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El lunes, como de costumbre, me desperté hacia las cinco y media.
Las primeras veces había intentado quedarme en la cama, confiando en volverme a dormir. No lograba volver a conciliar el sueño, pero acababa envuelto en pensamientos obsesivos y tristes.
Así me di cuenta de que era mejor no quedarme en la cama y contentarme con cuatro, cinco horas de sueño. Cuando iba bien.
Me acostumbré a levantarme recién despierto. Hacía gimnasia, me duchaba, me afeitaba, preparaba el desayuno, ordenaba la casa. En definitiva, hacía pasar una hora y media consiguiendo no pensar casi por completo.
Luego salía y había luz de día y daba un largo paseo. También esto me servía para no pensar.
Así lo hice aquella mañana. Llegué al despacho a eso de las ocho, le eché un vistazo a la agenda y la puse en la bolsa junto con algún bolígrafo, papel sellado, móvil. Escribí una nota para mi secretaria y la dejé encima del escritorio.
Luego salí para ir a los juzgados. Despertarse tan temprano y llegar tan temprano a los juzgados implicaba alguna ventaja. Los despachos estaban casi desiertos y entonces era posible tramitar más deprisa todos los asuntos judiciales.
Tenía una audiencia aquella mañana, pero antes tenía que ir a hablar con el fiscal Cervellati. El que se ocupaba del caso de Abdou.
No se trataba precisamente del fiscal más simpático de los juzgados.
No era alto ni tampoco bajo. Ni delgado ni tampoco exactamente gordo. La panza, sin embargo, siempre estaba cubierta, en invierno y en verano, por horribles chalecos marrones. Gafas gruesas, pelo ralo, siempre un poco demasiado largo, americanas grises, calcetines grises, colorido gris.
Una vez una colega mía simpática, hablando de Cervellati, dijo que era de los que usan camiseta imperio. Le pregunté qué significaba y me explicó que se trataba de una categoría de la humanidad que ella había elaborado.
Quien usa camiseta imperio —metafórica— es, en primer lugar, alguien que en pleno verano, a 35 grados, lleva una camiseta imperio —verdadera— debajo de la camisa, «porque absorbe el sudor y no me da un patatús ante según qué corrientes de aire». Una variación extrema de esta categoría la forman quienes se ponen la camiseta imperio debajo de la camiseta.
Quien usa camiseta imperio tiene la funda del móvil de falsa piel con un gancho para el cinturón, por la tarde llega a casa y se pone el pijama, conserva su viejo móvil porque son los que siempre funcionan mejor. Usa pastillas de menta para perfumar el aliento, polvos de talco y colutorio.
A lo mejor lleva un preservativo escondido en la cartera, no lo utiliza nunca y por ello, antes o después, la mujer lo descubre y le echa bronca.
Quien usa camiseta imperio utiliza frases como: pisar mierda trae suerte; hoy en día es imposible poder aparcar en el centro; los jóvenes de ahora no tienen más intereses que la discoteca y los videojuegos; yo no tengo nada contra los homosexuales / los gays / los sarasas / los maricas / los maricones, basta con que me dejen tranquilo; si uno es homosexual / gay / sarasa / marica / maricón es su problema, pero no puede ser maestro; mi más sentido pésame; derecha e izquierda son todos lo mismo, son todos unos ladrones; yo sé anticipadamente cuándo cambia el tiempo: me duele el codo / la rodilla / el tobillo / el callo; equivocándose se aprende; yo no hablo por detrás, las cosas las digo a la cara; se equivoca quien trabaja; peor que salir de noche; hay que levantarse de la mesa con un poco de hambre; mientras hay vida hay esperanza; me parece ayer; he de empezar a aprender cosas de Internet / a ir al gimnasio / a ponerme a dieta / a colocar en su sitio la bicicleta / a dejar de fumar, etcétera, etcétera, etcétera.
Obviamente, quien usa camiseta imperio dice que ya no existen las estaciones intermedias y que el calor / el frío seco no es un problema, es el calor / el frío húmedo lo que es insoportable.
Las imprecaciones del hombre que usa camiseta imperio: ¡mecagüen diez!; ¡mecagüen la puñeta!; ¡mecagüen tus muertos!; ¡mecagüen la puta de oros!; ¡mecagüen Satanás!; ¡jolines!; ¡diantre!; ¡no me toques los cataplines!; ¡maldita sea!; ¡no me tomes el pelo!; ¡vete al diablo!; ¡vete al cuerno!, ¡vete al carajo!
Cualquiera que lo hubiera conocido habría estado de acuerdo. Cervellati era de los que usan camiseta imperio.
Entre sus muchas virtudes figuraba la de estar en la oficina, todas las mañanas, desde las ocho y media. A diferencia de casi todos sus colegas.
Llamé a la puerta, no oí ninguna invitación para entrar, abrí y me asomé.
Cervellati levantó la mirada de una carpeta desencuadernada, encima de un escritorio cubierto por otras carpetas un poco roñosas, códigos, expedientes, un cenicero con medio puro toscano apagado. La habitación, como de costumbre, olía un poco; a polvo y al humo frío del toscano.
—Buenos días, fiscal —dije con toda la simulada afabilidad de la que era capaz.
—Buenos días, abogado.
No me dijo que entrara. A través de las gafas, detrás de la barrera de las carpetas, el rostro carecía de cualquier expresión.
Entré, preguntando si podía y sin esperar una respuesta, que en realidad no llegó.
—Fiscal, he sido nombrado por el señor Thiam, a quien usted ciertamente recordará…
—El negro que ha matado al niño de Monopoli.
Obviamente se acordaba. En el plazo de pocos días me notificaría la conclusión de las investigaciones preliminares y yo podría ver el expediente y hacer las copias. Estaba seguro de que yo solicitaría un proceso abreviado, así todos ahorraríamos tiempo. Si me había dado cuenta, por un mero descuido, no había sido incluido el agravante del nexo teleológico que podía desembocar en una condena a cadena perpetua. Si celebrábamos el juicio abreviado, y sin aquel agravante, mi cliente podía apañárselas con veinte años. Si íbamos a juicio, él —Cervellati— tendría que notificar aquel agravante y para Abdou Thiam se abrirían de par en par las puertas de la cárcel de por vida.
¿Él decía que era inocente? Todos lo dicen.
Me consideraba una persona seria y estaba seguro de que no me dejaría tentar por ideas equivocadas, como presentarme a juicio con la esperanza absurda de obtener una absolución. Abdou Thiam iba a ser condenado de todos modos y un jurado popular lo destrozaría. Por otro lado, él —Cervellati— no tenía intención alguna de perder semanas, o incluso meses, en los tribunales.
En la jerga de los profesionales llamamos proceso abreviado a un procedimiento especial. Normalmente, cuando el fiscal termina las investigaciones en una causa por homicidio, le pide al juez de la audiencia preliminar la celebración del juicio.
La audiencia preliminar sirve para verificar si se dan las condiciones para realizar un proceso que, en el caso de homicidio, es prerrogativa del tribunal, compuesto por jueces profesionales y jurados populares. Si el juez de la audiencia preliminar considera que se dan estas condiciones, ordena la celebración del juicio.
El acusado, sin embargo, tiene la posibilidad de evitar la apertura del juicio en la audiencia y obtener un procedimiento simplificado, el proceso precisamente abreviado.
En la audiencia preliminar puede pedir, directamente o a través de su defensor, que el proceso se resuelva en base —se dice— a las pruebas documentales. Esto significa que el juez de la audiencia preliminar, basándose en el informe de la investigación del fiscal, decide si hay pruebas suficientes para condenar al acusado. Si estas pruebas existen, por supuesto, lo condena.
Es un proceso mucho más rápido que el ordinario. No se interroga a los testigos y, salvo en casos excepcionales, no se incorporan nuevas pruebas. No hay público y es un solo juez quien decide. En definitiva, es un juicio abreviado en el que el Estado ahorra un montón de tiempo y de dinero.
Obviamente, también para el acusado tiene interés escoger este tipo de proceso. Si es condenado, tiene derecho a una gran reducción de la pena. Para ser breve: el Estado ahorra tiempo y dinero, el acusado ahorra años de cárcel.
El proceso abreviado tiene además otra ventaja. Es el ideal cuando el acusado tiene poco dinero y no puede permitirse pagar una vista oral larga, con interrogatorios, contrainterrogatorios, testigos, peritos, requisitorias, largos alegatos finales, etcétera, etcétera, etcétera.
Está claro que escogiendo el proceso abreviado el acusado pierde muchas posibilidades de ser absuelto, porque todo se basa en el informe de la investigación del fiscal y de la policía, que normalmente trabajan para encerrar al investigado y no para exculparlo.
Cuando, a pesar de todo, las posibilidades de ser absuelto para el imputado son mínimas o incluso nulas escogiendo la vista oral, entonces la reducción de la pena es una perspectiva realmente tentadora.
Desde todos los puntos de vista, pues, el proceso abreviado parecía el ideal para Abdou Thiam, quien ciertamente tenía pocas posibilidades de ser absuelto.
—Lea los documentos y se dará cuenta de que es mejor para todos efectuar un buen abreviado —concluyó Cervellati, despidiéndose de mí.
Fuera empezaba a llover. Una lluvia densa, sutil, odiosa.
Estaba levantándome cuando Cervellati lo dijo:
—Mal tiempo. A mí el frío seco, con una hermosa tramontana quizá, no me molesta en absoluto. Es este frío húmedo que se te cala en los huesos…
Me miró. Habría podido decir muchas cosas, algunas incluso divertidas desde mi punto de vista. En cambio suspiré:
—Es como con el calor, fiscal, el seco se aguanta mucho mejor.