III

—Todo ocurrió porque me hice cargo del cuidado de esa cruz que usted acaba de ver. Aquí hay personas que creen que está maldita. Quien intente trasladarla alguna vez acabará mal. Después de todo lo que he visto, no excluyo nada, pero en el pasado me parecía absurdo, sandeces. Que lo sepa. En aquella época me rebelé contra el traslado de la cruz simplemente porque ese era su lugar, porque llevo décadas pasando por allí; primero, con mi marido, y, tras su fallecimiento, sola. No recuerdo cuántas veces nos habremos preguntado cómo debió de ser el asesinato de ese padre. Y, aunque no lo expresáramos en voz alta, siempre te acudía a la cabeza al verla aparecer a lo lejos. Hace un par de siglos esto era bastante más agreste, boscoso y, en su mayor parte, estaba deshabitado. Como es lógico, por entonces no había ninguna iluminación. Tal vez le asaltaran en la oscuridad tras haber celebrado misa en cualquier pueblo apartado. Esa cruz llevaba allí más de doscientos cincuenta años y me parecía que allí debía seguir. Son ya tantas las cosas que desaparecen…

La mujer de la cafetería la interrumpió:

—Había un plan para quitar de allí la cruz, pero el Ayuntamiento se echó atrás después de que la señora Dumenil organizase una campaña de recogida de firmas. Querían trasladarla porque quizá en el futuro fueran a hacer allí un carril bici. «Quizá en el futuro»; ni siquiera se trataba de un plan concreto.

—No tengo pruebas, pero creo que nuestro pastor tuvo también algo que ver en el asunto. A la Iglesia no le gustan las cruces sin Jesús.

Con esto, la situación entre la Iglesia y los judíos estaba de nuevo empatada 1 a 1.

—Si tomamos en cuenta lo que le pasó a usted, puede decirse más bien que aquellos que salen en defensa de la cruz gozan de una bendición —la animó la mujer de la cafetería—. Usted es la viva prueba de ello.

—Sí, sí, querida, pero hay que contarlo con orden, porque de lo contrario el señor Havix no entenderá nada. ¿O sí?

Sin esperar mi respuesta, continuó:

—Hace siete años me encontraba yo de vacaciones con una amiga en Gante. Con Alfje Berendse, ya fallecida entre tanto, pero tengo su testimonio por escrito. Aquí, en la carpeta.

Le dio un ligero golpecito, pero la carpeta siguió cerrada de momento.

—Y Alfje no era el tipo de persona que dice las cosas sin más; puede preguntarlo usted por aquí en todo el pueblo. Ella tenía, al igual que yo, los pies sobre la tierra. A ese respecto, es una pena que ya no pueda hablar usted con ella. Bueno, al grano, habíamos reservado de nuevo un viaje a Gante. Íbamos allí todos los años, porque puedes ver y hacer de todo, y tampoco está tan lejos. Y los belgas todavía son educados con las personas mayores. Hacíamos una excursión cada año por los canales de Gante y, si el tiempo era bueno, nos sentábamos en una terraza de la Graslei junto al agua. Entonces nos tomábamos todo el tiempo del mundo para algo que es realmente típico de allí: el verwenkoffie. Una jarrita de café con aguacate, bizcocho de pimienta, un trozo de pastel de huevos y almendras, mazapán y fantasías de chocolate. Alfje quería ir luego a toda costa a la catedral de San Bavón para ver la Adoración del cordero místico. Esa es la famosa pintura de Jan van Eyck. Para mí no tenía tanta importancia, pero, cuando sales de viaje con alguien, hay que ser condescendiente. Pero bueno, durante todos esos años que habíamos ido allí, también nos pasábamos a ver cómo iba la restauración de la iglesia de San Nicolás. Llevan restaurándola desde la década de los sesenta del siglo pasado. Todos los años la rodeábamos paseando para comprobar los progresos que habían hecho. Ese era uno de nuestros paseos habituales. A veces no cambiaba nada en absoluto; en esas ocasiones, lo más probable es que se hubiera acabado el dinero. En Bélgica esas cosas funcionan de manera muy distinta de como funcionan aquí. Aquí la gente protesta si no van lo suficientemente rápido.

Mientras aguardaba con tranquilidad a que entrara en materia, me tenía cada vez más hipnotizado el contraste que existía entre su rígido rostro, casi congelado, y el trémulo cuerpo. Intenté descubrir un patrón en los inquietos movimientos, pero el cuerpo y sobre todo la cabeza parecían una y otra vez encontrar una nueva dirección para salir disparados.

—En fin, así que siete años atrás volvimos a hacerlo, pero esta vez ocurrió algo especial. Y yo lo llamo un milagro. Cada cual puede pensar lo que quiera, pero fue un milagro, y no soy la única que así lo piensa.

Lo dijo desafiante, como si ya estuviera armándose ante un posible escepticismo por mi parte.

—Íbamos recorriendo un lado de la iglesia en el que había andamios y, de repente, sentí una mano en la espalda. Justo en medio de los omóplatos. Normalmente, me habría dado la vuelta, desde luego, para ver quién era, pero en cambio me detuve y me quedé quieta. Esa mano no ejercía presión alguna; no me empujaba hacia delante ni tampoco me tiraba hacia atrás, y, sin embargo, había algo en esa mano que hizo que me detuviera. Y no solo eso, también se detuvieron mis temblores. Usted ya ha visto que estoy enferma; si bien hace siete años los temblores eran menores, ya los tenía por esa época. Entonces desapareció la sensación de la mano en mi espalda, produciéndose algo en mi cuerpo que me llenó de una tranquilidad plena; soy incapaz de describirlo de otra manera. Era una sensación deliciosa de paz y felicidad absolutas. Y la tuve en el mismo instante en todas las partes del cuerpo: en las manos, los pies, las piernas, en la cabeza. ¡Fue tan delicioso! Como si todo fuera perfecto. Ya no sentía ningún recelo de mi entorno, y, según Alfje, me había hecho una con el mundo. Pero hubo otra cosa de la que fui consciente: el padre Johan estaba conmigo. Sabía sin más que él estaba allí. No era ninguna sensación: lo sabía. No vi ninguna luz blanca ni ningún ángel ni nada por el estilo. Se oyen de vez en cuando esa clase de historias. Conmigo fue distinto y podría decirse que menos espectacular: comprendí que el padre Johan se había hecho cargo de mí. Todo en su conjunto duró quizá medio minuto, o al menos eso es lo que calculó Alfje, para luego regresar a la tierra, por expresarlo de alguna manera. Antes de que pudiera preguntarme por qué se me había aparecido el padre Johan, la respuesta ya estaba allí.

Todavía concentrada, se detuvo un momento. Tomó un sorbo de café con cuidado, ayudando con la otra mano a la mano que sostenía la taza.

—Delante de nosotras, justo por donde estaríamos pasando si no me hubiera detenido gracias al padre Johan, se desprendió un fragmento de uno de los contrafuertes de la iglesia, precipitándose hacia abajo, con lo que también cayó el andamio que cubría una gran parte del muro. Se produjeron muchos destrozos; una montaña de escombros, tablas, soportes. Espere, le mostraré que no exagero.

Por fin se abrió la carpeta. Hojeó un poco y luego giró hacia mí las páginas abiertas.

—Mírelo usted mismo.

En la página de la izquierda había pegado un artículo del periódico Gazet van Gent, y en la derecha, otro artículo del diario Dagblad de Limburger. En ambos artículos aparecía una foto y el estropicio, en efecto, era enorme.

—¿Lo ve? Tendríamos que haber muerto.

Se detuvo y me miró fijamente. Se suponía que debía mostrar lo impresionado que estaba, pero eso me pareció ir demasiado lejos. Resultaba una bonita historia, aunque esa experiencia suya era tan personal que difícilmente podía calificarla de milagro. Puede que hubiera sido una especie de presentimiento; también inexplicable, pero para mí mucho más creíble.

—En efecto, parece que tuvo muchísima suerte.

—¿Suerte? Bueno, la suerte no tiene nada que ver en esto, oiga. Y no es todo. Como Alfje y yo fuimos los testigos que vieron más de cerca ese derrumbamiento, nos entrevistó un periodista. De ese periódico.

Señaló el artículo de la Gazet van Gent:

—Al principio yo no quería decirle nada, pero a Alfje ya se le había escapado y entonces tuve que contarle toda la historia. Bueno, y luego lo sacaron en el periódico y ¿sabe una cosa? Al día siguiente recibimos la visita en nuestra pensión de una persona de la junta parroquial de la iglesia de San Nicolás. Un caballero muy educado que lo primero que hizo fue disculparse. Pero no había venido por esa razón. ¡Nos preguntó si sabíamos que el cuerpo momificado del padre Johan van Duyl Aleven yacía en las catacumbas de su iglesia! Nos quedamos estupefactas, por supuesto. Luego nos llevó con él. Allí tienen más de cien momias de sacerdotes, monjes, padres y aristócratas. En realidad, una colección muy extraña. Por lo visto, allí abajo gozan de una temperatura que hace que se conserven muy bien los cuerpos, sin ningún tratamiento especial. Fíjese usted mismo.

Había pegado las fotos dispersas por unas cuantas páginas. Las momias no yacían cada una en su propio féretro, sino que estaban tiradas en el suelo las unas al lado de las otras dentro de una suerte de celdas con barrotes, para que los visitantes no pudieran tocarlas. Cuando pasé una página, me dijo:

—Ese es el cuerpo del padre Johan. ¡Y mi marido y yo que habíamos creído durante todos esos años que estaría enterrado en algún sitio bajo esa cruz!

Observé las fotos con sorpresa. Sí que se trataba de una extraña coincidencia, en efecto. El hábito de este padre Johan, tejido con burda tela, se encontraba aún en razonable buen estado, y el cuerpo se conservaba llamativamente bien. De la cabeza solo le quedaba el cráneo, pero todavía tenía la piel reseca rodeándole en parte los brazos y las piernas, y todos los huesos de manos y pies formaban un correcto conjunto. No parecía faltarle ni uno. Los colores del hábito y del cuerpo se habían oscurecido con el transcurso de los años, mostrando una extraña similitud entre sí. En los cuerpos que yacían más a la sombra apenas podía distinguirse a veces lo que era la piel y lo que era la tela. Junto al cráneo, también oscurecido, había una pequeña cruz de madera con su nombre.

—Bueno, usted ha vivido una experiencia insólita.

—Sí, y ahora comprenderá también por qué le pongo flores en la cruz.

Estuvimos hablando por lo menos una hora antes de que decidiera marcharme. Calculé que quedaban unas dos horas de camino a pie para llegar a Mennorode y no me apetecía nada hacerlo en la oscuridad.

Cuando al final de la tarde vi a lo lejos Mennorode, aminoré la marcha. Tras unas cuantas ventanas ya se habían encendido las luces y así, en la penumbra, en medio de la naturaleza y con ese par de lucecillas, bien podría haberse tratado de una granja medieval. Era una imagen que tendía un puente entre cientos de años. ¿Cuántas veces habría visto lo mismo ese padre Johan? Tal vez con una sensación de alivio al volver a llegar al mundo habitado.

Estaba tan cerca que ya no podía perderme y, cuando miré alrededor y vi un banco, decidí aplazar aún más la llegada. Me imaginé cómo los distintos grupos de visitantes en este momento disfrutaban de la comida sentados a las largas mesas del gran comedor. Los huéspedes se servían de un sencillo bufé que consistía en un primer plato de sopa del día con una barra de pan y un plato principal con verduras, patatas y carne que se conservaban calientes dentro de fuentes de aluminio. Al lado había un bufé de ensaladas con lechuga, tomates, pepino y zanahoria rallada. Al final, traían las bandejas con un postre. No había mucho donde elegir ni tampoco se preparaba ningún malabarismo culinario, pero, tras un día entero de andar paseando al aire libre, todo me sabía muy rico.

A excepción de un único senderista, los huéspedes en Mennorode eran en su mayoría personas de edad que participaban en uno de esos cursos de espiritualidad o sentido existencial en los que se hablaba sobre lo que significaba creer y sobre otras cosas que transcendían de las preocupaciones cotidianas. Para muchos, la participación en un programa de estos era una excusa que les permitía estar con gente y charlar, comer y tomar una copa de vino por la noche con otros que tenían sus mismas ideas. Las personas que se encontraban en el otoño de sus vidas miraban hacia atrás, a lo que habían dejado a sus espaldas. Aunque yo no formaba parte del grupo, a mí también me reportaba una sensación de amparo y protección.