XX
Por la tarde fui a visitar a Jaap. Entre tanto, ya le habían trasladado y cuando entré en su habitación estaba sentado en la cama mirando un partido de la Champions League. Cogió el mando a distancia, quitó el sonido y dijo:
—No hay nada nuevo. Hoy querían empezar con la radioterapia, pero el aparato estaba roto. Es increíble, ¿no? ¿Te molesta si sigo viendo el fútbol? Luego, en el descanso, podemos salir un momento a fumar un cigarrillo.
Me sorprendió, pero bueno, ¿por qué no? Probablemente tampoco podríamos estar todo el tiempo hablando. Coloqué una silla junto a la cama y poco después me dieron a mí también café cuando una enfermera pasó haciendo la ronda. El Liverpool jugaba en casa contra el Chelsea, el equipo de Abramovich y de las grandes fortunas. Decidimos tomar partido por el Liverpool, donde Dirk Kuijt se mataba a correr. De vez en cuando, hacíamos algún comentario sobre las jugadas.
En el descanso salimos a la calle. Había empezado a llover tanto que los fumadores no podían desplegarse ante el edificio y estaban todos amontonados debajo de la techumbre. Cuando me sonó el teléfono y vi en la pantalla que era Redig, entré para poder hablar tranquilo. Hasta ahora me había llamado todos los días para relatarme el inventario de las andanzas de Sunardi, pero no había mucho que contar. Esta vez, sin embargo, era distinto.
—Ya no soy el único que le vigila. Hay un coche que lleva más de una hora en la misma calle y al hombre que está dentro sólo le preocupa una cosa.
—¿No te ha visto?
—No, claro que no. ¿Qué te crees, que me he puesto delante de la puerta?
—¿Has apuntado los datos?
—¿Por quién me tomas?
Miré el reloj, eran un poco más de las nueve y media.
—Voy a verlo con mis propios ojos. Llegaré dentro de unos cincuenta minutos. Llámame si ocurre algo mientras tanto.
Jaap me había estado vigilando por el rabillo del ojo y, cuando guardé el teléfono, se me acercó y dijo:
—Va a empezar la segunda parte.
—Tengo que irme.
—¿Trabajo?
Cuando asentí, me preguntó:
—¿Tiene algo que ver con esos Roes?
—Sí.
—Por tanto, mi buen consejo no ha servido de nada.
No le respondí y dije:
—Mañana nos vemos, probablemente por la noche.
—No hace falta que vengas todos los días. Lo sabes, ¿no?
—Mientras estés aquí no me supone ningún problema; del Pijp hasta el hospital solo son unos veinte minutos. Disfruta del partido.
—Lo haré. Después del fútbol pediré una pastilla para dormir. No tengo ganas de pasarme la noche en blanco.
Mientras iba con el coche a Voorschoten, estuve pensando en esa última observación. ¿Tenía que haberme esforzado más para entablar una conversación? Ahora ya no tenía remedio, pero me propuse retomar el tema después.
Era una calle tan tranquila que resultaba imposible, durante el día al menos, estar sentado en el coche sin llamar la atención. Redig lo había solucionado no aparcando en la misma calle, sino en una transversal mucho más transitada. El problema era que estaba alejado unos cien metros en línea recta de la puerta de Sunardi y tener que vigilar a alguien así era difícil, ya que el empleo de prismáticos llamaría desde luego la atención. Por eso, Redig había instalado un sensor de movimiento en el soportal de Sunardi. Y ya fuera él mismo o su mujer o el cartero, cada vez que activaba alguien el sensor, sonaba una señal en la guantera del coche. Cuando se apagaban las luces en casa de Sunardi, a eso de las once de la noche, Redig se iba también a dormir.
—¿Está en casa? —pregunté cuando me senté a su lado.
—Sí, claro.
—¿Y su mujer?
—Ella no está, salió a primera hora de la tarde. Justo igual que ayer y anteayer. Tiene turno de noche en la centralita de taxis. Cuando ella entra en casa por la mañana, él sale por la puerta poco después. Ojalá tuviera yo un matrimonio así.
—¿Qué coche es?
Se retrepó un poco, de manera que al inclinarme hacia delante pudiera mirar la calle por delante de él. Seguía lloviendo y esto dificultaba la visibilidad a través de la ventanilla lateral.
—Ese Audi oscuro de la derecha. Está con la parte trasera vuelta hacia nosotros. Eso nos favorece, pero no bajaré la ventanilla. No sé si será un buen profesional, pero no correré ningún riesgo. Debes creerme. Hay un hombre dentro. Pasé por delante hace una hora desde el otro lado de la calle.
Me eché hacia atrás y metí la mano en el bolsillo del pantalón. Quería sacar el pañuelo para secarme el pelo, pero Redig no supo interpretar mi movimiento y, como con un acto reflejo, me puso la mano en el brazo mientras decía:
—Nada de mecheros, nada de cigarrillos.
—¿Es que acaso iba a fumar?
—Hueles a tabaco.
No se esforzó en ocultar el desprecio en su voz. Redig no fumaba, estaba en su coche impoluto, tenía un aspecto muy pulcro y olía a un perfume cuyo aroma se intensificaba tanto en este pequeño habitáculo que me pareció todo un mérito que hubiera distinguido mi olor a tabaco.
—¿Estoy oliendo a David Beckham? —dije, pero mi pregunta no le arrancó ninguna sonrisa. Me sequé el pelo y la cara lo mejor que pude, metí el pañuelo húmedo en el abrigo y volví a retreparme. Estuve escuchando el redoble de las gotas de lluvia en el techo y miré cómo los pequeños torrentes de agua buscaban un camino hacia abajo formando meandros en la superficie del parabrisas. De vez en cuando pasaba a nuestro lado un coche que dejaba huellas en el pavimento mojado. Solo había estado alguna vez así sentado con Jaap. Para un policía tal vez no fuera lo más sensato sentarse junto a un detective privado que estaba trabajando, pero a él esas cosas no le importaban mucho. Esas horas perdidas de espera y más espera se prestaban muy bien para hablar con toda tranquilidad.
Alrededor de la casa y del coche que estábamos vigilando no ocurría nada, y con este tiempo de perros tampoco se aventuraba nadie a salir a la calle. No había venido hasta Voorschoten para quedarme mirando sin más un Audi oscuro, sentado junto a alguien con quien era imposible mantener una conversación normal. El día ya casi se había terminado y, sin embargo, se había acercado un coche que vigilaba ahora la casa de Sunardi.
—Es una hora extraña para estar aquí —dije al cabo de un par de minutos.
En lugar de ofrecerme una réplica, Redig comentó:
—Si se queda en casa cuando se apaguen las luces, tendremos que relevarnos.
Por suerte no fue necesario. No habíamos pasado ni un cuarto de hora sentados en silencio cuando me asustó un pitido penetrante que procedía de la guantera.
—Mira, acción —dijo Redig.
La distancia era demasiado grande para poder verlo bien, pero reconocí a Sunardi por su complexión y movimientos. El hombre que le había estado vigilando debía de haber salido del coche, porque apenas puso el pie en la acera, ya estaban haciéndole señas. Sunardi se dirigió hacia él y subieron los dos al Audi.
—Vaya tiempecito para seguirlos —dijo Redig mientras arrancaba el coche. Primero fue con las luces apagadas, pero cuando llegamos a una carretera más transitada, las encendió.
El coche que nos precedía circulaba con tranquilidad, sin ninguna prisa. Al cabo de unos diez minutos, se metió en el aparcamiento de un centro comercial vacío. Sunardi y el hombre que le había recogido se bajaron del coche y se alejaron a paso ligero. Hasta que no desaparecieron doblando la esquina de la calle, Redig no empezó a circular. Una vez llegados a la esquina, vimos cómo los dos que iban delante de nosotros habían cruzado una carretera y caminaban por el oscuro y casi vacío aparcamiento de la Station Voorschoten. Redig condujo un poco más. Mientras los seguía con la vista, le dije:
—Espera aquí.
Redig no se opuso, pues seguro que no le apetecía nada arruinar su bonito traje con la lluvia. En cambio, me advirtió:
—¿Por qué no deja el coche cerca de la entrada de la estación? No hay nadie.
—Sí, es extraño.
Tuve un mal presentimiento, pero no tenía ganas de compartirlo con él. Tampoco había tiempo, ya que los dos hombres habían desaparecido de nuestra vista. Era una situación jodida, no se distinguía un alma por la calle y en seguida llamaría la atención si me ponía a seguirlos. Además, Sunardi me reconocería. El aparcamiento estaba por debajo de la estación y, si no podía subir por la misma escalera por la que acababan de subir ellos, tendría que escalar un poco por un terraplén que estaba cubierto de grandes arbustos. Lo único que jugaba a mi favor era que no prestarían mayor atención al entorno por llevar las cabezas agachadas para evitar la lluvia.
En ese momento oí el tintineo del paso a nivel. ¿Era ese el tren que pensaban tomar? Si era así, no tenía tiempo que perder. ¿Vendría el tren por la vía que estaba a nuestro lado o por la vía del otro lado? Si era la del otro lado, tendría que cambiar también de vía. ¿Cuánto tiempo necesitaría antes de que el tren parara y el maquinista dejara que la gente subiera y bajara? ¿Dos minutos?
—Si me subo al tren, te llamaré cuando esté dentro —dije, y salí corriendo a toda velocidad hacia el terraplén a la derecha de la escalera. La iluminación del andén incidía en parte de los arbustos y opté por el lugar más oscuro entre dos farolas. Los arbustos estaban plantados tan cerca los unos de los otros que me resultó muy difícil escalar, y, antes de llegar arriba, ya tenía empapado el pantalón. Me incorporé despacio y solo un poco para poder seguir mirando justo por encima de los arbustos. Primero miré a la izquierda y, para mi sorpresa, vi allí sólo al hombre que había acompañado a Sunardi. Muy a lo lejos, detrás de él, distinguí en la vía, que resplandecía por la lluvia, los faros del tren. ¿Dónde estaba Sunardi? Miré a la derecha y al principio no vi nada. Hasta que no me fijé mejor, no me di cuenta de que había dos figuras al final del andén. La iluminación no llegaba tan lejos, y en la oscuridad y con este tiempo apenas eran más que sombras. El hombre que se encontraba frente a Sunardi era un poco más alto, y, aunque no podía ver si estaban hablando entre ellos, pude deducirlo por los intranquilos gestos de Sunardi. Gestos que no provocaban reacción alguna, porque el otro seguía inmóvil con las manos en los bolsillos. Hombres a mi izquierda y a mi derecha: ¿cómo podía subirme así al tren sin ser visto? ¿Alguien que aparecía sin más desde detrás de los arbustos? Mi única posibilidad era que se subieran los tres para así poder seguirlos yo poco después. Si el hombre de mi izquierda no entraba, ya tenía un problema. Le miré y vi de nuevo los faros del tren.
En ese momento me percaté de que algo no iba bien, pero pasó una fracción de segundo antes de que lo comprendiera. ¡El tren se nos estaba acercando demasiado rápido! ¡No iba a parar aquí! Volví de pronto la cabeza y vi cómo el hombre que estaba junto a Sunardi sacaba las manos de los bolsillos y hacía lo mismo que yo había hecho: miraba al tren que se acercaba a toda velocidad. Echó un vistazo rápido a un lado, cogió a Sunardi del cuello y volvió a mirar al tren, que entre tanto se había acercado tanto que podía oírse el estruendo. Cuando comprendí lo que estaba a punto de suceder, ya era demasiado tarde. El tren pasó armando un alboroto ensordecedor, el hombre aupó a Sunardi como si fuera un muñeco de trapo y le arrojó a la vía, delante de la máquina embalada. La sincronización fue tan exacta que a Sunardi ni siquiera le dio tiempo a ponerse en pie. Había oído chillar a personas muchas veces, pero el sonido de huesos que se astillan me resultó tan horrible que empezó a latirme el corazón como si se me fuera a salir del pecho, y por un momento me quedé totalmente paralizado.
Lo que todavía quedaba de Sunardi fue arrastrado por el tren, que ahora daba un tremendo frenazo y se detenía un par de cientos de metros más adelante. En cuanto hubo pasado el último de los convoyes, el hombre que había arrojado tan bruscamente a Sunardi saltó con agilidad y sin excesiva prisa desde el andén, cruzó con un par de zancadas la vía, subió al andén del otro lado y se encaminó tranquilo hacia la salida. Esperó un instante al otro hombre, que había hecho lo mismo. Sin intercambiar una sola palabra, descendieron juntos por la escalera y desaparecieron de mi vista. Tranquilos, ágiles, sin la más mínima huella de pánico. Impasibles.
Por muy conmocionado que estuviera, ahora tenía que pasar a la acción. Me puse en pie, me abrí paso por entre los últimos arbustos, salvé una valla y salté también a la vía. Aunque me apresuré después de recuperarme del primer susto, no fue suficiente. Al descender por la escalera, vi cómo salía del aparcamiento un coche al otro lado de la estación. Por un instante perforó la oscuridad el intenso rojo de las luces de freno parpadeantes, pero no fue suficiente para poder leer la matrícula. Había estado cerca de ellos y, sin embargo, tardé demasiado; no podía ser de otra manera, alguien estaba esperándolos.