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El despacho de Dave, que ahora hacía las veces de dormitorio, era un desastre. Tenía la mesa llena de documentos, había montones de papeles desparramados en siete bandejas, y las cajas de cartón con clasificadores que usaba a modo de archivador corrían peligro de estallar debido a la presión interna. Las razones del mal funcionamiento de su negocio eran evidentes.
Las clases ya habían terminado para lo que quedaba de año. Inge analizaba competentemente los datos de los ratones, y en el Proyecto de las Madres Lesbianas ya no me necesitaban. Habría sido una oportunidad perfecta para llevar a cabo actividades conjuntas con Rosie. Sin embargo, dadas las circunstancias, tenía una inmensa cantidad de tiempo sin programar. Me presenté voluntario como archivero.
Dave estaba desesperado hasta el punto de confiar su negocio a un genetista con fobia a las tareas administrativas. Y yo buscaba algo, lo que fuese, que distrajera a mi cerebro de la elaboración de imágenes mentales de Rosie y 34.
—Las copias de las facturas van a esta carpeta —señaló Dave.
—Pero ya las tienes en el ordenador. No hace falta que las imprimas.
—¿Y si el ordenador explota?
—Recurres a la copia de seguridad, evidentemente.
—¿Copia de seguridad?
Arreglar el sistema me llevó sólo dos días de trabajo concentrado, excluyendo las comidas.
—¿Dónde están las carpetas? —preguntó Dave.
—En el ordenador.
—¿Y los documentos en papel?
—Destruidos.
Dave pareció sorprendido; más bien, perplejo. Corrección: desolado.
—Parte de esa documentación era de los clientes: pedidos, autorizaciones, bocetos. Todo en papel.
Señalé la función escáner del aparato que había adquirido por 89,99 dólares e identifiqué el problema que quedaba por solucionar.
—Haces las facturas de forma individual. ¿No tienes una aplicación para eso?
—Es demasiado complicada.
No suelo tener dificultades para utilizar programas informáticos, pero ciertas reglas de contabilidad sí me resultan problemáticas, debido a que no soy contable. Mientras Dave trabajaba fuera de casa, recabé la ayuda profesional de Sonia, que había dejado su empleo en anticipación al parto. No conocía el software, pero pudo responder a mis preguntas sobre contabilidad.
—No comprendo por qué Dave no me ha pedido ayuda. Siempre dice que lo tiene todo controlado, pero evidentemente no es así.
—Sospecho que, después de mentirte la primera vez para no generarte estrés durante el embarazo, le fue cada vez más difícil admitir el engaño a lo largo de un período tan prolongado.
—Las parejas casadas no deberían tener secretos. Se lo tengo dicho —declaró la mujer que se había hecho pasar por una estudiante italiana de Medicina y me había dicho que no se lo contara a Dave, porque se preocupaba por todo.
—¿Puedes imprimirme el libro mayor de deudores? —me preguntó Sonia cuando el sistema estuvo configurado y hube introducido todos los datos—. Quiero saber cuánto nos deben.
El informe estaba disponible en el menú.
—Cuatrocientos dieciocho dólares con doce centavos, en curso.
—¿Y las vencidas?
—Nueve mil doscientos cuarenta y cinco dólares, de cuatro facturas. Todas emitidas hace más de ciento veinte días.
—Oh, Dios… Oh, Dios mío. No me extraña que Dave no quisiera comprar el cochecito. Si han pasado cuatro meses, será porque hay algún problema con el trabajo que hizo. ¿Puedes enseñarme esas facturas? ¿Las atrasadas?
—Por supuesto.
Sonia observó unos instantes la pantalla y luego señaló el teléfono de la impresora multifunción recién adquirida.
—¿Funciona?
—Por supuesto.
Sonia se pasó cincuenta y ocho minutos al teléfono, durante los cuales utilizó una amplia gama de tácticas concebidas para inspirar culpabilidad, lástima, miedo y, en un caso, simplemente concienciación. Estuvo increíble. Cuando terminó, se lo dije.
—Me paso la mitad de la vida haciéndoselo a personas normales que han gastado de más para tener un hijo, algo con lo que puedo identificarme. En comparación, esto es pan comido.
—¿Pagarán?
—Tendré que llamar a los dueños de la vinatería de la calle Diecinueve Oeste. Ha habido un cambio de dirección desde que Dave acabó el trabajo, y parece que el último tipo lo dejó todo hecho un desastre. Pero los otros tres, sí. Sólo necesitaban un empujoncito.
Sonia sacó sutilmente el tema a la hora de cenar.
—Necesito algo de dinero para cubrir la tarjeta de crédito. ¿Cómo lo tienes?
—Ahora mismo, mal —contestó Dave—. Estoy esperando a que me entre dinero; todos son un poco lentos a la hora de pagar, pero el trabajo va bien.
—¿Cuánto has dicho que nos debían?
—Mucho. No te preocupes.
—Estoy preocupada. Si necesitamos dinero, puedo volver a trabajar después de que haya nacido el bebé. Media jornada.
—No hace falta. Sólo tengo que cobrar ese dinero.
—Dime cuánto nos deben y lo decidiré.
—Ya me conoces, no sé la cantidad exacta. Veinte, treinta mil. Estamos cubiertos.
A la mañana siguiente, Sonia estaba enfadada con Dave, pero no pudo expresárselo directamente porque se había ido a trabajar temprano. Dirigió su enfado hacia mí.
—Se pasa fuera todo el día y la mitad de las noches, sin ganar dinero. ¿Está trabajando? A lo mejor se va a la biblioteca, como esos tipos que pierden su empleo y no se lo cuentan a la mujer. ¿Es eso lo que pasa, Don?
Muy improbable. Dave hablaba de su trabajo conmigo, al detalle. Y no le faltaba, pero quizá no cobraba bastante o mentía sobre el nivel de satisfacción de los clientes. No sería la primera vez que me equivocaba con mis amigos. Seguía sin saber si el componente esencial de la identidad de Gene era una ficción prefabricada o no. Claudia mantenía una relación con Simon Lefebvre. Y Rosie estaba enamorada de otro hombre.
—Si tengo que volver a trabajar, él puede quedarse en casa y cuidar del bebé. Quizá eso lo obligue a interesarse en su hijo.
Me retiré al despacho de Dave para reflexionar sobre el problema. Una posibilidad era que Dave no hubiese introducido todas las facturas en el ordenador. Y ese era el caso, pero yo lo había rectificado. Había pasado al ordenador dos pequeñas facturas. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más extraño me parecía que Dave estuviese al día en el registro de su contabilidad.
Entonces se me encendió una bombilla metafórica. La explicación obvia no era que Dave hubiese sido inusualmente escrupuloso en un aspecto de su administración. ¡No! ¡Dave había sido sistemáticamente descuidado! ¡Ni siquiera había hecho esas facturas!
Abrí el archivo de las hojas de cálculo escaneadas y empecé a cuadrarlas con las facturas. Así era, efectivamente. No había introducido la mayor parte de sus trabajos en el ordenador, y por tanto no había enviado las facturas a los clientes. Mis posibilidades de rectificar la situación tenían un límite. Generar facturas requería unos conocimientos contables de los que yo carezco. Si me equivocaba, Dave podría quedar como un incompetente o un estafador.
Afortunadamente, tenía acceso a una contable titulada. Sonia y yo trabajamos hasta las 15.18 horas para crear las facturas: los impuestos variaban según el Estado; los cargos por mano de obra y materiales se habían archivado por separado, y Dave había ofrecido una serie de descuentos y recargos incongruentes.
Sonia aportó comentarios entre comprensivos y críticos:
«Dios, esto es muy complejo. No me extraña que lo dejase para luego».
«Ocho mil dólares, ¡de hace tres meses!».
«Hemos vivido del dinero de George… ¡Dave es idiota!».
Cuando terminamos, teníamos una montaña de sobres listos para enviar y habíamos mandado por correo electrónico muchas otras facturas.
—Primero muéstrame el total de acreedores. Quiero saber lo que debemos antes de entusiasmarme.
Lo comprobé: 0,00 dólares.
—Dave es así. No tenemos qué comer, pero ningún fabricante de neveras pasará problemas de liquidez por culpa de Dave Bechler. Ahora muéstrame el total que nos deben. Estaba demasiado asustada para llevar la cuenta.
—Son cincuenta y tres mil doscientos dieciséis dólares con sesenta y cinco centavos. La estimación de Dave de veinte a treinta mil era incorrecta. Y se ha reducido porque han llegado on-line dos pagos atrasados de los clientes que llamaste por teléfono.
Sonia se echó a llorar.
—¿Esperabas más dinero? —pregunté.
Ahora Sonia lloraba y reía simultáneamente. ¿Cómo pueden llegar a comprenderse semejantes manifestaciones emocionales?
—Voy a preparar un café para celebrarlo —dijo—. Un café de verdad.
—Estás embarazada.
—Lo has notado.
Era imposible no notarlo. Sonia estaba inmensa. El recordatorio de que moderase la cafeína no podía ser más obvio.
—¿Cuántos has tomado hoy?
—Soy italiana. Tomo café per tutta la giornata. —Se echó a reír.
—Tomaré una bebida alcohólica con Dave cuando vuelva a casa.
Estaba siendo empático con Dave, a distancia.
—Dave es el responsable de esto. —El llanto había cesado—. Me has salvado la vida, Don.
—Incorrecto. Yo…
—Lo sé, lo sé. Don, cuando contaste que una terapeuta te había dicho que no eras adecuado para Rosie, no podía preguntar delante de Dave, pero no hablarías de Lydia, ¿no?
Tanta negativa en una misma frase me confundió hasta el extremo de impedirme dar una respuesta que no fuese ambigua. Sin embargo, afortunadamente Sonia captó mi expresión de perplejidad, por lo que la respuesta verbal fue innecesaria.
—Lydia ni siquiera conoce a Rosie. Me conoce a mí.
—Ese es el problema. Fui aprobado para ser padre contigo, pero no con alguien como Rosie. Lydia describió a Rosie a la perfección.
—Ay, Dios. Don, estás muy equivocado.
—Estoy siguiendo el mejor consejo posible. Objetivo, basado en investigaciones, profesional.
Sonia no aceptaba la clara evidencia de que Rosie no me quería, evidencia que se sumaba a la evaluación de Lydia de que yo no era conveniente como padre.
—¿Quieres que tu matrimonio funcione o no?
—Mi hoja de cálculo ha identificado…
Interpreté la expresión de Sonia como «No quiero saber nada de tu puta hoja de cálculo. ¿Quieres, emocionalmente, como persona adulta y madura, pasar el resto de tu vida con Rosie y el Bebé Único en Desarrollo, o vas a permitir que un ordenador tome esa decisión por ti, friqui patético?».
—He trabajado en ello, pero pienso que no…
—Piensas demasiado. Invítala a cenar y habla con ella.