se recibían las apuestas. En definitiva, los tenía atrapados.

Era un hombrecillo con el rostro esmirriado y un bigotazo negro completamente fuera de lugar. Parecía la persona más inocua de este mundo.

Pero era el madero más inteligente, honesto y mortal que nunca he conocido.

Trabajaba en la sección sexta de la patrulla móvil. La que se encargaba de los delitos sexuales y de todo lo que las demás secciones —las más importantes— no querían ni siquiera tocar.

Nunca había querido abandonar aquel destino, por más que en numerosas ocasiones le habían ofrecido el traslado a la policía criminal, o a la DIA, o también al CNI. Todos ellos destinos en los que habría trabajado menos y habría estado mejor pagado.

Una vez habían venido a verme los padres de un niño de nueve años que había sufrido abusos sexuales por parte de su monitor de natación.

Querían consejo sobre si denunciar o no y saber a qué se deberían enfrentar ellos y a qué se enfrentaría el niño. Los acompañé a ver a Tancredi y me di cuenta de cómo hablaba con el niño, y vi como el niño —que hasta entonces había contestado con monosílabos, con los ojos fijos en el suelo— hablaba con Tancredi, le miraba y empezaba incluso a sonreír.

El monitor de natación había acabado dentro y, es más, allí se había quedado. Como habían acabado dentro —y allí se habían quedado— la mayor parte de los maníacos, violadores, pedófilos que habían tenido la desgracia de cruzarse con el inspector Tancredi.

Los organizadores de peleas de perros también habían sido desafortunados.

Cuando se inició la operación fueron incautados ocho pit bulls, cinco filas brasileños, tres rottweilers y tres bandogs, es decir un terrible cruce de pastor alemán y pit bull. Todos eran campeones y cada uno costaba entre veinte y cien millones. El más valioso era un bandog de tres años llamado Harley—Davidson. Había ganado veintisiete combates, matando siempre a sus adversarios. Se le consideraba una especie de campeón del sur de Italia y las investigaciones constataron que se estaba preparando una pelea por el título italiano contra un pit bull que combatía en la provincia de Milán. Un combate por valor de más de quinientos millones en apuestas.

Se incautaron decenas de vídeos con peleas de perros, combates entre perros y pumas e incluso combates entre perros y cerdos. Fueron arrestados los guardianes de una perrera donde, además de los animales, se encontraron armas y droga. Fueron denunciados, entre otros, un veterinario muy conocido, algunos criadores y tres individuos ya arrestados y condenados por asociación mafiosa y tráfico de estupefacientes. Naturalmente estaban en libertad por vencimiento del período de la condicional.

En fin, aquella mañana de finales de marzo tenía que empezar el proceso resultante de la operación dog fighting. La LCV (liga contra la vivisección) pensaba constituirse como acusación particular y me la había encargado a mí.

Sólo existían dos precedentes en los que se había admitido, en procesos por malos tratos a animales, la constitución de la LCV y de la liga en defensa del perro como acusación particular. No era en absoluto una cuestión irrelevante, así que había estado estudiando toda la tarde para encontrar argumentos convincentes que proponer al tribunal y para borrar de mi cabeza el encuentro con Abdou.

Como aquella mañana me presenté bien preparado y dispuesto a llevar a cabo mi trabajo de manera aceptable, el proceso fue pospuesto provisionalmente, por —decía la fórmula preimpresa— «excesivo trabajo del tribunal e imposibilidad de definir a fecha de hoy todos los procedimientos».

La suspensión era provisional, pero fue notificada después de que pasaran más de cuatro horas de audiencia. Y de espera.

O sea que el presidente del tribunal, hacia las 14.30, leyó la disposición y pospuso el proceso hasta diciembre, puesto que todos los imputados estaban en libertad y por lo tanto no había prisa.

Estaba acostumbrado. Me puse la gabardina, cogí la cartera y me dirigí a casa después de haber atravesado los juzgados completamente desiertos.

Recorría la calle Abate Gimna, en dirección de la calle Cavour, cuando oí que me llamaban desde atrás. Abogado, abogado, con acento indeterminado de tierra adentro.

Eran dos y parecían salidos de un documental sobre el vandalismo en los suburbios. El pequeño hablaba pegado a mí, mientras el grande estaba un metro atrás y me miraba con los párpados medio cerrados.

El pequeño era amigo de alguien —dijo el nombre— a quien yo conocía bien, porque había sido mi cliente.

El tono pretendía ser educado, casi diplomático. Dije que no me acordaba de él ni de su amigo y que si querían discutir cuestiones de trabajo podían acudir al despacho siempre que concertaran una cita.

No querían acudir al despacho y, según el pequeño, tenía que permanecer tranquilo. Muy tranquilo. El tono diplomático había durado poco.

Sabían que quería ejercer de acusación civil a favor de aquellos desgraciados de la LCV, pero sería mejor para todos que pensara en ocuparme sólo de mis asuntos.

Respiré profundamente con la nariz, al mismo tiempo dejé la cartera sobre el capó de un coche y pronuncié las dos sílabas que, desde que era niño, siempre habían precedido a los porrazos en la calle: «¿Si no?»

El pequeño me propinó un bofetón largo y torpe con la mano derecha. Lo detuve con la izquierda y casi al mismo tiempo lo golpeé con un derechazo al rostro. Cayó hacia atrás, empezó a blasfemar y le chilló al gordo que me rompiera el culo.

Era una bestia de metro noventa y como mínimo unos ciento veinte kilos, sobre todo en el estómago. Por la manera en que cubrió el espacio que nos separaba y se preparaba para el ataque comprendí que era zurdo. En efecto empezó por un tortazo con la izquierda, que probablemente era su mejor golpe. Si el puñetazo me hubiera llegado, probablemente habría hecho daño, pero el bestia se movía a cámara lenta. Lo detuve con el brazo derecho y, automáticamente, le golpeé el hígado con un gancho de izquierda; doblé con un directo a la barbilla.

El grandullón tenía la mandíbula de cristal. Permaneció un instante quieto, de pie, con una extraña expresión de estupor. Después se desplomó.

Resistí el impulso de darle una patada en la cara. O de insultarlo; o de insultarlos a los dos.

Cogí la cartera y me fui mientras notaba cómo la sangre empezaba a palpitar, violenta, en las sienes. El pequeño había dejado de blasfemar.

Giré en la esquina, anduve una manzana y luego me detuve. No me seguían. Nadie me seguía y, al ser las tres de la tarde, la calle estaba desierta. Apoyé la cartera, levanté las manos delante de la cara y vi como temblaban de lo lindo, y la derecha empezaba a dolerme.

Permanecí así algunos segundos, luego sacudí los hombros, noté aflorar en la comisura de los labios una especie de sonrisa infantil y tomé de nuevo el camino hacia casa.