16

La sesión empezó con puntualidad a las nueve y media. El tribunal tomó nota de la llegada de los listados y todos acordamos que no eran necesarias las explicaciones de un técnico sobre el significado de los datos. Para nuestro objetivo, lo que se podía leer en los listados era suficientemente claro. Al ingeniero de la empresa Telecom que se había presentado en el proceso para declarar le dieron las gracias y se le dijo que se podía ir.

Enseguida el presidente acabó con las últimas formalidades preliminares y concedió la palabra al fiscal. Eran las nueve y cuarenta minutos.

Cervellati se levantó empujando la silla hacia atrás y apoyándose en la mesa. Se ajustó la toga en los hombros, echó una ojeada a los apuntes y luego levantó la cabeza dirigiéndose al presidente.

—Señor presidente, señor juez adjunto, señores miembros del jurado. Hoy han sido convocados para juzgar un crimen terrible. Una vida joven, una vida muy joven, truncada brutalmente, a causa de una abyección de la que no logramos comprender ni la causa ni la medida. Los efectos de esa vileza, sin embargo, son irremediables. Nadie podrá devolver este niño al cariño de sus padres. Ni yo, ni ustedes, nadie.

—Pero ustedes tienen un poder grande e importante, del que espero que se sirvan. Del que estoy seguro harán un buen uso.

Pensé: ahora dirá que tienen el poder, y además el deber, de impartir justicia. De impedir que el autor de un crimen tan nefasto se pueda marchar sin molestia alguna, quizá a causa de alguna falacia, etcétera, etcétera.

—Ustedes tienen el poder para se haga justicia. Y este es un poder comprometido, porque implica además el deber de hacer justicia. A la familia de la pequeña víctima, en primer lugar. Pero después a todos nosotros, que, como ciudadanos, esperamos una respuesta cuando se producen hechos tan escalofriantes.

Era una de sus frases preferidas, en la Audiencia. Estaba convencido de que impresionaría al jurado popular, creo. Siguió en este tono, y yo, enseguida, empecé a distraerme.

Oía la voz como un ruido de fondo. De vez en cuando seguía el discurso algunos minutos y luego continuaba divagando por mi cuenta.

Habló de lo que había ocurrido durante el juicio, leyó con voz monótona largos fragmentos de las actas y explicó los motivos por los cuales las pruebas incriminatorias debían considerarse plenamente válidas, sin excluir ninguna de ellas.

Uno de los alegatos finales más aburridos que había oído nunca, pensé mientras hojeaba el informe que tenía delante, por ir haciendo algo.

En un momento dado llegó a hablar del testimonio del propietario del bar, que era el corazón del proceso.

Volvió a leer las declaraciones de Renna —pero no las respuestas a mis preguntas— y las comentó. Me preocupé de escuchar con atención.

—Entonces nos hemos de preguntar, tienen que preguntarse: ¿cuáles eran los motivos del testigo Renna para acusar falsamente al actual acusado? Porque la cuestión, en realidad, es muy sencilla y la alternativa es clara. Una hipótesis es que el testigo Renna mienta, propiciando las condiciones para la condena de un inocente a cadena perpetua. Porque él sabe perfectamente cuáles son las consecuencias de su declaración, y a pesar de ello insiste en ella, incluso después de las dificultades que hemos constatado con motivo del contrainterrogatorio. Si miente, acusando de hecho a un inocente de un delito de cadena perpetua, debe de tener una razón. Una hostilidad personal y un odio feroz y terrible, porque sólo un odio tal podría explicar una acción tan aberrante.

»¿Existe alguna prueba, o únicamente la sospecha de este odio destructivo por parte de Renna contra el acusado? Evidentemente no.

»La otra hipótesis es que el testigo, por el contrario, diga la verdad. Y si no existe ningún elemento para afirmar que el testigo miente, hemos de admitir —de acuerdo que con imprecisiones, con errores, con naturales momentos de confusión— que él dice la verdad.

»Las consecuencias sobre el resultado de este proceso son evidentes. Porque no hay que olvidar que el acusado niega haber estado en Monopoli, en Capitolo, aquella tarde. Y si él lo niega, cuando en realidad allí estuvo —y nosotros podemos afirmarlo con serenidad porque nos lo dice un testigo que no tiene motivo alguno para mentir—, la explicación es una sola y lamentablemente está a la vista de todo el mundo.

Este concepto lo anoté, porque tenía sentido y era necesario refutarlo explícitamente.

Cervellati continuó y, siguiendo el orden cronológico del juicio, empezó a hablar de los listados.

Dijo lo que yo esperaba. La averiguación requerida por la defensa no sólo no había demostrado la inocencia del acusado, sino que facilitaba, al contrario, más motivos para sostener la acusación.

Porque aquel agujero de casi cinco horas, sin llamadas, en las que con toda probabilidad el aparato había estado apagado, constituía una prueba a tener en cuenta. Era verosímil —muy verosímil, dijo— que el acusado, llegado a Bari desde Nápoles, hubiera proseguido hacia Capitolo teniendo ya una idea en la cabeza. O quizá preso de un ataque. Era probable que hubiera apagado el móvil, para no ser molestado durante su acción infame. Y esto explicaba, mejor que cualquier otra hipótesis, la ausencia de llamadas desde las diecisiete hasta pasadas las veintiuna.

También durante esta parte del alegato final tomé notas. Era un argumento insidioso que podía sugestionar a los jueces.

Siguió una reconstrucción hipotética sobre cómo Abdou podía haber llevado a cabo su plan, explotando de manera engañosa y abyecta la confianza del niño.

Lo que había ocurrido después del secuestro podía ser conjeturado fácilmente. El niño, dándose cuenta de lo que estaba ocurriendo, había intentado resistirse ante el violento ataque. Tal vez había intentado huir, y eso había provocado la reacción fatal del acusado. Probablemente no se habían encontrado huellas de abusos sexuales porque la situación se había precipitado antes de que el mencionado abuso —que evidentemente era el objetivo que perseguía el acusado— se hubiera producido.

En conclusión, el fiscal explicó los motivos por los cuales la única pena adecuada para aquel delito era la de cadena perpetua. Era la parte más convincente de todo el alegato final porque, efectivamente, la cadena perpetua era la pena más idónea para el autor de un acto como aquél.

Mientras pensaba esto, Cervellati concluía con la fórmula ritual de la petición de condena.

—Por los motivos hasta ahora enunciados, les ruego que confirmen la responsabilidad penal del acusado respecto a todos los delitos que le han sido imputados y le condenen por ello a la pena de cadena perpetua, en aislamiento diurno durante seis meses, aplicándole además la pena adicional de la privación perpetua de los oficios públicos.

Respiré profundamente, miré el reloj y me di cuenta de que habían pasado casi dos horas.

El presidente dijo que debíamos hacer una breve pausa antes de conceder la palabra a la acusación particular. Luego habría una interrupción de una hora para el almuerzo y al reanudar la sesión hablaría yo. Tras las eventuales réplicas el tribunal se retiraría a la Cámara del Consejo.

La sala se vació y yo también me levanté para ir a fumar, mientras se quedaba sólo Cotugno, que preparaba los últimos detalles de su alegato final.

Fuera, una periodista que no había visto nunca antes me preguntó qué pensaba de la petición del fiscal.

Pensaba que raras veces había oído peticiones tan idiotas. Tuve el impulso de verbalizar este pensamiento, pero evidentemente no lo hice. No dije nada, alcé los hombros, moví la cabeza y alargué las manos, con las palmas hacia arriba. Me alejé mientras sacaba la cajetilla de cigarrillos y la chica me contemplaba un poco atónita.

Estaba bastante tranquilo. No tenía ganas de volver a examinar mis notas. No tenía ganas de hacer nada más hasta el momento en que me tocara hablar a mí. Y a pesar de todo no sentía la necesidad de hacerlo.

Era una sensación nueva para mí. Siempre llegaba con nervios a las citas importantes, de trabajo, de estudio o de lo que fuera. Siempre lo dejaba para el último momento, la última noche, el último repaso y luego siempre tenía la impresión de haber robado algo y de haberme salido con la mía. Lograba una vez más tomarle el pelo al mundo. Una vez más no habían logrado descubrirme, pero para mis adentros sabía que era un impostor. Más tarde o más temprano alguien se daría cuenta. Seguro.

Aquella mañana me encontraba bien. Sabía que había hecho todo lo que podía. Tenía miedo, pero se trataba de un miedo sano, no el miedo de ser descubierto y de que todos se dieran cuenta de que era falso. Tenía miedo de perder el proceso, tenía miedo de que Abdou fuera condenado, pero no tenía miedo de perder la dignidad. No me sentía un impostor.

Cotugno habló poco más de una hora, utilizó muchos adverbios y muchos adjetivos y logró no decir absolutamente nada.

En la pausa para el almuerzo subí al sexto piso, al colegio de abogados. Necesitaba un diccionario para verificar una idea que se me había ocurrido mientras hablaba el fiscal. Encontré a la empleada cerrándolo todo y a punto de marcharse, pero conseguí convencerla de que se trataba de una emergencia. Me permitió entrar en la biblioteca, donde hice mi verificación y tomé algunas notas. Luego se lo agradecí, la saludé y me marché.

Me apetecía entonces salir para andar un poco, pero fuera el calor era insoportable. Entonces fui al bar de los juzgados, pedí un batido y un croissant, me senté a una mesa y dejé pasar el tiempo.

Cuando llegó la hora me levanté, regresé a la sala, me quité la americana y me puse la toga. Casi al mismo tiempo sonó la campanilla y se abrió la puerta de la Cámara del Consejo. Los jueces entraron uno tras otro y yo los contemplaba, de pie, con los brazos cruzados, apoyado en la pierna izquierda. Todos se sentaron y me senté también yo. Se impuso el silencio.

—Tiene la palabra la defensa del acusado —dijo sobriamente el presidente.

Me estaba levantando cuando noté las miradas de algunos jueces, que convergían en un punto justo detrás de mí. Noté cómo alguien me apretaba delicadamente el brazo izquierdo por encima del codo. Me giré y vi a Margarita. Jadeaba ligeramente y tenía algunas pequeñas gotas en el labio superior. Esbozó una suave sonrisa, no dijo nada y se sentó a mi derecha.

Antes de que comenzara a hablar pasaron algunos segundos.

—Señores jueces, como les ha dicho el fiscal, este proceso concierne a uno de los crímenes más horribles y contra natura. La muerte violenta de un niño, con la secuela de dolor incomprensible, sin medida, para los padres de ese niño.

—Si nuestra defensa, de alguna manera, involuntariamente, ha faltado al respeto a ese dolor, pido disculpas.

El presidente me miró sin simpatía alguna. Pensaba que aquella manera de empezar era sólo un artimaña para meterme en el bolsillo al jurado. Estaba seguro de que así lo creía y sentí la necesidad de decirle que lo sabía, y que me importaba un bledo.

—Alguien podría pensar que éste es un modo, bastante miserable por cierto, de captar la simpatía de los jueces. Como mínimo la de los miembros del jurado. No sería una reflexión absurda porque, a menudo, nosotros los abogados hacemos estas cosas. Y a pesar de ello cada uno es libre de pensar lo que crea más oportuno. También porque los procesos no se juzgan ni se dirimen en base a las simpatías o a la antipatía del abogado o del fiscal. Por suerte. Los procesos se deciden —permítanme la banalidad— en base a las pruebas. Si las hay, se condena. Si faltan o si son insuficientes o contradictorias, se absuelve.

»Y es por eso que nos hemos de preguntar en base a qué criterios podemos afirmar que las pruebas en un proceso son suficientes, y permiten condenar, o son insuficientes o contradictorias, y obligan entonces a absolver.

»Para reflexionar sobre esto podemos partir del planteamiento que ha utilizado el fiscal.

»El fiscal ha dicho —he anotado textualmente la frase—, ha dicho: Es pues muy verosímil que el acusado haya llegado a Bari desde Nápoles, haya proseguido hacia Monopoli, preso de un ataque o habiendo ya elaborado con todos sus detalles su plan criminal, haya llegado a Capitolo, tal vez haya apagado el móvil para no ser molestado y haya raptado al niño… etcétera. De esta gran verosimilitud el fiscal deduce un argumento importante, si no decisivo, para probar la responsabilidad del acusado y solicitar que sea condenado a cadena perpetua.

»Entonces para verificar la consistencia y la credibilidad de la argumentación de la acusación, hemos de verificar qué significa verosimilitud.

Hice una pausa, tomé del banco el papel en el que había tomado las notas poco antes en la biblioteca y leí.

—Verosímil, dice el diccionario Zingarelli de la lengua italiana, es lo que parece verdadero y que, por ello, es creíble.

»Parece verdadero y por ello es creíble.

»También en el diccionario Zingarelli leemos la definición de verdadero. Verdadero es aquello que se ha verificado realmente, que está en conformidad con la realidad objetiva. En la voz verdadero encontramos, entre otras, la locución parecer verdadero. Zingarelli explica que esta expresión —parecer verdadero— se utiliza a propósito de algo artificial que imita perfectamente la realidad. Lo que parece verdadero es algo artificial, que imita la realidad.

»¿Se acuerdan de la definición de verosímil? ¿La palabra utilizada por el fiscal? Verosímil es aquello que parece verdadero, y lo que parece verdadero es algo que imita la realidad, pero que no corresponde a ella. Es, en sustancia, algo distinto a la realidad. Al utilizar la expresión verosímil, el representante de la acusación admite implícita e inconscientemente que no puede utilizar la expresión verdadero. Fíjense bien cómo en los mismos pliegues del discurso de la acusación se esconde su inevitable debilidad.

Al llegar aquí, tal como había previsto, Cervellati se puso nervioso y protestó ante el presidente. Era inaceptable que se consintiera a la defensa poder ridiculizar a la fiscalía con argumentos sofísticos de baja calidad. El presidente no encajó bien la interrupción y le recordó al fiscal que la defensa podía decir lo que quisiera, con la única exclusión de las ofensas personales. Aquello no se lo parecía. Cervellati intentó añadir algo más, pero el presidente le dijo, bruscamente esta vez, que hiciera sus comentarios a mi alegato final —si lo consideraba oportuno— en el momento de las réplicas. Eso era todo y no iba a consentir más interrupciones. Se dirigió a mí y me dijo que prosiguiera. Se lo agradecí, evité con atención referirme lo más mínimo a la interrupción y volví a hablar.

—Lo que hemos dicho brevemente sobre el significado de estas palabras clave —verdadero y verosímil— nos ofrece una perspectiva interesante para lectura de los argumentos del fiscal y de las premisas psicológicas de dichos argumentos.

»El juicio, sin embargo, no se realiza sobre la interpretación en clave psicológica de lo que dice el fiscal. Y el juicio no se efectúa, tampoco, analizando lo que ha dicho el fiscal para verificar si su razonamiento es correcto o equivocado. Porque el fiscal podría haber efectuado un razonamiento equivocado y a pesar de todo podría haber llegado a conclusiones correctas. Es decir, que podría ser correcto pronunciar una sentencia de condena. A pesar del razonamiento equivocado del fiscal, y basándonos en un recorrido argumental distinto y más correcto.

Cervellati se levantó, apoyó la toga en la silla y salió ostentosamente de la sala. Yo fingí que no me daba cuenta de ello.

—O sea, que no hay bastante con encontrar las eventuales carencias de la argumentación del fiscal. Hay que verificar si los elementos probatorios recogidos permiten formular un juicio de verdad o no lo permiten. Nosotros no queremos eludir esta tarea. Pero antes de hacerlo permítanme repetir un concepto.

»Es un concepto que me gustaría que tuvieran en mente durante toda esta discusión, y especialmente cuando estén en la Cámara del Consejo. Para condenar, ustedes no podrán simplemente afirmar que una determinada versión de los hechos, una cierta hipótesis que reconstruye los hechos es verosímil, o incluso muy verosímil. Deberán decir que esta reconstrucción es verdadera. Si pueden hacerlo, entonces es justo que condenen. A cadena perpetua.

»La hipótesis reconstructiva propuesta por la acusación en este proceso es la siguiente: Abdou Thiam, el día 5 de agosto de 1999, secuestró al menor Francesco Rubino provocando a continuación su muerte por asfixia.

»¿Podemos decir, en base a las pruebas recogidas, que esta hipótesis de reconstrucción es verdadera? O sea, ¿podemos decir que se trata de una descripción correcta de cómo se han desarrollado verdaderamente los acontecimientos y no que se trata sólo de una simple conjetura sobre cómo podrían haberse desarrollado?

Me detuve como si hubiera perdido el hilo. Dirigí la mirada hacia abajo y me acaricié la frente con los dedos índice y corazón de la mano derecha. Pasados unos breves momentos levanté de nuevo la mirada hacia los jueces, permaneciendo sin hablar algunos segundos. Había un gran silencio y todos me miraban, a la espera.

—Examinemos juntos estas pruebas. Y en particular examinemos las declaraciones del testigo Renna, propietario del bar Maracaibo. Para evitar cualquier tipo de equívoco quiero decir enseguida que estoy de acuerdo con el fiscal sobre el hecho de que este testigo dice la verdad. O para ser más precisos: este testigo no dice mentiras.

Hice otra breve interrupción para que se preguntaran a dónde quería ir a parar.

—Porque la mentira es una afirmación conscientemente contraria a la verdad y yo estoy convencido de que el señor Renna no ha efectuado afirmaciones conscientemente contrarias a la verdad. Al explicar que vio pasar a Abdou Thiam por delante de su bar, precisamente aquella tarde, a aquella hora, el señor Renna cree que cuenta la verdad. Y en realidad él no habría de tener ningún motivo para inculpar falsamente al acusado.

»Bueno, después de su interrogatorio ha quedado en evidencia que él no tiene, cómo decirlo, una especial simpatía por los vendedores ambulantes extracomunitarios que deambulan por la zona de Capitolo y en las cercanías de su bar.

»Quiero releerles un pequeño fragmento del contrainterrogatorio. Se está hablando de extracomunitarios, que el señor Renna llama negros. El defensor pregunta si estas personas perjudican la actividad comercial de Renna. El testigo contesta.

»"Molestan, molestan, y tanto que molestan."

»"Bueno, de acuerdo, pero si molestan, ¿por qué no llama a los municipales o a los carabineros?"

»"¿Por qué no les llamo? Yo les llamo, ¿pero tú les has visto venir alguna vez?"

»En definitiva, el señor Renna —nos lo dice él mismo— no ve con buenos ojos la presencia, en Capitolo y cerca de su bar, de los vendedores extracomunitarios. Querría que las fuerzas del orden intervinieran para poner un poco de orden, pero eso no sucede. El está un poco resentido.

»Todo esto, que quede claro, no significa que deliberadamente nos haya contado cosas no verdaderas respecto al señor Abdou Thiam.

»Pero, prescindiendo de su simpatía —o antipatía— por los negros, y de su deseo insatisfecho de que las fuerzas del orden hagan algo contra esos negros, ¿Renna ha dicho cosas objetivamente verdaderas? ¿Podemos afirmar, más allá de cualquier duda razonable, que la versión ofrecida por este testigo corresponde a la verdad de los hechos de los que nos ocupamos?

»Un elemento de duda puede desprenderse del pequeño experimento de las fotografías, que ustedes recordarán. Renna no reconoce en la fotografía, en dos fotografías —ustedes las tienen en las actas y pueden comprobar directamente si se trata de reproducciones fieles—, al acusado. El mismo que está presente en la sala y, fundamentalmente, el mismo que él dice que conoce bien y a quien vio pasar por delante de su bar, aquella tarde de agosto.

»¿Esto significa que Renna se lo ha inventado todo, es decir, que dice mentiras? No, ciertamente. El hecho de que los negros no le sean simpáticos y que haya errado clamorosamente el reconocimiento fotográfico no significa que nos haya mentido conscientemente.

»Cuando él nos dice que recuerda que aquella tarde Abdou Thiam pasó por delante de su bar, sin bolsas, a paso veloz y en dirección al sur, el testigo Renna dice la verdad.

»En el sentido de que él efectivamente recuerda esta secuencia de hechos y la coloca en aquella tarde. Es decir, que para ser más precisos, él cuenta lo que cree que es la verdad. Lo más interesante —y esto nos introduce en un terreno fascinante, que es el del funcionamiento de la memoria— es que Renna cree que aquella es la verdad, porque recuerda aquellos hechos, aunque éstos no hayan transcurrido. No de la manera en que él nos los cuenta.

Pausa. Tenía necesidad de que estos conceptos se depositaran en la mente de los jueces, especialmente en la de los miembros del jurado popular. Hice ver que revisaba entre los papeles y dejé pasar unos diez segundos. El tiempo para que se preguntaran qué venía a continuación.

—Ahora quiero contarles un experimento científico sobre el funcionamiento de la memoria y sobre el mecanismo de producción de los recuerdos. Un equipo de psicólogos americanos, creo que de la Universidad de Harvard, quería verificar la fiabilidad de los recuerdos infantiles. A unos niños de nueve, diez años, les contaron —sus hermanos mayores que habían sido instruidos para hacerlo— que a la edad de cuatro o cinco años habían escapado a un intento de rapto. Les contaron que, encontrándose en el supermercado con la mamá y en un momento de distracción de ella, un desconocido los había agarrado de la mano y se había dirigido hacia la salida. La mamá se había dado cuenta de lo ocurrido, se había puesto a chillar y había ahuyentado al malintencionado desconocido.

»El episodio en realidad no había sucedido nunca pero, pocos meses después de la narración, los niños no sólo creían recordarlo —en realidad, en un cierto sentido, lo recordaban—, sino que, al narrarlo, añadían otros detalles que no figuraban en la versión original.

»¿Estos niños mentían? Es decir: ¿decían cosas falsas, conscientes de hacerlo? Evidentemente no.

»¿Estos niños contaban cosas realmente acaecidas? Evidentemente no.

»Es un hecho comprobado —y uno de los argumentos de estudio más importantes de la moderna psicología jurídica— que tanto los niños como los adultos cometen errores sobre la fuente de sus recuerdos y están convencidos de recordar contextos, datos, detalles que han sido, en cambio, sugeridos por otros. Deliberadamente, como en el caso del experimento que les he contado. O involuntariamente, como en muchas situaciones de la vida cotidiana y también, a veces, durante las investigaciones.

»En base a estas consideraciones podemos dar una respuesta a la pregunta efectuada por el fiscal durante su alegato final respecto a la Habilidad del testigo Renna. El fiscal se ha preguntado y especialmente les ha preguntado: ¿cuáles eran los motivos que tenía el testigo Renna para mentir y por ello acusar falsamente a Abdou Thiam?

»Podemos responder con tranquilidad a esa pregunta: ningún motivo. Y en realidad Renna no ha mentido. Entre mentir —es decir, afirmar conscientemente cosas falsas— y decir la verdad —es decir, relatar los hechos de manera que se ajusten a su realización efectiva— existe una tercera posibilidad. Una posibilidad que el fiscal no ha considerado, pero que ustedes deberán contemplar muy atentamente. La del testigo que refiere una determinada versión de los hechos con la errónea convicción de que sea la verdadera.

»Se trata de lo que podríamos llamar el falso testimonio involuntario.

Parecían interesados. También el presidente y el jurado con cara de oficial retirado. Los dos que —estaba convencido de ello— ya habían decidido votar culpable.

—Hay muchas maneras de construir un falso testimonio involuntario. Algunas son deliberadas, como en el caso del experimento con los niños del que les he hablado. Otras son involuntarias y, a menudo, están basadas en las mejores intenciones. Como en este caso.

»Procuremos comprender bien al intentar reconstruir lo que ha sucedido en la investigación que ha llevado a la acusación contra Abdou Thiam y, por ello, a este proceso. Desaparece un niño y, dos días después, se encuentra su cuerpo sin vida. Es un hecho desgarrador y quienes tienen la obligación de investigar —carabineros y fiscal— sienten de manera urgente, apremiante, el deber de encontrar a los culpables. Hay una ansiedad irreprochable por dar una respuesta a la exigencia de justicia generada por un caso tan terrible. Interrogando a los familiares del niño y a otras personas que le conocían bien, los carabineros descubren esta especie de amistad que unía al niño con este vendedor ambulante de color. Es un hecho extraño, atípico, que genera sospechas. Y genera la idea de que tal vez se ha hallado la pista correcta. Quizás es posible dar una respuesta a aquella exigencia de justicia y calmar la ansiedad. La investigación ya no se mueve más a ciegas, pues tiene un posible sospechoso y una hipótesis de solución. Esto hace que se multipliquen los esfuerzos en busca de confirmaciones de esta hipótesis de solución. Cuando el testigo Renna es escuchado por primera vez, por los carabineros, la situación es ésa. Los investigadores están comprensiblemente excitados ante la posibilidad de resolver el caso y se dan cuenta de que las declaraciones de este testigo podrían representar un paso decisivo. Es en esta fase cuando se produce la construcción del falso testimonio involuntario.

»Atención. Les ruego atención. No estoy diciendo en absoluto que haya habido una deliberada contaminación de las investigaciones. Ni mucho menos estoy hablando de grotescas hipótesis de conspiraciones urdidas por los investigadores contra el imputado. La cuestión es, al mismo tiempo, más sencilla y más compleja, y para explicar lo que intento decir tomaré prestada una famosa frase de Albert Einstein. La frase, si no la recuerdo mal, dice más o menos así: es la teoría la que determina lo que observamos.

»¿Qué significa? Significa que si tenemos una teoría —una teoría que nos gusta, que nos satisface, que nos parece buena— tendemos a examinar los hechos a través de esta teoría. En lugar de observar objetivamente todos los hechos disponibles, buscamos sólo confirmaciones de aquella teoría. Nuestra propia percepción está muy influenciada, determinada por la teoría que hayamos escogido. O sea, como decía Einstein —que hablaba de ciencia—, la teoría determina lo que conseguimos observar. En otras palabras: vemos, sentimos, percibimos lo que confirma nuestra teoría y, sencillamente, nos olvidamos de todo lo demás. Hay un proverbio chino que expresa de manera diferente el mismo concepto. Dicen los chinos: "dos terceras partes de lo que vemos está detrás de nuestros ojos".

»Todos nosotros hemos experimentado cómo nuestra propia percepción queda determinada por lo que, por las más variadas razones, está en nuestra cabeza o, como dirían los chinos, detrás de nuestros ojos.

»¿Han comprado alguna vez un coche nuevo y, de repente, mientras están conduciendo, ven decenas del mismo modelo por las calles? ¿Dónde estábamos antes?

»Filtros perceptivos, los llaman los psicólogos.

»Parafraseando a Einstein, que supongo se estará revolviendo en su tumba ante esta intrusión mía, podríamos decir: es la hipótesis investigadora la que determina lo que los investigadores observan. Pero no sólo eso. Determina lo que buscan, determina la manera en que actúan con los testigos, determina las preguntas que hacen. Determina la manera en que se escriben las actas. Sin que todo ello tenga nada que ver con la mala fe.

»Déjenmelo repetir. Todo aquello sobre lo que estoy hablando puede producir errores en las investigaciones —y el proceso sirve para corregirlos—, pero no tiene nada que ver con la mala fe.

»Al contrario, en un caso como éste, nos hallamos frente a un exceso de buena fe.

»Regresemos, pues, a lo que estábamos diciendo hace pocos minutos. Los investigadores quieren resolver este caso horrible. Quieren hacerlo por las mejores razones y con las mejores intenciones. Quieren hacerlo por la necesidad de que se imponga la justicia. Quieren hacerlo deprisa, para que el autor de un hecho tan terrible permanezca en libertad —y en condiciones de hacer todavía más daño— el menor tiempo posible. En medio de este estado de ánimo descubren una pista y detectan a un posible sospechoso. Atención. No fantasías o hipótesis pretenciosas. Era una buena pista y los elementos de sospecha contra Abdou Thiam eran plausibles. En base a esta buena pista los investigadores se lanzan a la caza del que consideran el posible culpable.

»Desde aquel momento los carabineros y el fiscal tienen una teoría que —como nos enseña Einstein— determinará aquello que observen, cómo actuarán con los testigos, qué les preguntarán, cómo e incluso qué pondrán en las actas. Con total buena fe y con sed de justicia.

»Ustedes comprenden ahora el porqué de aquellas preguntas del defensor al brigada de los carabineros, sobre cómo se transcribió el interrogatorio. Porque si yo transcribo de manera integral —es decir, mediante grabación, estenotipia, etcétera— no hay problemas para saber qué es lo que ha sucedido durante dicho interrogatorio. Todo está grabado —preguntas, respuestas, pausas, todo— y es suficiente con leerse la transcripción o escuchar la grabación. Si el investigador ha influido involuntariamente en el testigo, es posible verificarlo simplemente leyendo. Y luego cada uno hace sus valoraciones.

»Si se trata de un acta resumida, este control es imposible. Y si el acta resumida contiene precisamente el primer contacto entre los investigadores y el testigo, el riesgo de contaminación involuntaria en las declaraciones y en los propios recuerdos del testigo es altísimo.

»¿Quieren un pequeño ejemplo de cómo puede suceder esto?

»Yo soy el investigador y me encuentro delante del que podría ser un testigo importante, tal vez un testigo decisivo. Tengo graves sospechas sobre un tipo, Abdou Thiam.

»Le pregunto al testigo: "¿Conoce a Abdou Thiam?" "El nombre no me dice nada, si me muestran alguna foto". "He aquí la foto, ¿le conoce?" "Sí, sí. Es uno de aquellos negros que se detienen a menudo delante del bar. Que crean muchos problemas". "¿Le has visto pasar por delante del bar el día de la desaparición del niño?"

»Pausa del testigo, que se lo piensa. Los investigadores sienten que están cerca de la solución.

»"Piénselo bien, la tarde de la desaparición del niño. Hace una semana."

»"Me parece que sí. Sí, tuvo que haber pasado. Me parece que era él."

»Llegados aquí el brigada dicta el acta, porque lo quiere fijar por escrito, antes de que el testigo cambie de idea. Lo que desgraciadamente ocurre a menudo. Dicta el acta al cabo que la escribe en el ordenador. Dicta el acta y utiliza su lenguaje burocrático, no las expresiones utilizadas por el testigo.

Tomé de entre mis papeles la copia de la primera acta de Renna y leí.

—En el acta de la que estamos hablando se encuentran expresiones de este tipo: «Soy coadyuvado, en el desempeño del mencionado negocio…», etcétera. Obviamente no son expresiones del testigo Renna. Obviamente no sabemos qué preguntas le hicieron a Renna. No lo sabemos porque se utiliza la burocrática, cómoda fórmula a pregunta responde. ¿Qué pregunta? ¿Qué preguntas se le hicieron al testigo? ¿Son preguntas que le han influido? ¿Son preguntas que han sugerido las respuestas? ¿Son preguntas que han construido, involuntariamente, un recuerdo?

»No es necesariamente mala fe. Es suficiente con disponer de una teoría que confirmar, nuestro cerebro lo hace todo solo, percibiendo, reelaborando, escribiendo las actas de manera que se adapten los hechos a la teoría. Creando, más bien diría, encajando el falso recuerdo.

»Digo falso no porque Renna se haya inventado algo o los carabineros le hayan sugerido malévolamente una historia falsa que contar. Simplemente durante el primer interrogatorio los recuerdos de Renna fueron reprogramados de acuerdo con la teoría investigadora que había sido escogida y para la cual no se buscaban verificaciones objetivas, sino sólo confirmaciones. Fueron reprograma—dos y no podremos saber nunca cómo transcurrieron las cosas. Porque el interrogatorio de este señor no ha sido grabado y sólo se ha puesto por escrito en un acta. De la manera que hemos visto.

»¿Quieren saber cómo es posible influir en la respuesta de un testigo e incluso modificar su recuerdo, sencillamente haciendo la pregunta de una manera o de otra? Déjenme que les cuente otra investigación, italiana esta vez. A tres grupos de estudiantes de psicología —no niños, no incautos, sino estudiantes de psicología que sabían que estaban siendo sometidos a una prueba científica— les fue mostrada una filmación. En esta filmación se veía a una señora que salía de un supermercado con un carrito; por detrás de la señora se acercaba un joven que agarraba una bolsita que estaba en el carrito y luego se iba corriendo. A los tres grupos de estudiantes, con preguntas distintas, se les pidió que contaran lo que habían visto. Al primer grupo se le hizo esta pregunta: «¿El ladrón ha tropezado con la señora?» Al segundo grupo: «¿De qué manera el agresor ha empujado a la señora?» A los estudiantes del tercer grupo se les preguntó sencillamente que contaran lo que habían visto. Huelga decir que en la filmación no había ningún encontronazo ni ningún empujón.

»Yo creo que ya han intuido cuál fue el resultado del experimento. Entre los estudiantes del tercer grupo —al que se le había pedido simplemente que contara los hechos— sólo el diez por ciento, o un poco más, habló de un encontronazo o de un contacto físico entre la víctima y el agresor. Entre los estudiantes del segundo grupo —aquellos a quienes se les había planteado la pregunta más sugestiva— hubo casi un setenta por ciento de respuestas en las que se hablaba del encontronazo inexistente. Como en el caso del experimento de los niños, también todos aquellos que hablaban del encontronazo enriquecían la narración con detalles sobre la manera, la violencia, la dirección del choque inexistente.

»¿Hay que añadir algo más? ¿Tenemos que malgastar más palabras para explicar cómo la manera de llevar a cabo un interrogatorio puede influir no sólo en las respuestas, sino también en la propia reconstrucción de los recuerdos del interrogado? No lo creo.

»Hemos comprendido que es vital saber qué preguntas —y en qué orden, y con qué ritmo, y en qué tono— se plantean a un testigo en su declaración más importante, o sea, la primera.

»En este caso esta información vital nos es negada, porque en el acta de los carabineros está sencillamente escrito a pregunta responde.

»A pregunta responde. ¿Qué pregunta? ¿Qué preguntas?

Levanté un poco la voz. No formaba parte de mis hábitos, pero los jueces empezaban a estar cansados y en cambio yo me estaba acercando al punto crucial. Debía mantenerles despiertos.

—Hemos dicho que si no sabemos cuál es la pregunta no podemos decir si la respuesta es auténtica o ha sido influida, o incluso manipulada. No lo podremos decir nunca porque de aquella primera declaración, de aquella primera declaración del testigo Renna, nos queda sólo esta breve acta resumida. Sólo podemos establecer conjeturas. Pero al hacerlo no podemos olvidarnos de un hecho. Que se ha verificado ante nuestros ojos, durante el juicio, en este proceso. Y este hecho es el contrainterrogatorio de Renna. En el transcurso del cual hemos sabido una serie de cosas muy importantes para valorar la fiabilidad de este testigo. Lo que no significa valorar si el testigo miente o dice su verdad subjetiva. Verificar significa cuál es el grado de correspondencia entre su narración y el desarrollo real de los hechos.

»Lo resumiré. Al señor Renna no le gustan los extracomunitarios y querría que las fuerzas del orden se ocuparan de ellos. El señor Renna no conoce tan bien a Abdou Thiam pues, aun viendo dos fotografías suyas —y hallándose en la misma sala de la audiencia— no consigue reconocerlo. El señor Renna, por último y como consecuencia, no es muy fisonomista y no le resulta fácil distinguir entre un ciudadano extracomunitario y otro. Desde su punto de vista son todos negros, para utilizar textualmente su respuesta a una pregunta del defensor.

Estaba a punto de lanzar uno de los ataques decisivos, y entonces me detuve de nuevo y les dejé a los jueces al menos una veintena de segundos. Tenían que preguntarse por qué motivo había dejado de hablar y debían concederme toda la atención de la que fueran capaces, tras tantas horas de sesión. Proseguí en un tono de voz más alto. Tenía que quedar claro que habíamos llegado al punto central.

—Y en base a las declaraciones de este señor, sobre estas declaraciones de origen incierto —por todo cuanto hemos dicho a propósito de la primera acta en presencia de los carabineros— el fiscal solicita que ustedes impongan la pena de cadena perpetua.

»Recuerden que para imponer no ya la cadena perpetua, sino un solo día de cárcel, ustedes no deben utilizar los criterios de la verosimilitud, no deben utilizar los criterios de la probabilidad. Admitiendo que, en este caso, y refiriéndonos al contenido de la declaración de Renna, se pueda hablar de verosimilitud o de probabilidad. Ustedes tienen que utilizar los criterios de la certeza. ¡Certeza!

»Se puede hablar de certeza en la reconstrucción de un hecho, cuando cualquier otra hipótesis alternativa es inadmisible y por ello debe ser rechazada. ¿Es éste el caso? ¿Es inadmisible pensar, por ejemplo, que Renna viera a cualquier otro, no a Abdou Thiam, aquella tarde, visto que para él los negros son todos iguales? ¿Es inadmisible pensar que, de alguna manera, este testigo se haya equivocado? Este testigo que —fíjense— se equivoca estrepitosamente ante su mirada a la hora del reconocimiento fotográfico. ¿No puede haberse equivocado? ¿Pueden confiar serenamente toda su decisión y toda la vida de un hombre a las declaraciones de un sujeto cuya falibilidad se ha puesto en evidencia ante sus ojos?

Pausa. Siete, ocho segundos.

—Y atención. Incluso si, contra toda evidencia, quieren pensar que la narración de Renna es fiable, esto no significaría la confirmación de la responsabilidad del acusado.

»Porque los demás indicios contra él son poco más que papel mojado.

Pasé a examinar las declaraciones de los dos senegaleses, los resultados del registro y todos los demás elementos incriminatorios.

Hablé de los listados. Incluso admitiendo que se quisiera hablar de verosimilitud —dije— la reconstrucción del fiscal no se aguantaba. Más bien resultaba grotesca. ¿El fiscal decía que el acusado había regresado de Nápoles y se había dirigido a Capitolo con la loca determinación de secuestrar, violar y matar al pequeño Francesco? Entonces estaba loco. Porque sólo la locura podía justificar un comportamiento tan absurdo. ¿Y entonces por qué no había sido sometido a ningún examen psiquiátrico? Si para explicar su comportamiento era necesario partir de una enfermedad mental, entonces dicha enfermedad debía ser examinada. De no ser así aquella referencia consistía sólo en un intento de sugestionar al tribunal.

Dije todas estas cosas, pero sin hablar mucho. Los jueces estaban cansados y yo estaba convencido de que en el momento de la decisión discutirían sobre todo el testimonio de Renna.

Entonces, como se dice, me dispuse a concluir. Concluir desde el punto en el que se ha comenzado da una idea del rumbo seguido y fortalece la argumentación. Creo.

—Verosimilitud o verdad, señores jueces. Probabilidad o certeza. La elección no debería ser difícil. En cambio lo es. Porque si por un lado está la percepción —todos nosotros la compartimos, estoy seguro de ello— de que este proceso no ha dado ninguna respuesta, por el otro está el sentimiento de consternación que deriva de la idea de que un crimen horrendo pueda quedar sin castigo, sin un autor. Es una idea insoportable y es una idea que acarrea consigo un riesgo muy grave.

En aquel momento volvió a entrar a la sala Cervellati. Se sentó en su sitio y apoyó la cabeza en la mano derecha, utilizándola como una especie de barrera. Entre él y yo. La mirada dirigida con ostentación a un punto de la sala, arriba, a la izquierda. Donde no había nada.

Era la posición más parecida a darme la espalda que permitía físicamente la disposición de los bancos —paralelos— y las sillas.

Pensé que era un mierda y proseguí.

—El riesgo es el de intentar librarnos de esta angustia encontrando no al culpable, sino un culpable. Uno cualquiera. Alguien que ha tenido la desgracia de acabar atrapado en el proceso.

»Sin—haber—hecho—nada. Dejen que se lo repita: sin—haber—he—cho—nada.

»Alguien podría no compartir el tono categórico de mi afirmación. Estoy de acuerdo. Es legítimo tener dudas. Yo soy el defensor y, por muchos motivos, estoy convencido de la inocencia de mi cliente. Ustedes tienen el derecho de no compartir esta certeza. Tienen derecho a sus dudas. Tienen derecho a pensar que Abdou Thiam podría ser culpable, a pesar de lo que diga su abogado.

»Podría ser culpable. A pesar de lo absurdo de la reconstrucción propuesta por el fiscal, tienen derecho a pensar que el acusado podría ser culpable.

»Podría. Modo condicional.

»Las sentencias, sin embargo, no se dictan —no se pueden dictar— en modo condicional. Se escriben en indicativo, afirmando certezas. Certezas.

»¿Pueden hacer afirmaciones certeras? ¿Pueden decir con certeza que el testigo Renna no se ha equivocado? ¿Pueden decir que al término de este proceso no existe una duda razonable?

»Si pueden hacer todo esto, entonces condenen a Abdou Thiam.

Había levantado la voz y me di cuenta de que no estaba interpretando, esta vez.

—Condénenlo a cadena perpetua, y a nada inferior. Si pueden decir que no existe ni siquiera una sola duda, si están absolutamente seguros, ustedes deben condenar a este hombre a que se quede en la cárcel para siempre. Deben tener la valentía de hacerlo. Mucha valentía.

Durante un tiempo indefinido quedó todo en suspenso. Hasta que no oí de nuevo mi voz. Ahora baja y resquebrajada.

—Si no tienen esta certeza, en cambio, todavía necesitan más coraje.

»Para no ahogar sus dudas en nombre de la justicia sumaria, y por lo tanto para absolver, hará falta mucho coraje. Estoy seguro de que lo tendrán.

»Gracias por haberme escuchado.

Me senté y no me daba cuenta de haber terminado realmente. A mi espalda, desde los bancos del público, un rumor de voces. Yo permanecía con los labios apretados y la cabeza ligeramente inclinada, fijándome obtusamente en un punto del banco, a mi izquierda, entre las vetas de la madera.

Oí hablar al presidente y me parecía que la voz provenía de otro lugar. Le preguntó al fiscal y a la acusación particular si había réplicas. Dijeron que no.

Entonces le pregunté a Abdou si quería hacer una declaración final antes de que el tribunal se retirara a la Cámara del Consejo. Como prevé el código. El rumor se disipó y hubo algunos segundos de silencio. Luego la voz de Abdou por el micrófono colocado detrás de los barrotes de la jaula. Era baja, pero decidida.

—Quiero decir sólo una cosa. Quiero darle las gracias a mi abogado por creer que soy inocente. Quiero decirle que ha obrado bien, porque es verdad.

El presidente hizo un gesto imperceptible con la cabeza.

—El tribunal se retira —dijo.

Se levantó, y los otros jueces hicieron lo mismo, casi al mismo tiempo.

Yo también me levanté, de manera mecánica. Les vi desaparecer uno tras otro detrás de la puerta de la Cámara del Consejo y sólo en aquel momento me giré hacia Margarita.

—¿Cuánto tiempo he hablado?

—Dos horas y media, más o menos.

Miré el reloj. Eran las seis menos cuarto. A mí me parecía haber estado hablando no más de cuarenta minutos.

Por unos instantes permanecimos de pie, en silencio. Luego me pregunté por qué no me quitaba la toga. Me la quité y la apoyé en el banco, mientras ella me miraba con la expresión de quien quiere decir alguna cosa y busca la manera, o las palabras.

—Yo no soy muy buena para echar piropos. En realidad no me ha gustado nunca, y creo que sé el porqué. Sin embargo, eso no es importante ahora. Lo que quería decir es que… bueno, que ha sido algo extraordinario oírte. Tengo ganas de darte un beso, pero creo que no es oportuno, en este momento.

Yo no dije nada, porque me faltaban palabras y además tenía una especie de nudo en la garganta.

Un periodista se me acercó y me felicitó. Luego otro y también la chica que durante la pausa me había preguntado mi opinión sobre las peticiones del fiscal. Me sentí culpable por no haber sido amable con ella antes.

Mientras los periodistas me decían otras cosas que no oía, Margarita me tiró con delicadeza de la manga de la chaqueta.

—Me tengo que ir. Suerte.

Levantó el puño derecho a la altura de la frente e hizo una ligera inclinación con la cabeza.

Luego se giró, se fue y yo me sentí solo.