XLIV

Ya estaba oscureciendo cuando crucé a la acera que se encontraba frente a mi casa. En ese mismo instante oí un fuerte golpe. Era sin duda el sonido que se producía al chocar metal contra metal. Cuando me di la vuelta, vi cómo había un ciclista en el suelo frente al restaurante de comida griega para llevar que había en la misma calle, un poco más adelante. Primero pensé que el chico que se levantaba se tambaleaba porque se había herido, pero poco después me di cuenta de que debía de estar completamente borracho y ahora intentaba recuperar el control del cuerpo. Se había chocado de frente contra un coche aparcado y, mientras se esforzaba por mantenerse derecho, se abrió la puerta del lado de la acera y del coche salió un hombre. En lugar de arremeter furioso contra el chico, pasó despacio por delante del capó y valoró los daños sin prestar atención al ciclista. Aunque en el crepúsculo no pude distinguir su rostro y no había dicho ni una sola palabra, reconocí algo en su manera de moverse. Sus andares no eran tanto lentos como cautelosos, sin ningún signo de prisa o intranquilidad, y seguro de lo que estaba haciendo. Cuando me percaté de dónde le había visto antes, me quedé petrificado y solo pude darme la vuelta con un supremo esfuerzo, hacer como si no hubiera pasado nada, dirigirme a la puerta, abrirla y entrar.

Tan pronto como hube cerrado a mi espalda, subí corriendo las escaleras a grandes pasos, abrí la puerta de casa y me encaminé lo más rápido que pude a la zona del piso que da a la calle. No me puse delante de la ventana, sino que mantuve la distancia justa para poder mirar lo que estaba ocurriendo en la diagonal de la calle debajo de mí. El propietario del Knossos había salido ahora y los dos vimos cómo el hombre agarraba del brazo al muchacho, en apariencia sin enfado o enojo alguno. No pude oír lo que decían, pero poco después el muchacho se subía a la bici y se iba pedaleando. El hombre volvió a pasar por delante del capó, se encogió de hombros ante el propietario del Knossos y entró en el coche. Aguardé en tensión para ver si se marchaba, pero no fue así.

Entre tanto, ya había visto lo suficiente como para saber que no iba a irse. Había dejado el coche ahí para vigilarme. ¿Acababa de llegar, poco después de que yo hubiera aparcado, y había estado siguiéndome todo el día, o estaba simplemente ante mi puerta esperando a que llegara? Lo único que contaba era que para él yo estaba en casa; no volví la cabeza cuando entré, pero estaba seguro de que no me había quitado ojo.

Me aparté de la ventana y encendí las luces como si no pasara nada; puse agua a calentar para un té. ¿Qué significaba el hecho de que me estuvieran siguiendo y cuán peligrosa era esa situación para mí o para las personas a las que había ido a ver los días pasados? ¿Y cuánto tiempo llevaban vigilándome en realidad? ¿Desde que le di un par de tortas a Vandersloot? ¿Y trabajaba este hombre solo o con otros? Con todo lo que desconocía, seguía habiendo una cosa que jugaba a mi favor: era imposible que el hombre que me vigilaba supiera que le había reconocido. Aunque le mirara a la cara desde un metro de distancia, podía encogerse de hombros. Por lo que a él concernía, yo nunca le había visto.

Cuando corrí las cortinas, al cabo de más de una hora, y miré afuera con la mayor discreción posible, vi que el coche seguía allí. Para entonces ya había decidido lo que iba a hacer. Bajé por la escalera hasta la vivienda de mis vecinos de abajo, en el segundo piso, y llamé. El surinamés que había vivido aquí ya se había ido, pero su antigua novia se había quedado y con ella seguía manteniendo una buena relación.

—¿Me prestas tu carné de alquiler de coches? —pregunté después de que me hubiera dejado entrar.

—¿Se te ha estropeado el tuyo?

—No, pero no puedo utilizarlo. Lo están vigilando.

No pareció sorprendida, pues sabía a qué tipo de trabajo me dedicaba, había estado en el hospital cuando casi me matan a patadas y, además, con su ex había tenido unas experiencias tan estrambóticas que ya apenas había algo que pudiera llegar a extrañarla.

—¿Vas a devolverlo de una pieza? De lo contrario, yo seré la responsable.

—Sí, claro. No voy a hacer ninguna locura. ¿Puedes explicarme cómo funciona exactamente y dónde están aparcados?

No tenía coche propio y llevaba ya años utilizando los coches de alquiler de Greenwheels. Cada vez podían verse más coches de estos aparcados en zonas estratégicas de la ciudad, para que los clientes pudieran encontrar siempre uno cerca.

Cuando me hubo explicado todo, le dije:

—Y ahora tengo que pedirte otra cosa.

Poco después descendía por la escalera de mano hasta el tejado del anexo que tenían los vecinos de la planta baja. Me moví por la grava con el máximo sigilo, fui al lado donde se veía más oscuro el jardín que había abajo y, después de haber estudiado la situación, levanté el pulgar hacia mi vecina. La escalera era tan corta que tuvo que colgarse de la ventana para poder recogerla y, mientras estaba ocupada con eso, descendí despacio a la oscuridad. El jardín que estaba atravesando se utilizaba como lugar de depósito de todo tipo de trastos y tuve que caminar con cuidado para no tropezar. A continuación, fui andando en zigzag a lo largo y por encima de vallas medio podridas, empalizadas de carrizo inclinadas y otras separaciones entre las parcelas antes de salir a la acera que daba a la Frans Halsstraat.

El hombre que me vigilaba solamente podía ir en una dirección si salía con su coche por nuestra calle, y no mucho más tarde aparqué el coche de alquiler de manera que pudiera seguirle inmediatamente tan pronto como doblara la esquina. Aunque no podía imaginarme que fuera a quedarse toda la noche, no tenía ni idea de cuándo se convencería de que el día había terminado para mí. Me repantingué, abrí un poco la ventanilla y me encendí un cigarrillo. A esperar, como tantas otras veces lo había hecho. Esperar algo mientras transcurría el tiempo. Si hubiera estado atareado con algo, ese tiempo habría pasado inadvertido. Ahora era consciente de él y eso no lo hacía más fácil. Veía cómo las cifras iban saltando en el reloj del salpicadero. El día, el mes, el año, las horas y los minutos: una combinación única e irrepetible. De lo más natural y, a la vez, realmente inconcebible solo ya la constatación de que el tiempo que ahora se alejaba con su tictac ya nunca podía regresar, apartándose de mi vida por siempre.

De vez en cuando encendía el motor para calentar un poco el habitáculo. Me apetecía un café, y aunque apenas estaba a cincuenta metros del McDonald’s en la esquina entre la Ferdinand Bolstraat y la Albert Cuypstraat, no me atreví a correr el riesgo. Mis pensamientos divagaron hacia Jaap y, cuando le vi ante mí, tan deteriorado como estaba, una punzada me traspasó el corazón. Me sentí de repente tan inquieto que tenía que hacer algo. Vi cómo se acercaban dos muchachos hacia donde yo estaba, bajé la ventanilla y los llamé.

—Chavales, ¿queréis traerme del McDonald’s un café y un McFlurry?

Me miraron sorprendidos, pero cuando les ofrecí dinero para que me hicieran el recado, lo aceptaron. De nuevo, habitantes de Ámsterdam a los que apenas había algo que pudiera sorprenderlos. Poco después ya tenía mi café y mi helado y, mientras iba engulléndolo, empecé a sentirme mejor.

A las diez pasadas, el coche vino por la esquina y torció en dirección a Hobbemakade. Solo había una persona dentro. Lo seguí a cierta distancia y, con el tráfico que había, estaba bastante seguro de que podría hacerlo con la suficiente discreción. Condujimos por el Nuevo Sur y por el complejo del RAI. Me pregunté si iría a coger la autopista, pero siguió por el Europaboulevard, para poco después entrar en el aparcamiento del Novotel. Yo seguí recto y paré un poco más adelante. ¿Se alojaba aquí? No era mal lugar: un hotel lo suficientemente grande como para no llamar la atención, cerca de las vías de salida, al lado del aeropuerto de Schiphol, en las afueras de la ciudad. Poco después me bajé y fui hasta el aparcamiento. Pasó un rato antes de que pudiera encontrar el coche. Miré mi reloj: las diez y media pasadas. Para estar más seguro, decidí esperar un poco y regresé al coche.

Me quedé esperando poco más de tres cuartos de hora. Entonces ya no pude aplazar por más tiempo la parte más difícil. Estuve un rato con el móvil en la mano antes de llamar a la única persona que podía ayudarme. Atendieron casi de inmediato.

—Soy Jaap.

—Soy yo. ¿Estabas durmiendo?

—No, estoy zapeando un poco. ¿Por qué llamas?

—Tienes que hacer algo por mí, pero prométeme que no me harás preguntas. Preferiría no tener que pedírtelo, pero no tengo elección.

—¿Se trata de ese caso de Roes?

—Sí.

—Bueno, te ofrecí ayuda, así que dime.

—Estoy delante del hotel donde acabo de ver entrar a uno de los asesinos de Sunardi. Me estaba siguiendo y he vuelto las tornas.

Se produjo un breve silencio al otro lado de la línea. Luego, Jaap preguntó:

—Uno de los asesinos de Sunardi. ¿Y cómo lo sabes?

—No puedo contártelo.

—Pero yo sí que puedo hacer algo por ti.

—Sí. Debes decirles a tus colegas que te han dado un soplo. Si proviene de ti, estoy seguro de que harán algo.

—¿Y luego?

—Vigílalos, píllalos. No me importa. Eso debéis decidirlo vosotros.

—Entonces estaremos siguiendo a alguien que está siguiéndote a ti. Va a convertirse en toda una procesión. Y así también daremos contigo.

—Eso ya lo sé, pero, llegado el caso, si me preguntan, yo no tengo ni idea de nada. Podréis averiguar que estoy involucrado en el caso de Mira Roes y que simplemente estoy haciendo mi trabajo. No sé por qué me siguen.

—¿Tienes alguna prueba de que ese hombre al que has seguido es uno de los asesinos?

—No puedo decirte nada. Eso tendrán que averiguarlo tus colegas ellos solitos. Ahora me están siguiendo personas que ya han cometido un asesinato. No tengo ni idea de lo que son capaces, pero no es una sensación en absoluto agradable. Quiero perderlos de vista y para eso os necesito a vosotros. Os doy un buen soplo y vosotros me ayudáis a mí a librarme de ellos. Eso es lo que ofrezco.

Jaap no necesitó mucho tiempo para reflexionar sobre mi oferta:

—Confío en ti, Jager. Muy bien, dime. ¿Adónde tenemos que ir?

—Está en el Novotel del Europaboulevard.

—¿Y cómo sabremos a quién debemos coger?

—No tengo ningún nombre. Eso lo debéis averiguar vosotros.

No me apetecía nada entrar en el hotel y preguntar en la recepción. ¿Qué pasaría si él estuviera todavía en el vestíbulo y me reconociera? Ese riesgo me parecía excesivo.

—Tengo la matrícula del coche que conduce. Un Peugeot azul oscuro. Está en el aparcamiento delante de la puerta. Os las tendréis que arreglar con eso.

También le di la descripción del hombre que me había estado siguiendo.

—¿Podrían ser más? —preguntó Jaap después.

—Sí, debes contar con esa posibilidad. Y otra cosa: tendréis que proceder con mucha cautela. No son aficionados y no creo que les suponga mucho cargo de conciencia eliminar a alguien.

—Ten cuidado tú también.

—Sí, sí. A propósito, mañana me pasaré a verte. No sé si estarán todavía detrás de mí, pero seguiré haciendo mi vida normal.

Cuando hube colgado, noté que me sudaban las manos. Jaap llamaría y, aunque sabía que por su parte no debía sentir ningún remordimiento, me costaba mucho haber tenido que acudir a él precisamente en este momento.