XVIII
Cuando a la mañana siguiente oí en la radio que el mercado de futuros de mercancías en Londres había superado por primera vez la frontera de los cien dólares por barril de petróleo, pensé de inmediato en Kalman Teller. Quizá tuviera suficientes razones para querer contratarme, pero yo sabía demasiado poco de él. Y no solo eso. Estaba seguro de que ayer mi voz había sonado normal por teléfono, a lo sumo un poco seca, y nada dejaba entrever que había recibido malas noticias del padre de Jaap. ¿Qué clase de señal había recibido entonces?
Decidí llamar a Eva Lisetsky. Hacía algunos años que había trabajado para ella y su hermano Bernard siguiendo el rastro de una colección de pinturas. Una posesión familiar que durante la Segunda Guerra Mundial había sido robada por los nazis. Su hermano, entre tanto, ya había fallecido, pero parecía ser que Kalman Teller había recabado información sobre mí. Ahora yo me informaría sobre él.
A pesar de lo mayor que era ya, mantenía en su voz la sonoridad clara que yo recordaba. Noté que se alegraba de hablar conmigo. Y la cabeza también seguía teniéndola en su sitio, porque comprendió que no llamaba solamente para charlar. Cuando la informé de lo que se trataba y le hice un par de preguntas, resultó que no pudo contarme sobre él más de lo que yo ya sabía. Ella también lo constató: aunque formaba parte de la comunidad judía en los Países Bajos, no solía dejarse ver. A lo sumo en entierros de personas a las que había conocido. Sí que asistía siempre a la conmemoración anual de los muertos.
—Kalman Teller se queda un poco aparte. Es un hombre reservado e introvertido. Impenetrable, ese es quizá el término que mejor le define. Y es algo que incomoda un poco a muchas personas, pero a él no parece importarle. Es uno de esos seres que tiene suficiente consigo mismo y no necesita a nadie más.
—Tengo entendido que durante la guerra estuvo en un campo de concentración.
—Sí, es cierto. En Auschwitz.
Hasta el momento, Eva Lisetsky había respondido a todas mis preguntas sin reserva, pero ahora se paralizaba tras esta breve confirmación. Sentí la aversión que le suscitaba seguir hablando del tema. Ella y su hermano habían pasado la guerra escondidos, pero sus padres habían sido asesinados: al padre le habían matado a palos en Theresienstadt y a la madre la habían gaseado en Auschwitz.
—Perdone. Quizá no habría debido sacar el tema.
—Si Simon Ferares viviera todavía, le habría pedido que contactara con él.
Simon Ferares fue el hombre que en aquella época había reunido el dinero solicitado por el informador para ponernos sobre la pista de la colección Lisetsky: 250.000 euros. Era un hombre que gozaba de un enorme prestigio dentro de la comunidad judía. Cuando le conocí, ya era bastante mayor, y, poco después, falleció.
La sonoridad y la animación de su voz habían dejado lugar a la circunspección cuando continuó con:
—Circula un rumor sobre Kalman Teller. Debe usted saber que tiene un número muy bajo y, sin embargo, sobrevivió a Auschwitz. La gente habla del tema, aunque solo sea por curiosidad.
—¿Un número bajo?
—Todos los que llegaban a Auschwitz eran registrados y se les tatuaba un número en el antebrazo izquierdo. Así se convertía a los hombres en números, lo que para los nazis era menos problemático a la hora de exterminarnos. No había ningún guardián del campo que se dirigiera a nosotros por nuestros nombres. El hecho de que Kalman Teller tenga un número bajo significa que fue uno de los primeros que entró allí. La gente casi nunca aguantaba mucho tiempo, pero él alcanzó la liberación. De eso se habla.
—¿Y qué se dice?
Dio una respuesta evasiva:
—Lo único que Simon Ferares quiso soltar al respecto fue que era absurdo. Más no quería hablar del tema. Su autoridad hacía que para la mayoría de las personas bastara con eso, pero como nunca quiso aclarar de dónde procedía su convencimiento, ayudó a dar pábulo a toda clase de rumores.
Hice un segundo intento y pregunté:
—¿Qué clase de rumores eran esos?
—Sé que usted es una persona íntegra y no me lo pregunta por curiosidad, pero este es un tema que no me resulta nada agradable. Sobre todo porque el propio Kalman Teller no respondería. —Suspiró profundamente y continuó—: Lo que se da a entender es que los nazis deben de haber tenido sus razones para dejarle con vida tanto tiempo. —Y de repente, apasionada, con una voz de la que se desprendía irritación—: También es culpa suya. Seguro que él debe de haberse dado cuenta de que la gente no se le abre; es un hombre inteligente, pero no se esfuerza lo más mínimo en desmentir esos rumores. Para empezar, la gente se pregunta por qué un judío húngaro liberado viene a los Países Bajos y no regresa a su país. Usted ya sabía que es originario de Hungría, ¿no?
—Sí, ya me lo contó el señor Van Arnhem.
—Yo se lo pregunté una vez y la respuesta que recibí entonces fue que había sido pura casualidad. Estaba en un transporte de supervivientes que regresaban a los Países Bajos. En aquella ocasión no seguí preguntando, pues Kalman Teller tiene una manera de responder que te impide seguir preguntando.
—Usted me conoce lo suficiente como para saber que lo que me cuente será tratado con la máxima discreción. Intento formarme una imagen mejor del señor Teller. ¿A qué se refería cuando dijo que los nazis deben de haber tenido una razón para dejarle con vida?
No me dio una respuesta directa. En cambio, me preguntó a su vez:
—Usted que le ha conocido, ¿qué edad cree que tiene?
Era una buena pregunta. Anciano, eso seguro, pero, ahora que lo pensaba, parecía difícil calcularle la edad.
—¿Unos setenta?
—Ya ha pasado los setenta y cinco. Lo que quiero darle a entender es que, cuando estaba en Auschwitz, era aún un niño. Debía de tener unos doce años más o menos cuando entró allí.
Sentí cómo titubeaba, como si debiera armarse de valor para continuar.
—Circula el rumor de que un oficial del campo le tomó bajo su protección porque tenía una relación con él. A mí me tranquilizaron las palabras de Simon Ferares, quiero recalcarlo una vez más, pero sé que hay personas que dicen que solo podía haber sobrevivido en Auschwitz por esa razón.
Volví a ver a Kalman Teller ante mí. Un hombre anciano, con un cuerpo envarado que, entre tanto, ya se había hecho viejo, pero al mismo tiempo con un rostro todavía vigoroso y atractivo. Qué guapo debió de haber sido de chico, cuando todavía era joven. La idea de que con doce años se viera obligado a mantener relaciones sexuales con un oficial del campo me pareció tan repulsiva que noté que me resistía a aceptarla como posibilidad.
Ahora ya no había nada que hacer, pero si hubiera sabido las cosas terribles que se iban a insinuar, verdaderas o no verdaderas, habría decidido evitarlo. Entonces habría intentado formarme una imagen prescindiendo de ese hueco sin rellenar. Pero ya era demasiado tarde para esta opción.
La conversación con Eva Lisetsky se estancó después de habérmelo contado. Probablemente compartíamos la sensación de que hubiera sido preferible no haber hablado. Cuando le di las gracias, a pesar de todo, quiso decirme algo más. Como si le pareciera necesario corregir algo de la imagen mancillada de Kalman Teller.
—Una cosa más, señor Havix. Usted seguro que recuerda que Simon Ferares recolectó entonces esos 250.000 euros para el informador, que tuvieron que aportar el dinero personas ricas de nuestra comunidad. Pues bien, una de esas personas fue Kalman Teller. Él solo contribuyó con cien mil euros. Bernard y yo vendimos más tarde uno de los cuadros para poder devolverles el préstamo a estas personas, pero Kalman Teller se negó a aceptarlo. Consideró que haría mejor destinándolo a una buena causa.