8
—Aquí la Tierra llamando a Don. ¿Me recibes? Preguntaba que cómo te sientes con lo de ser padre.
No necesitaba el aviso de Rosie. Mis reflexiones sobre el Incidente del Atún Rojo habían dado paso a una lucha interna por responderle, pero no estaba haciendo demasiados progresos. Sospechaba que la respuesta que me recomendaba Claudia para cuestiones personales difíciles —«¿Por qué lo preguntas?»— no funcionaba en este contexto. Era evidente por qué me lo preguntaba. Quería asegurarse de que yo estaba psicológicamente preparado para el desafío más importante de mi vida. El problema era que ya me habían declarado no apto, diagnóstico de toda una profesional en el tema, una asistente social acostumbrada a tratar con desastres familiares.
Cuando, siete semanas antes, le había descrito el almuerzo a Rosie, me había centrado en los asuntos que eran de interés inmediato para ella: el restaurante, la comida y el libro de Seymour sobre la culpabilidad. No mencioné la evaluación de Lydia sobre mi idoneidad como padre porque se trataba de una sola opinión —aunque experta— cuya relevancia, además, no era inmediata.
Mi madre me había inculcado una norma muy útil cuando era joven: antes de transmitir información interesante no solicitada, plantéate si puede ser motivo de disgusto. Me lo había repetido en varias ocasiones, por lo general después de que le hubiese transmitido información interesante. Seguía pensando en eso cuando llamaron al interfono.
—Mierda. ¿Quién será? —dijo Rosie.
Yo podía predecirlo con un elevado grado de seguridad, considerando la hora estimada de llegada del vuelo de Qantas procedente de Melbourne con escala en Los Ángeles, más el trayecto desde el aeropuerto JFK. Abrí la puerta desde el portero automático, y Rosie corrió al vestíbulo. Cuando Gene salió del ascensor, llevaba dos maletas y un manojo de flores que le entregó de inmediato.
Incluso alguien como yo pudo ver el cambio que causó esa llegada en la dinámica humana. Hacía sólo unos momentos, era yo quien se esforzaba para encontrar las palabras adecuadas. Ahora el problema se había transferido a Rosie.
Por suerte, Gene es un experto en interacción social. Avanzó hacia mí como si fuera a abrazarme, y luego, al detectar mi lenguaje corporal o recordar nuestros antiguos protocolos, optó por darme la mano. Después de soltarla, abrazó a Rosie.
Aunque Gene es mi mejor amigo, me incomoda que me abrace. La verdad es que sólo disfruto del contacto cercano con aquellas personas con quienes mantengo relaciones sexuales, categoría que incluye a un solo ejemplar humano. A Rosie no le gusta Gene, pero consiguió abrazarlo durante aproximadamente cuatro segundos sin interrupciones.
—No sabes cuánto te lo agradezco —dijo Gene—. Sé que no eres mi mayor admiradora.
Se dirigía a Rosie, claro. A mí siempre me había gustado Gene, aunque eso requiriese perdonarle ciertas conductas inmorales.
—Has engordado —observé—. Tenemos que programar algo de jogging.
Calculé el IMC de Gene en 28, tres puntos por encima de la última vez que lo había visto, hacía diez meses.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? ¿Te ha dicho Don que estoy embarazada?
—No me lo ha dicho, es una excelente noticia. Felicidades.
Gene utilizó la excelente noticia como excusa para repetir el abrazo y evitar responder a la pregunta sobre la duración de su estancia.
—Os lo agradezco muchísimo, de verdad —añadió, mirando a su alrededor—. Vaya sitio, Columbia paga mejor de lo que creía. Pero… ¿he interrumpido la cena?
—No, no —dijo Rosie—. No tendríamos que haber empezado sin ti. ¿Has cenado?
—Tengo un poco de jet lag. No sé si mi cuerpo sabe qué hora es.
Ahí yo podía ayudar.
—Bebe algo con alcohol. Recuérdale a tu cuerpo que es de noche.
Fui a la cámara refrigerada a buscar una botella de pinot noir, mientras Gene empezaba a deshacer las maletas en lo que, hasta ahora, había sido la habitación de invitados. Rosie me siguió.
Miró un momento los barriles de cerveza, luego pareció repentinamente enferma y salió a toda prisa. Dentro de la cámara refrigerada el olor a cerveza era mucho más intenso. Entonces oí un portazo en el cuarto de baño; después un ruido fuerte y un golpe, pero no en el baño. Los siguió un sonido atronador a un volumen similar. Era la batería de arriba. De inmediato, se le unió una guitarra eléctrica. Cuando Rosie salió del baño, yo ya le había preparado los tapones de los oídos, pero sospeché que su nivel de satisfacción había decaído considerablemente.
Rosie se dirigió a su nuevo estudio mientras yo me ponía mis tapones y terminaba la cena. Cincuenta y dos minutos después, la música paró y pude hablar con Gene. Él estaba convencido de que su matrimonio había terminado, pero a mí me parecía que simplemente debía rectificar su conducta. De forma permanente.
—Ese era el plan —me dijo.
—Era el único plan razonable. Dibuja una hoja de cálculo. Dos columnas. En un lado tienes a Claudia, Carl, Eugenie, estabilidad, alojamiento, eficacia doméstica, integridad moral, respetabilidad, no más denuncias por conducta inapropiada, inmensas ventajas. En el otro, sexo ocasional con mujeres aleatorias. ¿Es significativamente mejor que el sexo con Claudia?
—Claro que no. Aunque tampoco he tenido la oportunidad de comparar, últimamente. ¿Podemos hablar de esto más tarde? Ha sido un vuelo muy largo. Dos vuelos.
—Podemos hablar mañana. Todos los días, hasta que lo resolvamos.
—Don, se ha acabado. Lo he aceptado. Ahora dime cómo te sientes ante la perspectiva de ser padre.
—No siento nada, de momento. Es demasiado pronto.
—Creo que te lo preguntaré todos los días, hasta que se resuelva. Estás un poco nervioso, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes?
—Les pasa a todos los hombres. Les preocupa perder a sus mujeres por el bebé, les preocupa no volver a tener relaciones sexuales… Les preocupa no hacerlo bien.
—No cumplo con el estándar, por lo que espero tener problemas excepcionales.
—Y los resolverás a tu excepcional manera.
Fue una aportación muy útil. La resolución de problemas es uno de mis puntos fuertes. Pero no me servía para el dilema inmediato.
—¿Qué le digo a Rosie? Quiere saber cómo me siento.
—Dile que estás excitado con lo de ser padre. No la preocupes con tus inseguridades. ¿Tienes oporto?
La música volvió a empezar. No tenía oporto; lo sustituí por Cointreau, y nos quedamos sentados sin hablar hasta que Rosie vino a buscarme. Gene se había quedado dormido en la silla. Seguramente era más cómodo que dormir en el suelo; sin duda, muchísimo mejor que ser un sin techo en Nueva York.
En el dormitorio, Rosie sonrió y me besó.
—¿Así que la situación de Gene es… aceptable? —pregunté.
—No. No lo es. Ni tampoco el olor a cerveza, que deberemos solucionar si no quieres que vomite por la noche además de por la mañana. Y evidentemente tienes que hablar del ruido con la gente de arriba. A un bebé no podemos ponerle tapones en los oídos. Pero el piso es asombroso, maravilloso, precioso.
—¿Lo bastante para compensar los inconvenientes?
—Casi. —Sonrió.
Miré a la mujer más guapa del mundo, vestida tan sólo con una camiseta demasiado larga y sentada en mi cama… nuestra cama, esperando que pronunciase las palabras adecuadas para que continuase aquella extraordinaria situación.
Inspiré hondo, expulsé el aire y luego volví a inspirar para que me salieran las palabras.
—Estoy increíblemente excitado con la paternidad.
Usé la palabra «excitado» como la usaría para un electrón: activado, más que en un estado emocional concreto. Pero estaba siendo sincero, lo que era conveniente porque Rosie habría detectado cualquier atisbo de mentira.
Me echó los brazos al cuello y me abrazó durante más tiempo del que había abrazado a Gene en el rellano. Me sentía mucho mejor. Permití que mi intelecto se relajara y disfrutase de la proximidad de Rosie. El consejo de Gene había sido excelente y, al menos para mí, justificaba su presencia. Ya resolvería el problema del ruido y el problema de la cerveza y el problema de la paternidad a mi manera.
Desperté con dolor de cabeza, que atribuí al estrés asociado al recuerdo del Incidente del Atún Rojo. Mi vida se volvía más y más compleja. Además de mis obligaciones como profesor y marido, ahora era responsable de monitorizar la cerveza, de Gene y, potencialmente, de Rosie, que, sospechaba, seguiría descuidando su salud incluso en este período fundamental. Y, desde luego, tenía que llevar a cabo ciertas investigaciones para prepararme en todo lo relativo a la paternidad.
Había dos respuestas posibles a esta sobrecarga. La primera era poner en práctica un horario más estricto para asegurar que el tiempo se distribuía de forma eficaz, considerando la prioridad relativa de cada tarea y su contribución a los objetivos fundamentales. La segunda era arrojarse al caos. La elección correcta me parecía evidente. Había llegado el momento de iniciar el Proyecto Bebé.
Sospechaba que Rosie reaccionaría de forma negativa a la instalación de una pizarra en la sala, pero se me ocurrió una solución brillante. Los azulejos blancos de las paredes de mi nuevo baño-despacho eran altos y estrechos, de aproximadamente treinta por diez centímetros. Proporcionaban una cuadrícula prefabricada con una superficie apta para el uso de rotulador. En una pared había diecinueve columnas de siete azulejos, interrumpidos sólo por el portarrollos de papel higiénico, que ocupaba un azulejo y tapaba otro; una plantilla casi perfecta para un calendario de dieciocho semanas. Cada azulejo podía dividirse en diecisiete franjas horizontales para cubrir las horas de vigilia, con la posibilidad de añadir subdivisiones verticales. Era improbable que Rosie viera aquel calendario, dada su afirmación de que respetaría mi espacio personal.
Evidentemente, podría haber usado una hoja de cálculo o una aplicación de calendario. Pero la pared era mucho mayor que mi pantalla, y anotar allí las reuniones laborales programadas, las sesiones de artes marciales y las horas de jogging al mercado de las primeras cuatro semanas me produjo una sensación de bienestar inesperada.
La mañana posterior a la llegada de Gene nos desplazamos a Columbia juntos, en metro. El trayecto desde nuestro nuevo piso era mucho más corto, y había reprogramado mi hora de salida en consecuencia. Rosie aún no había modificado su rutina diaria y se había marchado temprano.
Aproveché el trayecto para hablar con Gene de su problema familiar.
—Te ha rechazado porque la engañaste con otras mujeres. Múltiples veces. Y después mentiste con lo de que ibas a parar. Ella tiene que estar segura de que no volverás a engañarla ni a mentirle.
—No hables tan alto, Don.
Había levantado la voz para subrayar los puntos fundamentales, y la gente nos miraba con desaprobación, sobre todo a Gene. Una mujer que se apeó en Penn Station dijo: «Sinvergüenza». La señora que iba detrás añadió: «Cerdo». Era útil que reafirmaran mis argumentos, pero Gene intentó cambiar de tema.
—¿Has vuelto a pensar en lo de la paternidad?
Aún no había incluido ninguna actividad relacionada con el bebé en mi nuevo horario de azulejos blancos, pese a que era el motivo que me había empujado a elaborarlo. Tal vez mi cerebro respondía a un suceso inesperado activando mecanismos primitivos de defensa y fingiendo que ese acontecimiento no existía. Para contrarrestarlo, tenía dos tareas pendientes: admitir el nacimiento inminente declarándoselo a otros en voz alta y empezar a investigar.
Después de instalar a Gene en su despacho, tomamos café con el profesor David Borenstein, también decano de la facultad. Rosie se nos unió, más en su papel de pareja que como estudiante de Medicina. David nos había ayudado mucho con los visados y el traslado.
—¿Qué me cuentas, Don? —preguntó Borenstein.
Iba a ponerlo al día de mi investigación sobre la predisposición genética a la cirrosis hepática en ratones, que estaba a punto de terminar, cuando recordé mi anterior decisión de admitir la inminente paternidad.
—Rosie está preñada —solté.
Todos guardaron silencio. Supe de inmediato que había cometido un error, porque Rosie me dio una patada por debajo de la mesa. Evidentemente, fue ineficaz; no podía retractarme de lo dicho.
—Vaya —contestó David—. Felicidades.
Rosie sonrió.
—Gracias. Todavía no es oficial…
—Claro, claro… En mi calidad de docente universitario, puedo asegurarte que no eres la primera alumna que sufre cierta alteración en sus estudios.
—No pienso permitir en ningún caso que altere mis estudios.
Reconocí el tono «no me jodas» de Rosie. No parecía adecuado utilizarlo con el decano.
Pero David no detectó el tono, o prefirió pasarlo por alto.
—Yo no soy la persona con quien tienes que hablar. Coméntaselo, cuando quieras, a Mandy Rau. ¿Conoces a Mandy? Es la asesora. No olvides decirle que te cubre el seguro médico de Don.
Rosie iba a contestar, pero David levantó las dos manos en una doble señal de «Stop» y cambió de tema para hablar del trabajo de Gene. Rechazó un segundo café.
—Lo siento, tengo que irme; pero me gustaría comentar algunos aspectos con Don sobre su investigación de la cirrosis. ¿Charlamos de camino al despacho? Puedes acompañarnos si te apetece, Gene.
Pese a no tener el menor interés en mi investigación, Gene nos acompañó.
—Supongo que has terminado la parte del estudio en la que es indispensable la presencia de un profesor adjunto —comentó el decano.
—Aún queda una inmensa cantidad de datos por analizar.
—A eso me refería; casi todo es trabajo rutinario. Se me ha ocurrido que no te iría mal algo de ayuda.
—Bueno, si implica solicitar una subvención…
Por lo general, tardo menos en hacer el trabajo yo solo que en rellenar el papeleo que se necesita para pedir colaboración.
—No tendrás que solicitar nada. Al menos en este caso concreto. —Se echó a reír, y lo mismo hizo Gene—. Pero nos han prestado a alguien que ha acabado el doctorado y destaca en estadística… Es una especie de favor personal a un colega, pero hay que darle un trabajo de verdad. Por si investigan el visado.
—Acéptalo, Don —dijo Gene.
La lista de publicaciones de Gene estaba plagada de artículos realizados por tales personas bajo su teórica supervisión. Yo no quería que mi nombre apareciera en artículos que yo no había escrito. Pero le debía a David Borenstein no derrochar mi tiempo con tareas que podía realizar una persona más joven que de este modo se beneficiaba de la experiencia.
—Se llama Inge —dijo David—. Es lituana.
Gene se despidió, y yo seguí andando con el decano, en silencio. Supuse que Borenstein estaba simplemente pensando —una agradable diferencia respecto a la mayoría de la gente, que considera los silencios como un espacio que hay que llenar—, porque siguió caminando a mi lado sin decir nada. Estábamos llegando a su despacho cuando volvió a hablar.
—Don, la asesora le sugerirá a Rosie que se tome un descanso. Es lo razonable. Pero no queremos perderla; nos gusta conservar a nuestras estudiantes, y Rosie es de las buenas. El momento tal vez no sea el ideal; seguramente tendrá que aplazar los primeros seis meses de su curso clínico principal, luego dará a luz y volverá el segundo semestre, o al año siguiente. Pongamos que se toma todo el año. Eso os dará tiempo para organizar el cuidado de la criatura, algo en lo que sin duda participarás.
No había pensado en ese asunto práctico, y el consejo de David parecía sensato.
—Algunas mujeres se toman dos meses, vuelven enseguida y se apañan para recuperar el tiempo perdido durante la baja. Yo creo que eso es un error. Sobre todo en vuestro caso.
—¿Por qué específicamente en nuestro caso?
—No tenéis quien os ayude. Si vuestros padres o hermanos vivieran aquí… tal vez. Y tampoco hay demasiadas personas a quienes podáis contratar para cuidar de la criatura. Por eso os recomiendo que se tome un año. De otro modo, el bebé sufrirá, la investigación de Rosie sufrirá, ella sufrirá. Y, te lo digo por mi amarga experiencia, tú sufrirás también.
—Me parece un consejo excelente. Hablaré con Rosie.
—No le comentes que te lo he dicho yo.
El decano de Medicina, nuestro protector y un padre experimentado. ¿Podía haber alguien con más autoridad para aconsejarnos sobre la conciliación entre familia y estudios? Aun así, sospeché que la recomendación de que no mencionase su nombre era acertada. Rosie rechazaría instintivamente el consejo de una figura masculina de autoridad y de más edad.
Mi predicción era correcta.
—No pienso perder un curso —dijo Rosie cuando esa noche mencioné el consejo de David sin citar la fuente.
Cenábamos con Gene, el nuevo miembro de la familia, que aprovechaba nuestro excedente de sillas.
—A largo plazo, un año no es nada —comentó Gene.
—¿Pediste la baja cuando Eugenie nació? —preguntó Rosie.
—Claudia sí.
—Entonces compárame contigo en lugar de con Claudia. ¿Es mucho pedir?
—¿Así que Don cuidará del bebé?
Rosie se echó a reír.
—No creo. O sea, Don tiene que trabajar. Y…
Me interesaba oír las otras razones que, según Rosie, me impedían cuidar de Bud, pero Gene la interrumpió.
—Entonces, ¿quién cuidará de él?
Rosie se tomó su tiempo para pensarlo.
—Me la llevaré, o me lo llevaré, conmigo.
Me quedé perplejo.
—¿Te llevarás a Bud a Columbia? ¿A los hospitales?
Cuando Bud naciese, Rosie ya trabajaría con pacientes reales, personas con enfermedades infecciosas, y en un entorno donde un bebé suelto podía causar graves desastres. Su método me parecía poco práctico e irresponsable.
—Todavía lo estoy pensando, ¿vale? Pero ya iría siendo hora de que se tuvieran en cuenta las necesidades de las mujeres con hijos, en lugar de decirnos que nos larguemos y volvamos cuando la criatura haya crecido. —Rosie apartó el plato. No se había terminado el risotto—. Tengo trabajo que hacer.
Una vez más, Gene y yo nos quedamos solos para hablar. Anoté mentalmente que debía reponer las existencias de alcohol.
Gene seleccionó el tema de conversación antes de que yo pudiera mencionar nada respecto a su situación con Claudia.
—¿Te sientes mejor con lo de ser papá?
La palabra «papá», aplicada a mí, sonaba rara. Pensé en mi padre. Sospechaba que el papel que había desempeñado en mi vida de lactante había sido mínimo. Mi madre había dejado su empleo de maestra para cuidar de sus tres hijos, mientras mi padre trabajaba en la ferretería familiar. Era una distribución laboral práctica, si bien estereotipada. Dado que mi padre comparte conmigo algunos de los rasgos de mi personalidad que me han causado más problemas, seguro que fue conveniente maximizar la aportación materna.
—He estado pensándolo. Y sospecho que mi contribución más útil será apartarme en todo lo posible para no causar problemas.
Eso encajaba con la evaluación de Lydia durante el Incidente del Atún Rojo y con la máxima médica primum non nocere, «Lo primero es no hacer daño».
—¿Sabes? Puede que te salgas con la tuya. Rosie es una feminista acérrima y, filosóficamente hablando, quiere que lleves falda, pero también se cree Superwoman. La independencia es una característica de la mujer australiana. Quiere hacerlo todo. —Gene apuró su Midori y llenó los dos vasos—. Digan lo que digan las mujeres, están unidas biológicamente al bebé de un modo distinto a nosotros. La criatura ni te va a reconocer los primeros meses, así que no te preocupes. Espera a que empiece a gatear, y entonces podrás interactuar.
Eso era útil. Me sentí afortunado de poder contar con el consejo de un padre experimentado, que además era director de un departamento de Psicología. Había más:
—Y olvídate de todo lo que dicen los psicólogos. Convierten la paternidad en un fetiche. Acabas paranoico pensando que haces algo mal. Si oyes la palabra «vínculo», echa a correr.
Un consejo sumamente útil. Sin duda, Lydia pertenecía al grupo descrito por Gene.
—No tienes sobrinos, ¿verdad? —añadió Gene.
—Correcto.
—Así que no tienes ninguna experiencia con niños.
—Sólo con Eugenie y Carl.
Conocía tan bien a los hijos de Gene que casi podía añadirlos a mi lista de amigos, pero eran demasiado mayores para contarlos como «experiencia con lactantes».
Rosie salió de su despacho y se dirigió al dormitorio gesticulando de un modo que interpreté como «Ya habéis bebido bastante, los dos, y es hora de acostarse y dejar de intercambiar información interesante».
Gene intentó levantarse, pero se desplomó de nuevo en la silla.
—Te daré un último consejo antes de caer noqueado. Observa a los niños, mira cómo juegan. Verás que son adultos pequeños, sólo que aún no saben todas las normas y los trucos. No hay de qué preocuparse.