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El Incidente del Zumo de Naranja aconteció al final de una semana ya problemática. Otro inquilino de nuestro edificio había estropeado mis dos camisas «decentes» al añadir parte de su ropa sucia a nuestra colada, en la lavandería comunitaria del sótano. Entendía perfectamente su deseo de eficiencia, pero una de sus prendas había teñido nuestra ropa blanca de un tono malva desigual y permanente.

Desde mi punto de vista, aquello no suponía problema alguno: yo era un profesor invitado en la facultad de Medicina de la Universidad de Columbia y ya no tenía que preocuparme por «dar una buena primera impresión». Tampoco podía imaginar que se negaran a servirme en un restaurante por el color de mi camisa. Por otro lado, las prendas exteriores de Rosie, negras en su mayoría, no se habían visto afectadas. El problema se limitaba a su ropa interior.

Argumenté que, para mí, la nueva tonalidad no suponía ningún inconveniente, y que nadie más la vería sin ropa, salvo quizá un médico, cuya profesionalidad debía hacer que no se preocupara por semejantes cuestiones estéticas. Pero Rosie ya había intentado hablar del asunto con Jerome, el vecino que había identificado como el infractor, para evitar recurrencias. Parecía un curso de acción razonable, pero Jerome la había mandado a la mierda.

No me sorprendió que Rosie topara con cierta resistencia. Solía ser muy directa en términos de comunicación. Para hablar conmigo era un método eficaz, incluso diría que necesario, pero a otras personas esa franqueza les resultaba agresiva. Jerome, además, tampoco parecía el tipo de persona dispuesta a buscar soluciones beneficiosas para todas las partes implicadas.

Y ahora Rosie quería que yo «diese la cara» y le demostrase a Jerome que «no podía pasarse» con nosotros. Ese es exactamente el tipo de conducta que quiero que eviten mis alumnos de artes marciales. Si ambas partes tienen como objetivo dominar, y por consiguiente aplican a rajatabla el algoritmo «responder con más fuerza», el resultado final será inevitablemente la invalidez o la muerte de una de las partes. ¡Por una simple colada!

Pero el tema de la colada era insignificante en el contexto general de la semana. Porque se había producido un verdadero desastre.

Se me acusa con frecuencia de abusar de esa palabra, pero cualquier persona razonable aceptaría que «desastre» es un término apropiado para describir el fracaso matrimonial de mis amigos más íntimos, con dos hijos todavía dependientes. Gene y Claudia vivían en Australia, pero la situación estaba a punto de producir nuevas perturbaciones en mi calendario.

Gene y yo habíamos hablado por Skype, y la calidad de la comunicación había dejado mucho que desear. Además, es muy posible que Gene estuviera borracho. Mi amigo parecía poco dispuesto a entrar en detalles, probablemente porque:

1. En general la gente está poco dispuesta a hablar con franqueza de los pormenores de su actividad sexual.

2. Gene se había comportado de un modo sumamente estúpido.

Después de prometer a Claudia que abandonaría su proyecto de mantener relaciones sexuales con una mujer de cada país del mundo, no había logrado mantener su palabra. La infracción se había producido en una conferencia en Gotemburgo, Suecia.

—Don, ten un poco de compasión. ¿Qué probabilidades había de que viviera en Melbourne? ¡La chica es islandesa!

Le señalé que yo era australiano y vivía en Estados Unidos. Una forma simple de rebatir su absurdo argumento de que la gente se queda en su país de origen.

—Ya, pero ¡Melbourne! Y resulta que, además, ¡conoce a Claudia! ¿Qué probabilidades había?

—Eso es difícil de calcular.

Señalé que tendría que haberme preguntado por esa estadística antes de ampliar su lista de nacionalidades. Si quería una valoración razonable de las probabilidades, debía facilitarme información sobre las pautas de migración y el alcance de la red social y profesional de Claudia.

Había otro factor:

—Para calcular el riesgo, además, necesito saber a cuántas mujeres has seducido desde que prometiste dejar de hacerlo. Evidentemente, el riesgo se incrementa de forma proporcional a…

—¿Importa eso?

—Sí, si quieres una estimación. Supongo que la respuesta no es «a ninguna».

—Don, las conferencias, las conferencias en el extranjero, no cuentan. Eso todos lo dan por supuesto.

—Si Claudia lo da por supuesto, ¿por qué es un problema?

—Porque no tiene que pillarte. Lo que pasa en Gotemburgo tiene que quedarse en Gotemburgo.

—Imagino que la mujer islandesa en cuestión desconocía esa regla.

—Está en el club de lectura de Claudia.

—¿Hay alguna excepción para los clubes de lectura?

—Olvídalo. Da lo mismo, se acabó. Claudia me ha echado de casa.

—¿Eres un sin techo?

—Más o menos.

—Increíble. ¿Se lo has contado a la decana?

A la decana de la facultad de Ciencias de Melbourne le preocupaba muchísimo la imagen pública de la universidad. Me parecía que tener a un sin techo al frente del departamento de Psicología no daría, para utilizar su expresión recurrente, «muy buena impresión».

—Me tomaré un año sabático. Quién sabe, a lo mejor me paso por Nueva York y te invito a una cerveza.

Aquella era una idea sorprendente; no por la cerveza, que por supuesto podía adquirir yo mismo, sino por la posibilidad de que mi amigo más antiguo viniese a Nueva York.

Excluyendo a Rosie y a mis familiares, yo tenía un total de seis amigos. Eran, en orden descendente según el tiempo total de contacto:

1. Gene, cuyos consejos a menudo habían demostrado ser insensatos, pero que tenía unos conocimientos teóricos fascinantes sobre la atracción sexual humana, posiblemente motivados por su propia libido, que era excesiva para un hombre de cincuenta y siete años.

2. Claudia, la esposa de Gene, psicóloga clínica y la persona más sensata del mundo. Había demostrado una tolerancia extraordinaria a las infidelidades de Gene antes de que él prometiera reformarse. Me pregunté qué pasaría con su hija, Eugenie, y con Carl, el hijo del primer matrimonio de Gene. Eugenie tenía nueve años, y Carl, diecisiete.

3. Dave Bechler, un ingeniero de refrigeración que había conocido en un partido de béisbol durante mi primera visita a Nueva York con Rosie. Nos reuníamos una vez a la semana en la programada Noche de los Chicos, para hablar de béisbol, refrigeración y mujeres.

4. Sonia, la mujer de Dave. Pese a mostrar cierto sobrepeso (IMC aproximado de 27), era guapísima y tenía un trabajo bien pagado como directora financiera de una clínica de fertilización in vitro. Estos atributos eran motivo de estrés para Dave, que estaba convencido de que ella lo dejaría por alguien más atractivo o pudiente. Hacía cinco años que Dave y Sonia intentaban reproducirse con técnicas de fertilización in vitro (curiosamente, no en la clínica donde trabajaba Sonia, que supongo que les habría hecho descuento y les habría facilitado, de ser necesario, el acceso a genes de calidad superior). Lo habían logrado recientemente, y el nacimiento del bebé estaba programado para el día de Navidad.

5. (igual) Isaac Esler, un psiquiatra australiano al que yo había considerado el candidato más probable para ser el padre biológico de Rosie.

6. (igual) Judy Esler, la esposa norteamericana de Isaac. Judy era una ceramista que también recaudaba fondos para beneficencia e investigación. Era asimismo la responsable de algunos de los objetos decorativos que abarrotaban nuestra casa.

Seis amigos, suponiendo que los Esler todavía lo fuesen. No los había visto desde el Incidente del Atún Rojo, acaecido seis semanas y cinco días antes. Sin embargo, aunque fuesen cuatro amigos, ya eran más de los que había tenido en la vida. Ahora cabía la posibilidad de que todos, salvo uno —Claudia—, estuviesen conmigo en Nueva York.

Actué rápidamente y le pregunté al decano de Medicina de Columbia, el profesor David Borenstein, si Gene podría pasar su temporada sabática allí. Gene, como curiosamente indica su nombre, es genetista, pero está especializado en psicología evolutiva. Podían ubicarlo en Psicología, Genética o Medicina, pero yo recomendé que descartaran Psicología. La mayoría de los psicólogos discrepan de las teorías de Gene, y tenía la intuición de que mi amigo no necesitaba por ahora más conflictos en su vida. Debo subrayar aquí que una reflexión de este tipo requería por mi parte un nivel de empatía que hubiera sido impensable antes de vivir con Rosie.

Advertí al decano de que, como catedrático, Gene no querría hacer ningún trabajo propiamente dicho. David Borenstein estaba familiarizado con el protocolo sabático, que dictaba que a Gene le pagaría su universidad de Australia. También estaba al corriente de la reputación de mi amigo.

—Si puede coescribir un par de artículos y dejar en paz a las estudiantes de doctorado, le encontraré un despacho.

—Claro, claro.

Gene era experto en que le publicaran con el mínimo esfuerzo. Tendríamos un montón de tiempo libre para hablar de temas interesantes.

—Lo de las estudiantes de doctorado lo digo muy en serio. Si se mete en líos, te haré responsable —añadió Borenstein.

Eso parecía una amenaza nada razonable, típica de rectores de universidad, pero así tendría una excusa para reformar la conducta de Gene. Además, después de examinar detenidamente a las estudiantes de doctorado, concluí que era poco probable que alguna despertara su interés. Lo comprobé cuando llamé para anunciar que le había conseguido empleo.

—Tienes México, ¿correcto?

—Pasé algún tiempo con una dama de esa nacionalidad, si es eso lo que preguntas.

—¿Mantuviste relaciones sexuales con ella?

—Algo así.

Había varias estudiantes internacionales de doctorado, pero Gene ya había cubierto los países más desarrollados y de mayor densidad demográfica.

—Y bien, ¿aceptas el trabajo? —le pregunté.

—Bueno… Tengo que estudiar otras opciones.

—Ridículo. Columbia tiene la mejor facultad de Medicina del mundo. Y están dispuestos a aceptar a alguien con fama de gandul y conducta inapropiada.

—Quién fue a hablar de conducta inapropiada.

—Correcto. Me aceptan. Son sumamente tolerantes. Puedes empezar el lunes.

—¿El lunes? Don, no tengo casa…

Le expliqué que encontraría solución a ese pequeño problema práctico. Gene venía a Nueva York. Volveríamos a estar juntos en la misma universidad, él y yo. Y Rosie.

Mientras miraba los zumos de naranja de encima de la mesa, comprendí que había estado esperando poder recurrir a la ayuda del alcohol para contrarrestar la ansiedad que me provocaba contarle a Rosie las novedades relacionadas con Gene. Me dije a mí mismo que me preocupaba innecesariamente. Rosie solía decir que le gustaba la espontaneidad. No obstante, este simple análisis pasaba por alto tres factores:

1. A Rosie no le gustaba Gene. Había sido su director de tesis en Melbourne, y técnicamente todavía lo era. Ella se quejaba mucho de su conducta académica, y consideraba su infidelidad hacia Claudia inaceptable. Mi argumento de su rehabilitación había quedado debilitado.

2. Rosie consideraba importante que tuviéramos tiempo para nosotros. Ahora, inevitablemente, yo dedicaría tiempo a Gene. Él insistía en que su relación con Claudia había acabado, pero, si yo podía ayudarlo a salvarla, parecía razonable dar menos prioridad, al menos de forma temporal, a nuestro saludable matrimonio. Aunque estaba seguro de que Rosie no estaría de acuerdo en este punto.

3. El tercer factor era más grave, y posiblemente el resultado de algo que yo había malinterpretado. Lo dejé de lado para centrarme en el problema inmediato.

Los dos largos vasos llenos de fluido naranja me recordaron la primera noche en que Rosie y yo nos «relacionamos», la Gran Noche de los Cócteles, donde conseguimos una muestra de ADN de todos los varones que asistieron a la reunión de la promoción de Medicina de su madre y eliminamos a todos los candidatos como padres biológicos de Rosie. Una vez más, mi destreza en la preparación de cócteles sería la solución.

Rosie y yo trabajábamos tres noches a la semana en The Alchemist, una coctelería del barrio de Flatiron, en la calle Diecinueve Oeste, por lo que consideraba el material y los ingredientes para preparar los cócteles como herramientas de trabajo (aunque no había conseguido convencer a nuestro contable de eso). Localicé el vodka, el Galliano y los cubitos, los añadí a los zumos de naranja y removí. En lugar de tomarme el cóctel sin esperar a Rosie, me serví un chupito de vodka con hielo, añadí un chorrito de lima y me lo bebí de golpe. Casi al instante, sentí que mi nivel de estrés volvía al modo estándar.

Por fin, Rosie salió del baño. Aparte del cambio de dirección en su trayectoria, la única diferencia en su aspecto era que tenía el pelo mojado. Pero su estado de ánimo parecía haber mejorado: casi se fue bailando al dormitorio. Evidentemente, las vieiras habían sido una buena elección.

Era muy posible que su estado emocional la volviese más receptiva hacia la cuestión del Año Sabático de Gene, pero consideré recomendable aplazar la noticia hasta la mañana siguiente, después de haber practicado el sexo. Aunque sin duda ella se enfadaría si se daba cuenta de que yo había retenido datos con tal propósito. Las relaciones de pareja son de lo más complejas.

Cuando entré en el dormitorio, Rosie se volvió:

—Dame cinco minutos para vestirme, y después espero las mejores vieiras del mundo.

Su uso de las palabras «mejores del mundo» era una clara apropiación de una de las expresiones que yo había utilizado para definirlas; una prueba definitiva, por tanto, de su buen humor.

—¿Cinco minutos? —Un cálculo a la baja tendría un efecto desastroso en la preparación de las vieiras.

—Dame quince. No hay prisa para comer. Podemos beber algo y charlar, capitán Mallory.

Que nombrara al personaje de Gregory Peck era otra buena señal. El único problema era la charla. «¿Alguna novedad?», preguntaría Rosie, y me vería obligado a mencionar el Año Sabático de Gene. Decidí volverme inaccesible a la conversación enfrascándome en la preparación culinaria. Entretanto, dejé los Harvey Wallbanger en el congelador, pues corrían peligro de calentarse por encima de la temperatura óptima cuando el hielo se derritiese. Además, el frío también reduciría el nivel de deterioro del zumo de naranja.

Me centré de nuevo en la cena. Nunca había preparado esa receta, y sólo al empezar descubrí que tenía que cortar las verduras en dados de medio centímetro. La lista de ingredientes no mencionaba ninguna regla. Pude descargar en el móvil una aplicación para medir, pero, justo cuando acababa de elaborar un dado de referencia, Rosie reapareció. Se había puesto un vestido, algo inusual cuando cenábamos en casa. Era blanco, y contrastaba muchísimo con su pelo rojo. El efecto era deslumbrante. Decidí atrasar la noticia de Gene un poco, al menos hasta algo más tarde. Así Rosie no podría quejarse. Reprogramaría mis ejercicios de aikido para la mañana siguiente. Eso nos dejaría tiempo para mantener relaciones sexuales después de cenar… O antes. En ese punto, estaba dispuesto a ser flexible.

Rosie se sentó en una de las dos butacas que ocupaban un porcentaje significativo de la sala.

—Ven a charlar conmigo —dijo.

—Estoy cortando verduras. Puedo hablar desde aquí.

—¿Qué les ha pasado a los zumos de naranja?

Saqué los zumos modificados del congelador, le di uno a Rosie y me senté en la otra butaca, frente a ella. El vodka y la simpatía de Rosie me habían relajado, aunque sospechaba que el efecto era superficial. Los problemas Gene, Jerome y Zumo seguían procesándose en un segundo plano de mi cerebro.

Rosie alzó el vaso, como proponiendo un brindis. Resultó que esa era exactamente su intención.

—Tenemos algo que celebrar, capitán…

Me miró unos segundos. Rosie sabe que no me gustan las sorpresas. Supuse que celebraba algún avance importante en su tesis. O quizá le habían ofrecido un puesto en el programa de prácticas de Psiquiatría cuando acabase la carrera de Medicina. Eso sería una noticia buenísima, y calculé que la probabilidad de sexo era superior al noventa por ciento.

Rosie sonrió, y después, posiblemente para aumentar el suspense, bebió de su vaso. ¡Desastre! Fue como si llevara veneno. Escupió en su vestido blanco y corrió al baño. Yo la seguí. Ella se quitó el vestido inmediatamente y lo enjuagó bajo el grifo.

Se volvió hacia mí en su ropa interior medio malva, sin dejar de mojar y escurrir el vestido. Su expresión era demasiado compleja para que pudiera analizarla. Simplemente dijo:

—Estamos embarazados.