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El metro estaba lleno de personas con gorros de Papá Noel. De haber sido aceptable como padre, un día yo habría tenido que interpretar ese papel. Habría tenido que hacer todas las cosas que antes había hecho mi padre, un experto en regalarnos cosas no estándar a Michelle, Trevor y a mí.
Habría tenido que aprender todo un nuevo conjunto de aptitudes y dominar numerosas actividades. Basándome en observaciones de mis padres, así como de Gene y Claudia, algunas de esas actividades habrían sido proyectos conjuntos con Rosie.
La fiesta de la facultad se celebraba en una gran sala de reuniones. Calculé el número de invitados en ciento veinte. Sólo uno de ellos era inesperado. ¡Lydia!
—No me había percatado de que trabajabas en Columbia —le dije.
Si era una colega, sin duda nuestra interacción implicaba nuevos problemas éticos.
Ella sonrió.
—Soy la acompañante de Gene.
Como es habitual en estas ocasiones, había alcohol de baja calidad, tentempiés sin interés y demasiado ruido para entablar cualquier interacción productiva. Resulta increíble que alguien sea capaz de reunir en un mismo sitio a varios de los investigadores médicos más eminentes del mundo, simplemente para embotar sus facultades con alcohol y ahogar su voz en música que sin duda ellos no dejarían poner a sus hijos en casa.
Tardé tan sólo dieciocho minutos es consumir suficiente comida para eliminar la necesidad de cenar. Esperaba que Rosie hubiese hecho lo mismo. Estaba a punto de ir en su busca para sugerirle que nos fuéramos, cuando David Borenstein anunció algo por el micrófono del escenario. Yo no veía a Rosie. Quizá no se había percatado de que el inicio de las formalidades era la señal para irnos.
—Este ha sido un gran año para la facultad —declamó el decano.
Era como si estuviera en Melbourne; la decana de allí habría dicho exactamente lo mismo. Siempre era un gran año. También había sido un gran año para mí. Aunque con un final desastroso.
—Se han producido algunos logros importantes —prosiguió el decano—, a los que sin duda brindarán el reconocimiento que merecen los foros apropiados. Pero esta noche quiero celebrar unos cuantos que quizá no…
Cuando el decano llamó al escenario a varios investigadores para que los aplaudieran por sus dotes didácticas y asesoras, mientras mostraba vídeos de mala calidad como prueba de su trabajo, empecé a sentirme mejor. No era mi destino criar hijos directamente, pero llegaría el día en que un buen padre —alguien que contribuía de forma valiosa a la educación de su hijo— decidiría no beber demasiado alcohol porque una prueba genética había indicado que era propenso a la cirrosis, y de ese modo sobreviviría para criar a su hijo. Esa prueba sería el resultado de mis seis años de trabajo criando ratones, emborrachándolos y diseccionando sus hígados. Tal vez una pareja de lesbianas tomaría decisiones más seguras y convenientes sobre cómo criar a sus hijos gracias al Proyecto de las Madres Lesbianas, del que también había formado parte. Quizá me quedaban de cuarenta y cinco a cincuenta años más para seguir contribuyendo a la mejora de nuestra sociedad, y vivir una vida plena y con sentido.
Echaría de menos a Rosie. Como Gregory Peck en Vacaciones en Roma, se me había concedido un regalo inesperado, destinado a ser temporal debido a quién era yo. Paradójicamente, la felicidad me había puesto a prueba. Pero había llegado a la conclusión de que ser yo mismo, con todos mis defectos intrínsecos, era más importante que tener aquello que más quería en el mundo.
Reparé en que Gene estaba a mi lado, dándome codazos en las costillas.
—Don, ¿estás bien?
—Por supuesto.
Mis pensamientos habían silenciado las palabras del decano, pero ahora volví a concentrarme en lo que decía. Al fin y al cabo, ese era mi mundo.
—Y con la misma actitud y dedicación que el Nobel australiano que tragó bacterias para demostrar que le producirían úlcera, uno de nuestros australianos también ha corrido un gran riesgo en aras de la ciencia.
En la pantalla que había detrás del decano apareció una grabación. Era yo, el día en que me había echado al suelo y había dejado que el bebé de una pareja de lesbianas me gateara por encima para determinar el efecto en sus niveles de oxitocina. Todos empezaron a reír.
—El profesor Don Tillman, como nunca lo habíamos visto antes.
Era verdad. Me quedé perplejo. Se me veía obviamente feliz, mucho más de lo que recordaba. Tal vez en ese momento no fui capaz de apreciar correctamente mi estado emocional porque estaba concentrado en realizar el experimento de forma adecuada. El vídeo duraba unos noventa segundos. Noté que había alguien más a mi lado. Era Rosie. Me agarraba muy fuerte del brazo y lloraba con profusión.
No tuve la oportunidad de determinar la causa de su emotividad, porque David añadió:
—Aunque quizá estaba practicando: Don y su pareja, Rosie, esperan su primer hijo para Año Nuevo. Tenemos un regalito para vosotros.
Me dirigí al escenario con Rosie. Tal vez fuese inapropiado aceptar un regalo que se nos concedía partiendo de la premisa de que seguíamos juntos. Estaba aún planteándome qué debía decir al respecto cuando Rosie resolvió el problema.
—Sólo di «gracias» y acéptalo —susurró mientras subíamos al escenario. Me daba la mano, lo que probablemente reafirmaba esa impresión incorrecta.
El decano nos entregó un paquete. Estaba claro que era un libro. Después dirigió a todos las felicitaciones de rigor, y la gente empezó a irse.
—¿Podemos esperar un momento? —preguntó Rosie, que parecía parcialmente recuperada.
—Por supuesto.
Al cabo de cinco minutos, todos se habían marchado, Gene y Lydia incluidos. Sólo quedábamos David Borenstein, su ayudante y nosotros.
—¿Te importaría volver a enseñarnos el vídeo de Don? —preguntó Rosie.
—Ya estoy recogiendo —dijo el ayudante—; pero podéis quedaros el DVD si queréis.
—Me parecía el detalle perfecto para despedirnos del trimestre en estas fechas. El lado cálido del frío hombre de ciencias. Supongo que esa faceta tú la conoces muy bien —le dijo el decano a Rosie.
Regresamos en metro a lo que había sido nuestro hogar. Rosie no hablaba. Eran sólo las 19.09 horas, y me pregunté si debía intentar, una vez más, persuadirla de que participara en las experiencias memorables que había planeado. Pero me encantaba darle la mano en nuestra última noche y consideré sensato no hacer nada que pudiese cambiar la situación. Llevaba el regalo del decano en la otra mano, por lo que Rosie tuvo que abrir la puerta del piso.
Gene esperaba con una mágnum de champán y múltiples copas… porque teníamos múltiples invitados. Para ser más preciso, había siete copas. Las llenó y distribuyó seis de ellas: para mí, Rosie (infringiendo las normas del embarazo), Lydia, Dave, George y él.
Yo tenía varias preguntas, entre ellas la razón de la presencia de Dave y George, pero empecé por la más obvia.
—¿Para quién es la séptima copa?
La pregunta la respondió un hombre muy alto, de complexión fuerte y unos sesenta años que entró del balcón, donde supuse que se había fumado un cigarrillo. Era 34, Phil, el padre de Rosie, que en teoría estaba en Australia.
Rosie me apretó la mano muy fuerte, como si quisiera ganar créditos en la asignatura de estrechar manos; luego me soltó y corrió hacia Phil. Yo hice lo mismo. Mi cerebro se inundó de una inmensa compasión por el sufrimiento que debió de padecer la noche en que murió su esposa. Sin duda era el resultado del Ejercicio de Empatía Phil y las pesadillas resultantes, y fue tan potente que superó mi desagrado por el contacto físico. Alcancé a Phil más o menos un segundo antes que Rosie, y lo abracé.
Se sorprendió, como era de esperar. Supongo que todos se sorprendieron. Al cabo de unos instantes, con su apoyo, lo solté. Recordé su promesa de venir a darme una «paliza de la hostia» si la fastidiaba. Era obvio que yo había cumplido esa condición.
—¿Qué habéis hecho, vosotros dos? —No esperó la respuesta y sacó a Rosie al balcón. Deseé que la sorpresa no la empujara a fumarse un cigarrillo.
—Cuando volvimos lo encontramos aquí, esperando —me explicó Gene—. Acampado delante de la puerta, con su equipaje de mano.
No todos eran tan atentos como un servidor en lo de evitar la entrada de visitas no autorizadas, aunque yo habría reconocido a Phil, por supuesto, y le habría permitido el acceso.
—¿Ha explicado por qué ha venido? —pregunté.
—¿Hace falta? —repuso Gene.
Recordé que Phil no bebía alcohol, y rápidamente me bebí su copa para que no sintiera vergüenza.
Gene explicó que había convocado a Dave y George para darme un regalo colectivo. Por su forma y tamaño, deduje que probablemente se trataba de un DVD. Sería mi único DVD, pues yo descargo todo mi material de vídeo.
Me pregunté si Lydia habría participado en esa decisión ecológicamente irresponsable.
Cuando volvieron Rosie y Phil, abrí el regalo del decano. Era un libro de humor sobre la paternidad. Lo dejé en la mesa sin hacer comentarios.
El regalo de Gene, Dave y George era una copia de ¡Qué bello es vivir!; me dijeron que se trataba de una película típica de Navidad. Resultaba una elección muy poco imaginativa para ser de tres de mis amigos más cercanos, pero yo era consciente de que elegir regalos es algo sumamente difícil. Sonia me había sugerido que, como regalo navideño para Rosie, adquiriese ropa interior elegante de máxima calidad, pues era lo que se solía regalar durante los primeros años de matrimonio. Me había parecido una idea brillante, y además me había permitido reemplazar los artículos dañados por el Incidente Colada Color Malva, pero el proceso de hacer encajar las existencias de Victoria’s Secret con los originales teñidos de malva había sido complejo. El regalo seguía en mi despacho.
—Venga —dijo Gene—, bebamos champán mientras vemos ¡Qué bello es vivir! «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
—No tenemos televisor —advertí.
—En mi casa —dijo George.
Todos subimos a su piso.
—Las metáforas no son el fuerte de Don —dijo Gene mientras George cargaba el DVD—, así que, Don, te hemos comprado esta película porque te pareces un poco a George.
Miré a George. Era una comparación extraña. ¿Qué tenía yo en común con una antigua estrella de rock?
Gene se echó a reír.
—Hay un George en la película. Es el personaje que interpreta James Stewart. Ayuda mucho a sus amigos. Permitidme ser el primero en ofrecer mi testimonio. Cuando ya nada podía salvar mi relación con Claudia, Don fue el último en abandonar. Me ofreció un sitio donde vivir, aunque Rosie tenía todos los motivos del mundo para dificultarle esa decisión. Ha sido un mentor para mi hijo y mi hija, y… —Gene tomó aire y miró a Lydia— me puso en mi lugar cuando la cagué. No por primera vez.
Gene se sentó y Dave se levantó.
—Don ha salvado a mi bebé, mi matrimonio y mi negocio. Sonia va a hacerse cargo de la parte administrativa de mi trabajo. Así podré pasar más tiempo con ella y con Rosie. Nuestra hija.
Rosie me miró a mí, después a Dave y después otra vez a mí. No la habían informado del nombre elegido.
George se levantó.
—Don… —Lo abrumó la emoción y no pudo continuar. Intentó abrazarme y probablemente no obtuvo respuesta por mi parte.
Gene tomó de nuevo la palabra.
—Rosie y yo estábamos presentes la noche en que Don decidió que lo más importante de su vida podía esperar, mientras él cuidaba de otra persona. Para el resto de vosotros, Don tiene grabado el acontecimiento en vídeo.
Me sentía avergonzado. Soy experto en la resolución de problemas, pero sólo en un sentido práctico. Soluciones como sugerir que una contable ayude en el negocio de su marido o un cambio de personal en un grupo de rock merecían cierto reconocimiento, pero no semejante reacción emotiva.
Entonces Lydia —¡Lydia!— se levantó.
—Gracias por permitirme formar parte de este homenaje. Sólo me gustaría decir que el ejemplo de Don me ha ayudado a superar un… prejuicio. Gracias, Don.
El testimonio de Lydia fue un poco menos emotivo, lo que supuso todo un alivio. Me sorprendió que mis argumentos la hubiesen convencido de que era aceptable consumir marisco y pescado no sostenibles.
Todos miraron a Phil unos segundos, pero él no habló.
George puso la película, y entonces llegaron los cuatro Dead Kings, el Príncipe incluido. George III nos sirvió cerveza a todos, y, cuando la película volvía a estar a punto de empezar, los Esler llamaron a la puerta, seguidos poco después de Inge. Gene y Rosie habían hecho algunas llamadas. Lydia y Judy Esler salieron al balcón, donde estuvieron un buen rato.
Me pareció apropiado invitar a los amigos locales que quedaban. Llamé al decano y a Belinda —B3—, y una hora después teníamos al Equipo B al completo, así como a los Borenstein. George sirvió más cerveza y, por primera vez, su piso pareció un auténtico pub inglés en pleno funcionamiento. Se lo veía sumamente feliz en su papel de anfitrión. Rosie había retomado el gesto de cogerme de la mano.
La historia de las dificultades y el casi suicidio del personaje de James Stewart era interesante y altamente eficaz a la hora de manipular las emociones. Era la primera vez que lloraba con una película, pero fui consciente de que los demás respondían del mismo modo. Es cierto que, por mi parte, experimentaba una sobrecarga emocional debido a la proximidad de Rosie, al apoyo que me habían dado las personas más importantes de mi vida y al dolor que me provocaba el fin de mi matrimonio. Rosie iba a dejar un vacío espantoso.
Tuvo que explicarme, cuando terminó la película, que había cambiado de idea.