12
Dormí dos horas exactas.
Me acosté en la cama pocos minutos antes de las tres, abrí los ojos a las cinco en punto y me levanté extrañamente descansado.
Aquella mañana no tenía compromisos, así que pensé en salir a caminar. Me duché, me afeité, me puse unos viejos pantalones de loneta cómodos, una camisa tejana y un gorro. Me puse zapatillas de deporte y una chaqueta de piel.
Fuera empezaba a clarear.
Estaba ya en la puerta cuando me acordé de que podía llevar un libro, para detenerme a leer en cualquier lado. En un jardín o en un café, como hacía muchos años. Entonces examiné los libros que nunca había puesto en orden y que estaban en mi apartamento. Por todas partes, diseminados y provisionales.
Por algunos instantes pensé que estaban provisionales como yo en aquella casa, pero enseguida me dije que era una reflexión banal y patética. Así que dejé de filosofar y volví simplemente a escoger un libro.
Tomé Doppio sogno, que era una edición de bolsillo y me cabía bien en el bolsillo de mi chaqueta de piel. Cogí los cigarrillos, no cogí, deliberadamente, el móvil y salí.
Mi casa estaba en la calle Putignani y, saliendo, enseguida se podía ver a la derecha el teatro Petruzzelli.
Desde fuera, el teatro era normal, con la cúpula y todo lo demás. Desde dentro no. El fuego lo había devorado, una noche hacía diez años, y desde entonces estaba allí, a la espera de que alguien lo reconstruyera. Mientras, vivían allí los gatos y los fantasmas.
Me dirigí hacia el teatro, notando sobre el rostro el aire fresco y límpido de la temprana mañana. Muy pocos coches y ninguna persona.
Me viene a la cabeza cuando, hacia el final de mis estudios universitarios, solía muy a menudo regresar a casa a aquella hora.
Por las noches jugaba a póquer, o salía con chicas. O sencillamente me quedaba bebiendo, fumando o hablando con los amigos.
Una mañana, a eso de las seis, después de una de estas noches, estaba en la cocina, para beber un vaso de agua antes de ir a acostarme. Llegó mi padre para preparar un café.
—¿Por qué te has levantado tan pronto?
—No papá, vuelvo ahora.
Me miró sólo un segundo, con los ojos entreabiertos.
—No logro entender cómo tienes ganas de decir tonterías incluso a estas horas.
Luego se giró encogiendo los hombros, resignado.
Llegué hasta la calle Cavour, precisamente delante del Petruzzelli, y proseguí en dirección hacia el mar. Dos manzanas más adelante me detuve en un bar, desayuné y encendí el primer cigarrillo del día.
Estaba en la zona con las casas más bonitas de Bari. En aquella parte de la ciudad había vivido Rosana, mi novia en la época de la universidad.
Habíamos tenido una historia más bien borrascosa, por mi culpa. Transcurridos sólo unos pocos meses, ya me parecía que mi libertad se había visto, como se dice, comprometida por nuestra relación.
Entonces a veces no acudía a las citas y casi siempre, cuando no iba, llegaba con retraso. Ella se enfadaba y yo sostenía que no eran aquéllas las cosas importantes. Ella decía que la buena educación era importante y yo empezaba a explicarle, con abundantes argumentos sofísticos, la diferencia entre la buena educación formal —la suya— y la buena educación substancial. Obviamente la mía.
En aquella época ni me pasaba por la cabeza la idea de que era sólo un villano prepotente. En cambio, como era más diestro enredando con las palabras, me convencía de que tenía razón. Esto me obligaba a comportarme peor, incluyendo en el concepto de peor también una serie de amoríos secretos con chicas de dudosa moralidad.
De todo ello me di cuenta cuando ya nos habíamos dejado. Había pensado varias veces en nuestra historia y me había convencido de que me había comportado verdaderamente como un cabrón. Si hubiera tenido la oportunidad, habría tenido que admitirlo y pedir perdón.
Luego, tal vez siete u ocho años después, me encontré por casualidad a Rosana, que mientras tanto había ido a trabajar a Bolonia.
Nos encontramos en casa de unos amigos durante las vacaciones de Navidad, y ella me preguntó si me apetecía tomar un té con ella al día siguiente. Me apetecía. Así que nos vimos, tomamos el té y durante una hora permanecimos charlando.
Ella había tenido una niña, se había separado del marido, tenía una agencia de viajes con la que ganaba mucho dinero y todavía era muy hermosa.
Estaba contento de haberla vuelto a ver y me encontraba a gusto. De modo que me salió espontáneamente decirle que a menudo había pensado en cuando estábamos juntos y que estaba convencido de haberme comportado mal. Me apetecía decírselo, por lo que significaba. Ella sonrió y me miró un rato de manera un tanto extraña, antes de hablar. No dijo exactamente lo que yo esperaba.
—Eras un niño viciado. Estabas tan concentrado en ti mismo que no te dabas cuenta de lo que acontecía a tu alrededor, incluso a tu lado.
—¿Qué quieres decir?
—Nunca sospechaste siquiera que durante casi un año yo estuve liada con otro.
Habría querido ver mi rostro en aquel momento. Debía de ser un rostro cómico, porque Rosana sonreía y parecía que se estuviera divirtiendo mientras me miraba.
—¿Has estado también con otro? ¿En qué sentido, perdona?
Entonces ella dejó de sonreír y se puso a reír. ¿Cómo no darle la razón?
—¿Cómo en qué sentido? Estábamos juntos.
—¿Qué quiere decir estábamos juntos? Tú estabas conmigo. ¿Cuándo os veíais?
—Por la noche, casi todas las noches. Cuando tú me acompañabas a casa. Él me esperaba en la esquina, en el coche. Yo esperaba en el portal y, cuando te habías ido, doblaba la esquina y me metía en el coche.
Tenía una especie de dolor de cabeza extraño.
—¿Y a dónde… a dónde ibais?
—A su casa de la Muralla en el Bari Viejo.
—A su casa. En el Bari Viejo. ¿Y qué hacíais en su casa de la Muralla en el Bari Viejo?
Me había dado cuenta demasiado tarde de haber dicho una idiotez realmente muy gorda, pero no entendía bien del todo.
También ella se dio cuenta y no hizo nada para que no me pesara.
—¿Qué hacíamos? ¿Quieres decir de noche, en su apartamento de la Muralla?
Se lo estaba pasando bien. Yo en cambio no. Había salido para tomar un té con una ex novia y me encontraba con que de repente tenía que volver a escribir la historia.
Supe que él se llamaba Pepe, que era representante de joyería, que estaba casado y era rico. La de la Muralla, para ser precisos, no era su casa, sino su picadero. En la época en que sucedió aquello tenía treinta y seis años y una buena mujer.
En la época en que sucedió aquello yo tenía veintidós años, mis padres me daban cuarenta mil a la semana, compartía la habitación con mi hermano y tenía —lo estaba descubriendo con un cierto retraso— una novia buscona.
Llegué al mar, giré a la izquierda, en dirección al teatro Margherita y de allí me dirigí hacia San Nicolás, rodeando la Muralla por la parte inferior. Precisamente por donde el señor Pepe tenía su picadero. Al que llevaba a mi novia.
Era ya de día, el aire era fresco y limpio y era el día ideal para dar un paseo. Proseguí hasta el Castillo Svevo y luego más allá de la feria de muestras para llegar, quizá dos horas y algunos kilómetros después de haber salido de casa, a la pineda de San Francisco.
Estaba desierta. Sólo algún señor que corría y algún otro que estaba sentado y prefería dejar correr a su perro.
Escogí un buen banco, de los verdes, de madera, provisto de respaldo y expuesto al sol. Me senté y leí mi libro.
Cuando lo acabé, pasadas unas dos horas, pensé que me encontraba bien y que podía descansar todavía diez minutos antes de tomar el camino de regreso a casa. O quizá al despacho, donde con toda seguridad habían empezado a preguntarse qué había sido de mí.
Me saqué la chaqueta, ya que empezaba a hacer calor, la doblé haciendo una especie de cojín y me tumbé con la cara al sol.
Me desperté cuando era ya mediodía pasado. Los que hacían jogging se habían multiplicado y había parejas de chicos, señoras con niños y viejecitos que jugaban a las cartas en mesitas de piedra. También dos testigos de Jehová que intentaban convertir a todos aquellos que no les pusieran la suficiente mala cara.
Hora de irse. Decididamente.