12
Rosie llegó a casa antes que Gene, lo que me brindaba la oportunidad de aplicar sutilmente la Escala Edimburgo para valorar si tenía depresión. Me besó en la mejilla y se llevó su bolso al estudio. La seguí.
—¿Cómo te ha ido la semana? —pregunté.
—¿La semana? Si sólo estamos a jueves. El día me ha ido bien. Stefan me ha enviado un manual sobre el análisis de regresión múltiple.
Stefan había sido compañero de doctorado de Rosie en Melbourne. Tenía una actitud descuidada hacia el afeitado, y la había acompañado al baile de la facultad antes de que Rosie y yo nos convirtiéramos en pareja. A mí me parecía un tipo irritante. Pero el problema inmediato era acotar nuestra charla al marco temporal especificado por la EEDP.
—Un día no es indicativo de tu felicidad global. Los días varían. Una semana es un indicador más útil. Preguntar «¿Cómo ha ido el día?» es convencional; considero que «¿Cómo ha ido la semana?» es más útil. Deberíamos adoptar una nueva convención.
Rosie sonrió.
—Podrías preguntarme cómo me ha ido el día todos los días y luego sacar la media.
—Una idea excelente. Pero necesito un punto de partida, así que, sólo por esta vez, dime, ¿cómo te han ido las cosas desde el jueves pasado hasta hoy? ¿Has sentido que la situación te supera?
—Pues ya que lo preguntas, un poco. Por las mañanas me encuentro como una mierda; voy atrasada con la tesis; Gene vive aquí; la asesora me persigue por los pasillos, creo que por indicación de David Borenstein; tengo que pedir hora con el médico, y la otra noche sentí que me presionabas para que pensara en algo que está a meses de distancia. De modo que, sí, me supera un poco.
No tuve en cuenta la explicación que había seguido a la cuantificación básica y anoté mentalmente «un poco». No mucho.
—¿Dirías que no te las arreglas tan bien como antes?
—Estoy bien.
Cero puntos.
—¿Los problemas te impiden dormir adecuadamente, tienes insomnio?
—¿He vuelto a despertarte? Ya sabes que siempre he dormido fatal.
De «dormir fatal» a «dormir fatal» no había cambios.
Me pareció un buen momento para hacer una pregunta aleatoria, no relacionada con la EEDP, y disimular así mis intenciones.
—¿Confías en mi capacidad como padre?
—Claro, Don. ¿Tú no?
La improvisación me metía en problemas. Decidí no responder a la pregunta de Rosie y proseguí con la EEDP.
—¿Has llorado últimamente?
—Creí que no te darías cuenta. Sólo anoche, cuando me agobié con todo y tú habías salido con Dave. Pero no tiene nada que ver con que no vayas a ser un buen padre.
Nueva nota: sólo en una ocasión.
—¿Te sientes triste y abatida?
—No, estoy bien. Tal vez un poco agobiada.
No. Cero.
—¿Ansiosa y preocupada sin motivo?
—Puede que un poco. Creo que a veces pierdo la perspectiva. —Curiosamente sonrió, aunque esta era la primera respuesta que indicaba cierto riesgo de depresión. El método más simple de cuantificar «un poco» y «a veces» era reducir en un cincuenta por ciento la puntuación de la pregunta. Un punto.
—¿Asustada? ¿Nerviosa?
—Como te he dicho, un poco. Pero me encuentro bastante bien.
Un punto más.
—A lo mejor te culpas innecesariamente.
—Caray. Esta noche estás de lo más perspicaz.
Descodifiqué su respuesta. Estaba diciéndome que incluso yo lo había notado; por tanto, sí. Puntuación completa.
Rosie se levantó y me abrazó.
—Gracias. Has sido encantador. Cuando hablamos de que dejara temporalmente mis estudios sentí que no conectábamos…
¡Se echó a llorar! Una segunda ocasión. Sin embargo, había sucedido unos minutos después del período de una semana que contemplaba el cuestionario.
—¿Esperas la cena con ilusión?
Rosie se echó a reír, un cambio de humor extraordinario.
—Siempre y cuando no vuelvas a preparar tofu.
—¿Y el futuro en general?
—Mucho más que hace un rato.
Otro abrazo, pero aquello insinuaba que, a lo largo de la semana, considerada en conjunto, Rosie se había ilusionado menos de lo habitual con las cosas.
La última pregunta era peliaguda, pero ya había preparado el terreno para plantearla.
—¿Has pensado en lastimarte? —pregunté.
—¿Qué? —Se echó a reír—. No voy a suicidarme por la regresión múltiple o porque un capullo de la Administración académica siga anclado en los años cincuenta. Don, eres divertidísimo. Ve a hacer la cena.
Calculé eso como «capacidad de reír y ver el lado positivo de las cosas», pero, considerando la semana globalmente, se había producido cierta disminución en tal capacidad.
Nueve puntos. Una puntuación de diez o más indicaba riesgo de depresión. Seguramente Lydia tenía sus motivos para estar preocupada, pero la aplicación de la ciencia había proporcionado una respuesta definitiva. Mientras me dirigía a la cocina, Rosie gritó:
—¡Eh, Don! Gracias. Me siento mucho mejor. A veces me sorprendes, de verdad.
La noche siguiente, Gene volvió a casa a las 19.38 horas.
—Llegas tarde —le dije.
Miró su reloj.
—Ocho minutos.
—Correcto.
Ese desfase no influiría en absoluto en la calidad de la cena, pero mi horario se había desbaratado. Era frustrante ser la única persona afectada de la casa: Rosie y Gene apenas lo notarían. Que Gene formase parte de nuestra familia incrementaba significativamente la probabilidad de tales disrupciones.
Rosie seguía en el estudio. Era un buen momento para plantear cierta cuestión a Gene.
—¿Has estado tomando unas copas con Inge?
—En efecto. Es encantadora.
—¿Planeas seducirla?
—Venga, Don. Somos dos adultos libres de disfrutar de la compañía del otro.
Eso era técnicamente cierto, pero yo tenía dos motivos para evitar que Gene añadiese otra nacionalidad a su lista.
El primero era una de las directrices que David Borenstein me había obligado a aceptar para conseguirle el período sabático a Gene. El decano había exigido que Gene dejase en paz a las estudiantes de doctorado, pero yo sospechaba que aquella exigencia se extendía también a una investigadora de veintitrés años, aunque ninguna ley prohibía que los profesores mantuvieran relaciones sexuales con jóvenes investigadoras, o incluso alumnas, siempre y cuando tuvieran la edad legal y el profesor no estuviese involucrado en su evaluación.
La segunda razón era que el celibato de Gen podría hacer que Claudia lo perdonase; además, el deseo sexual no satisfecho quizá facilitaría que él volviese con ella. Supuse que Gene se mostraría infeliz por la ruptura de su matrimonio, y que Rosie y yo tendríamos que consolarlo, pero hasta la fecha no había percibido la menor infelicidad por su parte. Sin duda me enfrentaba a otro problema humano que no resolvería a menos que actuase con decisión.
Durante la semana siguiente, intenté apartar el Problema Lydia Mercer de mi subconsciente para ponerme manos a la obra. El pensamiento creativo se beneficia de un período de incubación. La noche del sábado, después de la habitual llamada VoIP a mi madre, inicié otra interacción:
«Cordiales saludos, Claudia».
Tecleé el mensaje en lugar de intentar la comunicación hablada. Era posible que Claudia estuviese con un paciente. Yo operaba con unos niveles máximos de empatía personal, facilitados por el aislamiento en mi despacho-baño, una reciente sesión de jogging y el Margarita de pomelo rosa que seguía consumiendo. Cumplía mi horario, y la noche anterior había dibujado el contorno de Bud en el azulejo de la Semana 7.
«Hola, Don. ¿Cómo estás?», escribió Claudia.
Yo había cambiado de opinión respecto a las fórmulas sociales. Ahora comprendía que suponían una ventaja para las personas con dificultades de interacción personal.
«Muy bien, gracias. ¿Y tú?».
«Bien. Eugenie no me da tregua, pero, por lo demás, bien».
«Tendríamos que usar la voz, es más eficaz».
«Así está bien», escribió Claudia.
«La comunicación por voz es superior. Puedo hablar más rápido de lo que tecleo».
«Sigamos con el texto».
«¿Qué tiempo hace en Melbourne?».
«Estoy en Sídney. Con un amigo. Un amigo nuevo».
«Ya tienes una cantidad de amigos inmensa, no necesitas más».
«Este es especial».
Las formalidades nos habían desviado del objetivo. Ya era hora de ir al grano.
«Tú y Gene deberíais volver».
«Te agradezco el interés, Don, pero ya es un poco tarde».
«Incorrecto. Lleváis muy poco tiempo separados. Habéis invertido mucho en vuestra relación. Eugenie y Carl… La infidelidad de Gene es irracional; corregirla es trivial si se compara con el coste del divorcio, la interrupción del matrimonio, la búsqueda de nuevas posibles parejas».
Y seguí en esa línea. Una de las ventajas del texto es que la otra persona no puede interrumpir, y mi argumentación llenó rápidamente varias ventanas. Entretanto, me llegó un mensaje de Claudia, gracias a las virtudes asincrónicas de Skype.
«Gracias, Don. Te agradezco el interés, de veras. Pero tengo que irme. ¿Cómo está Rosie?».
«Bien. ¿Quieres hablar con Gene? Creo que deberías hablar con él».
«Don, no quiero ser desagradable, pero soy psicóloga clínica y tú no eres precisamente un experto en relaciones interpersonales. Quizá sea mejor que dejes este asunto en mis manos».
«No eres desagradable. Mi matrimonio funciona y el tuyo ha fracasado; por tanto, de entrada mi método parece más eficaz».
Pasaron unos veinte segundos antes de que me llegara la respuesta de Claudia; evidentemente, la conexión era lenta.
«Es posible. Te lo agradezco, pero tengo que irme. Y no des por sentado el éxito de tu matrimonio».
El icono de Claudia se volvió naranja antes de que pudiese enviarle un mensaje estándar de despedida.
No daba mi matrimonio por sentado. Tras una semana incubando el Problema Lydia Mercer, decidí que podía planteárselo a Rosie como una oportunidad para recibir consejo sobre la paternidad. Intenté sacar el tema en la cena, que por supuesto incluía a Gene, pero fui incapaz de facilitar información sobre el Incidente del Parque Infantil porque se malinterpretaron mis intenciones. Rosie creyó que mi mención de las responsabilidades parentales era una indirecta para que abandonase durante un año la carrera de Medicina.
—Si yo fuese un alumno que va a ser padre, ni siquiera tendríamos esta discusión.
—La situación es biológicamente distinta —señalé—. El proceso del parto tiene un impacto mínimo en el hombre; él podría estar trabajando o viendo un partido de béisbol mientras se produce el alumbramiento.
—Por su bien, espero que no. Técnicamente sólo necesito tomarme unos días libres. Tú libras una semana cuando te resfrías.
—Para evitar la propagación de la enfermedad.
—Sí, sí, lo sé, pero eso no cambia el argumento. Sólo tengo que averiguar durante cuánto tiempo puedo interrumpir los estudios sin perder el curso.
Gene ofreció un análisis más convincente y turbador.
—Esté bien o mal, si un estudiante no interrumpiese los estudios, se daría por sentado que quien cuida del niño es su pareja. ¿Estás planteándote que sea Don el que pida la baja?
—No, claro que no espero que Don se quede en casa con el bebé…
Yo no había previsto el cuidado del lactante, en realidad no había previsto casi nada más allá del nacimiento de Bud. Al parecer, la opinión que tenía Rosie de mi capacidad como padre coincidía con la de Lydia.
Debió de ver mi expresión.
—Lo siento, Don. Sólo estoy siendo realista. Creo que ninguno de los dos se plantea que tú seas el principal cuidador… El bebé irá conmigo allí a donde vaya.
—Me parece improbable que te lo permitan. ¿Has hablado con la asesora?
—Todavía no.
Había comentado con el decano la idea de que Rosie se llevara a Bud al trabajo, y me contestó que eso era imposible. Una vez más, me recomendó que no mencionase la figura de autoridad de quien procedía el consejo.
Rosie se dirigió a Gene.
—Además, Don no puede dejar de trabajar. Necesitamos su sueldo. Y esa es precisamente la razón de que quiera acabar la carrera; así tendré trabajo y no dependeré de nadie.
—Don no es «nadie». Es tu pareja. Así es como funcionan los matrimonios.
—Como tú muy bien sabes. —Después de haber elogiado los conocimientos de Gene, inexplicablemente Rosie se disculpó—. Lo siento, no quería decir eso.
Era una buena ocasión para mencionar a Lydia.
—Quizá necesites la ayuda de un experto.
—Stefan ha estado ayudándome.
—¿Con la maternidad?
—No, con eso no. Mira, Don, ahora mismo tengo unos cincuenta problemas, y ninguno de ellos es cómo cuidar de un bebé al que le quedan ocho meses para nacer.
—Treinta y dos semanas. Lo que se acerca más a los siete meses. Tenemos que estar preparados. No estaría mal disponer de una evaluación de nuestra capacidad como padres. Una auditoría externa.
Rosie rio.
—Ahora ya es un poco tarde.
Gene también rio.
—Creo que Don está siendo metódico, en su línea. No podemos esperar que inicie un nuevo proyecto sin llevar a cabo una investigación detallada, ¿no es cierto, Don?
—Correcto. Posiblemente con una entrevista breve será suficiente. La programaré.
—No me opongo a que hables con alguien —respondió Rosie—. Me parece muy bien que se te haya ocurrido. Pero yo sé cuidarme sola.