XXXVII

Vandersloot no se desvió el 16 de abril de su programa habitual y aparcó el coche un poco después de las diez de la noche en la entrada de su vivienda. La calle estaba tranquila y, entre tanto, lo suficientemente oscura como para pasar por allí sin llamar la atención. Yo ya estaba cerca cuando abrió la puerta y entró. En el mismo instante en que encendía la luz, le di un empujón tan fuerte que se cayó hacia delante, entré detrás de él y cerré la puerta.

Cuando se puso en pie, me miró con una expresión transida de desconcierto y miedo, para farfullar a continuación:

—Qué…

Antes de que pudiera terminar la frase, le di un bofetón tan fuerte en la cara con la mano abierta que se cayó de espaldas, ahora contra la escalera que llevaba a la zona del cuarto de estar.

No hizo un nuevo intento de levantarse, sino que alzó las manos en actitud defensiva e imploró:

—¿Quieres dinero? Puedo darte mi cartera. No tengo más dinero. Tranquilízate, por favor.

El pánico chillón superó a la fuerza de convicción que intentaba impostar en su voz, pero con el tiempo había llegado a conocer tanto de este hombre que fue incapaz de despertarme la más mínima compasión.

Me arrodillé a su lado y le dije:

—Me ha contratado Mira Roes. ¿Sabes ya que se le ha muerto el marido? Por tu culpa, cabrón. Me han pagado para hacerte la vida imposible y es lo que voy a hacer hasta que se resuelva este caso. ¿Me oyes?

—No tengo ni idea de lo que me estás contando. Yo…

Volví a darle otro bofetón, más fuerte todavía que el primero.

—No voy a perderte ni un instante de vista. Hasta que se resuelva todo esto y yo cobre mi dinero. —Me puse en pie y añadí—: Y si te atreves a presentar una denuncia, será tu palabra contra la mía. Y la próxima vez te parto el alma. Sé dónde vives, sé dónde trabajas, sé cuánto dinero pierdes cada noche en el casino. Sé incluso dónde viven tus padres.

Sin decir nada más, me di la vuelta, abrí la puerta y la cerré a mis espaldas; se oyó un clic.

Mientras me alejaba, comprobé aliviado que la primera parte del plan había salido bien. Raras veces había visto a alguien con tanto miedo. Ahora solo me quedaba confiar en que también saliera bien la única posibilidad que tenía.

El caso de Mira Roes estaba cerrado, no había cambiado nada desde que me había propuesto realizar un nuevo intento. El único testigo estaba muerto, y, si Vandersloot y la gente que había asesinado a Sunardi seguían tan tranquilos, sería imposible que cambiara. Sin embargo, había un punto débil: el propio Vandersloot. Cuando Sunardi vivía, quiso declarar tan solo que no había asistido a Vandersloot, negándose en redondo a testificar que salió disparado en su ayuda cuando se produjo el problema. De esa manera, Vandersloot podía volver a escabullirse y declarar simplemente que, si no fue Sunardi, pues simplemente ya no podía recordar quién le había ayudado. Con todo lo que ya había ocurrido, no cabe duda de que saldría de esta. Sin embargo, alguien había quitado de en medio a Sunardi por si las moscas. Quizá Vandersloot tuviera miedo de que Sunardi se lo pensara mejor y sus asesinos le habían hecho un favor a aquel, confiando en tranquilizarle definitivamente. La prueba de que no aguantaba el estrés la había podido constatar también cuando fui testigo del encontronazo con una clienta insatisfecha y su marido. Saliéndose de su rutina diaria, se había ido derechito a casa de sus padres.

Cuando Chris Veter me vio llegar, se inclinó hacia un lado y abrió la puerta. Su perro Fred, un enorme pastor, estaba en el asiento de atrás y seguía todos mis movimientos.

—¿Y bien? —me preguntó cuando entré.

—Sí, se ha cagado de miedo.

—A ver qué pasa.

En apariencia con toda tranquilidad, volvió a dirigir la vista a la pantalla de un miniordenador que tenía sobre el regazo.

Lo único del coche de Chris Veter que le habría podido llamar la atención a un observador atento era que tenía dos antenas: una detrás en el techo y otra sobre el compartimento para guardar la rueda, en el portón trasero. Dentro tenía todos los aparatos tan bien ocultos bajo los asientos que solo podrían descubrirse tras una inspección exhaustiva. Bajo mi asiento había un receptor con el que era capaz de recibir las señales del transmisor que Chris había colocado en el teléfono fijo de Vandersloot. El receptor estaba enganchado a un equipo de grabación con el que se registraban todas las conversaciones. Era una tecnología relativamente sencilla, que se podía conseguir en los Países Bajos y ni siquiera era cara, lo que no podía decirse de lo que había hecho desaparecer bajo el asiento del conductor. A primera vista, tenía el aspecto de un reproductor de DVD. Este denominado «IMSI-catcher» era tan caro que Chris había tenido que irse a Alemania para alquilárselo a un amigo.

Los días anteriores tuvimos mucho trabajo. Chris entró en casa de Vandersloot para colocar el transmisor en el teléfono fijo. A continuación, fue a Alemania para pedir prestado el equipo con el que poder desviar y grabar conversaciones de teléfono móvil sin tener acceso directo a la infraestructura de las empresas de telefonía que operaban aquí. Había instalado la unidad de comunicación portátil, colocado las antenas y juntos lo habíamos probado todo un día haciendo uso de nuestros propios teléfonos móviles. La escucha del teléfono fijo de Vandersloot era lo más sencillo, pero todavía no habíamos cosechado ningún resultado. Durante el par de días que la llevamos a cabo, apenas habló con él. A veces llamaba por la noche a sus padres, una vez llamó a un colega del trabajo y nada más.

Nos habíamos preparado muy a fondo y ahora quedaba por ver si no había sido en vano.

Cuando al cabo de diez minutos seguía sin ocurrir nada, Chris giró la cara en mi dirección y me dijo:

—Tranquilo. Estás poniendo nervioso a Fred.

Estiró el brazo y acarició con la mano el hocico de su perro, que aguardaba tenso en el asiento de atrás.

—Tranquilo, muchacho, no pasa nada.

—Solo tengo una oportunidad, Chris. Todavía está desquiciado. Si se lo piensa un poco más, tal vez no haga nada.

Sin hacerme caso, Chris volvió a dirigir la mirada al ordenador que tenía delante.

Poco menos de cinco minutos después, Vandersloot estaba utilizando el teléfono móvil. Durante el intento de conexión del teléfono, la pantalla de Chris ya se iluminaba y en ella empezaban a rodar una serie de cifras incomprensibles para mí.

—Sí, soy yo —oí decir a Vandersloot cuando respondieron a su llamada al otro lado. Podía oírsele tan bien que era como si estuviera a su lado e, instintivamente, contuve la respiración.

Hubo un momento de silencio antes de que se produjera una reacción:

—¿No te había dicho que no tenías que volver a llamarme? —sonó antipático. El hombre hablaba neerlandés con un acento norteamericano que, aunque ligero, era incuestionable—. ¿Por qué llamas entonces?

—Me han dado una paliza y me han amenazado. —Con un tono indignado añadió—: Eso me parece razón suficiente.

—¿Amenazado con qué y por quién?

—¿Por quién? ¿Crees que me he puesto a preguntarle cómo se llamaba? —sonó estridente. Vandersloot había intentado parecer tranquilo, pero no pudo mantener por mucho tiempo esa pose—. Dijo que le había contratado Mira Roes y que no me dejaría en paz hasta que se hubiera resuelto este asunto. Lo sabe todo de mí, debe de haber estado siguiéndome durante días.

—Bien, ¿y qué? Probablemente sea ese detective privado que contrataron. Dentro de poco será él quien tenga que presentarse ante el juez. No hay motivos para que te pongas nervioso. Ningún motivo. Lo único que debes hacer es mantener la calma. Joder, no es pedir demasiado, ¿no?

—¿No puedes quitármelo de encima?

—¿Quitártelo de encima? ¿Estás loco? Lo único que debes hacer es mantener la calma, ya te lo he dicho. No hay nadie que pueda hacerte nada. Eso ya lo sabes, ¿no? ¿Lo sabes o no?

—Sí, sí.

Por primera vez sonaba ahora algo de comprensión en la voz del hombre al otro lado de la línea:

—Haz lo que siempre haces y nada más. Tarde o temprano volverá a dejarte en paz. Créeme.

—Muy bien, muy bien.

—¿Sí, de acuerdo? Y no vuelvas a llamar.

Durante todo ese tiempo que estuve escuchando en tensión, Chris había seguido mirando su ordenador. Cuando la conversación hubo terminado y se cortó la comunicación, Chris cogió su teléfono sin decir palabra y tecleó un número en él.

—Sí, soy yo. Tengo el número.

Despacio, cifra a cifra, fue dando el número imsi de quince dígitos de la persona que había estado hablando con Vandersloot.

—¿Me llamas en seguida? Corre prisa.

Cerró el teléfono y me preguntó:

—¿Quieres seguir esperando?

—Sí, venga.

Al cabo de algún tiempo de permanecer en silencio, dijo sin mirarme:

—Bien hecho.

—Gracias, pero es demasiado honor. Fue más una acción desesperada.

De un hombre tan huraño como Chris Veter, que nunca abría la boca si no le preguntabas algo, era un cumplido inesperado. Conocía a pocas personas que fueran tan parcas en palabras y albergaba la sospecha de que con quien más hablaba era con Fred, que en ningún momento se separaba de su lado. Se pasaban días enteros paseando por los arrabales de Ámsterdam, a la intemperie. Faltaba bastante para que llegara el verano, pero por las muchas horas que se pasaba fuera, la piel de Chris Veter ya estaba bastante morena. Apenas le conocía, pero sabía que se podía confiar en él y poseía un inmenso conocimiento de todo lo que tuviera que ver con las telecomunicaciones. Si te ponías a pensarlo, era una extraña combinación: alguien tan poco dotado para la comunicación que parecía tener rasgos autistas era capaz de escuchar cualquier conversación entre dos personas. Le conocía desde hacía años, pero nunca pude concluir que tuviera ningún interés por lo que se decía durante semejantes conversaciones. Probablemente le fascinaban más las series de cifras que aparecían rodando en su pantalla.

Estuvimos esperando una hora más y entonces decidí dejarlo. Cuando estábamos en marcha, llamaron y Chris cogió un sobre viejo del salpicadero para apuntar los datos que le iban dando. Dio las gracias a la persona que había al otro lado y cerró el móvil.

—¡Bingo! —fue lo único que dijo cuando me entregó el papel.

Vandersloot había llamado a Stephen Spitzer, el hombre cuyo nombre yo había visto en el registro de la Cámara de Comercio como presidente ejecutivo de MEDCARE, el holding que era copropietario de la clínica de Vandersloot y del que, por ende, también formaba parte. Una cosa quedaba clara ahora: a Vandersloot le estaba protegiendo su nuevo jefe, si bien de una manera que iba mucho más allá que cuando trabajaba para el hospital. Jueces que no eran imparciales y abogados deshonestos era una cosa, pero el asesinato se encontraba en una categoría muy distinta.