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La primavera se transformó rápidamente en verano, pero los días transcurrían siempre todos iguales.
También las noches eran todas iguales. Oscuras.
Hasta una mañana de junio.
Estaba en el ascensor, de regreso del tribunal, y subía hacia mi estudio, en el octavo piso, cuando, de repente y sin razón alguna, me asaltó el pánico.
Cuando salí del ascensor, permanecí en el rellano durante un tiempo indefinido, con la respiración jadeante, sudores fríos, náuseas, la mirada fija en un extintor. Y un miedo terrible.
—¿Se encuentra bien, abogado?
El tono del señor Strisciuglio, empleado de hacienda jubilado, inquilino del otro apartamento del piso, mostraba perplejidad, era de preocupación.
—Estoy bien, gracias. Tengo un poco de dolor de cabeza, pero no creo que sea un problema. ¿Y usted cómo está?
No es verdad. Dije que había tenido un ligero mareo, pero que ahora ya me encontraba bien, gracias, buenos días.
Evidentemente no todo funcionaba, como iba a comprender incluso demasiado bien en los días y los meses sucesivos.
En primer lugar, al no saber lo que me había ocurrido aquella mañana en el ascensor, empecé a estar obsesionado por la idea de que pudiera ocurrir de nuevo.
Así que dejé de tomar el ascensor. Fue una elección estúpida, que contribuyó a empeorar las cosas.
Al cabo de algunos días, en lugar de estar mejor, empecé a temer que el pánico pudiera asaltarme por todas partes y a cualquier hora.
Cuando me hube preocupado bastante logré provocarme un nuevo ataque, esta vez por la calle. Fue menos violento que el primero, pero los efectos, en los días sucesivos, fueron todavía más devastadores.
Como mínimo durante un mes viví con el terror constante de ser golpeado de nuevo por el pánico. Resulta cómico, si lo pienso ahora. Vivía con el miedo de ser asaltado por el miedo.
Pensaba que cuando me ocurriera de nuevo, podría volverme loco y eventualmente también morir. Morir loco.
Esto me hizo recordar, con una desazón supersticiosa, un hecho acontecido hacía muchos años.
Estaba en la universidad y había recibido una carta, escrita en un papel cuadriculado con una grafía redonda y casi infantil.
Querido amigo, después de haber leído esta carta haz diez copias a mano y envíalas a diez amigos. Ésta es la verdadera cadena de San Antonio: si la continúas, en tu vida entrarán la fortuna, el dinero, el amor, la serenidad y la alegría; si la interrumpes, podrán acaecerte desventuras horribles. Una joven esposa que desde hacía dos años deseaba un hijo sin lograr quedarse embarazada copió la carta y la mandó a diez amigos. Tres días más tarde supo que estaba esperando. Un humilde empleado de correos copió la carta, la mandó a diez amigos y parientes y una semana más tarde ganó una gran cantidad de dinero en el juego de la primitiva.
Un profesor de instituto, en cambio, recibió esta carta, se rió de ella y la hizo pedazos. Al cabo de poco tiempo tuvo un accidente, se rompió una pierna y además fue desahuciado de casa.
Un ama de casa recibió la carta y decidió no romper la cadena. Sin embargo extravió la carta y, de hecho, interrumpió la cadena. Enfermó de meningitis a los pocos días y, a pesar de curarse, quedó inválida toda su vida.
Un médico, al recibir la carta, la rompió diciendo, en tono desafiante, que no había que creer en aquellas supersticiones.
Pasados varios meses fue despedido de la clínica en la que trabajaba, fue abandonado por su mujer, enfermó y finalmente murió enloquecido.
¡No hay que interrumpir la cadena!
Leí la carta a mis amigos, que la encontraron hilarante. Cuando hubieron acabado con las risas me preguntaron si pensaba destrozarla y morir enloquecido. O ponerme pacientemente a hacer las diez copias con bella caligrafía, lo cual no habrían dejado de recordarme —con poca elegancia, pienso— al menos durante los siguientes diez años.
Esto me puso de los nervios, pensé que no habrían sido tan ocurrentes si la carta les hubiera llegado a ellos y dije que obviamente la rompería. Ellos pretendieron que lo hiciera delante suyo. Insinuaron que podía cambiar de idea y, alejado de ojos indiscretos, hacer las famosas diez copias, etcétera.
En definitiva, me vi obligado a romperla en pedazos y, cuando hube acabado, el más gracioso de los tres dijo que no tenía por qué preocuparme: en el momento oportuno ellos se ocuparían de que me ingresaran en un manicomio acogedor.
Más o menos dieciocho años después me había encontrado pensando —seriamente— que la profecía se estaba cumpliendo.
En cualquier caso, el miedo a sufrir un nuevo ataque de pánico y a enloquecer no eran mi único problema.
Empecé a padecer insomnio. Pasaba las noches casi completamente en blanco, conciliando el sueño sólo poco antes del alba.
Pocas veces me dormía en horarios más normales. En estas ocasiones, sin embargo, me despertaba inexorablemente dos horas después y no podía quedarme en la cama. Si lo intentaba, me asaltaban pensamientos muy tristes, insoportables. Sobre cómo había malgastado mi vida, sobre mi infancia. Y sobre Sara.
Entonces me veía obligado a levantarme y vagaba por mi apartamento. Fumaba, bebía, miraba la televisión, encendía el móvil con la esperanza absurda de que alguien me llamara a altas horas de la noche.
Empecé a preocuparme de que la gente se diera cuenta de mi situación.
Sobre todo empecé a preocuparme de poder perder el control y pasé todo el verano de esa guisa.
Cuando llegó agosto no encontré a nadie que quisiera viajar conmigo —en realidad no lo busqué— y no tuve el valor de irme solo. Así que vagabundeé, encontrando alojamiento en las casas y los trulli [1] de los amigos, en el mar o en el campo. ¡No creo haberme ganado muchas simpatías durante estos vagabundeos!
La gente me preguntaba si estaba un poco deprimido y yo contestaba que sí, un poco, y normalmente la conversación no se alargaba mucho. A los pocos días comprendía que era el momento de hacer las maletas y encontrar otro refugio, buscando con ahínco evitar el regreso a la ciudad.
En septiembre, viendo que las cosas no mejoraban y, en particular, que ya no soportaba pasar las noches en blanco, fui a ver a mi médico, que además era amigo mío. Necesitaba alguna cosa para dormir.
Él me visitó, me hizo hablar de mis síntomas, me tomó la presión, me miró los ojos con una lamparita, me hizo hacer unos ejercicios un poco dementes de equilibrio y al final dijo que sería mejor si me visitaba un especialista.
—¿Qué quieres decir, perdona? ¿Qué especialista?
—Bueno, un especialista en estos problemas.
—¿Qué problemas? Dame algo para dormir y acabemos de una vez.
—Guido, la situación es un poco más compleja. Tienes un aspecto muy cansado. No me gusta el modo en que miras a tu alrededor. No me gusta cómo te mueves, no me gusta cómo respiras. He de decírtelo: tú no estás bien. Has de ir a visitar a un especialista.
—Querrás decir un…
Tenía la boca seca. Pensamientos inconexos me pasaban por la cabeza. Tal vez quiere decir que he de ir a visitar a un internista. O a un homeópata. Un masoterapeuta. También a un ayurvédico.
Ah, de acuerdo, si tengo que ir a un internista, masoterapeuta, ayurvédico, homeópata y a tomar por el culo, no hay problema, voy. Yo no me privo de mis tratamientos.
Yo no tengo miedo, porque… ¿UN PSIQUIATRA? ¿Has dicho un psiquiatra?
Tenía ganas de llorar. Me había vuelto loco, ahora hasta lo decía un médico. La profecía se estaba cumpliendo.
Le dije que de acuerdo, que por ahora podía darme un maldito somnífero, y luego ya pensaría qué hacer. Que sí, de acuerdo, no tenía intención alguna de infravalorar el problema, nos vemos, no, no, no es necesario que me recomiendes a uno —boca muy seca— a uno de ésos. Te llamo y me lo dices.
Me alejé de allí, evitando tomar el ascensor.