VIII

Kalman Teller me había aconsejado que leyera primero el escrito del abogado general. Tras unos cuantos años de litigios, Mira Roes había llegado por fin al Tribunal Superior. La función de este letrado era volver a hacer recuento de todo, sacar conclusiones y, a continuación, emitir un consejo. En el escrito que había ante mí, el abogado general planteaba sin ambages: «Esta instancia recomienda que se anule la sentencia dictada y que se vuelva a celebrar vista y a dictar sentencia».

Según Kalman Teller, el consejo del abogado general se seguía casi siempre. Mira y Frederik Roes, por tanto, estaban muy ilusionados ante la posibilidad de que la situación fuera a cambiar por fin a su favor. Sin embargo, la decisión del Tribunal Superior fue otra.

Utilicé el escrito del abogado general para enterarme mejor y en el orden cronológico exacto de todo lo que había ocurrido, y fui buscando una y otra vez información adicional en la pila de fotocopias que me había entregado Kalman Teller. Al ser para mí desconocidas las jergas médica y jurídica, los avances eran lentos.

Número de registro C36/312

Vista de 28 de abril de 2007

Mr. A. F. de Vries Bezuijen

Conclusión

Mira Roes

Contra

Laurens Vandersloot

Excelentísimo Tribunal

Antecedentes de hecho

1. En esta causa la recurrente en casación, a partir de ahora Roes, exige a la parte recurrida en el recurso de casación, a partir de ahora Vandersloot, el pago de una indemnización por daños y perjuicios acorde a lo que determine el Tribunal, habiendo constatado la mala praxis de Vandersloot al administrar la anestesia en forma de inyección epidural (velicación lumbar).

Se han comprobado los siguientes hechos que se produjeron entre las partes litigantes durante la administración de la anestesia epidural:

I) El 28 de enero de 1997, Vandersloot administró anestesia epidural a Roes en el Centro Médico Mariahoeve de La Haya en relación con una operación ginecológica a la que fue sometida esta última. Ese día se redactó también un informe sobre la anestesia administrada. Poco después se rellenó el llamado formulario FONA (Formulier Ongevallen Near Accident).

II) En las horas que siguieron a la operación, se le administraron a Roes sedantes; la noche del 28 al 29 de enero de 1997, el ginecólogo que la trataba le puso una inyección a Roes.

III) El 3 de febrero de 1997, Roes fue dada de alta.

IV) El 12 de abril de 1998, Roes se presentó en la consulta de Vandersloot debido a los dolores que le aquejaban. Roes fue entonces ingresada para someterse a una revisión neurológica que, sin embargo, no se realizó porque volvió a abandonar el hospital al día siguiente.

V) Roes responsabiliza a Vandersloot en carta de fecha 28 de octubre de 1999; la citación preliminar data del 22 de diciembre de 1999.

VI) En 2001 el cirujano ortopédico, Dr. Zuidwijk, opera a Roes de la columna vertebral, por primera vez en junio de 2001. Se trataba de un «anquilosamiento vertebral».

Me detuve aquí y examiné el resto del material. Había información en abundancia; Mira Roes y su esposo lo habían descrito todo con precisión, ordenando y guardando todos los escritos y la correspondencia. Debían de haberlo convertido en una tarea diaria, y solo con leer y hojear me quedó claro que toda su vida empezó a estar supeditada a este asunto.

Todo había comenzado cuando Siebes, el ginecólogo que iba a operarla, le habló de una forma de anestesia relativamente nueva. Según Mira Roes, le aseguró que podía compararse con una inyección en el dentista y ella no sabía que se trataba de una velicación lumbar. No se enteró hasta que hubo de sentarse en un taburete con la espalda desnuda y se dio cuenta de que la anestesia se la inyectarían en la médula espinal. Pero ya era demasiado tarde para preguntas u objeciones. A continuación, todo salió mal: se le cayó la cabeza hacia delante, dándose un golpe tremendo, y se le anquilosó al instante toda la parte inferior del cuerpo. Oyó medio aturdida cómo Vandersloot, movido por el pánico, gritaba pidiendo la ayuda de un auxiliar. Juntos la levantaron rápido y la tumbaron en una camilla para, a continuación, llevársela al quirófano. La conmoción debió de haber sido grande, porque un auxiliar de quirófano estuvo manteniendo su temperatura corporal con una manta térmica mientras Siebes la operaba.

Cuando volvió en sí tras la operación, Mira comprendió que le había pasado algo muy grave, pero Vandersloot ya no volvió a dejarse ver y el resto de los médicos la evitaban en la medida de lo posible. Al cabo de un par de días, le dieron el alta sin mayores explicaciones para los dolores que sufría, sin concertar hora para una nueva cita y sin hacerle radiografías de la espalda. En opinión de Siebes, «en buen estado somático».

Condicionados como estaban por los médicos y los datos del hospital, Mira Roes y su marido intentaron seguir llevándose bien con todo el mundo en su búsqueda de información y pruebas periciales en contrario. Sin embargo, poco a poco iba invadiéndoles la sospecha de que el hospital estaba intentando desacreditarlos a sus espaldas. Más tarde, de su historial clínico se desprendía que con mala fe habían procurado hacerla pasar por una hipocondriaca mentalmente desequilibrada. El dosier estaba lleno de completas y medias verdades, pertinentes imprecisiones e insinuantes y tendenciosas suposiciones realizadas con maldad y completadas con declaraciones anónimas del personal del hospital y de otros pacientes. Mira Roes acabaría siendo al final una persona difícil e intratable que tenía graves problemas con la bebida.

Tras prolongada y obstinada insistencia, volvieron a ingresarla después de que hubiera transcurrido más de un año y dos meses desde la intervención médica. Debió conformarse con una camita en la planta infantil porque, al parecer, el hospital estaba completo. Estuvo esperando todo el día nerviosa, pero cuando Vandersloot apareció por fin, a última hora de la tarde, no fue para examinarle la espalda: se había empeñado en diagnosticarle un trastorno psiquiátrico. La situación se recrudeció y Mira y Frederik Roes abandonaron el hospital en medio de la noche y totalmente desquiciados.

Ese fue también el momento en que comprendieron que no podían esperar nada bueno ni de Vandersloot ni del hospital. Solo entonces tomaron conciencia de que la parte contraria, con los graves errores que había cometido, debía de haberse dado cuenta en seguida de que no podría contar con la clemencia de la aseguradora a la hora de pagar la indemnización y, sabiéndolo, había optado de inmediato por negarlo todo.

Cuando Mira Roes pidió por fin examinar su historial médico, le denegaron la petición de mala manera. En ese momento no les quedó más remedio que emprender acciones legales.

El último punto, VI), era la única luz en todo el sombrío asunto: la intervención médica del cirujano ortopédico Zuidwijk. Tras una búsqueda interminable de un especialista que quisiera tomarlos en serio, por fin llegaron hasta él. Después de un exhaustivo análisis, se decidió a operarla. Le realizó tres difíciles intervenciones muy arriesgadas y consiguió estabilizar unas cuantas vértebras espinales. Él fue también el primero que corroboró una relación directa entre las dolencias de Mira y la anestesia, y después estuvo dispuesto incluso a consignarlo por escrito en una declaración.

Cuando ya me lo había estudiado todo de arriba abajo, hice una pausa y me preparé un café. Había intentado leerlo lo más objetivamente posible. Si iba a involucrarme en este asunto, debería estar convencido de que trabajaba para personas cuya reclamación era justa. ¿La lectura de Mira y Frederik Roes era la correcta? Todo parecía apuntar en esa dirección. Descubrí que poco a poco mi objetividad iba dejando sitio a una sensación angustiosa por la impotencia que se desprendía de este informe. Hace diez años había salido algo mal y, desde entonces, la vida de estas dos personas había empezado a convertirse en un infierno. Iban chocándose una y otra vez contra un muro de obstruccionismo e incomprensión. Debió de haber sido especialmente frustrante, sobre todo la negativa consecuente y obstinada por parte del hospital a la hora de entregarles la información que tenían.

Con la taza de café en la mano, me quedé en pie ante la ventana y miré al cielo que se erguía sobre los inmuebles de enfrente. Ya casi era de noche. Las nubes en toda clase de tinturas grises surcaban a toda velocidad un firmamento lleno de manchas y franjas rojas. En algún lugar debía de haberse producido una bella puesta de sol. Ya se veía luz en los pisos donde había gente. Las personas acababan de regresar de sus trabajos o de hacer la compra. Una pareja joven estaba cocinando en la cocina. Con el curso de los años, había ido fijándome en cómo los habitantes originarios del barrio de Pijp iban dejando lugar a gente joven con dinero. Incluso los pisos peor conservados, a menudo sin ducha y con las cocinas más sencillas y un calentador desvencijado sobre una pila vieja de granito, se los quitaban de las manos a sus anteriores propietarios por cientos de miles de euros. Yo apenas conocía a estos nuevos propietarios y, ahora que habían cerrado definitivamente el café de la esquina al que solía ir, tampoco podría encontrarlos allí. Lo que sabía de ellos lo había visto apostado en la ventana.

Si me miraban a mí también, una cosa les llamaría en cualquier caso la atención: «Antes vivía allí una mujer. ¿Dónde estaba ahora? ¿Se habrían separado?». No era fácil que se les pasara por la imaginación la posibilidad de que estuviera muerta. Resultaba algo del todo inesperado en una mujer joven, una mujer con una sonrisa tan amplia y espléndida que hasta debía de poder apreciarse desde el otro lado de la calle. Cuando pensaba en ella, seguía estando allí, pero las veces en que pronunciaba su nombre en voz alta sonaba cada vez más hueco y vacío, como si lo que se escondía detrás estuviera desapareciendo poco a poco. En semejantes momentos, me veía asaltado por una tristeza de profundidad abisal.

Cuando me di la vuelta, comprobé que el cuarto de estar se había quedado en penumbra. Si quería seguir leyendo, tendría que encender la luz. Volví a sentarme y cogí el escrito del abogado general.

2) Roes alega, para corroborar su demanda por daños y perjuicios, que Vandersloot cometió errores médicos. Argumenta:

a) que Vandersloot no la informó, o lo hizo de manera insuficiente, acerca de las posibles complicaciones que podría conllevar la administración de la anestesia epidural (para lo cual argumenta que no habría accedido a la anestesia epidural si hubiera sido suficientemente informada); b) que Vandersloot no le administró la anestesia epidural según la norma (lege artis); c) que Vandersloot no le prestó la habitual atención posthospitalaria y que no reaccionó, al menos no de manera adecuada, a los dolores que siguieron a la anestesia.

Roes ha ilustrado con detalle el hecho de que no se realizara bien la anestesia. Ha argumentado que, cuando le pusieron la inyección, se le cayó la cabeza hacia delante y que se dio un golpe, que empezó a sentir un frío intenso por todo el cuerpo, que sintió un dolor punzante en la espalda y el cuello cuando hubo desaparecido la sensación de frío ya citada, al cabo de medio día, que el dolor se extendía por toda la columna vertebral, que no tenía este dolor antes de la operación y que persistió hasta la intervención realizada por el Dr. Zuidwijk. Además, ha descrito en detalle qué molestias siguieron manifestándose después de la operación.

3) Vandersloot se ha defendido. Ha negado especialmente que la cabeza de Roes hubiera caído hacia delante cuando se le administró la anestesia epidural. En ese sentido, ha alegado que el paciente está siempre en una camilla con las rodillas encogidas cuando se le administra la anestesia epidural, que Roes también estaba en la camilla en esta posición, que es casi imposible que en esta posición la cabeza de la paciente se cayera hacia delante dándose un golpe y que, además, durante la administración de la anestesia epidural siempre hay alguien del hospital para sujetar al paciente y que en el caso de Roes también fue así. Además, ha alegado que informó correctamente a Roes, que no es habitual, al menos en 1997 no lo era, informar al paciente sin que este lo preguntara sobre las posibles complicaciones con la presente forma de anestesia y que, por otra parte, el daño que Roes supone haber sufrido no es una consecuencia de falta de información. Además, ha negado que hubiera habido falta de atención posthospitalaria; en relación con esto, ha alegado que su interino y dos ginecólogos se ocuparon de Roes.

4) Roes, en su réplica, ha insistido en alegar que no estaba en una camilla y que nadie del hospital estuvo presente para sujetarla cuando se le administró la anestesia epidural. Estaba sentada en un taburete y se encontraba sola con Vandersloot, según Roes. Ha sometido a discusión el informe de la anestesia que se ha puesto a su disposición.

Vandersloot, en su dúplica, ha sometido a discusión como apoyo de su versión una carta del catedrático De Rooij en la que este apunta que considera extremadamente improbable que Roes hubiera estado sentada en un taburete, que la administración de la anestesia epidural siempre se realiza en una cama o camilla para evitar que el paciente se caiga y que al anestesista, por diversas razones, siempre le asiste un auxiliar o enfermero.

La carta de este catedrático De Rooij era una epístola bastante extraña. Haciendo gala de su propio conocimiento de manera prolija y autocomplaciente, describía cómo se había establecido que fuera el procedimiento para, a continuación y sin solución de continuidad, partir de la base de que ¡así debía de haber ocurrido también! Un absurdo razonamiento, y, como prueba, me parecía del todo inapropiada. Además, si este catedrático De Rooij había redactado el escrito a instancias de Vandersloot, su independencia dejaba mucho que desear.

Todo lo que había estado leyendo hasta ahora guardaba relación con los fallos que se habían producido en el hospital. Las propias negligencias médicas y, a continuación, la negación de las mismas. Eso estaba razonablemente claro, pero Kalman Teller ya me había advertido sobre la parte que debía analizar y que estaba relacionada con el carácter jurídico del caso.

Ya empezaba con que el primer juez que tuvo que ver con el caso no le exigió a Vandersloot la simple y más evidente declaración: «Diga el nombre del auxiliar que, según usted, estuvo presente durante la intervención. Según Roes, no había nadie; según usted, sí. Denos entonces su nombre». El particular ni siquiera se planteó. En su lugar, el juez permitió que Vandersloot diera la vuelta a la tortilla, por decirlo de algún modo, y se apartara del terreno en el que era más vulnerable. Su abogado argumentó que las reclamaciones de Mira Roes no se debían a una mala praxis en la intervención médica de su cliente Vandersloot. Donde para cualquier espectador objetivo estaba claro que Mira Roes había entrado al hospital sana y en buen estado —al ingresar la habían examinado y confirmado su buen estado de salud—, para salir del mismo a continuación deformada y muy maltrecha, el tribunal se negaba a llegar a esa conclusión y, en cambio, ordenaba un llamado «informe pericial».

El informe de los tres peritos nombrados por el tribunal —un anestesista, un cirujano ortopédico y un neurólogo— hacía aguas por todos lados, fue lo que argüía Mira Roes. Los especialistas no se habían tomado la molestia de examinarla a ella, sino que, basándose en una argumentación torticera, comparable a la del anterior catedrático De Rooij, concluyeron que no había ninguna relación causal entre la errónea intervención médica y la columna vertebral tan dañada. La explicación del médico que sí había examinado bien a Mira Roes y después la había operado, el cirujano ortopédico Dr. Zuidwijk, en absoluto fue tomada en consideración. Después de que hubiera transcurrido de nuevo un tiempo excesivo para la respuesta de preguntas complementarias, la aportación de la declaración del Dr. Zuidwijk y la reclamación de Mira Roes, el tribunal se pronunció en su contra. Al cabo de más de seis años de haberse producido la intervención médica, el tribunal rechazó la tesis de Mira Roes en la que aseguraba que sus dolencias debían ser consecuencia de la anestesia, en vista de que se le habían manifestado después.

Cuando volví a leer el informe pericial, no tuve más remedio que compartir la opinión de Mira Roes: no tenía ni pies ni cabeza. Aún más desconcertante era el hecho de que la declaración de ese Dr. Zuidwijk no había tenido ningún peso para el tribunal.

Aunque ya era tarde y estaba mareado por el aluvión de argumentos a favor y en contra de los abogados de ambas partes y las reacciones a los mismos por parte de los jueces, no podía apartar la vista del dosier. Leí cómo el matrimonio Roes iba extraviándose cada vez más en el laberinto del poder ejecutivo. Un extravío que no parecía casual, sino inducido por astutos abogados de la parte contraria y nunca corregido por los jueces. Los jueces que rehusaban plantear las preguntas adecuadas e incluso negaban los hechos más evidentes. Con una perseverancia admirable, Mira y Frederik Roes iban de juez en juez, volvían a fundamentar cada vez su caso, recibían negativas una y otra vez, interponían recurso de defensa, apelaban, contrataban nuevos abogados, iniciaban nuevos procedimientos judiciales, y todo eso sin obtener una sola sentencia judicial a su favor.

Por un momento, el caso pareció tomar un sesgo favorable. La exposición final del abogado general estaba más clara que el agua en lo referente a la anterior resolución del tribunal:

El Tribunal de Primera Instancia incurrió en error de derecho al considerar que no puede exigirse del médico que proporcione motu proprio, en la motivación para la impugnación de las afirmaciones de la paciente, los elementos de hecho que puedan servir de elementos de referencia para la obtención de la prueba que le culpa de negligencia médica y que, en este sentido, el riesgo de que se pierdan los elementos de hecho no debe achacársele al médico. Si el Tribunal parte de que los elementos mencionados ya no existían cuando Roes incoó el proceso contra Vandersloot y a este le quedaron claras cuáles eran las afirmaciones en que se basaba Roes para recriminarle que había cometido errores médicos, el juicio del Tribunal, sin motivación más detallada, que falta, es incomprensible, mientras que por lo demás el Tribunal parece ignorar que era obligación de Vandersloot ofrecer información más detallada, en vista de que él debía refutar de manera razonada las afirmaciones de Roes.

De lo anterior se desprende que el motivo es fundado; que la sentencia del Tribunal recurrida en casación no puede seguir en pie y debe haber una nueva tramitación.

Conclusión

Esta instancia recomienda que se anule la sentencia dictada y que se vuelva a celebrar vista y a dictar sentencia.

Palabras claras de alguien a quien se suponía que debían tomarle muy en serio. Sin embargo, el Tribunal Superior, en un fallo por unanimidad, decidió hacer caso omiso de esta recomendación.