XXXIII
A pesar de la melancolía que a veces me embargaba, pasé bien los meses de febrero y marzo. Trabajé duro, y, aunque en algún momento pensaba en ese caso que no había podido concluir con éxito, su recuerdo iba desapareciendo en el olvido de mi memoria de forma lenta pero segura. Todavía no había recibido ninguna citación y me preguntaba si eso significaría que ya había dejado de tener prioridad o que tal vez habían renunciado del todo a seguir con el proceso.
Aunque hacía pocos días de mi última visita a Jaap, sentí un pinchazo en el corazón cuando vi en el felpudo el sobre con la orla negra. Parecía cansado, pero nada indicaba que el fin estuviera cerca. ¿Tanto me había equivocado y así lo habría preferido Jaap: una despedida normal, como si no pasara nada?
Para mi alivio, leí que no se trataba de él, sino de Frederik Roes. Justo después me asaltó la vergüenza. Era una reacción sincera pero despiadada: mejor Frederik Roes que Jaap, y eso cuando sus familiares habían tenido el detalle de anunciarme el fallecimiento.
Sentado a la mesa de la cocina y con la tarjeta delante, consideré qué hacer: enviarles una tarjeta o ir al entierro. Por fin me decidí por esto último. Aunque no fuera a cambiar mucho, de esa manera mostraba más compasión con su esposa. El viernes por la tarde, a las cuatro, en el cementerio Oud Eik de Duinen, en La Haya.
La salita donde estaba expuesto el ataúd con Frederik Roes dentro y donde se celebrarían los oficios conmemorativos era demasiado pequeña para todas las personas que habían acudido. Con el fin de procurar un lugar a todos los asistentes, se trajeron unas cuantas sillas plegables a toda prisa. El ataúd estaba en medio del pasillo y poco a poco parecía que iba encontrándose cada vez más encerrado a medida que se colocaban más sillas y las personas se esforzaban por correrse y apretarse para dejar sitio. Al final, acabé en una silla a menos de medio metro de la cabeza de Frederik Roes. Había por lo menos cien personas, y yo miraba asombrado. Frederik Roes había sido bibliotecario, y esta actividad, combinada con el cuidado de su esposa, yo la había asociado a una vida retirada. Si, en efecto, así ocurrió cuando tuvo que dedicarle más tiempo a ella, todas estas personas parecían haber venido para dejar claro que no le habían olvidado. Alrededor de la silla de ruedas de Mira Roes se había formado un pequeño grupo. Kalman Teller debía de llevar ya algún tiempo allí, porque hasta que todos los asistentes no estuvieron sentados, no reparé en él. Estaba en su silla con la espalda recta y destacaba un palmo por encima de todo el mundo. Poco antes de que el primer orador tomara la palabra, se volvió un poco y echó un vistazo a la sala. Cuando se topó conmigo, me hizo un gesto con la cabeza apenas perceptible y volvió a mirar hacia delante.
Junto a la familia, amigos y colegas que salieron para decir algo sobre cómo habían conocido a Frederik Roes, me llamó la atención que también hubiera un grupo grande de niños. Cuando subió al estrado una mujer joven y dijo que había venido en nombre de su escuela, lo comprendí mejor. Frederik Roes iba allí todas las semanas a leerles algo y, por lo visto, lo hacía tan bien que en la clase entera no se oía ni una mosca y todos prestaban atención. Cuando lo hubo contado, pidió a uno de los niños que se adelantara y que siguiera leyendo donde se había quedado Frederik Roes la semana anterior. Mientras la chica leía muy concentrada un fragmento, el silencio fue total. La niña leyó exactamente las mismas palabras que Frederik Roes habría articulado si todavía hubiera estado vivo. Lo que estaba pensado como homenaje y signo de agradecimiento tuvo el efecto inesperado de que los asistentes se emocionaran visiblemente porque, de inmediato, fueron conscientes de lo definitiva que era la muerte de Frederik. Ya nunca podría llegar a pronunciar esas frases.
Aunque cada persona que hablaba dejaba claro que había suficientes razones para la aflicción, también se rescataron bonitos recuerdos y, de vez en cuando, se hacía algún que otro chiste. En el ataúd, en el altar, pero también en las paredes podían verse fotos de Mira y Frederik Roes en sus mejores tiempos. Reconocí un par de las fotografías que había visto en su apartamento: escalando montañas y descansando en elevadas cumbres, con nieve y cielos de un azul intenso.
Cuando se hubo acabado el oficio, los asistentes fueron saliendo por detrás del ataúd. Mientras esperaba para unirme al cortejo fúnebre, Mira Roes pasó cerca de mí en su silla de ruedas. La saludé brevemente cuando nuestras miradas se cruzaron. Me llamó la atención su sorpresa al verme, y, aunque me devolvió el saludo, una mirada sombría se deslizó por su rostro. Mientras seguía mirándola, fui consciente de que nuestra colaboración, en efecto, no suponía ningún agradable recuerdo. A fin de cuentas, no había podido ayudarlos en nada.
Fuera hacía un tiempo fabuloso; el sol brillaba, no había viento y era el primer día de la primavera en que hacía realmente tanto calor como para salir a la calle de nuevo con ropa de verano, pero en este cortejo fúnebre no habría sido correcto. No había ninguna pierna o brazo sin tapar. Cuando llegamos a la tumba, volvieron a pronunciarse algunas breves palabras antes de que Mira Roes echara un montón de arena sobre el ataúd. Para ello, se había levantado de la silla rechazando cualquier brazo que se le tendía. Dijo todavía algo, pero yo estaba demasiado lejos como para poder oírlo. Uno a uno fueron pasando a continuación los demás por delante de la tumba abierta. Cuando le tocó el turno a Kalman Teller, tuve la oportunidad de observarle bien. Aunque se apoyaba en un bastón, iba totalmente erguido y destacaba por encima de los demás. También hoy iba impecablemente vestido y, a pesar del tiempo caluroso, llevaba un abrigo largo de color azul oscuro con el cuello levantado. Le miré las manos de manera automática. Llevaba unos guantes oscuros en los que se había introducido un relleno en el lugar en que faltaban los dedos. Así, sin la visión de esas terribles mutilaciones, seguía siendo un hombre atractivo y hermoso al mismo tiempo, a pesar de su avanzada edad y del cuerpo enjuto. Se detuvo ante la tumba, inclinó un poco la cabeza hacia el ataúd y luego volvió a unirse al séquito.
Ya era suficiente haber saludado a Mira Roes y, vista su reacción de sorpresa e incomodidad, no consideré necesario acudir al almuerzo que se servía a continuación. En la salida del cementerio estaba esperándome Kalman Teller. Nos saludamos sin estrecharnos las manos.
—Gracias por venir —me dijo.
—La señora Roes se sorprendió al verme. Y luego tuve la impresión de que usted sí que había estado esperándome.
—En efecto, confiaba en que viniera. Le hice llegar a usted la esquela mortuoria que me enviaron. En cierto sentido algo inusitado, pero espero que no me lo tome a mal.
—Me pregunto si le habrá gustado mi presencia a la señora Roes.
—Ella no tiene nada en contra de usted.
—Seguro que no guardará buenos recuerdos de nuestra colaboración.
—Eso puede cambiar aún.
—¿Perdón?
—Creo que me ha entendido muy bien. Usted vio con sus propios ojos cómo arrojaban a un hombre delante de un tren. No puede hacerme creer que ya lo ha olvidado.
—Hice todo lo posible, pero no encontré nada. ¿No cree que es suficiente?
En un rostro del que apenas se podía sacar nada, apareció una mueca de dolor. Estiró un poco la espalda y volvió a apoyarse en el bastón.
—Disculpe, me resulta más difícil estar de pie que antes y tengo molestias en la espalda. Pero para responder a su pregunta: no, para mí no es suficiente y para usted creo que tampoco. ¿Me permite advertirle de algo? Conocerá esa historia de que los policías apenas recuerdan los casos que han podido resolver, pero sí los casos que nunca lograron esclarecer, ¿no? Que precisamente lo que queda sin resolver continúa persiguiéndoles. Ahora tal vez piense usted sobre este caso con mayor ligereza, pero ¿qué ocurrirá cuando se jubile? ¿En qué pensará entonces?
—No tengo ni idea.
—Solo piénseselo un poco más. Frederik estaba totalmente vacío, desgastado al cabo de diez años de luchar sin ningún resultado. No le pido que usted haga lo mismo, sino que vuelva a echarle un vistazo.
—A mí también me parece terrible —me defendí—. Tanto trabajo y en vano.
—¿En vano? —Desplazó con el bastón unos cuantos guijarros del sendero y luego volvió a mirarme—. No, no fue en vano. A Mira y a él no les quedaba más remedio que hacer lo que hicieron. A lo sumo puede decirse que tal vez había sido su destino, que la vida debía de habérselo reservado, no me pregunte por qué. Si no le molesta, ahora me voy a casa. Puede llamarme cuando quiera.
Volvió a adquirir la mirada introspectiva que ya le había visto antes y dijo, más a sí mismo que dirigiéndose a mí: «Tendré que adoptar medidas con Mira. No puede quedarse donde vive ahora. Tendrá que mudarse a un lugar donde puedan ofrecerle la ayuda necesaria. Cuando vivía Frederik, no quisieron aceptar mi ayuda, pero en estas circunstancias no podrá ser de otra forma».
Me quedé mirándole mientras se dirigía a un taxi cuyo conductor estaba esperando al sol. Cuando le vio acercarse, se encaminó hacia la puerta de atrás y se la abrió. Poco antes de que Kalman Teller hiciera intención de subir, se dio la vuelta y me dijo:
—La policía estuvo en mi casa. Por lo visto, están preparando un proceso judicial contra usted. Si puedo hacer algo, no dude en llamarme.
No esperó mi respuesta. Se inclinó hacia delante con dificultad, metiéndose dentro del taxi. Tuvo que agacharse mucho y con una de sus mutiladas manos enguantadas agarró el quicio de la puerta que le quedaba encima.