XXVI

Entré en La Place alrededor del mediodía y estaba bastante lleno. Era el 2 de diciembre y el público, en su mayor parte, constaba de personas que habían ido a comprar para el 5 de diciembre, el día de San Nicolás; por todas partes había grandes bolsas de plástico con regalos junto a las mesas. ¿Ya lo teníamos otra vez aquí?

Redig ocupaba una mesa para dos personas y ya había empezado a dar cuenta de un buen almuerzo. Tras saludarme, señaló con el tenedor su pizza y el gran plato de ensalada al lado:

—Te la recomiendo, la han preparado delante de mis narices y está recién hecha.

Al igual que los días anteriores, el cielo estaba gris y hacía frío, ahora incluso con una finísima llovizna. Haría bien tomándome algo caliente, y la pizza, en efecto, tenía una pinta estupenda, pero cuando me pasé por el mostrador con sándwiches, ensaladas y zumos frescos tentadoramente expuestos, y por delante de la cocina con platos calientes, opté por el tema de la semana: la «otra cocina japonesa». En lugar del archiconocido sushi, pedí que me confeccionaran un plato con diferentes clases de pescado en escabeche, un trozo de rollo de tortilla, berenjenas estofadas, una bolita de arroz con setas y rabanito cortado muy fino y condimentado con sésamo. Después de haberme cogido también un tazón de consomé, pagué y regresé donde estaba Redig. Miró lo que había elegido y siguió comiendo.

Tomé un par de cucharadas del consomé y pregunté:

—¿Y bien?

—Primero la comida y luego la charla —respondió. Cuando hubo terminado, dijo—: Voy por café, ¿tú también quieres?

Miré la cola que había en la caja; para cuando regresara, ya habría acabado de comer, así que le respondí:

—Un capuchino, gracias.

—Vigila bien mis cosas —me advirtió señalando con la cabeza la ancha maleta de aluminio que había junto a su silla—, ahí dentro hay una cámara carísima.

Mientras Redig iba por el café, me concentré en la comida: recién hecha en lugar de recalentada, verduras crujientes, pescado con un sabor y un olor bien reconocibles, de todo suficiente y fácil de digerir. Me sentó de maravilla.

Cuando Redig volvió a estar sentado frente a mí, preparado para comenzar con su historia, mostraba mayor aplomo del que ya de por sí era habitual en él.

—¿Cómo se llamaba el primer juez con que Roes se las tuvo que ver?

Me tenía tan empollado todo el dosier que me resultó sencillo responder esa pregunta. Además, era un nombre fácil de recordar:

—Meester —respondí.

—Muy bien. Así pues, es el señor que ha marcado las pautas para el posterior hundimiento de los Roes. En lugar de intervenir con decisión, empezó a despacharlos con buenas palabras. En mi opinión, esa era una razón estupenda para vigilar bien a ese señor. Es juez interino; en su trabajo cotidiano, es abogado de un bufete en La Haya: Levels & Bussert. Es uno de los socios y un tío muy atareado; además del trabajo de abogado y de juez interino, mantiene un buen número de actividades profesionales secundarias. Ahora mismo te haré un resumen, pero una de las más llamativas es que es miembro del Capítulo para la Orden Civil. Ese es un grupo que aconseja a vuestra reina sobre las posibles personas merecedoras de una condecoración. A este grupo no se invita a cualquiera, así que eso despeja cualquier duda sobre la posición social de nuestro señor Meester.

Se agachó, abrió la maleta y sacó de ella un montón de papeles.

—Tuve que abrirme camino a través de unos cuantos nombres. Permíteme decir, para empezar, que si ahora te pones a buscar vínculos entre el hospital donde trabajaba Vandersloot y los jueces del tribunal en La Haya, no encontrarás nada. Por encima del consejo de administración del hospital está el Consejo de Supervisión, y durante los últimos diez años su composición ha cambiado tres veces. Vandersloot, entre tanto, se ha ido, eso ya lo has descubierto tú solito, pero su cuñada, Vandersloot-Kerssemakers, todavía es directora y presidenta del consejo de administración del hospital y, por tanto, se sienta con unos inspectores distintos. ¿Sabes qué es lo que más tienen en común las personas de ese consejo?

Se retrepó y me miró expectante. Una combinación de conocimiento y experiencia, disponer de contactos, se me podían ocurrir unas cuantas razones, pero no tenía ganas de seguirle el juego.

—Dímelo tú.

—Todas estas personas están muy bien relacionadas. Por bueno que seas, si no perteneces a ningún grupo, no acudirán a ti nunca. ¿De acuerdo?

—Sí.

—También en los Países Bajos todo depende de los contactos adecuados. Si eres bueno, pero nadie te conoce, nunca llegarás a nada. Aunque lo contrario sí que puede darse: personas incompetentes con los contactos adecuados pueden muy bien llegar a lo más alto.

Al igual que en la Europa del Este: ¿era lo que quería sugerir? No quise entrar en la discusión.

—He tenido que escarbar mucho para averiguar la composición del Consejo de Supervisión en la época en que se produjo el problema con Roes. Muy interesante. En aquella época había un señor, un tal R. J. Geeven. Un catedrático de una facultad de medicina cualquiera y un hombre que ha publicado mucho. Nada malo en sí, si no fuera porque está casado con C. E Geeven-Grünwald. —Se detuvo un rato y buscó entre los papeles. Giró una hoja en mi dirección y continuó—: Esa señora es socia del bufete de abogados Levels & Bussert. Este es un listado de su página web.

Leí el escrito y saqué mis conclusiones en voz alta:

—Vandersloot comete un error, su cuñada le cubre las espaldas, va al Consejo de Supervisión e informa sobre lo que ha ocurrido. Además, habrá dejado claro que la versión de su cuñado es la única correcta. En el momento en que se incoa el proceso, ya saben que no tienen mucho que temer: Meester, el juez que lleva el caso, es un colega de la mujer de ese Geeven del Consejo de Supervisión.

—Exacto, y así se demuestra el vínculo entre el hospital y el tribunal. Ese Meester lo sabía, pero en lugar de inhibirse para evitar así la apariencia de parcialidad, ha seguido llevando el caso. Muy mal de su parte, pero igual de estúpido por la parte contraria al no averiguarlo. Si yo hubiera sido el abogado de Roes, eso habría sido lo primero que habría hecho. Habría querido saber todo acerca de cada juez.

—¿Porque tú has crecido en un entorno donde siempre se hacían trampas?

—Exacto.

Aparté el plato a un lado, me acerqué el capuchino y dije:

—Da igual lo que pueda parecerte, a mí me resulta una conclusión estremecedora. Y no solo eso, pues para Mira Roes y su esposo será muy duro tener que oír que, en realidad, jamás tuvieron una oportunidad.

—Así es la vida. No debes comenzar una batalla si no conoces bien al contrincante. De donde yo vengo, eso lo comprende todo el mundo.

Lo soltó a modo de burla y no se vislumbraba nada de compasión para con Mira y Frederik Roes.

—¿Y qué has encontrado sobre Fichtre y Verhees?

—Lo que ya había descubierto Roes es cierto, en efecto. Esas dos señoras han estudiado en la misma época en Leiden. Derecho civil, para ser exactos. Las dos eran miembros de Quintus, una de esas asociaciones de estudiantes locales. Más aún, estaban en el mismo grupo de debate: Triumph. Así pues, es imposible que no se conocieran, pero, además, todavía siguen tratándose. También que tienen un montón de cosas sobre las que charlar, porque se parecen bastante entre sí: las dos trabajan desde hace un par de años para un bufete de abogados de renombre, las dos acaban de cumplir treinta años, están casadas y las dos tienen dos hijos pequeños. Hasta lo que hacen es lo mismo: están especializadas en derecho de indemnización. Esa es también la razón de que sigan viéndose, pues son miembros de un grupito de abogados que se reúne regularmente para hablar de los avances dentro de su área. Seguro que también tendrá un carácter social —volvió a buscar entre la pila de papeles, me puso delante unas cuantas hojas y continuó—: He recogido los datos más importantes en un perfil.

Mientras leía, no pude llegar a otra conclusión sino que Redig era muy meticuloso en su trabajo, incluso tanto que informaba del nombre y de la edad de los hijos. La cámara tan cara, que había tenido que cuidar hace un momento, había proporcionado unas cuantas fotos nítidas. Jóvenes, bien cuidadas, vestidas con elegancia y con un carisma que irradiaba seguridad. No podía penetrar dentro de sus cabezas, pero a juzgar por el exterior todo les iba viento en popa. Cogí los listados de la página web de sus jefes y leí sus currículos. Louise Verhees, la persona que había presentado un escrito falso, ya había logrado con un caso en el Tribunal Superior conseguir una sentencia que había llevado a la ampliación de anterior jurisprudencia; obviamente, no estaba nada mal para un abogado aún tan joven. Según la página web de sus superiores, ya tenía importantes clientes: «Louise lleva también muchos informes periciales relacionados con el derecho de indemnización. Tanto los empleadores de la administración pública como los empleadores particulares y los llamados aseguradores sociales (IMSERSO, INEM) suelen buscar su ayuda para ejercer el derecho de indemnización».

En algún lugar de la estación había un taladro haciendo tanto ruido que Redig tuvo que inclinarse hacia mí para hacerse entender: «A cada una de ellas les he dedicado dos días. Es curioso todo lo que se puede llegar a averiguar de sus vidas en tan breve espacio de tiempo, ¿no te parece? Ese grupo de debate del que eran miembros tiene una página web propia. Allí hay fotos de toda clase de actividades que organizaban antes. También está incluida. Si buscas un poco, encontrarás en seguida a esas dos señoras».

De repente, estalló en cólera:

—¡Qué coño de escándalo es este! ¿Para qué coño están haciendo estas obras? Se ponen a demoler una estación que todavía se encuentra en buen estado.

Al entrar en el vestíbulo, a mí también me llamó la atención que Station Leiden estaba siendo totalmente reformada. Los Ferrocarriles Nacionales (NS) se disculpaban en grandes carteles por las molestias, pero este lugar había sido elegido como «estación experimental». Estaban intentando desarrollar un nuevo concepto para que el edificio desempeñara un «papel más multifuncional». Debía convertirse, más si cabe, en un lugar de encuentro para viajeros y consumidores.

Redig aún no había terminado de desfogarse: «¿Vuestro país es tan rico que os permitís destruir algo antes de que se haya desgastado o estropeado, o sois tan ricos precisamente porque lo hacéis así?».

Sin esperar a mi respuesta, se levantó y dijo: «Sigue leyendo, yo voy por café. Esperemos que este infierno se acabe pronto. ¿Quieres tú también?».

En medio del escándalo intenté concentrarme lo máximo posible, pero en seguida dejé de profundizar en los detalles. Lo único que contaba era que no existía ninguna duda sobre el hecho de que Sarah Fichtre, la abogada de Mira y Frederik Roes, y Louise Verhees, la abogada de la parte contraria, se conocían. Y cuando Frederik Roes descubrió que Louise Verhees había presentado un escrito falso y se lo comunicó a su abogada, esta les había indicado de manera totalmente inesperada que ya no podía seguir representando a la pareja. Según decía, porque se había dañado el vínculo de confianza, pero la verdadera razón era que Sarah Fichtre estaba cubriéndole las espaldas a su amiga. Mira y Frederik Roes volvían a tener mala suerte. El primer juez con quien tuvieron que vérselas era parcial y ahora, en un momento crucial, les había dejado en la estacada la última de toda una ristra de abogados a los que habían contratado durante esos diez años. A pesar de la pena que me daban, también se apoderó de mí un sentimiento de ira. ¿Por qué siempre toda esa mala suerte? ¿Acaso había personas que habían sido condenadas a tanta contrariedad que atraían la desgracia por mucho que intentaran escabullirse?

Cuando Redig volvió a sentarse frente a mí, el jaleo no se había terminado todavía, pero ahora por lo visto había decidido ignorarlo. Dio unos golpecitos en el perfil de Louise Verhees y dijo:

—Una vida perfecta.

Parecía más pagado de sí mismo de lo habitual. Evidentemente, se había guardado lo mejor para el final.

Sin venir a cuento, me preguntó:

—¿Qué te ha costado tu reloj?

Me miré la muñeca. La correa de metal se había dado de sí con los años y ahora colgaba suelta en la mano, mientras que la esfera descansaba a veces en un lateral, a veces en el interior de la muñeca. Era un reloj barato, pero funcionaba.

—Menos de treinta euros, si no recuerdo mal.

Redig se quitó el reloj y lo puso sobre la mesa, delante de mí.

—Este es un Carrera de Tag Heuer. Este reloj cuesta más de cinco mil euros, pero, al comprarlo, sabes que estás adquiriendo algo perfecto.

—¿Adónde quieres llegar? —le pregunté.

—Existen relojes perfectos, pero no personas perfectas. Esos dos datos son importantes. Tú puedes permitírtelo, ¿no? ¿Por qué compras mierda cuando la perfección está al alcance de la mano? Este reloj tiene un acabado perfecto, no hay nada en él que pueda mejorarse. Tener conciencia de eso es muy importante. Así lo veo yo.

—Muy bien, estupendo —le corté—, ¿qué es lo que no es perfecto en Louise Verhees?

Por un momento se le ensombreció el rostro.

—Verhees y su familia viven en Ámsterdam Sur. También le he dedicado un poco de tiempo a su marido. Trabaja en la banca privada para Schretlen & Co. Al igual que su esposa, también es joven y está decidido a hacer carrera. Pero a él también le queda tiempo para otras cosas. Estas las he tomado durante su pausa del almuerzo.

Me puso delante unas cuantas fotos. No sabía cómo las había hecho, pero eran muy nítidas y no admitían el más mínimo atisbo de duda. El marido de Louise Verhees y una mujer desconocida habían sido inmortalizados mientras se abrazaban y besaban cariñosamente. En una de las fotos, él le había puesto la mano en el culo a ella, haciendo que se le subiera un poco la falda. Parecía como si tuvieran que contenerse para no arrancarse la ropa del cuerpo.

—¿Esa Verhees no es la abogada que redactó un escrito falso en el que Sunardi supuestamente afirmaba que había estado presente en esa intervención fallida?

—Sí, ¿y bien? —respondí.

—Así su matrimonio parece un poquito menos ideal. No sé si ella está enterada de esto, pero, si no es así, se le podría chantajear a su marido.

—¿Para qué?

Se encogió de hombros y dijo:

—No tengo ni idea, pero tal vez algún día te venga bien. Por lo demás, son gente maja, nada que objetar. Al menos, hasta donde he podido averiguar. ¿Quieres que busque más cosas de las dos damas?

Negué meneando la cabeza y le dije:

—No. Así está bien.

Le pagué a Redig y me despedí. Había hecho muy bien lo que le había encomendado, pero él sabía como nadie que con eso no estaba todo terminado.

—A ese Vandersloot le están protegiendo. No tengo ni idea de por qué, pero es lo suficientemente serio como para cometer un asesinato después de diez años —me había dicho al despedirse.

Esa era justo la conclusión a la que yo también había llegado. Jueces que no eran imparciales y abogados corruptos era una cosa, pero el asesinato entraba dentro de una categoría muy distinta. A Redig se le veía aliviado al no tener que seguir implicado por más tiempo, y su advertencia: «Yo que tú me andaría con ojo», no me pareció que le saliera del corazón.

Ese mismo día le llevé la información a Kalman Teller. Aunque los datos hablaban por sí solos, estuvimos pronto de acuerdo en que con esto el caso aún no estaba decidido para que Mira y Frederik Roes lo vieran como algo positivo. Kalman Teller buscaría a alguien que pudiera emitir un dictamen serio sobre las implicaciones jurídicas que podría acarrear el hecho de que el juez involucrado, que había llevado su caso, no se hubiera inhibido cuando lo tendría que haber hecho. Con todas las malas experiencias que habían tenido hasta ahora, estaba además la cuestión de qué posibilidades tenían si se le presentaba esto a otro juez.