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La llamada por Skype de mi madre, programada para el sábado por la tarde, se produjo desde Shepparton según el horario previsto: las 19.00 horas del huso horario del este de Estados Unidos, y las 09.00 horas del huso horario de Australia oriental.
La ferretería familiar iba tirando; mi hermano Trevor necesitaba salir más y buscarse a alguien como Rosie; mi tío estaba recuperándose, gracias a Dios.
Pude convencer a mi madre de que Rosie y yo estábamos bien, de que mi trabajo era satisfactorio y de que debía agradecer la mejoría en el estado de salud de mi tío a la ciencia médica, y no a una deidad que supuestamente también había permitido que desarrollara un cáncer. Mi madre aclaró que sólo usaba una frase hecha, y que por supuesto no la presentaba como una evidencia científica de la existencia de un dios intervencionista, que Dios la librara, lo que también era sólo una frase hecha, Donald. Nuestras conversaciones no habían cambiado demasiado a lo largo de treinta años.
La preparación de la cena consumió mucho tiempo porque el surtido de sushi requería un número considerable de ingredientes, de modo que, cuando Rosie y yo nos sentamos a cenar, todavía no le había transmitido la información referente a Gene.
Además, Rosie quería hablar del embarazo.
—Lo he consultado en Internet. El bebé ni siquiera mide un centímetro, ¿sabes?
—El término «bebé» es engañoso. En realidad se trata de una forma no muy avanzada de blastocito.
—En ningún caso pienso llamar «blastocito» a mi hijo.
—«Embrión», entonces. Ni siquiera es un feto.
—Escúchame bien, Don. Voy a decirlo sólo una vez. No quiero cuarenta semanas de comentarios técnicos.
—Treinta y cinco. La gestación se mide convencionalmente a partir de las dos semanas previas a la concepción, y suponemos que el suceso tuvo lugar hace tres semanas, después de la imitación de Vacaciones en Roma. Lo que requiere de la confirmación por parte de un profesional médico. ¿Has pedido hora?
—Pero ¡si me enteré del embarazo ayer! Además, en lo que a mí respecta, es un bebé. Un bebé único. Un bebé único en potencia, ¿vale?
—Un bebé único en desarrollo.
—Exacto.
—Perfecto. Entonces, podemos referirnos a él como BUD, «Bebé Único en Desarrollo».
—¿«Bud»? Eso suena a hombre de setenta años. Si es que el bebé es un «hombre»…
—Independientemente del género, es estadísticamente probable que Bud alcance la edad de setenta años, suponiéndole un adecuado nacimiento y desarrollo, así como ningún cambio importante del entorno en que se basan las estadísticas, como sería un holocausto nuclear, un meteorito similar al que provocó la extinción de los dinosaurios…
—O que su padre lo mate a discursos. Sigue siendo un nombre de varón.
—También da nombre a una parte de la planta, en inglés. Bud significa «capullo», el paso previo a la flor. Las flores se consideran femeninas. Tú también tienes un nombre de flor. Bud es perfecto. Mecanismo reproductivo para una flor, rosebud o «capullo de rosa», Rosie-bud…
—Vale, vale. Pensando en el futuro… lo mejor será que el «bebé» duerma en la sala. Hasta que encontremos un piso más grande.
—Claro. Le compraremos una cama plegable.
—¿Qué? Don, los bebés duermen en cunas.
—Pensaba en más adelante. Cuando sea lo bastante mayor para una cama. Podemos comprarla ahora, así estaremos preparados. Iremos a la tienda de camas mañana mismo.
—No necesitamos una cama, por ahora. Ni siquiera hace falta que compremos la cuna hasta pasado un tiempo. Esperemos a saber que todo va bien.
Me serví el pinot gris que quedaba de la noche anterior y deseé que hubiese más en la botella. Las sutilezas no me llevaban a ninguna parte.
—Necesitamos la cama para Gene. Él y Claudia se han separado. Gene va a trabajar en Columbia, y se quedará con nosotros hasta que encuentre un sitio donde vivir.
Esa era la parte del Año Sabático de Gene que quizá no había planteado bien. Probablemente tendría que haber hablado con Rosie antes de ofrecer alojamiento a mi amigo. Pero era razonable que Gene viviese con nosotros mientras buscaba piso. Ayudaríamos a un sin techo.
Soy muy consciente de mi incompetencia para predecir reacciones humanas, pero habría apostado a que sabía la primera palabra que Rosie pronunciaría al recibir aquella información. Acerté seis veces.
—Mierda. Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.
Por desgracia, mi suposición de que finalmente aceptaría la propuesta fue incorrecta. Más que debilitar su resistencia, todos mis argumentos tuvieron el efecto contrario. Hasta mi mejor razonamiento —que Gene era la persona más preparada del planeta para ayudarla a terminar su tesis— fue rechazado, básicamente por motivos emocionales.
—Ni hablar. No permitiré que ese cerdo narcisista, embustero, misógino, intolerante y anticientífico duerma en nuestro apartamento.
Me pareció que acusar a Gene de «anticientífico» era injusto, pero, cuando empecé a enumerar sus títulos, Rosie se marchó al dormitorio y cerró la puerta.
Extraje la tarjeta de George para trasladar los datos a mi agenda. Aparecía el nombre de un grupo: Dead Kings. Para mi sorpresa, los reconocí. Como mis gustos musicales se habían formado básicamente a partir de la colección de discos de mi padre, estaba familiarizado con ese grupo de rock británico que había sido popular a finales de los años sesenta.
Según Wikipedia, la banda había vuelto a la actividad en 1999 para actuar en cruceros que cubrían la ruta del Atlántico. Dos de los Dead Kings originales estaban muertos, pero los habían sustituido. George era el batería. Había acumulado cuatro matrimonios, cuatro divorcios y siete hijos, pero era, al parecer, el miembro psicológicamente estable del grupo. La reseña no mencionaba su pasión por la cerveza.
Cuando fui a acostarme, Rosie ya dormía. Yo había elaborado una lista en la que enumeraba más ventajas de que Gene viviera con nosotros, pero decidí que no sería prudente despertarla.
Curiosamente, Rosie se despertó antes que yo, puede que como resultado de haber anticipado su ciclo de sueño. Preparó café en la cafetera de émbolo y volvió a meterse en la cama.
—Creo que no me conviene tomar expresos.
—¿Por qué?
—Demasiada cafeína.
—Pues la verdad es que el café preparado con cafetera de émbolo contiene más del doble de cafeína que un expreso.
—Mierda. Y yo que intentaba hacer bien las cosas…
—Son cifras aproximadas. El expreso que te traigo de Otha’s lo preparan con tres cargas de café, de modo que el que has preparado con la cafetera de émbolo será más flojo de lo normal, debido a tu falta de experiencia.
—Bueno, pues ya sabes quién va a prepararlo la próxima vez.
Rosie sonreía. Me pareció un buen momento para mencionar los argumentos adicionales a favor de Gene. Pero Rosie habló primero.
—Don, lo de Gene… Sé que es tu amigo. Comprendo que pretendas… que quieras ser leal y amable. Y a lo mejor, si no acabase de saber que estoy embarazada… Pero sólo voy a decirlo una vez, para que podamos seguir adelante, sin más: no hay sitio para Gene aquí. Fin de la historia.
Archivé mentalmente la fórmula «fin de la historia» como una técnica útil para zanjar una conversación, pero Rosie la contradijo al cabo de unos segundos, mientras yo bajaba los pies de la cama.
—Oye, tú. Hoy tengo que escribir, pero esta noche te daré una paliza. Abrázame.
Tiró de mí para que volviera a la cama y me besó. Es inconcebible que el estado emocional de una persona pueda deducirse a partir de una serie tan contradictoria de mensajes.
Al reconsiderar mi interacción con Rosie, concluí que su referencia a darme una paliza era metafórica, y que debía interpretarse positivamente. Habíamos establecido la práctica de competir entre nosotros en The Alchemist. En términos generales, me parece contraproducente añadir un factor competitivo a las actividades profesionales, pero había comprobado que nuestro rendimiento había mostrado una mejoría continuada. El tiempo en la coctelería pasaba rápido, una indicación fiable de que nos divertíamos. Lamentablemente, el bar había cambiado de propietarios. Cualquier alteración de una situación óptima sólo puede ser negativa, y el nuevo encargado, cuyo nombre era Héctor, pero a quien nos referíamos en privado como «Wineman», sin duda lo corroboraba.
Wineman tenía unos veintiocho años y un IMC aproximado de 22; llevaba perilla negra y gafas de montura gruesa de ese estilo que antes me había definido como empollón, pero que ahora estaba de moda.
Había sustituido las mesas pequeñas por bancos largos; también había aumentado la intensidad de la luz, y dejado los cócteles en un segundo plano para promocionar el vino español que acompañaba a la nueva carta, que consistía fundamentalmente en el plato que llaman «paella».
Wineman acababa de hacer un máster en Administración de Empresas, y supuse que sus cambios estaban en consonancia con los mejores métodos de la industria de la restauración. Sin embargo, el resultado neto había sido un descenso de la clientela y el subsiguiente despido de dos de nuestros colegas, que él atribuyó a la difícil situación económica.
—Me han contratado justo a tiempo —decía muy a menudo.
Rosie y yo recorrimos cogidos de la mano nuestro ya habitual trayecto hasta Flatiron. Se la veía de un humor excelente, pese a su ritual objeción al uniforme blanco y negro, que a mí, personalmente, me resultaba sumamente atractivo. Llegamos a las 19.28 horas, con dos minutos de antelación. Sólo había tres mesas ocupadas, y ningún cliente en la barra.
—Llegáis justo a tiempo —dijo Wineman—. La puntualidad es una de vuestras medidas de rendimiento.
Rosie echó un vistazo a la sala casi desierta.
—No pareces ocupadísimo.
—Eso está a punto de cambiar —aseguró Wineman—. Tenemos una reserva de dieciséis. A las ocho.
—Creía que no aceptábamos reservas —observé de inmediato—. Que esa era la nueva norma.
—La nueva norma es que aceptamos dinero. Y son VIP. Muy VIP, amigos míos.
Pasaron veintidós minutos antes de que alguien pidiera un cóctel, lo que sin duda se debió a la ausencia de clientela. Un grupo de cuatro (edad estimada cuarenta y cinco, IMC de entre 20 y 28) llegó y se sentó a la barra, pese a que Wineman intentaba dirigirlos a una mesa.
—¿Qué os pongo? —preguntó Rosie.
Los dos hombres y las dos mujeres intercambiaron miradas. Me sorprende que la gente necesite el consejo de sus amigos y colegas para tomar una decisión tan rutinaria. En cualquier caso, si insistían en recibir consejo externo, mejor que se lo diese un profesional. De modo que decidí intervenir:
—Recomiendo cócteles, ya que esto es una coctelería. Podemos satisfacer todos los requisitos conocidos en materia de gustos y bebidas alcohólicas.
Wineman se había apostado a mi izquierda, en la parte de la barra destinada a los clientes.
—Don también puede enseñaros nuestra nueva carta de vinos —propuso.
Rosie dejó encima de la barra un ejemplar cerrado de la carta encuadernada en piel. El grupo ni lo miró. Uno de los hombres sonrió.
—Lo de los cócteles suena muy bien. Tomaré un whisky sour.
—¿Con o sin clara de huevo? —pregunté, como correspondía a mi responsabilidad de negociar los pedidos.
—Con clara de huevo.
—¿Con o sin hielo?
—Con hielo.
—Excelente. ¡Un Boston Sour con hielo! —dije mirando a Rosie; di una palmada en la barra y accioné el cronómetro de mi reloj.
Rosie ya estaba junto a la estantería de atrás, buscando el whisky. Puse la coctelera en la barra, añadí cubitos y partí un limón mientras solicitaba y esclarecía los tres pedidos restantes. Era consciente de que Wineman estaba supervisando nuestro trabajo. Esperé que, como licenciado en Administración de Empresas, se impresionara.
El proceso que había concebido y perfeccionado aprovecha al máximo nuestras respectivas aptitudes. En cuanto a los cócteles, mi base de datos es mayor, pero Rosie me supera en habilidad manual. También se genera una economía de escala si una persona exprime todo el zumo de limón requerido o sirve todas las cantidades de un licor en concreto. Tales oportunidades deben identificarse en tiempo real, por supuesto, para lo que se requiere una mente ágil y algo de práctica. Me parecía sumamente improbable que dos camareros alcanzasen tales niveles de eficacia preparando cócteles de forma individual.
Mientras yo vertía el tercer cóctel, un Cosmopolitan, Rosie tamborileaba sobre la barra, pues ya había decorado el mojito. Me había dado una paliza, al menos en el primer asalto. Cuando servimos los cócteles con un movimiento simultáneo de los cuatro brazos, nuestros clientes rieron, después aplaudieron. Estábamos habituados a esta respuesta.
Wineman también sonreía.
—Sentaos a una mesa —sugirió a nuestros clientes.
—Estamos bien aquí —contestó el Hombre Boston Sour. Tomó un sorbo de su copa—. Disfrutamos del espectáculo. Es el mejor whisky sour que he probado.
—Por favor, sentaos y os traeré unas tapas. Invita la casa.
Wineman cogió cuatro copas de vino del estante.
—¿Habéis visto Indiana Jones y el templo maldito?
Negué con la cabeza.
—Pues bien, Don; tú y Rosie acabáis de recordarme la escena en que el agresor del señor Jones le muestra sus habilidades con la espada.
Wineman señaló a los clientes que bebían sus cócteles e hizo unos movimientos que, supuse, pretendían imitar el manejo de la espada.
—Zas-zas, zas-zas; impresionante, cuatro cócteles, setenta y dos dólares.
Wineman abrió una botella de vino tinto.
—Flor de Pingus. —Sirvió cuatro copas e hizo un gesto con la mano, con el dedo índice y el pulgar en un ángulo de noventa grados y el resto de los dedos doblados—. Bang-bang, bang-bang. Ciento noventa y dos dólares.
—Gilipollas —susurró Rosie mientras Wineman servía las copas a un grupo de cuatro que había llegado mientras preparábamos los cócteles. Esta vez el tono de su voz no era cariñoso—: Mira qué caras le ponen.
—Parecen contentos. El argumento de Wineman es válido.
—Claro que están contentos. Todavía no han pedido nada. Todos están contentos cuando invita la casa.
Rosie devolvió un vaso largo al estante, con un ímpetu innecesario. Detecté cierto grado de enojo.
—Recomiendo que te vayas a casa —sugerí.
—¿Qué? Estoy bien. Sólo cabreada, pero no contigo.
—Correcto. Estresada. Estás produciendo cortisol, que no es saludable para Bud. La experiencia demuestra que hay una probabilidad elevada de que inicies una interacción desagradable con Wineman, y que sigas estresada en lo que queda de turno. Contenerte también te resultará estresante.
—Me conoces demasiado bien. ¿Te las apañarás sin mí?
—Claro. El número de clientes es escaso.
—No me refería a eso. —Rio y me besó—. Le diré a Wineman que me encuentro mal.
A las 21.34 horas llegó un grupo de dieciocho personas, y la mesa que llevaba toda la noche reservada y vacía se amplió para acomodarlos. Varios de ellos estaban en un evidente estado de embriaguez. Una mujer de unos veinticinco años era el centro de atención. Calculé automáticamente su IMC: 26. Por el volumen y el tono de voz, deduje un nivel de alcohol en sangre de 0,1 gramos por litro.
—Es más baja en persona. Y está un poco gorda. —Jamie-Paul, nuestro colega detrás de la barra, miraba al grupo.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? —Señaló a la Mujer Escandalosa.
—¿Sabes quién es?
—Estás de broma, ¿no?
No lo estaba, pero Jamie-Paul no quiso facilitarme más información.
Al cabo de unos minutos, con el grupo ya sentado, Wineman se acercó a mí.
—Quieren al chalado de los cócteles. Supongo que ese eres tú.
Me acerqué a la mesa, donde un hombre pelirrojo, aunque de un rojo no tan intenso como el de Rosie, se dirigió a mí. El grupo estaba formado por personas de entre veinticinco y veintinueve años.
—¿Tú eres el tipo de los cócteles?
—Correcto. Se me ha contratado para preparar cócteles. ¿Qué os apetece?
—Tú eres el tipo de… «Un cóctel para cada ocasión», ¿no? ¿Y memorizas todo lo que te piden? ¿Eres tú ese tío?
—Es posible que haya otros con las mismas habilidades.
El pelirrojo se dirigió al resto de la mesa en voz alta, puesto que el ruido ambiental había aumentado de forma considerable.
—Vale, este tío… ¿cómo te llamas?
—Don Tillman.
—Hola, Dan —saludó la Mujer Escandalosa—. ¿Qué haces cuando no preparas cócteles?
—Numerosas actividades. Trabajo como profesor de Genética.
La Mujer Escandalosa volvió a reírse, más escandalosamente si cabe.
Pelirrojo continuó:
—Vale, Don es el rey del cóctel, os lo aseguro. Ha memorizado todos los cócteles del planeta y sólo tenéis que decir bourbon y vermut, que él dirá Martini.
—Manhattan. O un Americano en París, Boulevardier, Oppenheim, American Sweetheart, o Man O’ War.
La Mujer Escandalosa se echó a reír… escandalosamente:
—¡Es Rain Man! ¡Es como Dustin Hoffman cuando recuerda todas las cartas! Dan es el Rain Man de los cócteles.
¡Rain Man! Había visto la película. No me identificaba en absoluto con Rain Man, que era dependiente e incapaz de hablar o conseguir un empleo. Una sociedad de hombres como Rain Man sería disfuncional. Una sociedad de Donalds Tillman sería eficaz, segura y agradable para todos nosotros.
Algunos miembros del grupo rieron, pero yo decidí pasar por alto el comentario, como ya había hecho con el error en mi nombre. La Mujer Escandalosa estaba ebria, y se avergonzaría de sí misma si después se viera en vídeo.
Pelirrojo prosiguió:
—Don elegirá un cóctel que encaje con lo que queréis, luego memorizará lo que pida cada uno, y después volverá y servirá los cócteles a la persona correcta. ¿Verdad, Don?
—Siempre y cuando la gente no cambie de silla. —Mi memoria no es tan buena con las caras como con los números. Miré a Pelirrojo—. ¿Quieres iniciar el proceso?
—¿Tienes algo con tequila y bourbon?
—Recomiendo un Highland Margarita. Como el nombre indica, se prepara con whisky escocés, pero el bourbon también es una opción documentada.
—¡Perfeeecto! —exclamó Pelirrojo, como si yo hubiese hecho un home run para ganar el partido al final de la novena entrada. De momento había completado una dieciochoava parte de mi tarea; volví a concentrarme en los cócteles, en lugar de elaborar una analogía beisbolística más detallada con esa interesante cifra. Podía esperar hasta mi siguiente charla con Dave.
La vecina de Pelirrojo quería algo como un Margarita, pero que fuese más para vaso largo, aunque no sólo un Margarita con hielo o un Margarita con soda, sino algo… diferente, más original. Recomendé un Paloma, elaborado con zumo de pomelo rosado y escarchado con sal ahumada.
Ahora le tocaba a la Mujer Escandalosa. La miré detenidamente, pero no la reconocí. Eso no implicaba que no fuese famosa, por supuesto; soy muy ignorante en materia de cultura popular. Aunque hubiese sido una genetista importante, lo más probable es que no hubiera sido capaz de identificarla.
—Vale, Rain Man Dan. Yo quiero un cóctel que exprese mi personalidad.
Esta sugerencia recibió exclamaciones de aprobación. Por desgracia, me resultaba imposible satisfacerla.
—Lo siento, no sé nada de ti.
—Me tomas el pelo, ¿no?
—Incorrecto. —Intenté pensar en cómo podía preguntarle educadamente por detalles de su personalidad—. ¿A qué te dedicas?
Todos rieron, excepto la Mujer Escandalosa, que parecía meditar su respuesta.
—Te respondo: soy actriz y cantante. Y te digo algo más: todos creen que me conocen, pero nadie me conoce de verdad. Y bien, ¿cuál es mi cóctel, Rain Man Dan? ¿La Cantante Misteriosa, quizá?
No conocía ningún cóctel con ese nombre, lo que probablemente significaba que se lo había inventado para impresionar a sus amigos. Mi cerebro es en extremo eficaz para la búsqueda de cócteles por ingredientes, pero también es bueno en descubrir patrones inusuales. Las dos ocupaciones y la descripción personal se combinaron para dar con un resultado sin el menor esfuerzo consciente.
El cóctel «Farsante de Dos Caras».
Estaba a punto de anunciar mi solución, cuando me di cuenta de que podía haber un problema, y de que me arriesgaba a violar mi deber legal y moral como poseedor de un Certificado de Formación en Bebidas Alcohólicas expedido por la autoridad pertinente del estado de Nueva York. Tomé medidas correctivas.
—Recomiendo un Virgen Colada.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Que soy virgen?
—Evidentemente, no. —Todos rieron, de modo que creí conveniente explicarme un poco mejor—. Es como un Piña Colada, pero sin alcohol.
—Sin alcohol. ¿Y qué quieres decir con eso?
La conversación se complicaba de forma innecesaria. Era más sencillo ir al grano.
—¿Estás embarazada?
—¿Cómo?
—Las mujeres embarazadas no deben tomar alcohol. Si lo tuyo es sólo una cuestión de sobrepeso, puedo servirte un cóctel alcohólico, pero necesito una corroboración al respecto.
Mientras volvía en metro a casa a las 21.52 horas, me planteé si el estado de Rosie habría afectado a mi habitualmente minuciosa lectura de la realidad. Nunca antes había sospechado que una clienta estuviera embarazada. Quizá sólo fuera sobrepeso. ¿Debería haber intervenido en la decisión de consumir alcohol de una desconocida, en un país que tiene en tan alta estima la autonomía individual y la responsabilidad?
Elaboré una lista mental de los problemas que había acumulado en las últimas cincuenta y dos horas, y que ahora requerían una solución urgente:
1. Modificación de mi horario para incluir dos inspecciones diarias de cerveza.
2. El Problema del Alojamiento de Gene.
3. El Problema de la Colada de Jerome, que ahora había empeorado.
4. La amenaza de expulsión debida al punto (3).
5. Acomodar a un bebé en nuestro pequeño apartamento.
6. Pagar el alquiler y otras facturas ahora que Rosie y yo habíamos perdido nuestros trabajos de media jornada debido a mi conducta.
7. Cómo contarle el punto (6) a Rosie sin causarle estrés ni provocarle los efectos nocivos asociados al cortisol.
8. Riesgo de recurrencia de mi crisis, y daño irreparable a mi relación con Rosie debido a todo lo anterior.
La resolución de problemas requiere tiempo. Pero el tiempo del que disponía era limitado. La cerveza llegaría al cabo de las próximas veinticuatro horas, el administrador del edificio me abordaría mañana por la tarde, y Jerome podía intentar vengarse en cualquier momento. Gene llegaría cualquier día, y a Bud sólo le quedaban treinta y cinco semanas para nacer. Necesitaba una forma de cortar por lo sano el nudo gordiano: una sola acción que resolviese la mayor parte de los problemas a la vez.
Cuando llegué a casa, Rosie dormía y decidí consumir un poco de alcohol para fomentar el pensamiento creativo. Mientras redistribuía el contenido de la nevera para acceder a la cerveza, se me ocurrió la respuesta. ¡El refrigerador! Conseguiríamos un refrigerador más grande, y los otros problemas se solucionarían.
Llamé a George.