XLI
Para visitar al segundo viudo, tuve que ir a Zoetermeer, a un chalé pareado en uno de los mejores barrios. El hombre que me precedió al salón no estaba solo. Su hijastra, la hija de su segunda esposa, se encontraba allí sentada a la mesa. Una vez que nos pusimos a hablar, él no dijo mucho, solo asentía de manera aprobatoria en momentos en que la hijastra le involucraba en la conversación. Pendía una atmósfera tensa y no pude sustraerme a la impresión de que esta mujer achacaba una parte de la culpa a su padrastro. Era claramente visible y perceptible que procedían de diferentes ambientes sociales. Ella llevaba ropa más cara, tenía un aspecto más cuidado, hablaba con mayor propiedad, elegía mejor las palabras y mostraba una autoridad natural, sin duda adquirida desde la cuna. Él únicamente podía contraponer a todo este arsenal una belleza tal que ya por sí sola le otorgaba un cierto cansina. Además, su humanidad era tan amable, casi tierna, que prácticamente excluía cualquier posibilidad que no fuera que su segunda esposa fallecida le había elegido a él y no viceversa.
No lo expresó exactamente así, pero de la historia de la hija comprendí que su madre antes de volverse a casar no había prestado a su físico mayor atención que cualquier mujer que procura tener un aspecto bien cuidado. Como si su padrastro no estuviera allí, esbozó una imagen de la madre como mujer felizmente casada. Feliz hasta que su marido falleció de cáncer. Fue entonces cuando se vio sumida en una grave depresión que fue combatida con medicamentos. También aquí apareció el nombre de Seroxat.
Después de haber contraído segundas nupcias, descubrió el mundo de la cirugía estética y, a partir de entonces, su historia fue casi idéntica a lo que había oído antes: cómo a una intervención le seguía de manera inevitable la otra, una hija que intentaba convencer en vano a una madre asegurándole que su aspecto físico estaba bastante bien para una mujer de su edad, una hija que hasta había acompañado unas cuantas veces a la madre e incluso se me enojaba ahora al recordar cómo le hablaban los médicos, llegando al final a engatusarla. Me quedaron claras las dificultades que tenía con el hecho de que su madre se hubiera vuelto así. Su madre terminó de la misma manera: lamentos sobre una vieja cara, papada, bolsas bajo los ojos, patas de gallo y las intervenciones para remediarlo. Y confusión y desesperación que cada vez superaban más el atenuante efecto de las pastillas.
Durante todo ese tiempo no se había dignado a preguntarme nada, y fue el padrastro quien se interesó por cómo había transcurrido lo de mi esposa y me preguntó si aún vivía. Solamente interrumpió a su hijastra una vez, cuando esta afirmó que desde la clínica no habían mostrado el menor interés cuando su madre empezó a estar cada vez peor: «Eso no es del todo cierto. Una de las personas llegó incluso a pasarse por casa. Con un ramo de flores».
La hijastra ya tenía preparada la respuesta:
—Pues habrá sido para cubrirse las espaldas. ¿Flores? Mamá les pagó miles de euros. ¿Han ofrecido alguna vez devolver el dinero?
—¿Devolver el dinero? Esas intervenciones habían salido bien, ¿no? No puedes echarles toda la culpa a ellos. Tu madre no era una persona tan carente de voluntad como tú la pintas. Con eso no le estás haciendo ninguna justicia.
Su reacción fue como si le hubiera picado una avispa:
—¡Mi madre llevaba ya mucho tiempo sin ser la misma! ¡Estaba deprimida e inestable y esa gente se aprovechó!
Aunque no lo dijo, le imputaba al padrastro el hecho de que no hubiera protegido lo suficiente a la madre. Me encontraba aquí sentado a la mesa con dos personas que no volverían a verse las caras una vez que todo esto hubiera pasado.
La hija estaba tan metida en su historia que podía haberle preguntado por detalles sin llamar la atención, y en mi coche apunté de nuevo todo lo que podía recordar. El abogado que estaba preparando el «proceso modelo» para este grupo procuraría, en cualquier caso, que fuera la hija quien prestara declaración y no el padrastro.
La tercera cita se canceló porque los familiares, después de habérselo pensado mejor, prefirieron no hablar conmigo.
Así, solo restaba una reunión, y esta vez más cerca de casa. Una chica de diecinueve años había acudido a Aestetica Injectables Kliniek Amstelveen para suicidarse no mucho tiempo después. En las visitas anteriores tenía de alguna manera la impresión de que los familiares habían vuelto a retomar sus vidas, aunque no volvieran a ser ya nunca los mismos, pero a los dos padres que me encontraba ahora les quedaba mucho hasta llegar a ese punto. La pena podía leerse en sus rostros, pero por su historia comprendí que el sufrimiento llevaba ya mucho tiempo allí grabado, antes de que la hija se hubiera sometido al tratamiento.
Su hija había sido desde pequeñita tímida e insegura, pero allí donde otros niños conseguían superarlo con la edad, en su caso no había hecho más que empeorar. En su interior había algo que no le permitía sobreponerse y le impedía relacionarse con otros niños. Las escasas veces en que llegaba a tener alguna amiguita, la relación terminaba fracasando tarde o temprano porque reclamaba la atención de las pobres chicas de una manera casi asfixiante. Hacía unos dos años más o menos que había empezado a tomar antidepresivos por consejo del médico de cabecera. Esta vez no oí el nombre de Seroxat, sino el de Efexor. En opinión de su médico, ese medicamento tenía el efecto positivo adicional de que no solo combatía la depresión, sino que también disminuía el miedo y la angustia en los pacientes, lo cual se desprendía de unos cuantos estudios. El fabricante lo promocionaba también como «píldora antineuras».
Al principio el medicamento parecía funcionar. Su hija retomó algunas actividades, volvía a salir y hasta se echó un novio. Ante su callada sorpresa, unos nueve meses atrás les contó que se iba a operar de los glúteos y de los pechos. Reaccionaron asustados, porque ellos no apreciaban nada que estuviera mal en el cuerpo de su hija. Ella trivializó el asunto diciendo que no se trataba de una verdadera operación, que no iban a cortarle con el bisturí, sino que solo iban a ponerle inyecciones. Inyecciones que ni siquiera eran permanentes y que poco a poco irían siendo absorbidas por el cuerpo. Y sí, claro, antes de que sacaran conclusiones erróneas, ella solita había tomado la decisión y su novio no tenía nada que ver en el asunto.
A pesar de todo, volvió a recaer en los meses posteriores. Se encontraba inestable, salía cada vez menos, terminó la relación con el novio y no mucho después puso fin a su vida saltando delante de un tren.
Era una historia terrible: pasarte diecinueve años cuidando a tu hijo y verlo terminar así. Disponía de la suficiente empatía como para poder imaginármelo. Toda su desgracia encontró una válvula de escape en la ira que sentían hacia la clínica:
—No tendrían que haberle sometido nunca a tratamiento. A su cuerpo no le pasaba nada malo, solo tenía diecinueve años y tomaba medicamentos contra la depresión. Lo pasaron todo por alto para poder ganar dinero.
—¿Sabían que estaba tomando antidepresivos? —pregunté.
—Sí, claro —respondió el hombre—, lo sabían muy bien. Y lo han admitido. Uno de los médicos estuvo aquí dos veces. No el médico que realizó las intervenciones, sino un colega. La primera vez trajo flores y vino a darnos el pésame. Aunque ya por entonces éramos bastante críticos, queríamos oír su versión. Nos explicó exactamente las intervenciones que le habían realizado y que lo demás no había ocurrido hasta después de haberle dado el alta. Él también sabía que estaba tomando Efexor. Respondió a todas nuestras preguntas y preguntó también cómo se había comportado después y si teníamos alguna explicación para el suicidio. Al principio nos pareció una persona íntegra, pero durante la segunda conversación nos dio la impresión de que lo que más le interesaba era exculpar a su clínica. Lo que le preocupaba no era nuestra hija, sino su propia reputación.
Su esposa le respaldó:
—Y en ningún momento nos pidió disculpas. Ni un asomo de arrepentimiento ni comentó que tal vez habría sido mejor si no la hubieran ayudado. Nada en absoluto.
Vandersloot solo intervenía en el rostro y el cuello, y allí solo trabajaban tres médicos. ¿Habría sido él quien se pasó a visitarlos?
—¿Recuerdan cómo se llamaba o qué aspecto tenía?
Se miraron un instante. El hombre dijo:
—Su nombre ya no lo recuerdo, pero tenía una mosca negra debajo del labio inferior.
La esposa recordaba algo más:
—Tenía una cara un poco regordeta y el pelo lacio y negro. Y, en efecto, esa mosca.
Así pues, había sido Vandersloot. ¿Había llevado flores y presentado sus condolencias? No era algo propio de él. Le había seguido varias veces y, por lo que había averiguado en todo este tiempo, seguro que no daba la imagen de ser alguien que se interesaba por los demás, mucho menos de presentarse a dar el pésame. Sin embargo, sí había ido a su casa, y dos veces incluso. ¿Tenía miedo de una posible mala publicidad que desacreditara el buen nombre de la clínica de la que era copropietario, con la subsiguiente pérdida de clientes? Tras todo lo que había pasado con Mira Roes, no le parecería una buena idea salir de nuevo en las noticias y enfrentarse a personas que querían ser escuchadas. Después de haberse visto atosigado durante años, probablemente necesitaba un poco de anonimato, y era indudable que le parecería en extremo desagradable todo aquello que pudiera poner fin a ese anonimato.
Por la noche estuve repasando mis apuntes. Una mujer de mediana edad, una mujer mayor, una mujer joven, apenas una muchacha, y una larga lista de intervenciones estéticas: glúteos, caderas, vientre, pechos, cara, cuello. A veces mediante operaciones quirúrgicas en las que había que abrir, colocar implantes y succionar grasa, en otros casos solo en forma de inyecciones. Tres clínicas diferentes, dos tipos de antidepresivos. Tratamientos que habían salido bien, clínicas a las que, basándose en eso, no se les podía reprochar nada, y un «proceso modelo» del que me preguntaba si tenía alguna posibilidad de triunfar. El segundo esposo de la mujer fallecida lo había expresado incluso de esta forma: su esposa no era ninguna víctima carente de voluntad, sino por lo menos corresponsable de lo que le habían hecho a su cuerpo.
En el informe de esa visita había apuntado al margen: «Volver a hablar con el hombre cuando no esté la hijastra». En efecto, apenas le dejó hablar. Miré el reloj y decidí que todavía no era demasiado tarde para llamarle.
Resultó ser exactamente como lo había pensado: me contó una historia con muchos más matices que la historia de su hijastra. Su esposa era una persona fuerte y segura de sí misma, y si el médico le hubiera puesto reparos, no habría sido rival para ella. Estaba acostumbrada a que se la escuchara y también lo transmitía. Él tampoco tenía necesidad de meterse en ningún pleito. Además, le parecía que la clínica se había esforzado en darles el pésame, aunque no fueran culpables de nada.
¿Darles el pésame? Instintivamente, antes de pensármelo bien, pregunté:
—¿Recuerda quién vino a visitarle?
No recordaba ningún nombre, pero la descripción no dejaba lugar a dudas. ¿Cuántos cirujanos plásticos iban por ahí con una mosca negra del tamaño de un sello de correos bajo el labio inferior?
Vandersloot se había atrevido, pues, a hacerse pasar por médico de una clínica en la que no trabajaba; una osadía desconocida. Volvía a estar interesado por el comportamiento de la mujer antes del suicidio. Además, había tenido la suerte de que con el segundo esposo había encontrado a alguien que hablaba del tema sin reservas.
Nada más terminar la conversación, llamé al pintor. También allí. Describió a Vandersloot como: «Un tipo gordito con una perilla de maricón. Aunque no lo parecía».
Vandersloot se había hecho pasar hasta dos veces por médico de clínicas a las que en absoluto estaba vinculado.