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Aunque la anciana que estaba sentada frente a mí llevaba más de medio siglo viviendo en Nueva Zelanda, en su inglés se apreciaba todavía un fuerte acento alemán. ¿Cómo reaccionarían las personas allí, en las antípodas, cuando fuera de puerta en puerta proclamando su mensaje sobre la fe verdadera? Si se topaba con resistencia, seguro que no se arredraría. La violencia verbal apenas podía considerarse un obstáculo para una mujer que había estado en un campo de concentración porque su religión le prohibía gritar Heil Hitler y realizar el saludo correspondiente. Una imposibilidad para alguien que creía en su fuero más interno que el único ser al que se debía veneración era Dios.
Cuando Eva Lisetsky llamó, su voz sonaba raramente tensa:
—Hay alguien que quiere conocerle. Le agradecería muchísimo si pudiera pasarse por mi casa. Es importante.
Ahora estaba sentado en su cuarto de estar. Después de que hubiera ayudado a Eva Lisetsky y a su hermano Bernard a recuperar la colección de pinturas que les habían robado a sus padres, solo se había permitido un lujo con la riqueza recobrada: se había deshecho del antiguo mobiliario y había decorado el salón con un estilo modernista, el estilo de su casa paterna antes de que estallara esa guerra que haría de ella una huérfana y que le cambiaría para siempre la vida. Desde el mobiliario del comedor, sillas y lámparas de Gispen, hasta los jarrones de vidrio y la radio Philips en el fabuloso aparador. También podía verse colgada una de las obras maestras de la famosa colección Lisetsky, un paisaje de Albert Cuyp en el que aparecía un rebaño de ganado pastando a orillas de un río. Era un cuadro de más de trescientos cincuenta años que no había perdido nada de expresividad con el paso del tiempo.
Después de haberme presentado a la señora que estaba esperándome vestida con sencillez, sentada en un butacón con la espalda bien recta y sin prestar ninguna atención al fabuloso entorno donde se encontraba, Eva Lisetsky me señaló el tresillo para que pudiera sentarme justo enfrente de su visita. Como para indicar que esta no sería una conversación en la que ella participara directamente, se sentó en una butaca colocada un poco hacia atrás. No había visto a Eva Lisetsky en otra situación que no fuera comportándose como una mujer vigorosa, pero ahora se veía que no estaba a sus anchas.
No me había podido contar mucho más sobre Marianne Eigi, tan solo que la habían invitado a asistir a la inauguración de una exposición: «Fiel al credo: la persecución de los testigos de Jehová durante la Segunda Guerra Mundial», en el Centro Conmemorativo del Campo Westerbork. Antes de recibir su llamada, Eva Lisetsky no había oído hablar nunca de Marianne Eigi, pero la razón de la cita se debía a un amigo común: Kalman Teller.
Marianne Eigi había insistido en conocerme y, ahora que estaba sentado frente a ella, no se andaba con rodeos sobre la razón: «Andan circulando mentiras sobre Kalman Teller y, como todas las mentiras malvadas, tienen un núcleo de verdad. Eso las hace al mismo tiempo mucho más taimadas».
Con una voz llena de desprecio y un rostro en el que, en la medida de lo posible, había escrito aún más asco, dijo: «La idea de que Kalman tenía una relación sexual con Otto Biebow y que por ello no le gasearon es tan repugnante que me resulta difícil pronunciarla en voz alta. La comunidad judía de aquí debería avergonzarse profundamente de permitir que circulen semejantes rumores».
Miró un momento a Eva Lisetsky, pero esta había decidido no inmiscuirse.
—Biebow era un oficial de las SS de la peor calaña; cruel y sádico. Si tocaba a algún judío, era para hacerle sufrir. Kalman Teller le debe la vida a Helena Biebow. Si hubiera sido por su esposo, Kalman habría sido aniquilado, pero a la hora de la verdad no se atrevió a contradecir los deseos de su esposa. Él era una bestia a la que le producía placer asesinar judíos de cualquier manera imaginable: los disparaba, pateaba y apaleaba hasta que quedaban muertos, los echaba a los perros y los asfixiaba con sus propias manos. Con los guantes puestos, porque solo la idea de tener que tocar a un judío con las manos desnudas le ponía enfermo. Era una bestia, pero una bestia con un punto débil: Helena.
Hasta ahora no estaba entendiendo nada de nada.
—¿Quién era Otto Biebow? —pregunté.
—Biebow era el Hauptsturmführer de las SS en Auschwitz. Al finalizar la guerra, fue procesado y condenado a muerte. Los jueces no necesitaron mucho tiempo para decidir su condena. Biebow sentía casi tanto asco por nosotros, los testigos de Jehová, como por los judíos, pero en nuestro caso pinchó en hueso, porque tenía miedo de su jefe.
¿Miedo de su jefe? Eva Lisetsky se echó hacia delante hasta la puntita de su asiento y acudió en mi ayuda:
—El comandante del campo de Auschwitz, Rudolf Höss, sentía cierta fascinación por los testigos de Jehová. Le impresionaba la firmeza con que se negaban a abjurar de su religión. Los testigos ya eran perseguidos desde que Hitler llegó al poder, porque no querían participar en política, no querían afiliarse al partido, no querían jurar fidelidad a la bandera, no querían cantar el himno nacional y, por supuesto, se negaban en redondo a realizar el saludo de Hitler. Y, cuando empezó la guerra, para colmo eran pacifistas. Como castigo, se los internó en campos de concentración. Allí vio Höss con qué obstinación se negaban a abjurar de su religión. Para los judíos Auschwitz fue un campo de exterminio, pero los testigos solo tenían que plasmar una sola firma para conseguir la libertad. Para el resto de los prisioneros del campo, que sabían que ya nunca podrían salir por la puerta, era una idea casi inconcebible que la libertad pudiera estar tan cerca. Sin embargo, la mayoría de testigos de Jehová se negaron a firmar la denominada «Declaración de Abjuración». —Le echó una mirada a la visiblemente orgullosa Marianne Eigi, a la que parecía habérsele pasado por alto que el tono de Eva Lisetsky era más neutro que ponderativo—. Eso le fascinaba a Höss —continuó Eva Lisetsky—. ¿Por qué sufrir toda esa calamidad si con una sola firma podían escapar? Ni siquiera la separación de sus propios hijos podía hacer que cambiaran de opinión en la mayoría de los casos. Höss esperaba de sus tropas de las SS una fidelidad absoluta al nacionalsocialismo, a Hitler y a la tarea que se les había encomendado, que a su manera de ver también era una suerte de misión sagrada. Parece ser que Hitler y Himmler solían ponerles a sus hombres la fe inquebrantable de los testigos de Jehová como ejemplo de la devoción que esperaban de sus tropas.
Ahora Marianne Eigi la interrumpió:
—Cuando Höss trabajaba todavía en Sachsenhausen, vio con sus propios ojos la importancia que tenía nuestra fe para nosotros. Nos fustigaban con látigos, pero en lugar de pedir clemencia, lo soportábamos con la cabeza bien alta. Una sola vez asistió a una ejecución. No de personas temerosas, sino de personas que alzaban sus manos al cielo, hacia Dios. En Auschwitz fui puesta a prueba por nuestro Señor y, por suerte, pude superar esa prueba.
¿Auschwitz como prueba de Dios? Eché un vistazo a Eva Lisetsky, pero esta seguía mirando fijamente hacia delante. Seguro que no le apetecía nada hacer ningún comentario. Con su tono de voz acompasado y ojos que en ningún momento buscaban aprobación, la actitud de Marianne Eigi tampoco invitaba ciertamente a someter nada a discusión.
—Para Höss, y por tanto también para los demás oficiales de alto rango de las SS, éramos los únicos a los que se les podía tolerar en casa como sirvientes. Los judíos, naturalmente, estaban excluidos, y los polacos, pero también prisioneros de otros países de Europa del Este eran considerados miembros de una raza inferior y retrasada. Los testigos de Jehová, y sobre todo los alemanes, quedaban como única opción posible a la hora de reclutar a alguien para servir en sus casas, cerca de sus mujeres y de sus hijos. Así fue como acabé trabajando en la casa de Biebow. Al principio para las tareas domésticas, pero al cabo de un tiempo pude ocuparme también de los niños, sobre todo si estaba sola con Helena. Acababa de cumplir veinte años cuando llegué a esa casa.
¿Veinte años? Eso quería decir que ya debía de tener unos noventa y que tenía casi quince años más que Eva Lisetsky. Si bien su aspecto era de persona mayor y quebradiza, esta grácil mujercita no parecía ni con mucho estar en las últimas.
—Me llevaron a su casa porque Helena acababa de tener gemelas: Lotte y Rosa. Había sido un parto difícil y meses después debía seguir guardando reposo por las tardes. Cuando Helena aún vivía, de vez en cuando me escribía contándome cómo les iba a sus hijas, pero después de morir perdimos el contacto. Ellas tampoco podían acordarse de mí. Por suerte eran tan pequeñas que ni siquiera recordaban nada de su entorno. Para su hermano Hans, de trece años, fue muy distinto. A pesar de su juventud, era clavadito al padre. Siempre intentaba salirse con la suya y a mí me trataba con manifiesto desprecio. Si por él hubiera sido, habría ayudado a su padre en las prácticas más atroces. Cuando la madre le reprendía diciéndole que a mí también debía tratarme con decoro, contestaba de mala manera. Solamente escuchaba a su padre, y, cuando él estaba delante, se portaba bien, pero en cuanto se iba empezaba de nuevo a provocar y a incordiar a la madre. Yo no entendía cómo Helena lo consentía y menos aún que nunca se lo contara a su marido. Para Otto Biebow, ella estaba por encima de todo y seguro que de inmediato habría tomado medidas.
Me habían invitado para charlar sobre Kalman Teller, pero este apenas había salido en la conversación. Decidí tener paciencia y pregunté:
—Le he oído ya un par de veces llamar a la mujer por su nombre de pila. ¿Tenía usted tan buenas relaciones con ella?
—Al principio no, pero fueron mejorando. A Helena le costaba mucho comprender a qué clase de infierno había ido a parar. A menudo estaba ausente y trastornada. No era una mujer fuerte.
Con la intransigencia que transmitía esta mujer, incluso a tan avanzada edad, me pregunté a qué altura pondría el listón para calificar a una persona de fuerte.
Dudó, como si de repente se le hubiera ocurrido algo.
—No, eso no es del todo cierto. Hubo una vez en la que realmente no cedió ni un ápice. Fue cuando Hans enfermó. ¿Tienen ustedes hijos?
Cuando los dos respondimos que no, ella continuó:
—Yo tampoco, pero he visto bastante a menudo las insospechadas fuerzas que surgen en los padres cuando se traía de sus hijos.
—¿Su hijo enfermó? —pregunté.
—Sí, se puso muy enfermo. Empezó de manera inofensiva, con fiebre que venía y se iba, y con dolores de cabeza. Los sufría con regularidad, pero la frecuencia con que le volvían era cada vez mayor. Las molestias se hacían también más graves: dolor en los músculos, en las articulaciones, retortijones de tripas, piernas y brazos hinchados, diarrea, problemas de respiración. Al final, apenas había algo que no le doliera. Era como si todo su cuerpo, poco a poco, empezara a deshacerse. Helena se encontraba al borde de la desesperación. En Auschwitz morían las personas como moscas y estaba convencida de que había cogido alguna terrible enfermedad incurable que rondaba por allí. Vinieron diferentes médicos. Los mismos médicos que cuando entraban los trenes decidían qué prisioneros podían seguir viviendo y quiénes iban directamente a las cámaras de gas se hallaban ahora junto a la cama de Hans. La misma indiferencia con que disponían de la vida y de la muerte cuando pasaban por delante de ellos las largas filas de miles y miles de personas se transformaba en impotencia a la hora de salvar la vida de un único niño. Hasta llegó a visitarle el gran Mengele.
Tanto Eva Lisetsky como yo dimos un respingo al oír ese nombre.
—Sí, yo he visto a Mengele de cerca. Podía practicar los experimentos más atroces con personas vivas. Pero ¿sanar a alguien? Lo único que hizo por Hans fue recetarle drogas. ¿Y una persona así se llamaba doctor?
Con cada frase que pronunciaba, parecía aumentarle la animadversión en la voz. La actitud devota que mostraba con las manos posadas sobre el regazo contrastaba con la dureza de sus rasgos faciales y la mirada de sus ojos. Ahora empezaba a sentir yo también la incomodidad de Eva Lisetsky.
—Noches enteras se mantenía Helena despierta mientras Hans dormía inquieto, para pasar después a una vigilia en la que se retorcía de dolor. Tendría que haber muerto de una vez y habría sido lo mejor. Para todos.
Me miró primero a mí y luego a Eva Lisetsky:
—¿Los escandalizo con palabras de semejante dureza? Si fuera así, no se lo tomaría a mal. Ustedes no estuvieron allí y no pueden imaginarse lo que fue tener que vivir en ese mundo. Y Helena tenía una naturaleza demasiado sensible como para poder sustraerse a lo que pasaba. Sabía muy bien qué estaba pasando en Auschwitz y, si tenía dudas, ya se encargaba su esposo de despejárselas. A la mesa, donde tenía que servir yo la cena, Otto Biebow relataba los acontecimientos del día y nunca dejaba de mencionar las «cifras de producción» de cada jornada, las cámaras de gas y los crematorios que se utilizaban casi ininterrumpidamente y el problema de que los crematorios no podían mantener el ritmo de muertes de las personas. Sin ningún remordimiento de conciencia o vergüenza. Ese hombre era un completo psicópata. Por suerte casi siempre se me ignoraba, pero sobre todo las veces en que había bebido algo, yo me convertía en el blanco de sus burlas. Entonces se levantaba y cogía de la pared la cruz de madera con Jesucristo, me la ponía delante de las narices y preguntaba: «¿Y bien, cómo clavaron a Jesucristo, en una cruz o en una estaca?».
»Por mucho miedo que tuviera en tales momentos, nunca renegué. Jesucristo fue clavado, con ambos brazos estirados por encima de la cabeza, en una estaca. No en una cruz. Nunca he consentido proclamar algo distinto.
»—Ignorante —decía entonces siempre—, tú y los de tu calaña sois demasiado estúpidos como para poder leer la Biblia como Dios manda, y, con todo y con eso, pensáis que sois los elegidos. —Helena intentaba apaciguarle y dirigir su atención hacia otra cosa. Cuánto le ha hecho soportar nuestro Señor a esa mujer: Auschwitz, un marido por el que sentía cada vez más aversión, pero con el que debía compartir la cama, y un hijo que intentaba destrozarla espiritualmente. No es extraño que al final se volviera loca. Yo no sentía ninguna compasión por Hans, pero llegó un momento en que ya no podía contemplar por más tiempo la tristeza de Helena. Tal vez tendría que haberlo hecho de otra manera, pero en aquella época yo era aún joven y Helena siempre había sido buena conmigo. Fue la única con la que me sentía en cierto modo un ser humano. Hasta el día de hoy no sé si hice bien, pero entonces pronuncié el nombre de Kalman.
Eva Lisetsky y yo nos miramos. Esto era lo que los dos habíamos estado esperando.
—Había oído hablar de él. Kalman Teller, el muchacho que lograba calmar a los moribundos. Hasta entonces no lo había visto con mis propios ojos, pero era lo que se decía de él. Moría tanta gente que era imposible que pudiera ayudarlos a todos, pero cuando el miedo a la muerte o el sufrimiento resultaba demasiado insoportable para los oídos del resto de prisioneros, se recurría a Kalman, un muchacho de apenas trece años. Naturalmente, a ustedes les será difícil imaginarlo, pero más tarde lo vi con mis propios ojos. Kalman ya estaba solo por entonces, su padre y su madre y hermanos y hermanas habían sido todos asesinados. Era un muchacho guapo. Algunos moribundos se hallaban en un estado tan terminal que se creían que era un ángel quien estaba sentado en el catre junto a ellos, sosteniéndoles la mano. A veces le daban algo de comida que le habían guardado, una prenda de abrigo o algo de valor: dinero, joyas, lo que habían logrado ocultar durante todo ese tiempo, pero que ahora ya no necesitaban en el lecho de muerte. Kalman lo aceptaba para después cambiarlo por comida. Gracias a su don, encontró una manera de pasarlo un poco menos mal que los demás.
»Con la esperanza de que pudiera tranquilizar también a Hans, le hablé a Helena de este muchacho. No hizo falta mucho para convencerla, pues estaba al borde de la desesperación y dispuesta a todo con tal de mitigar el sufrimiento de su hijo. Cuando la decisión de Helena fue firme y le habló de Kalman Teller a su esposo, él reaccionó furioso. Jamás permitiría que un judío entrara en su casa. Y por si fuera poco, cerca de su hijo. ¿Se había vuelto loca? Otto Biebow ya daba miedo cuando no estaba enfadado, pero se lo digo como se lo cuento: solo he visto una vez a Helena no ceder ni un ápice, y esa vez fue entonces. Aunque Kalman Teller tuviera que ver a su hijo fuera de casa, lo vería, y ¿cómo era posible que su repugnancia por los judíos estuviera por encima del bienestar de su hijo? Al principio se mantuvo en su negativa, pero cuando ella se volvió completamente histérica, él cedió, si bien bajo protesta. Todas esas veces que Kalman se pasó por la casa, Otto Biebow se encontraba ausente e hizo todo lo posible para mantener esas visitas en secreto. Kalman llegaba de noche, yo le dejaba pasar por la parte trasera de la casa y solo a Helena y a mí nos estaba permitido tener contacto con él. Delante de la puerta del dormitorio siempre había un hombre de las SS que había recibido la orden de matar a Kalman allí mismo si hacía algo que pusiera en peligro las vidas de su mujer y de su hijo.
Eva Lisetsky y yo, entre tanto, estábamos escuchándola con la respiración contenida.
—La primera vez que vino, Kalman estaba muerto de miedo, inseguro de lo que podía esperarle. Tal vez pensara que le habían llevado allí para que le asesinara Otto Biebow en persona. Pero se encontró con dos mujeres y un chico enfermo de su misma edad en un entorno al que hacía ya mucho tiempo que no estaba acostumbrado: una casa donde vivía una familia, limpia y cálida, donde olía a fresco, con personas que llevaban ropa normal, que estaban limpias y bien nutridas y le trataban como a un ser humano. Ese cambio debió de ser para él desconcertante. Seguro que había experimentado las cosas más terribles en el mundo del que había sido sacado por un instante, porque ni la desesperación que se desprendía de las palabras de Helena ni la contemplación de Hans gravemente enfermo lograron arrancarle emoción alguna. Aguardó inmóvil e impasible. Cuando Helena hubo terminado de hablar, le llevó a una silla junto a la cama de su hijo e hizo que se sentara allí.
»Inseguras de lo que podíamos esperar, nos pegamos a la pared del dormitorio. Kalman estaba sentado inmóvil en la silla; el único movimiento venía de Hans, que se agitaba inquieto en sueños. Pronto notamos que algo estaba cambiando. Hans empezó a respirar con mayor regularidad y, por fin, el resto de su cuerpo se sosegó también. Durante todo ese tiempo Kalman no había hecho nada, únicamente estaba sentado. Con las manos sobre las rodillas, la cabeza ligeramente inclinada y los ojos cerrados. Solo cuando me quedé observándole más detenidamente, me llamó la atención que su respiración y la de Hans tenían el mismo ritmo acompasado. El resto de las veces también me fijé y fue aumentando mi convencimiento de que, por extraño que pudiera sonar, su respiración dirigía la de Hans. Como si Kalman se hubiera hecho cargo de ella y el propio Hans ya no tuviera ningún control sobre la misma. Tan pasivo como parecía junto a la cama de Hans, su papel era muy activo en realidad.
»Cuando ya llevaba un tiempo en absoluto silencio, se levantó y dijo que ya no podía hacer más. Helena le estaba tan agradecida que le llevó a la cocina y le dio de comer todo lo que pudo tragar. Se encontraba en los huesos y nos sorprendimos de todo lo que era capaz de ingerir. Por un momento tuve miedo de que se empachara y volviera a vomitarlo todo. Después le llevaron de nuevo a su barracón.
»Los días que siguieron se repitió el mismo patrón. Le metían a hurtadillas en la casa y se quedaba sentado junto a Hans hasta que este caía en un profundo sueño. Todas esas veces Helena esperaba hasta que su hijo se quedaba dormido, por miedo a que se rebelara contra la presencia de este muchacho judío. Helena intentaba después, cuando le daba de comer a Kalman, entablar conversación, pero él apenas hablaba. Parecía como si estuviera aturdido, algo que yo reprochaba al mundo en el que pasaba el resto del tiempo y a los horrores que debía de haber visto. Un día Helena sugirió que Kalman tal vez pudiera hacer algo más. Aunque su presencia le calmaba siempre a su hijo y así, por lo menos, dormía una parte de la noche, seguía estando tan enfermo como antes. Lo que se proponía exactamente se lo guardó para sí y, por tanto, me sorprendí también cuando una noche le pidió a Kalman que se lavara la cara y las manos. Han de saber que estaba lleno de piojos. Después, por encargo de Helena, tenía que despiojarle en cada visita, pero siempre que regresaba al campo había que empezar de nuevo. Tras haberse lavado, Helena le preguntó si quería tocar a su hijo. Me estremecí, muerta de miedo por las consecuencias que podría acarrear si su marido llegara a enterarse, pero estaba decidida. Me ordenó que me pegara a la puerta por si había que impedirle la entrada al soldado de las SS que hacía guardia. Kalman tenía más miedo que yo, si eso era posible, pero ella le cogió las manos y las pasó por la cara y los brazos de su hijo.
»Kalman se resistió al principio, pero cuando comprendió que Helena no desistiría, ocurrió algo extraño. En lugar de dejarse llevar por ella, tomó la iniciativa y empezó a recorrer el cuerpo de Hans con las manos. Se me puso la carne de gallina cuando comprendí que ya había hecho algo semejante con anterioridad. Sus movimientos y el contacto con el cuerpo eran tan naturales que se hizo del todo innecesaria la intervención de Helena. Era como si él sintiera lo que le pasaba al cuerpo enfermo que yacía bajo sus manos. Helena estaba en pie más cerca que yo y se arrodilló junto a la cama. “¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!”, no cesaba de gemir.
Durante su relato, Marianne Eigi no había dejado de replegarse cada vez más en sí misma, pero ahora volvía a mirarnos:
—Siempre recordaré esa voz lamentándose suavemente. Una voz de la que se desprendía esperanza y desesperación al mismo tiempo. Después volví a ver unas cuantas veces cómo Kalman pasaba las manos por el cuerpo de Hans con tanta ligereza que apenas parecía rozarlo, pero esa primera vez dejó en mi interior una huella indeleble.
—¿Y mejoró? —preguntó Eva Lisetsky.
—¡Ah, sí! Hans mejoró, pero no se volvió mejor persona. Tras la guerra se convirtió en un activo político de ultraderecha. Al menos, cuando eso volvió a ser posible en Alemania. En esos círculos era un privilegiado por ser el hijo de un nazi prominente. Nunca lo mantuvo en secreto. Murió hace un par de años en un accidente automovilístico.
—¿Qué ocurrió con sus manos? —preguntó Eva Lisetsky—. ¿Se lo debe a Otto Biebow? ¿Se enteró de que se las había puesto encima a su hijo?
Marianne Eigi reaccionó sorprendida:
—¿Otto Biebow? No, eso no es algo que tenga sobre su conciencia. Al final, Helena le contó por qué se había curado Hans. Él debe de haberse negado a creerlo o al menos nunca se lo agradeció a Kalman, lo cual por otra parte era impensable, pero tampoco se hubiera atrevido a hacerle nada. No, Kalman le debe su mutilación a la envidia de los otros presos. Le cogieron cuando liberaron Auschwitz. Debían de haber estado deseándolo durante mucho tiempo. Cuando Kalman venía de visita, nosotras nos quedábamos en esa casa, pero él tenía que regresar a su barracón. Allí se dieron cuenta, por supuesto, de que iban a recogerle cada noche, que cada vez parecía mejor alimentado, que olía a jabón, que le daban trabajos menos duros. Helena seguro que lo hacía con toda su buena intención, pero para el resto de los presos solo había una conclusión posible: Kalman colaboraba con el enemigo.
Ahora que había llegado al final de su relato, se la veía cansada. Quizá fuera por ello, pero también por primera vez daba la impresión de ser un poco más vulnerable, como si no estuviera tan segura de todo como aparentaba. Con la oscura falda informe, que le caía por encima de los tobillos, y la sencilla blusa blanca, sin broches, pulseras, anillos o cualquier otra frivolidad, tenía también algo de menesterosa. Supuse que en ello estaba la mano de su religión, que seguro que le imponía ir por las casas vestida de la manera más sencilla y discreta posible, como una verdadera sierva de Dios.
—Kalman sobrevivió a la guerra porque le salvó la vida al hijo de un oficial de las SS. Cada cual puede pensar lo que quiera.
Eva Lisetsky y yo nos quedamos callados. ¿Cómo era posible emitir un juicio al respecto?
—Una cosa deben saber: creo que si Helena no le hubiera obligado esa primera vez, Kalman habría dejado morir al chico. Estoy convencida. Ya por entonces había algo mortal en el interior de Kalman. Es un milagro de Dios que haya querido seguir tan aferrado a la vida con todas sus aspiraciones. Quizá nuestro Señor haya querido recompensarle. No podemos comprenderlo todo.
Marianne Eigi guardó silencio. Mientras miraba a esta mujer a la que no había conocido hasta el día de hoy, me surgió la pregunta que ya había querido hacerle antes.
—¿Por qué me ha llamado? ¿Por qué me cuenta todo esto?
Se quedó mirándome por un instante, sin comprender:
—Me lo pidió Kalman Teller, por supuesto. Creía que usted ya lo sabía.
Quedé desconcertado con su respuesta. El Kalman Teller que yo conocía no era una persona que considerara necesario refutar rumores sobre sí mismo, no digamos ya justificarse frente a otros.