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Rosie había terminado su tesis doctoral. Siguiendo la práctica convencional de celebrar tales acontecimientos, reservé mesa para dos en un prestigioso restaurante y confirmé que podían elaborar un menú compatible con el embarazo. Cuando se lo comenté a Rosie, me pidió que retrasase la celebración para permitir que se concentrara en un examen de dermatología que realizó esa misma tarde.

No se habían producido cambios significativos en nuestra relación desde el Malentendido de la Segunda Ecografía. El sábado anterior, yo había completado el Azulejo 26; en realidad, tuve que utilizar dos azulejos adyacentes, pues Bud ya no cabía en uno.

Ya no viajaba con Rosie en el metro. Con la llegada del frío, establecí la rutina de cruzar el parque del río Hudson haciendo jogging para ir y volver de Columbia. No manteníamos relaciones sexuales. Cuando tenía poco más de veinte años, había compartido piso con otros estudiantes y nuestra situación actual era algo parecida.

Rosie ya estaba en casa, en su estudio-dormitorio, cuando llegamos Gene y yo.

—Hola, chicos; ¿qué tal el día? —saludó desde el estudio.

—¡Interesante! —grité desde la sala, mientras retiraba el panel de acceso al almacén de cerveza para comprobar el sistema y extraer dos muestras para catarlas—. Inge ha descubierto una anomalía estadísticamente significativa en el grupo 17B. —Tras la reacción inicial de Rosie al Proyecto de las Madres Lesbianas y el consejo de Gene de que no me metiese en el «territorio» de Rosie, consideré preferible limitar mis informes a un terreno más seguro, el de la investigación del hígado de ratones—. Ha utilizado la prueba de Wilcoxon. —Interrupción temporal—. Estoy comprobando la cerveza.

Gene aprovechó el momento para apropiarse de la conversación.

—¿Cómo te ha ido el examen?

—Mi memoria es un puto colador. No consigo acordarme de cosas que sé que he estudiado.

Volví con dos pintas de cerveza y le ofrecí una a Gene. El sistema de refrigeración funcionaba perfectamente, y me pregunté cuándo se daría cuenta George de que podía prescindir de mis servicios.

Volvía a encontrarme a una distancia adecuada para reanudar la conversación.

—El análisis indica un inesperado…

—Estábamos hablando del examen de Rosie —insistió Gene. En lugar de señalar que estábamos hablando de los resultados de los ratones y que no había acabado mi exposición, hice un rápido ajuste mental y me uní a la conversación del examen.

—El deterioro de la función cognitiva es un efecto secundario habitual del embarazo. Deberías solicitar un trato especial.

—¿Por estar embarazada?

—Correcto. La ciencia es muy clara al respecto.

—No.

—Eso me parece una respuesta irracional. Que es también un efecto secundario comprobado del embarazo.

—Sólo he tenido un mal día, ¿vale? Seguramente habré aprobado. Olvídalo.

La gente no puede olvidar cosas porque se lo pidan. Que te ordenen olvidar es como que te pidan no pensar en un elefante rosa o no comprar ciertos alimentos.

¿El descenso de la capacidad cognitiva durante el embarazo tenía un valor evolutivo, o reflejaba el desvío de ciertos recursos hacia el proceso de reproducción? Lo último parecía más probable. Reflexioné al respecto, mientras Gene ofrecía las afirmaciones rutinarias de consuelo con que los directores de tesis se escaquean de los alumnos en el período comprendido entre la valoración académica y la lectura final previa a recibir la nota, y luego presenté un resumen de mi conclusión.

—Es muy probable que tu posible suspenso resulte en un bebé de calidad superior.

—¿Qué? Don, ve a vestirte para cenar.

Rosie volvió a su estudio-dormitorio, probablemente para también vestirse para cenar. Gene seguía en modo interrupción. Sospeché que se debía a una sobredosis de café o a cierta sobreexcitación relacionada con Inge. Gritó a Rosie:

—¡Lo importante es la tesis! El examen sólo es algo puntual. La tesis es un trabajo de seis años. Si te sirve para la celebración de esta noche, te diré que apruebas seguro, en el peor de los casos con pequeñas modificaciones. Comparta o no tu filosofía, es una contribución de verdad y debes sentirte orgullosa por ello. Sé que no te lo he puesto fácil, pero es porque quería que mantuvieses tu línea de investigación. Así que sal esta noche y pásatelo bien.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Rosie.

—Iré a buscar una pizza.

—Suponía que cenarías con Inge —intervine.

—No todas las noches. Aún no.

—Creí que nos acompañarías. Tú eres una parte muy importante de esto —dijo Rosie.

—No. Os lo dejo a vosotros.

—Quiero que vengas, en serio. Quiero que nos acompañes esta noche. Por favor.

Rosie estaba creando un problema, un problema del todo inesperado para mí. Se había quejado constantemente de Gene como director de tesis, como intruso doméstico y en general como ser humano, por lo que yo suponía que no quería que nos acompañase cuando celebrásemos lo que ella había definido a menudo como «librarse por fin de ese capullo». Había reservado mesa para dos, y el restaurante era sumamente popular. Expliqué la situación, omitiendo las declaraciones negativas sobre Gene, pero Rosie insistió.

—Tonterías. Podrán poner una silla más en la mesa. ¡No creo que les dé por echarnos!

Por las conversaciones mantenidas con el personal del restaurante ese mismo día, sospechaba que la segunda afirmación de Rosie era probablemente acertada.

El restaurante del Upper East Side no estaba lejos y se podía ir andando, aunque Gene y Rosie mostraron cierta dificultad para recorrer las últimas veinte manzanas. Estaba claro que los dos tenían que mejorar su forma física. Se lo mencioné a Rosie como una posible manera de aprovechar el tiempo que ahora le quedaba libre una vez finalizada la tesis y el examen.

Una persona recibía a los clientes en el vestíbulo, junto a un atril. Me dirigí a ella del modo convencional.

—Buenas noches. Tengo una reserva a nombre de Tillman.

Fue como si hubiera dicho: «Hemos detectado peste bubónica en el restaurante». La mujer se alejó a todo correr.

—¿Qué mosca le ha picado? Hoy llevas chaqueta.

Eso era cierto, aunque el restaurante no exigía vestir con formalidad. Comprendí que Rosie se refería a la primera noche que cenamos juntos. La serie de acontecimientos iniciados cuando me prohibieron la entrada a un restaurante, debido a cierta confusión sobre el término «chaqueta», acabaron derivando en nuestra relación. Muchas cosas habían cambiado desde entonces.

La Mujer Peste Bubónica volvió con una persona vestida de etiqueta que supuse que era el maître.

—Profesor Tillman. Bienvenido. Estábamos esperándolo.

—Evidente. Tenía una reserva. Para esta hora, exactamente.

—Sí. Eran dos personas, ¿verdad?

—Correcto. «Éramos». Ahora somos tres.

—Bueno, el local está muy lleno. Y el chef se ha tomado muchas molestias, por lo que sé, para cumplir los requisitos que nos ha especificado.

«Muy lleno» era un absoluto modificado. Me alegré de que mi padre no nos acompañase. Pero obviamente excluir a Gene era una grosería inaceptable, después de todo el trayecto que había recorrido para llegar al restaurante. Di media vuelta para irme.

—Iremos a otro sitio —dije al maître.

—No, por favor. Encontraremos una solución. Esperen un momento.

Entonces llegó una pareja, y el maître los atendió.

—Reserva para dos a las ocho —dijo el hombre.

Eran las 20.34 horas.

No se identificaron, pero el maître pareció reconocerlos, pues anotó una marca en su lista. Los miré. ¡Era la Mujer Escandalosa, de la noche que me despidieron de la coctelería!

Estaba claramente embarazada. Por lo que alcanzaba a ver, no estaba borracha. Al menos, el sacrificio de mi esfuerzo para proteger a su bebé del síndrome de alcoholismo fetal no se había basado en una estimación equivocada por mi parte.

Su acompañante le comentó:

—Cuando pruebes el brie trufado vas a morirte.

«Morir». Su elección de la palabra podía ser precisa en potencia. No tuve más remedio que intervenir.

—Los quesos no pasteurizados pueden contener Listeria monocytogenes, y por tanto no son recomendables durante el embarazo. Pondrías en peligro al feto. Una vez más.

Ella me miró.

—¡Tú! ¡El nazi de los cócteles! ¿Qué coño haces aquí?

La respuesta era evidente y no fue necesario que la facilitase, pues el maître nos interrumpió.

—La verdad es que esta noche tenemos un menú de degustación muy especial. Un cliente nos presentó una serie de solicitudes muy inusuales, y finalmente el chef ha decidido preparar el mismo menú para todo el restaurante. —Me miró de un modo extraño y añadió, despacio—: Para conservar la cordura.

—Entonces, ¿no hay brie trufado? ¿Ni sashimi de langosta? —preguntó la Mujer Escandalosa.

—Esta noche hemos reemplazado el brie por un queso artesanal de oveja de producción local, y la langosta Maine se sirve en un caldo de…

—Olvídalo.

Madame, si me permite el atrevimiento, la carta de esta noche le parecerá particularmente apropiada para su… estado —añadió el maître.

—¿Mi estado? ¡Joder! —La Mujer Escandalosa empujó a su acompañante hasta la puerta—. Iremos al Daniel.

En dos ocasiones había salvado al bebé de esa mujer, o al menos le había dado otra oportunidad. Casi merecía ser su padrino. Esperaba que en el Daniel conociesen los riesgos de la intoxicación alimentaria durante el embarazo.

Rosie reía. Gene negaba con la cabeza. Pero se había solucionado el problema.

—Bueno, parece que ahora tiene dos asientos disponibles —le dije al maître—. Y el problema de las aglomeraciones se ha visto reducido en parte.

Nos condujeron a una mesa junto a la ventana.

—Nos han garantizado que todos los alimentos serán compatibles con un bebé en proceso de desarrollo según las directrices más estrictas, que la dieta en conjunto estará perfectamente equilibrada y que será increíblemente delicioso.

—¿Y cómo lo conseguirán? —preguntó Rosie—. Los chefs no saben de esas cosas. No con tu nivel de… detalle.

—Este sí. Al menos ahora.

Me había pasado dos horas y ocho minutos al teléfono explicándoselo, a lo que añadí varias llamadas de seguimiento. A Gene y Rosie les pareció graciosísimo. Luego Gene levantó la copa de champán para brindar por el triunfo de Rosie y, siguiendo la convención, ella y yo levantamos el vaso de agua mineral y la copa de champán, respectivamente.

—Por la futura doctora Jarman —brindó Gene.

—Doctora Doctora Jarman —señalé—. Cuando hayas terminado Medicina, serás doctora por partida doble.

—Bueno, esa es una de las cosas que quería decirte. Voy a tomarme un descanso.

¡Por fin! Rosie había escuchado la voz de la razón.

—Decisión correcta —afirmé.

Llegó la comida.

—Vitamina A —informé—. Envuelta en hígado de ternera.

—Te has tomado mi renuncia a no comer carne literalmente, ¿verdad?

—Si quieres minimizar el impacto medioambiental, te comes el animal entero —repuse—. Y es delicioso.

Rosie probó un bocado.

—No está mal. Vale, está rico. Riquísimo. Pase lo que pase, nunca diré que eras insensible con la comida.

Cuando llegaron los pastelillos de algarroba bajos en azúcar y el café descafeinado, pedí la cuenta: «La nota, por favor». Gene reanudó la conversación sobre los planes de Rosie.

—¿Estar con el bebé a jornada completa? ¿No te volverás loca?

—Me buscaré un trabajo de media jornada para que seamos autosuficientes. Estoy planteándome diferentes alternativas. Puede que vuelva una temporada a casa. A Australia.

Había una contradicción en la frase. «Para que “seamos” autosuficientes». «Puede que “vuelva” a casa». Mis esperanzas de que Rosie hubiera cometido un simple error gramatical acabaron cuando comprendí que con «seamos» se refería a ella y Bud. Si con ese plural se refiriese a Rosie y a mí, o a Rosie, a mí y a Bud, nuestra autosuficiencia global no requeriría que ella trabajase. Tampoco me había consultado nada sobre lo de volver a Australia. Estaba perplejo. El camarero trajo la cuenta, y automáticamente dejé encima la tarjeta de crédito.

Rosie tomó aire y miró primero a Gene, después a los dos.

—Supongo que eso me lleva al otro asunto del que quería hablar. Bueno, no creo que sea ningún secreto… No hay muchos secretos cuando se vive en la misma casa…

Se detuvo porque Gene se levantó y le hizo señas al camarero, que volvió a nuestra mesa con mi tarjeta en una bandeja de plata. Calculé la propina y la anoté en la cuenta, pero Gene me arrebató la bandeja antes de que yo pudiera firmar.

—¿Qué clase de propina es esta?

—Dieciocho por ciento. La cantidad recomendada.

—Exacta, a juzgar por esos céntimos.

—Correcto.

Gene tachó la cantidad que yo había anotado y escribió otra.

Rosie empezó a hablar.

—Me gustaría deciros…

Gene la interrumpió.

—Creo que, esta noche, les debemos algo más. Nos han ofrecido una velada muy especial y algo alocada.

Levantó la taza de café. Nunca había visto que se usara una taza de café para brindar, pero copié la acción. Rosie no levantó su taza.

—Por Don, que tanto ha trabajado para organizar esta cena y que da un toque de locura a nuestras vidas.

Se produjo una pausa. Rosie levantó lentamente su taza y brindó con la de Gene y la mía. Ninguno de los tres habló.

Cuando salíamos del restaurante, nos asaltaron los flashes. ¡Un grupo —una jauría— de fotógrafos fotografiaba a Rosie!

Entonces alguien gritó:

—¡No es ella! ¡Lo siento, chicos!

Volvimos en taxi a casa y nos dirigimos a nuestros respectivos dormitorios.