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«Calculon quiere comunicarse contigo en Skype».

No conocía a nadie llamado Calculon. Una de las ventajas de tener un número reducido de amigos es que puedo filtrar contactos con facilidad. No respondí a la petición. Por la noche, recibí otro mensaje de Calculon:

«Soy yo, Eugenie».

Acepté la invitación, y al cabo de un segundo sonó mi ordenador.

—Cordiales saludos, Eugenie.

Apareció su imagen.

—Puaj, ¡qué asco!

Reconocí el problema gracias a una conversación previa mantenida con Simon Lefebvre, mi colega de investigación en Melbourne.

—Esto que ves es mi despacho. Tiene su propio inodoro. Pero ahora mismo sólo lo estoy utilizando para sentarme.

—Raro. Se lo contaré a mamá. Aunque se supone que no puedo hablar contigo.

—¿Por qué no?

—Hice lo que dijiste. Lo convertí en una broma.

—¿Qué convertiste en una broma?

—Esa niña decía que mi padre tenía como cien novias, y yo contesté que eso era porque él es cool. «Y como tu padre no es cool, sólo se puede tirar a tu madre, que es una trol», añadí.

—¿Un gnomo de la literatura escandinava?

Eugenie soltó una carcajada.

—No, es alguien que incordia en los foros sociales. Papá decía eso de ella. Pues bueno, todos dejaron de reírse de mí y empezaron a burlarse de esa niña, pero luego hubo otra que se chivó, y estamos castigadas una semana, y el cole le ha enviado una nota a mi madre. Así que ahora todos la criticamos a ella.

—¿A tu madre?

—No, a la que se chivó.

—Quizá deberíais elaborar una cuadrícula con una lista de turnos para ver a quién toca acosar. Así se evitarían injusticias.

—No creo.

—Pero ¿se ha solucionado el problema?

—Tenemos otro —dijo, muy seria—. Carl.

—¿También lo acosan?

—No. Dice que si papá vuelve, lo matará. Por lo de las novias. —La voz de Eugenie indicaba emoción. Detecté cierto riesgo de llanto—. Y yo quiero que papá vuelva.

Predicción acertada. Eugenie lloraba.

—No podrás resolver el problema mientras estés incapacitada por tus emociones.

—¿Puedes hablar con Carl? Es que no quiere ni ver a papá.

La madrastra de Carl es psicóloga clínica. Su padre, director del departamento de Psicología de una universidad importante. Y yo, un físico configurado para entender de lógica y de ideas muy alejadas de la dinámica interpersonal… había sido seleccionado para aconsejar a su hijo.

Necesitaba ayuda. Por suerte, podía conseguirla de Rosie.

—El hijo de Gene quiere matarlo —le solté en cuanto entré en su despacho.

—Tendrá que ponerse a la cola. Es increíble; Gene ha vuelto a salir con Inge, ¿verdad?

—Correcto. He intentado mostrarle que Gene no le conviene. ¿Qué le digo a Carl?

—Nada. No puedes hacerte responsable de la vida de los demás. Gene es la persona con quien Carl necesita hablar. Es su padre. Y tu compañero de piso, por cierto. Desde hace seis semanas. Tenemos que hablar de eso.

—Hay una extensa lista de asuntos de los que tenemos que hablar.

—Lo sé, pero no ahora, ¿vale? No quiero desconcentrarme.

Al cabo de dos horas, llamé a su puerta y entré. En el suelo había papeles arrugados en forma de bola. Eso impedía su reutilización y los hacía más voluminosos para el reciclaje. Realicé un rápido diagnóstico de frustración en Rosie.

—¿Necesitas ayuda?

—No, puedo sola. Menudo fastidio, joder. Cuando hablé con Stefan por Skype todo tenía sentido, pero ahora no. No sé cómo voy a tener lista la tesis dentro de tres semanas.

—¿Las consecuencias serían graves?

—Ya sabes que debe estar acabada cuando terminen las vacaciones. Algo que sería posible si el embarazo no hubiese afectado a mi memoria ni tuviera que preocuparme por los problemas de Gene. Además de por mis visitas al médico. Hablando de eso, ya he pedido hora. La ecografía es el martes que viene, a las dos. ¿Te va bien?

—Eso son casi dos semanas de retraso.

—Mi doctora dice que doce semanas está bien.

—Doce semanas y tres días. El Libro especifica de ocho a once semanas. El consenso conseguido a partir de un estudio completo es más fiable que la opinión de un solo facultativo.

—Me da igual. Ahora tengo una obstetra. La he visto hoy y es muy buena. Seguiremos las reglas en el resto de las cosas.

—¿Teniendo en cuenta lo que el consenso considera las mejores prácticas? La segunda prueba de ultrasonido tiene que realizarse a las dieciocho-veintidós semanas. Recomiendo a las veintidós, ya que la primera se habrá hecho tarde.

—La programaré para la semana veintidós, cero días y cero horas. Por cierto, aquí lo llaman «ecografía». Pero ahora necesito acabar este análisis estadístico antes de acostarme. Y quiero una copa de vino. Sólo una.

—El alcohol lo tienes prohibido. Todavía estás en el primer trimestre.

—Si no me sirves una copa de vino, me fumaré un cigarrillo.

Aparte de recurrir a la inmovilización física o la violencia, nada podía hacer para evitar que Rosie bebiera. Le llevé una copa de vino blanco al estudio y me senté en una de las sillas sobrantes.

—¿Tú no bebes?

—No.

Rosie tomó un sorbo.

—Don, ¿has aguado el vino?

—Es un vino bajo en alcohol.

—Ahora, seguro que lo es.

La observé mientras tomaba el segundo sorbo, e imaginé el alcohol atravesando la barrera placentaria, dañando células cerebrales, reduciendo a nuestro hijo no nato de futuro Einstein a físico que no conseguiría elevar la ciencia a un nuevo nivel. Un niño que nunca disfrutaría de la experiencia, descrita por Richard Feynman, de saber algo del universo que nadie había sabido antes. O, dado el historial médico familiar de Rosie, quizá él, o ella, hubiese podido descubrir una cura para el cáncer. Sin embargo, con unas pocas células cerebrales menos, destruidas por una madre empujada a la irracionalidad debido a los cambios hormonales del embarazo…

Rosie me miraba.

—Vale, te capto. Te recibo alto y claro. Prepárame un zumo de naranja antes de que cambie de opinión. Y luego me dices cómo hacer este puto análisis estadístico.

Gene estaba en mi despacho de la universidad cuando Inge trajo un paquetito de FedEx.

—Lo he cogido en recepción, es para Don. De Australia.

Mientras Gene e Inge hacían planes para el almuerzo, descifré los datos del remitente, escritos con letra descuidada: Phil Jarman, exjugador de fútbol australiano, actual propietario de un gimnasio y padre de Rosie. ¿Por qué había enviado un paquete a Columbia?

—Supongo que será para Rosie —le comenté a Gene en cuanto Inge salió del despacho.

—¿Pone que es para Rosie?

—No, va dirigido a mí.

—Entonces ábrelo.

Era una caja diminuta que contenía un anillo con un diamante. El diamante era muy pequeño, más incluso que el del anillo de compromiso de Rosie.

—¿Lo esperabas? —preguntó Gene.

—No.

—Entonces habrá una carta.

Correcto. Dentro del paquete había un papel doblado.

Querido Don:

Te envío un anillo. Era de la madre de Rosie, y a ella le habría gustado dárselo a su hija.

Es una tradición regalar un anillo de eternidad en el primer aniversario de bodas, y me honraría que lo aceptases como un regalo de su madre y mío.

Mi hija no es la persona más fácil del mundo, y siempre me ha preocupado que el hombre con quien se casara no estuviese a la altura. Por lo que me cuenta, de momento lo haces bien. Dile que la quiero y nunca dejes de valorar lo que tienes.

Phil (tu suegro)

P. D.: Ya me sé ese movimiento tuyo de aikido. Si la jodes, iré personalmente a Nueva York y te daré una paliza de la hostia.

Le di la carta a Gene. La leyó y luego volvió a doblarla.

—Dame un minuto.

Detecté cierto grado de emoción.

—Parece que no acabo de convencer a Phil.

Gene se levantó y empezó a andar por la habitación. Es una costumbre que compartimos cuando pensamos en problemas complejos. Mi padre citaría a Thoreau —«Henry David Thoreau, filósofo estadounidense, Don», diría mientras yo recorría la sala, pensando en un problema de matemáticas o de ajedrez—: «Nunca confíes en una idea que se te ha ocurrido sentado».

Gene cerró la puerta.

—Don, quiero que hagas un ejercicio. Quiero que imagines que tu hijo ya ha nacido y que es una niña. Crece y crece, hasta cumplir diez años. Un día Rosie tiene un accidente con vuestro coche, que conduce ella porque tú has bebido y estás en el asiento del copiloto. Ya sabes cómo sigue la historia, y lo sabes porque me la has contado: predomina el imperativo evolutivo, y salvas a tu hija en lugar de a Rosie. Os quedáis solos los dos.

Gene tuvo que detenerse debido a la emoción. Lo ayudé.

—Conozco bien la historia, por supuesto.

Era la de Phil, la madre de Rosie y la propia Rosie, con otros nombres.

—No, no la conoces tan bien. La has oído como algo que le ha sucedido a otra persona. Como si leyeses en un periódico la historia de una familia de Kansas. Quiero que te metas en la historia, que seas Phil. Y que luego imagines que tu hija se casa con un tío que te ha partido la nariz y que no es lo que se dice muy normal. Además, se va a Nueva York y ella, tu hija, se queda embarazada. Y luego quiero que te imagines escribiendo esa carta.

—Demasiado que imaginar. Exceso de solapamiento. Rosie forma parte de las dos historias con papeles distintos.

Gene me miró con un gesto que nunca había visto en él. Seguramente porque nunca se había enfadado conmigo.

—¿«Demasiado que imaginar»? ¿Cuánto tardaste en ser cinturón negro? ¿Cuánto en aprender a deshuesar una puta perdiz? Te lo advierto, Don, vas a sentarte aquí y trabajar lo que haga falta hasta convertirte en el maldito Phil Jarman cuando rodeó el coche con la pelvis rota para sacar a su hija, y luego escribirás esa carta, y entonces intenta decirme de nuevo «Parece que no acabo de convencer a Phil».

Esperé un momento a que Gene se calmara.

—¿Por qué?

—Porque estás a punto de ser padre. Y todos los padres son Phil Jarman. —Gene se sentó—. Ve a buscar un par de cafés, y cuando vuelvas hablaremos del aniversario. Un aniversario para el que no has planeado nada, ¿verdad?