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Mis ideas sobre la paternidad habían progresado en el siguiente orden:

1. Antes de cumplir veinte años, suponía que la paternidad llegaría a medida que mi vida avanzase según los cánones establecidos. No me lo planteé con más detalle.

2. En la universidad, descubrí mi incompatibilidad con las mujeres y abandoné la idea gradualmente, debido a la alta improbabilidad de encontrar pareja.

3. Conocí a Rosie y la paternidad volvió a la agenda. Inicialmente me preocupaba que mi excentricidad generalizada fuese motivo de vergüenza para cualquier niño, pero Rosie me animó, y era evidente que, en algún momento, esperaba que nos reprodujésemos. Como la concepción concreta de niños no se había programado, me olvidé del tema.

4. Luego todo cambió como resultado de un «suceso fundamental». Tenía pensado comentárselo a Rosie, pero no le había dado prioridad porque no lo habíamos programado y porque no me dejaba en muy buen lugar. Ahora, debido a la falta de planificación, la llegada de un hijo era casi inevitable, y yo no había revelado una información de suma importancia.

El «suceso fundamental» era el Incidente del Atún Rojo. Había ocurrido tan sólo siete semanas antes, y lo recordé en cuanto Rosie mencionó el tema de la paternidad.

Isaac y Judy Esler nos habían invitado a comer el domingo, pero Rosie había olvidado que ya tenía planes para estudiar en grupo. Era lógico que yo procediera solo. Isaac me había pedido que le recomendase un sitio. Mi respuesta automática fue seleccionar un restaurante en el que había comido varias veces, pero Rosie me convenció de lo contrario.

—Los restaurantes se te dan mucho mejor que antes. Y eres un sibarita. Elige un sitio interesante y sorpréndelos.

Tras una investigación considerable, seleccioné un nuevo restaurante japonés de fusión en Tribeca, y se lo recomendé a Isaac.

Al llegar, descubrí que Esler había reservado mesa para cinco, lo que me resultó algo molesto. Una conversación entre tres personas implica tres pares de interacciones humanas, tres veces más que en una conversación entre dos. Con gente conocida, la complejidad es manejable.

Pero una comida con cinco personas implicaba una interacción de diez pares, de los que cuatro me atañerían directamente y en seis actuaría como observador. A eso se añadía que siete de ellos tendrían lugar con personas desconocidas, asumiendo que Isaac y Judy no hubiesen invitado por casualidad a Dave y Sonia o al decano de Medicina de Columbia, lo que estadísticamente era poco probable en una ciudad de las dimensiones de Nueva York. Seguir aquella dinámica sería prácticamente imposible, y la probabilidad de meter la pata se incrementaba exponencialmente. Todo estaba dispuesto: gente desconocida, un restaurante al que nunca había ido y la ausencia de Rosie para monitorizar la situación y advertirme de antemano. Viéndolo en retrospectiva, el desastre era inevitable.

Las personas adicionales eran un hombre y una mujer que llegaron antes que Isaac y Judy. Se sentaron a mi mesa, donde yo tomaba un vaso de sake, y se presentaron como Seymour, un colega de Isaac (por consiguiente, psiquiatra, según supuse), y Lydia, que curiosamente no especificó su profesión.

Seymour tenía unos cincuenta años, y Lydia rondaba los cuarenta y dos. Yo había intentado (con mínimo éxito) eliminar la costumbre adquirida durante el Proyecto Esposa de calcular el índice de masa corporal basándome en estimaciones de peso y altura, pero en este caso me fue imposible pasarlo por alto. Calculé el IMC de Seymour en 30 y el de Lydia en 20, principalmente debido a sus diferencias de estatura. Seymour medía metro sesenta y cinco de alto (o, más descriptivamente, de bajo), más o menos como Isaac, que es delgado, mientras que Lydia rozaba el metro setenta y cinco, sólo siete centímetros menos que yo. Refutaban asombrosamente la afirmación de Gene de que las personas suelen seleccionar parejas de físicos similares.

Comentar ese contraste parecía un buen modo de iniciar la conversación y de presentar un tema interesante del que tenía conocimientos. Tuve el detalle de atribuir la investigación a mi amigo Gene para no parecer egocéntrico.

Aunque no usé términos peyorativos para la estatura y el peso, Lydia respondió de un modo algo cortante.

—Para empezar, Don, no somos pareja. Acabamos de conocernos en la puerta del restaurante.

Seymour fue más eficaz como fuente de información:

—Isaac y Judy nos han invitado por separado. Judy siempre habla de Lydia, y me alegra haberla conocido por fin.

—Estoy en el club de lectura de Judy —dijo Lydia, dirigiéndose más a Seymour que a mí—. Ella siempre nos cuenta cosas de ti.

—Buenas, espero —intervino Seymour.

—Dice que has mejorado desde tu divorcio.

—A la gente debería perdonársele todo lo que hace en los tres meses anteriores o posteriores a su divorcio.

—Todo lo contrario —dijo Lydia—. Se la debería juzgar precisamente por eso.

La información facilitada por Lydia de que eran dos personas invitadas al mismo almuerzo por casualidad encajaba con la teoría de Gene. Me dio una oportunidad para reincorporarme a la conversación.

—Una victoria de la psicología evolutiva. Según la teoría, no deberíais sentir atracción entre vosotros; y aunque observo evidencias que la refutan, un examen más detallado de los datos aportados la apoya.

Quedaba claro que no estaba ofreciendo un análisis científico en serio, sino que usaba el lenguaje científico para bromear. Tengo una experiencia considerable con esta técnica, que suele dar como resultado cierto grado de hilaridad. En este caso, sin embargo, no fue así. La expresión de Lydia se volvió incluso más sombría.

Seymour, al menos, sonrió.

—Creo que tu hipótesis se basa en algunos razonamientos que no son del todo válidos. Las mujeres altas me parecen muy atractivas.

Me pareció una información muy personal. Si yo hubiese comentado lo que me resultaba físicamente atractivo de Rosie, o de las mujeres en general, seguro que se habría considerado inapropiado. Pero la gente con mejores aptitudes sociales suele tener claro el margen de maniobra de que dispone en cada situación, y puede permitirse arriesgarse.

—Lo que es una suerte —siguió Seymour—, o limitaría demasiado mis opciones.

—¿Buscas pareja? —le pregunté—. Recomiendo Internet.

Mi extraordinario éxito a la hora de conseguir pareja mediante una serie de sucesos aleatorios no invalidaba el uso de métodos más estructurados. En este punto, llegaron Isaac y Judy, lo que incrementó la complejidad de la conversación en un factor de 3,33, pero mejoró mi nivel de comodidad. Si me hubiesen dejado más tiempo a solas con Seymour y Lydia, probablemente habría cometido algún error social.

Intercambiamos saludos formularios. Todos los demás pidieron té, pero concluí que si beber sake había sido un error, ya era demasiado tarde para rectificar, y pedí una segunda botella.

Luego el camarero nos trajo la carta. El despliegue de platos era fascinante, acorde con la investigación a la que había sometido al restaurante. Judy sugirió que cada uno eligiese un plato y los compartiéramos. Una idea excelente.

—¿Alguna preferencia? —preguntó Judy—. Isaac y yo no comemos cerdo, pero si alguien quiere pedir las gyoza, no pasa nada.

Era evidente que estaba siendo educada, y que si pedíamos las gyoza, su almuerzo sería menos interesante que el de los demás, debido a que se reducía su probabilidad de probar algún plato. No cometí ese error. Cuando me llegó el turno, aproveché la ausencia de Rosie para probar algo que normalmente habría provocado una discusión.

—El sashimi de atún rojo, por favor.

—Oh, no lo había visto —dijo Lydia—. Don, quizá no sepas que el atún rojo es una especie en peligro de extinción.

Era muy consciente de ello. Rosie sólo comía pescado y marisco sostenibles. En el año 2010, Greenpeace había añadido el atún rojo a su Lista Roja de especies pesqueras, lo que indicaba un riesgo muy elevado de que aquel no fuera sostenible.

—Lo sé. Sin embargo, este ya está muerto, y compartimos sólo una ración entre cinco. El efecto progresivo que esto provocará en la población mundial de atún probablemente será bajo. A cambio, tenemos la oportunidad de experimentar un nuevo sabor.

Nunca había comido atún rojo, que tenía fama de ser superior al atún blanco más habitual, que es mi ingrediente culinario preferido.

—Me apunto, siempre y cuando esté muerto del todo —dijo Seymour—. Hoy no me tomaré la pastilla de cuerno de rinoceronte, para compensar.

Abrí la boca para comentar la extraordinaria afirmación de Seymour, pero Lydia habló primero, lo que me dio tiempo para plantearme la posibilidad de que Seymour estuviese bromeando.

—Pues yo no me apunto. No comparto el argumento de que los individuos no pueden cambiar las cosas. Es esa actitud la que nos impide actuar ante el calentamiento global.

Isaac ofreció una aportación útil y obvia.

—Además del hecho de que los indios, chinos e indonesios quieran llevar nuestro tren de vida.

No sé si Lydia estuvo de acuerdo en eso, pero se dirigió a mí.

—Supongo que no te planteas qué coche conduces ni dónde haces la compra.

Su suposición era incorrecta, como también la insinuación de que yo era irresponsable con mi entorno. No tengo coche. Voy en bici, uso el transporte público o corro. Poseo relativamente poca ropa. Con el Sistema Estandarizado de Comidas, sólo abandonado hacía poco, mi derroche de alimentos era prácticamente nulo, y ahora consideraba la utilización eficaz de los desperdicios como un desafío creativo. Pero mi contribución a la reducción del calentamiento global continúa pareciéndome insignificante. Mi postura para rectificar el problema no les resulta atractiva a muchos ecologistas. No deseaba estropear el almuerzo con argumentos improductivos, pero Lydia parecía hallarse en modo ecologista irracional, por lo que, como con el sake, de nada servía contenerse.

—Deberíamos invertir más en energía nuclear —dije—. Y encontrar soluciones tecnológicas.

—¿Como cuáles?

—Eliminar el carbono de la atmósfera. Geoingeniería. He leído al respecto. Sumamente interesante. Los humanos son malos con lo de contenerse, pero buenos en tecnología.

—¿Sabes cuánto aborrezco esa forma de pensar? Haz lo que te dé la gana, y espera a que luego aparezca alguien y lo arregle. Y que se forre, de paso. ¿Así también salvarás los atunes?

—¡Por supuesto! Es posible modificar genéticamente el atún blanco para que tenga el sabor del rojo. Un ejemplo clásico de solución tecnológica a un problema creado por los humanos. Me presentaría voluntario para formar parte del comité catador.

—Haz lo que te parezca. Pero no quiero que nosotros, como grupo, pidamos atún rojo.

Es increíble la cantidad de ideas complejas que puede transmitir una expresión facial humana. Aunque posiblemente no se incluiría en ninguna guía, me pareció correcto interpretar la de Isaac como «Joder, Don, no pidas atún». Cuando llegó el camarero, pedí vieiras con foie gras de canard.

Lydia empezó a levantarse, luego volvió a sentarse.

—No pretendes molestarme, ¿verdad? La verdad es que no. Sencillamente eres tan insensible que no sabes lo que haces.

—Correcto.

Era más sencillo decir la verdad, y me alivió que Lydia no me considerase malintencionado. No veía ningún motivo lógico para pensar que la preocupación por el medio ambiente podía ser indicadora de lo que suponía que eran objeciones al trato que se daba a las aves de granja, como aquellos patos con los que se hacía foie. Me parece un error estereotipar a la gente, pero podría haberme sido útil en esa situación.

—He conocido a gente como tú —dijo Lydia—. Profesionalmente.

—¿Eres genetista?

—Soy trabajadora social.

—Lydia, esto se parece demasiado al trabajo —intervino Judy—. Voy a pedir para todos y volveremos a empezar. Me muero por saber cómo va el libro de Seymour. Seymour escribe un libro, ¿lo sabíais? Háblanos de tu libro, Seymour.

Seymour sonrió.

—Trata de fabricar carne en laboratorios… Para que los vegetarianos puedan comer hamburguesas sin sentirse culpables.

Iba a responder a ese tema inesperado e interesante, pero Isaac me interrumpió.

—No creo que sea el mejor momento para bromear, Seymour. El libro de Seymour trata de la culpabilidad, no de hamburguesas.

—En realidad, sí menciono las hamburguesas de laboratorio. Como ejemplo de la complejidad de estos temas y de cómo prejuicios muy enraizados intervienen en ellos. Tenemos que ser más abiertos y pensar fuera del marco habitual. Eso es lo que pretendía decir Don, supongo.

Era una afirmación correcta en esencia, pero provocó la reacción de Lydia.

—No me quejaba de eso. Él tiene derecho a opinar. Antes he dejado correr el tema de la psicología evolutiva, aunque me parece una chorrada. Me refería a su insensibilidad.

—Necesitamos personas que digan la verdad sin tapujos —dijo Seymour—. Necesitamos técnicos. Si mi avión fuera a estrellarse, querría a alguien como Don pilotándolo.

Habría pensado que Seymour preferiría tener a un piloto experto y no a un genetista a los mandos del avión, pero supuse que intentaba demostrar cómo las emociones interfieren en la conducta racional. Tomé nota para usar el mismo ejemplo en el futuro, pues era un argumento menos polémico que el del bebé que llora y la pistola.

—¿Quieres que un tipo con Asperger pilote tu avión? —preguntó Lydia.

—Más que alguien que usa términos que apenas entiende —repuso Seymour.

Judy quiso intervenir, pero la discusión entre Lydia y Seymour había llegado a un punto que excluía a los demás, aunque el tema de conversación fuese yo. Estaba familiarizado con el síndrome de Asperger debido a una conferencia que había preparado hacía dieciséis meses, cuando Gene no pudo impartirla porque le había surgido, una vez más, la oportunidad de practicar el sexo. Después contribuí en el inicio de un proyecto de investigación sobre marcadores genéticos del síndrome en cuestión en individuos de alto rendimiento. Había identificado algunos rasgos de mi personalidad en las descripciones, pero los humanos suelen excederse en el reconocimiento de patrones y acostumbran a llegar a conclusiones erróneas. También me habían diagnosticado varias veces como esquizofrénico, bipolar, obsesivo-compulsivo, incluso como géminis típico. Aunque no consideraba que el síndrome de Asperger fuese negativo, no necesitaba más etiquetas. Sin embargo, en aquella ocasión parecía más interesante escuchar que discutir. Lydia estaba lanzada:

—¡Quién fue a hablar! Si alguien no entiende a los Asperger, esos son los psiquiatras. Autismo, entonces. ¿Querrías que Rain Man pilotase tu avión?

La comparación tenía tan poco sentido como cuando la había mencionado la Mujer Escandalosa. Evidentemente, no habría querido que un tipo como Rain Man pilotase un avión de mi propiedad, ni tampoco uno en que yo viajase como pasajero.

Lydia debió de creer que aquello me angustiaba.

—Lo siento, Don. No es nada personal. Yo no te estoy llamando autista, sino él. —Señaló a Seymour—. Porque él y sus colegas no entienden la diferencia entre autismo y Asperger. Para ellos, Rain Man y Einstein son lo mismo.

Estaba claro que Seymour no me había llamado «autista». No había usado etiqueta alguna; sólo me había descrito como alguien sincero y técnico, atributos esenciales para un piloto y positivos en general. Lydia intentaba, por alguna razón, hacer quedar mal a Seymour. En este punto, las complejidades de la interacción a tres bandas entre nosotros ya excedían mi capacidad de interpretación.

Seymour se dirigió a mí.

—Judy me ha dicho que estás casado. ¿Es eso cierto?

—Correcto.

—Ya basta —dijo Judy.

Cuatro personas. Seis interacciones.

Isaac levantó una mano y asintió. Al parecer, Seymour interpretó la combinación de señales como una aprobación para seguir. Ahora los cinco estábamos involucrados en una conversación de intenciones ocultas.

—¿Eres feliz? ¿Estás felizmente casado?

No estaba seguro de lo que Seymour preguntaba, pero concluí que era un tipo simpático que intentaba apoyarme, demostrando que al menos había alguien en el mundo a quien yo le gustaba lo bastante como para vivir conmigo.

—Muchísimo.

—¿Tienes contacto con tu familia?

—¡Seymour! —exclamó Judy.

Respondí a la pregunta de Seymour, que consideré benigna.

—Mi madre me llama todos los sábados; domingo, según el huso horario del este de Australia. No tengo hijos.

—¿Tienes un trabajo retribuido?

—Soy profesor adjunto de Genética en Columbia. Considero que mi trabajo tiene valor social, además de proporcionarme unos ingresos adecuados. También trabajo en una coctelería.

—Tratas cómodamente con personas en un entorno social por lo general relajado, aunque a veces algo complejo, sin perder de vista los imperativos económicos. ¿Disfrutas de la vida?

—Sí —parecía ser la respuesta más útil.

—Entonces no eres autista. Esta es una opinión profesional. Los criterios de diagnóstico exigen que haya disfunción, y tú disfrutas de una buena vida. Sigue disfrutándola y aléjate de la gente que cree que tienes un problema.

—Bien —intervino Judy—. ¿Podemos ahora comer algo y tener un almuerzo agradable?

—Que te den —concluyó Lydia. Se lo decía a Seymour, no a Judy—. Necesitas sacar la cabeza de tu manual diagnóstico y salir a la calle. Visita las casas de la gente de verdad, y mira qué hacen tus pilotos en su tiempo libre.

Se levantó y cogió el bolso.

—Pedid lo que queráis. —Se volvió hacia mí—. Lo siento. No es culpa tuya. No podrás reparar el trauma de tu infancia, sea cual sea. Pero no permitas que un psiquiatra gordo de tres al cuarto te diga que da lo mismo. Y hazme un favor, a mí y al mundo.

Supuse que iba a mencionar de nuevo el atún rojo. Me equivocaba.

—No tengas hijos —dijo finalmente.