11
El viernes por la mañana, tras haber pasado por los juzgados para una audiencia preliminar, fui a la cárcel a ver a Abdou. Su interrogatorio era el lunes siguiente y teníamos que prepararnos.
El funcionario del registro me hizo entrar en la salita y, con lo que me pareció una mala sonrisa, cerró la puerta. El calor era asfixiante, más de lo que esperaba. Me saqué la americana, me aflojé la corbata, me desabroché el cuello de la camisa y definitivamente decidí que no era un recluso, que no estaba escrito en ningún sitio que tuviera que permanecer encerrado jadeando y entonces abrí la puerta. El funcionario, ahora en el pasillo, me miró de modo hostil, pareció que iba a decir algo, pero luego renunció.
Me apoyé en el quicio de la puerta, entre la habitación y el pasillo. Saqué un cigarrillo pero no lo encendí. Demasiado calor también para aquello.
Notaba la camisa pegada a la espalda por el sudor y en el cerebro irrumpió un pensamiento, directamente de los recovecos de la infancia.
Harían falta polvos de talco, pensé.
Cuando éramos pequeños y habíamos sudado, nos ponían polvos de talco. Si protestabas, porque pensabas que ya eras mayor para los polvos de talco, te decían que podías coger una pleuritis. Si preguntabas qué era la pleuritis, te decían que era una enfermedad fea. El tono en el que lo decían te hacía pasar las ganas de repetir la pregunta.
Mientras pensaba en esto me di cuenta de que ya era la segunda vez en dos días que me acudían a la cabeza cosas de la infancia. Era extraño porque yo no pensaba nunca en la infancia. No recordaba casi nada. Cuando había ocurrido que alguna persona —alguna mujer— me preguntara cómo había sido mi infancia, había contestado sin ton ni son. A veces había dicho que había pasado una infancia feliz. A veces había dicho que había sido un niño triste. A veces, cuando quería impresionar, había contestado que había sido un niño extraño. Me daba un halo de fascinación, pensaba. Nosotros, los tipos especiales, a menudo hemos sido niños extraños, se daba por sentado.
En realidad no me acordaba de casi nada de mi infancia y no tenía ganas de pensar en ella. Alguna vez me había concentrado para recordar y me había puesto triste. Entonces lo había dejado correr. La tristeza no me gustaba, prefería evitarla.
Ahora contemplaba atónito aquellos fragmentos de recuerdos que salían de no se sabe dónde. Me producían una ligera melancolía y un sentimiento de estupor y de curiosidad. Pero no tristeza, que antes me había hecho alejar la mirada.
Pensaba en este otro cambio y me sacudió un escalofrío muy fuerte que se esparcía por la espalda hasta la raíz de los cabellos en la nuca, y por los brazos. Aunque hiciera calor.
Lo encendí, aquel cigarrillo.
Vi llegar a Abdou desde lejos por el largo pasillo.
Se me acercó y me dio la mano, haciendo también un ligero movimiento con la cabeza que me pareció una ligera inclinación. Me surgió espontáneamente contestar de igual forma y luego me sentí incómodo.
Llevaba un periódico y se apartó para que pudiera entrar en la salita.
Nos sentamos, evitando los dos el sillón destartalado, que siempre estaba allí. Abdou me alargó el periódico, con una especie de sonrisa.
—¿Qué es? —pregunté.
—Habla de ti, abogado.
El tono de voz era distinto.
Agarré el periódico. Era de hacía dos días. Hablaba de la audiencia del martes anterior y también había una foto mía. No lo había leído ni visto: desde hacía un año no compraba los periódicos.
Dramática audiencia ayer en el proceso contra el senegalés Abdou Thiam por el secuestro y homicidio del pequeño Francesco Rubino. Declararon algunos testigos fundamentales para la acusación, entre ellos Antonio Renna, propietario de un bar en Capitolo, la zona de baños de Monopoli donde se produjo la desaparición del niño.
Renna había referido, durante las investigaciones preliminares, que había visto al acusado pasar por delante de su bar, muy cerca del lugar de la desaparición del niño, pocos minutos antes de la desaparición. Interrogado en la sala por el fiscal, el testigo confirmó aquellas declaraciones, ostentando gran seguridad.
El golpe de efecto se produjo durante el espectacular contrainterrogatorio efectuado por el defensor del senegalés, el abogado Guido Guerrieri. Después de haber presentado una serie de preguntas aparentemente inocuas, pero de cuyas respuestas emergió una clara actitud de hostilidad de Renna respecto a los inmigrantes extracomunitarios, el abogado Guerrieri le enseñó al testigo una serie de fotografías de hombres de color, preguntándole si había alguno a quien él conociera. El propietario del bar de Capitolo dijo que no y fue en aquel momento cuando el defensor mostró su as: dos de aquellas fotografías retrataban al acusado, Abdou Thiam. Precisamente a la persona a la que el testigo Renna había declarado, con gran seguridad, conocer y haber visto pasar por delante de su bar aquella tarde trágica. Las fotos fueron aceptadas por el tribunal como pruebas documentales.
El fiscal Cervellati encajó el golpe y se vio obligado a interrogar de nuevo al testigo para aclarar los detalles de su declaración. El testigo aclaró que no había visto al acusado desde el año anterior, época de los hechos, que estaba seguro de sus declaraciones y que no había reconocido al acusado en la fotografía a causa del tiempo transcurrido y por la mala calidad de las fotos. Se trataba, efectivamente, de fotocopias de colores de una baja calidad.
El nuevo interrogatorio del fiscal reparó parcialmente el daño, pero resulta innegable que en el curso de esa sesión el abogado Guerrieri logró un punto a su favor en un proceso con toda seguridad muy difícil para la defensa.
Antes de Antonio Renna habían sido interrogados el médico forense y el brigada Lorusso, el investigador que realizó las pesquisas.
También en el interrogatorio del brigada se vivieron momentos de tensión cuando la defensa insinuó deficiencias y negligencias en la investigación, especialmente durante el registro efectuado en el domicilio del senegalés.
El juicio continúa esta mañana con el testimonio de los padres y los abuelos del niño. Para el próximo lunes se ha fijado el interrogatorio al acusado, y luego, salvo que haya nuevas solicitudes de pruebas, se pasará a las deliberaciones.
Leí el artículo dos veces. Espectacular contrainterrogatorio. No lograba reprimir la complacencia infantil que me producía leer aquellas palabras y ver mi foto en el periódico. Había sucedido alguna que otra vez, durante otros procesos, que se hablara de mí y que se publicara también una foto mía.
Pero en este caso era distinto. Yo era el protagonista del artículo.
¿Cuándo me había sacado aquella foto? No era muy reciente, tal vez de hacía un par de años, pero no me acordaba en qué ocasión. Estaba bastante bien, por más que, bueno, en persona estoy mejor, pensé.
Tras algunos segundos con estas reflexiones me sentí como un idiota, puse el periódico en la mesita y me dirigí a Abdou.
Me miraba. Su expresión daba a entender que ahora estaba convencido de que podíamos ganar la batalla. Había leído el periódico y ahora pensaba que tal vez había sido afortunado y que estaba en manos del abogado apropiado. Me pregunté si convenía desilusionarlo y decirle que, a pesar de que en aquella sesión las cosas habían ido bien, las probabilidades todavía estaban fundamentalmente contra nosotros. Me contesté que no había ningún motivo para hacerlo. Entonces sólo hice un gesto de asentimiento con la cabeza, alzando ligeramente los hombros. Podía significar cualquier cosa.
—Está bien, Abdou. Ahora tenemos que preocuparnos de la próxima sesión. De tu interrogatorio.
Él asintió y no dijo nada. Estaba atento, pero no debía decir nada. Me tocaba hablar a mí.
—Ahora te diré cómo funciona la cosa, te diré cómo has de comportarte. Si algo de lo que te digo no está claro, por favor, interrúmpeme y dímelo enseguida.
Volvió a asentir, con decisión.
—Te interrogará primero el fiscal. Cuando te haga las preguntas, míralo a la cara. Con atención, no con aire de desafío. No contestes si no ha terminado la pregunta. Cuando haya terminado, gírate hacia los jueces y háblales a ellos. Nunca te pongas a discutir con el fiscal. ¿Entendido?
—Cuando habla el fiscal le miro a él, cuando hablo yo miro a los jueces.
—De acuerdo. Obviamente, lo mismo vale para cuando las preguntas te las haga el abogado de la acusación particular, o cuando te las haga yo. Tienes que hacer comprender a los jueces que escuchas las preguntas y contestas a las preguntas. ¿Entendido?
—Sí.
—Espera a que las preguntas hayan acabado, para contestar. Especialmente cuando te las haga yo. No debe parecer que estamos actuando, con todas las frases aprendidas de memoria. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—No debe parecer un teatro entre nosotros dos.
—De acuerdo. No te sientes en el borde de la silla. Siéntate hasta el fondo. Así —se lo mostré—. Pero no te sientes así.
Se lo mostré de nuevo. Alguien que se sienta cómodamente, casi repantingado, piernas cruzadas, etcétera.
—Está clara la idea, ¿verdad? No tienes que dar la impresión de estar a punto de salir huyendo, sentado en el borde de la silla, pero tampoco debes dar la impresión de estar relajado. Se discute sobre tu vida, sobre el hecho de que tú puedas pasar en la cárcel muchos años de tu vida, y por eso no puedes estar relajado. Si pareces relajado quiere decir que estás fingiendo y ellos se darán cuenta. ¿Me sigues?
—Sí.
—Cuando no entiendas una pregunta, o incluso si sólo no estás seguro de haberla comprendido, no intentes responder. Sea quien sea que te haya hecho la pregunta, pide que la repita.
—De acuerdo.
—Entonces, antes de que me vaya, ¿quieres repetirme lo que hemos dicho hasta ahora?
—Tengo que mirar a la cara a quien me haga las preguntas. Cuando la pregunta se ha acabado, me giro, miro al tribunal y contesto. Si no comprendo la pregunta debo decir que la repitan, por favor. He de sentarme así.
Se sentó tal como le había dicho. Yo sonreí y asentí. No necesitaba que le repitieran las cosas.
Fue entonces cuando saqué de la cartera la copia de su interrogatorio ante el fiscal y los demás papeles. Una vez aclarado cómo tenía que comportarse, teníamos que hablar de lo que tendría que decir, de cómo tendría que explicar las cosas que ya había dicho y de las peticiones de pruebas complementarias que tendría que formular cuando finalizara su interrogatorio.
Permanecí en la cárcel hasta las tres, con el calor que se hacía cada vez más insoportable. Cuando nos estrechamos la mano, en el momento de marcharme, pensé que habíamos hecho todo lo que se podía hacer.
Pasé por casa, me duché, me puse unos pantalones muy ligeros y un niqui. Luego me hice una ensalada, comí, me fumé un par de cigarrillos mientras bebía un café americano con hielo en el sillón. A eso de las cuatro y media salí para ir al despacho. Intenté llamar por el interfono a Margarita, pero no estaba en casa. Lo lamenté bastante, pero pensé que la llamaría más tarde, al salir del trabajo.
En el despacho atendí a algún cliente, me visitó mi gestor, despaché el correo y al final le dije a María Teresa que aquel día se podía ir antes. Bajé la vista hacia un papel que había encima de la mesa. Cuando la levanté, ella todavía estaba allí. La miré con una ligera sonrisa inquisitiva. No era una chica hermosa, pero tenía unos bonitos ojos azules, inteligentes e irónicos. Trabajaba conmigo desde hacía cuatro años y durante aquel tiempo intentaba licenciarse en derecho. Quería ser jurista.
—¿Pasa algo? —dije manteniendo aquella sonrisa inquisitiva. Ella parecía buscar las palabras.
—Quería decirle que estoy contenta… estoy contenta de que usted esté mejor. He estado muy… muy preocupada.
Permanecí en silencio, asombrado. Desde que nos conocíamos jamás había entrado en cuestiones personales. Después de cuatro años no sabía quién era aquella chica, si tenía novio, lo que pensaba, etc. Simplemente no esperaba que dijera una cosa así, si bien sabía perfectamente que se había dado cuenta de lo que me ocurría. Fue ella quien volvió a hablar.
—Hubiera querido hacer algo para ayudarle cuando estaba tan mal, pero usted estaba muy distante. Estaba preocupada, pensaba que iba a acabar mal.
—¿Mal?
—Sí, no se ría. Pensaba en aquellas personas que se suicidan y luego los amigos y los conocidos dicen que estaban deprimidas, que desde hacía tiempo habían cambiado tanto y cosas por el estilo…
—¿Pensaba que era capaz de suicidarme?
—Sí. Luego, desde hace unos meses, las cosas han empezado a funcionar mejor y me he alegrado. Ahora van mucho mejor y se lo quería decir, estoy contenta.
No sabía qué responder. Se me ocurrían sólo banalidades y no quería decir banalidades. Nos pasan cerca mundos enteros y no nos damos cuenta. Estaba turbado.
—Gracias —fue lo único que dije. Luego me levanté enseguida, di la vuelta a la mesa y le di un beso en la mejilla. Me sonrojé un poco.
—Entonces… nos vemos el lunes.
—El lunes. Gracias, María Teresa.
Tenía que acabar de preparar el interrogatorio de Abdou y tenía que aclarar algunas cuestiones técnicas para mis peticiones de pruebas complementarias. Así que me quedé trabajando hasta las ocho, luego lo cerré todo y salí. Fuera todavía había luz y se había levantado una brisa ligera. Se estaba bien y yo me encontraba eufórico. Había cumplido con mi deber, era verano y era viernes. Por primera vez después de mucho tiempo tuve la sensación de que era fin de semana, y fue una hermosa sensación. Quería hacer algo para celebrarlo.
Intenté llamar a Margarita al móvil, pero estaba desconectado o no tenía cobertura. Intenté llamarla por el portero automático, pero no estaba en casa. Lo lamenté un poco, pero sólo un poco.
Pensé en lo que me apetecía hacer y enseguida encontré la respuesta. Subí a casa, hice una pequeña maleta, cogí algunos libros, me subí al coche y salí hacia el sur. Me iba a la playa.
Llegué a Santa Maria di Leuca a eso de las once y alquilé una habitación en una pequeña pensión a orillas del mar. Fui a cenar y luego di una larga caminata, arriba y abajo, por el paseo marítimo, sentándome de vez en cuando en un banco para fumarme un cigarrillo, mirando a la gente, gozando del fresco de la noche. Hacia la una y media me fui a la cama. Me dormí de golpe, para despertarme a las nueve del sábado. Pensé que no recordaba desde cuándo había dormido de aquella manera. Quizá desde los veinte años o poco más.
Aquellos dos días consistieron en baños, sol, comer, leer, dormir y observar a la gente. Pensar, casi nada. Observaba a la gente en la playa, en los restaurantes, por las calles del pueblo, por la tarde. Pasé horas observando a la gente, sin importarme que los demás me pudieran observar y me pudieran juzgar de algún modo. En la playa, el sábado por la mañana, entablé amistad con una señora de Lecce de unos sesenta y cinco años, un tanto rechoncha, con un traje de baño de flores azules; por suerte completo. Era simpática y me contó lo de su marido, fallecido hacía tres años, y que ella había estado muy mal durante cinco o seis meses, y pensaba que su vida se había acabado porque se habían casado cuando ella tenía veintidós, y nunca había estado con otro hombre. Luego había empezado a pensar que quizá su vida no se había acabado y que había algunas cosas que siempre quiso hacer pero, bueno, por una razón u otra, siempre las había aplazado. Ahora acababa de asistir a un curso de papiroflexia, que precisamente era una de aquellas cosas que siempre quiso hacer, porque cuando era pequeña su abuela le regalaba juguetes bellísimos de papel doblado, recortado y coloreado. La abuela le prometía que se lo enseñaría cuando fuera mayor. Pero cuando tenía siete años la abuela se murió y no se lo pudo enseñar. Entonces aprendió papiroflexia y era muy hábil —me lo demostró doblando delante de mí un pingüino, una foca y también un reno— y le habían entrado ganas de hacer otras cosas y se había puesto a hacerlas. Por ejemplo, ir a la playa sola, o viajar, además, por suerte, no tenía problemas económicos, iba tirando. Y sabes, jovencito, cuando tienes tantas cosas por hacer no tienes tiempo para pensar que tu vida se ha acabado, o cuánto te queda, ni que te morirás y etcétera. Te morirás igual, o sea que… Mientras me contaba todo esto se preocupaba de que pudiera quemarme y me ofrecía una crema protectora, intentando que me la pusiera. Y yo me la puse e hice bien, porque el sol calentaba y me habría quemado, seguro, al pasar todo el día en la playa. Se interesó por mis asuntos y me encontré contándole mis cosas, algo que no había hecho con nadie. Aparte del psiquiatra barbudo y con poco éxito. Ella escuchó sin decir nada y eso también me gustó.
Por la noche, después de cenar fui a una especie de piano bar y me quedé escuchando música hasta bien entrada la noche. Hice amistad con el camarero, que era un estudiante de física que trabajaba los fines de semana para ganar algún dinero. Me dijo que había dos chicas en una mesa cercana, en medio de la oscuridad, que le habían preguntado quién era yo. El estudiante de física me dijo que eran guapas y que, si quería, él les llevaría un mensaje. Lo dijo de manera simpática, sin ser vulgar. Le di las gracias, pero no, quizá en otra ocasión, y él me miró un poco asombrado. Cuando me fui le dejé una propina. Tal vez pensó que me gustaban los hombres, pero me importaba un pimiento.
También aquella noche dormí como un lirón y me desperté alegre y reposado. Pasé el domingo en la playa leyendo, zambulléndome en el agua y untándome con la crema protectora que me había dejado la señora de la papiroflexia.
A las siete, con el sol que todavía calentaba, tomé la última ducha, pasé por la pensión para recoger el equipaje y regresé a Bari.
Estaba a pocos kilómetros de casa cuando desde el móvil, en el fondo de la bolsa, se oyó la señal de recepción de un mensaje. Sentía curiosidad, porque hacía mucho tiempo que no recibía mensajes. Entonces me paré en una gasolinera, saqué el móvil y me esforcé para recordar cómo se leían los mensajes, pues no lo había hecho realmente en mucho tiempo. Tras un momento lo logré. El mensaje decía lo siguiente:
Explicarlo sería demasiado largo ahora. O sea que no intentes comprender. Vero sentía la necesidad de decirte, ahora, que haberte conocido ha sido una de las cosas más hermosas que nunca me han sucedido. M.
Me quedé de piedra examinando aquellas palabras durante unos momentos y luego me dirigí hacia casa. Pasados unos minutos apagué el aire acondicionado y bajé las ventanillas. Se estaba levantando el mistral, que barría el aire húmedo.
No sabía si era aquel viento el que me provocaba escalofríos sobre la piel caliente por el sol mientras volvía a casa con las ventanillas bajadas. En los altavoces sonaba la voz de Rod Stewart, que cantaba I don't wanna talk about it, y yo pensaba en las palabras de aquel mensaje y también en muchas más cosas.
No sé si era el viento el que me provocaba aquellos escalofríos sobre la piel.