29
Pasé el día siguiente solo, intentando solucionar el problema generado por las observaciones de Lydia. Emprendí una investigación complementaria sobre los atributos aconsejables en un padre.
«No violencia» ocupaba el primer puesto de la lista. Mis acciones me habían llevado a un arresto y a que me derivaran a un curso antiviolencia. Mis crisis eran prácticamente indistinguibles de los estallidos de cólera de los que había hablado Jack el Motero. No me consideraba una amenaza para los demás, pero suponía que muchas personas violentas harían la misma autoevaluación.
«Consumo de drogas, ausencia de»: mi consumo de alcohol, ya situado en los niveles diarios permitidos más elevados que había logrado encontrar, había aumentado de forma significativa durante el embarazo. Era, sin duda, una respuesta al estrés. Jack el Motero tenía razón: probablemente ese aspecto me hacía más vulnerable a las crisis.
«Estabilidad emocional»: una palabra, «crisis».
«Sensibilidad a las necesidades del niño»: una palabra, «empatía». Mi punto más débil como ser humano.
«Sensibilidad a las necesidades emocionales de la pareja»: véase punto anterior.
«Capacidad reflexiva»: como científico probablemente era buena, pero el hecho de no haber conseguido encontrar una solución al problema de mi relación sugería que tenía dificultades para aplicarla al entorno doméstico.
«Apoyo social»: era el único punto favorable de la, por lo demás, desastrosa lista de deficiencias. Mi familia estaba en Australia, pero tenía la suerte de contar con el increíble apoyo de Gene, Dave, George, Sonia, Claudia y el decano. Y, por supuesto, contaba con la ayuda profesional de Lydia.
La «sinceridad» no estaba incluida en la lista, aunque obviamente era un atributo aconsejable. Una vez resuelto, esperaba poder contarle a Rosie el Incidente del Parque Infantil. Aun así, era un ejemplo de conducta extravagante, y la conducta extravagante ya no era aceptable.
Confeccioné una hoja de cálculo. Evidenció de inmediato que los puntos negativos superaban los positivos. Como padre potencial era claramente inadecuado, y cada vez se hacía más incuestionable mi papel superfluo en mi función de pareja.
Investigaciones posteriores me confirmaron que no era infrecuente que las parejas rompiesen durante el embarazo o poco después del parto. La atención de la mujer se volvía de forma natural hacia el bebé, a expensas de la pareja. O bien el hombre quería evitar la responsabilidad de la paternidad. Era evidente que, en nuestro caso, había sucedido lo primero. Y aunque yo deseaba asumir las responsabilidades de la paternidad, tanto una terapeuta profesional como mi esposa, y ahora mi propia autoevaluación, me habían calificado de «incapaz».
La investigación me proporcionó también algunas directrices sobre la separación: los mejores resultados se conseguían más con una acción rápida y terminante que con una discusión prolongada. Eso encajaba con el fin de la relación sentimental en las dos películas que había visto durante el Proyecto Esposa: Casablanca y Los puentes de Madison. Preparé, siguiendo el modelo de tales largometrajes, un breve discurso de nueve páginas en el que ilustraba la situación y su inevitable conclusión. Fue una tarea emocionalmente dolorosa, pero el proceso de redactar el argumento me ayudó a aclarar las ideas.
Regresé a casa haciendo jogging y, con el discurso ya preparado, me permití sumirme en divagaciones. Había estado casado con Rosie dieciséis meses y tres días. Enamorarme de ella había sido el mejor acontecimiento y el único de mi vida. Me había esforzado todo lo posible para que la situación perdurara, pero —como Dave con Sonia— siempre sospeché que se había producido alguna especie de error cósmico que acabaría por descubrirse y me devolvería a la soledad. Justo lo que había ocurrido.
El culpable, desde luego, no era el cosmos, sino mis propias limitaciones. Simplemente había malinterpretado demasiadas cosas, y los daños se habían ido acumulando.
Había salido temprano del trabajo para llegar a casa antes que Gene. Una vez más, Rosie estaba en el colchón, leyendo una novela romántica predecible, como las que leía mi tía. La había hecho tan infeliz que buscaba consuelo en la fantasía.
Empecé mi discurso.
—Rosie, es evidente que las cosas entre nosotros no funcionan. Hay ciertos errores…
Me interrumpió.
—No digas nada más. No me hables de errores. Fui yo la que se quedó embarazada sin hablarlo contigo. Creo que sé lo que vas a decir. He estado pensando lo mismo. Soy consciente de cuánto te has esforzado, pero esta relación siempre ha sido la de dos personas independientes que se divertían juntas, no la de una familia convencional.
—Entonces, ¿por qué te quedaste embarazada?
—Supongo que tener un hijo es muy importante para mí y fantaseé con la idea de que podíamos ser padres, juntos. No reflexioné.
Rosie habló más, pero mi capacidad para procesar un discurso, sobre todo uno sobre emociones, se vio mermada por mis propios sentimientos. Comprendí que había esperado que Rosie discrepara, incluso quizá que se burlara de algún error en mi razonamiento, y que las cosas volviesen a la normalidad.
Finalmente, ella me preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Dijiste que regresarías a Australia —señalé—. Evidentemente, proporcionaré apoyo económico a Bud según lo estipulado.
—Me refiero a ahora. ¿Puedo quedarme aquí?
—Por supuesto.
No iba a convertir a Rosie en una sin techo. Su única amiga íntima en Nueva York era Judy Esler, y no quería que los Esler se enterasen aún de la separación. Todavía albergaba la esperanza irracional de que el problema podía solucionarse.
—Me quedaré con Dave y Sonia. Provisionalmente —añadí.
—No será por mucho tiempo. Reservaré un billete de vuelta, antes de que no me dejen volar.
Rosie insistió en que era demasiado tarde para ir a casa de Dave, por lo que me quedé a dormir en el piso. Me despertó, bien entrada la noche, su ritual nocturno del chocolate caliente y la visita al baño. La puerta estaba abierta y, a la luz de la sala, nunca oscura del todo, Rosie tenía un aspecto interesante, de una forma sumamente positiva. Su silueta había cambiado más aún, y me decepcionó no haber podido hacer un seguimiento pormenorizado de esos cambios con un contacto más próximo.
Rosie regresaba a casa. Yo me alojaría unos días con Dave y Sonia; luego volvería a este piso, solo. Quizá, en algún momento, también yo regresaría a Australia. No cambiaría gran cosa. No me interesa particularmente mi entorno físico. Me gustaba el trabajo en Columbia, con David Borenstein, Inge, el Equipo B y, al menos provisionalmente, Gene.
En algún lugar del mundo tendría un hijo, pero mi función no diferiría demasiado de la de un donante de esperma. Enviaría dinero para ayudar a Rosie con los gastos, y quizá retomase mi trabajo a media jornada en la coctelería para aumentar mis ingresos y el contacto social. Incluso en una ciudad como Nueva York, era capaz de vivir eficazmente. Mi vida retrocedería a como había sido antes de Rosie. Tal vez sería algo mejor por los cambios que ella había estimulado en mí y por las nuevas formas que tenía de percibir la realidad. Sin duda, sería peor porque sabría que antes había sido mejor.
Rosie se acostó a mi lado en la cama, sin hablar. Se movía de forma distinta; debido al peso adicional de Bud y a su sistema de apoyo, se inclinaba hacia atrás para aprovechar la tercera vértebra con forma de cuña que las humanas tienen para dicho propósito. Me pareció que debía pedirme permiso, pues a mí no se me habría ocurrido acostarme en su cama desde que la reubicamos en el estudio. Pero no pensaba poner objeciones.
Me abrazó, y deseé haber congelado una reserva de muffins de arándanos. Para mi sorpresa, los acostumbrados rituales preliminares no fueron necesarios.
Por la mañana, dormí hasta bien pasada mi hora automática de despertar. Rosie seguía allí. Llegaría tarde a su seminario del sábado por la mañana.
—No tienes que irte —me dijo.
Analicé la frase. Me daba una alternativa. Pero no sugería un cambio en sus planes de volver a Australia. Ni tampoco decía: «Quiero que te quedes».
Hice la maleta y, tras elaborar durante una hora un fiel dibujo de Bud en el Azulejo 31, cogí el metro para ir a casa de Dave.
Cuando Sonia regresó después de visitar a sus padres, quiso que Dave me llevase de vuelta a mi piso. Inmediatamente. Dave ya me había ayudado a instalarme en su despacho, que también era el dormitorio de su bebé en construcción, cuya llegada estaba prevista para al cabo de diez días.
—Está embarazada. Todos tenemos altibajos, ¿verdad, Dave? —insistió Sonia. Se volvió hacia mí—. No puedes abandonarla sin más sólo porque os hayáis peleado. Que la relación funcione es tu responsabilidad.
Comprobé la expresión de Dave. Parecía sorprendido. Cualquier psicólogo, Rosie incluida, habría coincidido en que conseguir que una relación funcionase era una responsabilidad conjunta.
—No nos hemos peleado. He visto a una terapeuta. Es evidente que ejerzo una influencia negativa en Rosie. Ella vuelve a Australia. Allí tendrá el apoyo adecuado.
—¡Tú eres el apoyo adecuado!
—Soy inadecuado para la paternidad.
—Dave. Saca el coche y acompaña a Don a casa. Ayúdalo a solucionar esto.
Eran las 19.08 horas cuando volví al piso. Gene ya estaba allí, pues su vida social con Inge había terminado.
—¿Dónde te habías metido? No respondías al teléfono —dijo Gene.
—Está en mi bolsa. En casa de Dave. Ahora vivo con Dave.
—¿Dónde está Rosie?
—Suponía que estaba aquí. Los sábados suele volver a casa antes de las trece horas.
Le expliqué la situación. Gene coincidió con Sonia en que debía poner en práctica alguna forma de reconciliación.
—He intentado que la relación funcione —contesté—. Creo que Rosie también. El problema es intrínseco a mi personalidad.
—Lleva a tu hijo a bordo, Don. No puedes huir de eso.
—Según tu teoría, las mujeres buscan los mejores genes del padre biológico, pero la decisión de si quieren que este cuide del niño la toman aparte.
—Para el carro, Don. Como le dije a Dave, eso es sólo teoría. La prioridad ahora es encontrar a Rosie. Estará en algún bar, ahogando sus penas.
—¿Crees que estará bebiendo alcohol?
—¿Tú no lo harías?
—Yo no estoy embarazado.
Si Gene estaba en lo cierto, aquello era una emergencia. Quizá Rosie había dejado alguna pista en su estudio.
Entré. El ordenador estaba encendido y había un mensaje de Skype en la pantalla. De una persona cuyo nombre en Skype era 34, zona horaria Melbourne, Australia.
«Te he dicho que podías contar conmigo. Sé fuerte. Te quiero».
¡«Te quiero»! Abrí la aplicación y miré la conversación previa.
«Todo se ha ido a la mierda. Don y yo hemos terminado».
«¿Estás segura?».
«¿Seguro que puedo ir a tu casa? ¿Con un bebé y demás?».
Rosie entró. No parecía borracha.
—Hola, Dave. ¿Qué haces en mi habitación, Don?
Lo que estaba haciendo era evidente.
—¿Hay otro hombre? —pregunté.
—Ya que lo preguntas, sí. —Nos dio la espalda a Dave y a mí y se puso a mirar por la ventana—. Dice que me quiere. Y creo que siento lo mismo por él. Perdona, pero me lo has preguntado.
Repetición de patrones. La madre de Rosie se había acostado con un hombre, pero se había casado con otro que siguió siéndole fiel, pese a que ambos creían que Rosie era hija del primero. Rosie me había engañado como yo había engañado a Rosie. Y por la misma razón, sin duda: para no causar estrés en el otro.
Dave me llevó de vuelta a su piso. Había oído la conversación. A ninguno de los dos se nos ocurría qué decir. Aunque lo que acababa de oír era totalmente plausible (y posiblemente inevitable), estaba estupefacto. Sabía sin lugar a dudas quién era el otro hombre: Stefan, el compañero de estudios de Rosie convencionalmente atractivo que la había cortejado en Melbourne antes de que nos emparejásemos. Tenía treinta y dos años cuando lo conocí, por tanto ahora tendría treinta y cuatro. Rosie lo había preferido a mí para que la ayudase con la estadística. Ahora lo prefería para criar a Bud. Yo lo consideraba lo bastante estúpido como para usar una secuencia inestable de caracteres como identificador de Skype.