XXXIX
Estudié los papeles de la Cámara de Comercio, pero de las cuatro clínicas que se mencionaban en el artículo de Psy solo Aestetica Injectables Kliniek Amstelveen pertenecía al holding MEDCARE. El hilo que creía haber cogido se había vuelto de golpe bastante más fino. Las otras tres clínicas, cuyas acciones estaban al cien por cien en manos de la dirección, que a su vez tan solo constaba de unos cuantos cirujanos plásticos que trabajaban allí, eran empresas que operaban de manera autónoma e independiente.
No fue sencillo conseguir que el redactor del artículo en Psy me diera los nombres de los parientes de las víctimas. Hasta que no los llamó y les pidió permiso, no me entregó la información para contactar con ellos. Los cuatro accedieron a recibirme; por lo visto, lo habían encajado tan mal que les apetecía hablarlo.
Al primero que fui a visitar era un hombre que vivía en Eindhoven. Llegué a un viejo y pobre barrio obrero conformado por pequeñas casas de ladrillo oscurecido construidas en la década de los años sesenta del siglo pasado, jardines delanteros mal cuidados por personas con demasiado poco dinero para gastar en su mantenimiento, salvo algún que otro enano de jardín o jarrón. Cuartos de estar de poca profundidad con la mesa de comedor de roble y cuatro sillas junto a la ventana posterior, que ofrecían vistas a un jardín trasero con baldosas y, en la parte delantera, apenas separados un par de metros, un tresillo y uno o dos sillones orientados hacia el único objeto de lujo: el inevitable televisor de pantalla plana. Las pocas personas que se veían por la calle parecían enfermas. Gordas, pálidas, desaliñadas; me encontraba aquí, en la parte de los Países Bajos donde como en ninguna otra del resto del país se consumía demasiada fritanga, la gente se movía demasiado poco y se fumaba en exceso.
El hombre que abrió la puerta acababa de llegar a casa del trabajo y me recibió con el mono blanco de pintor, cuya parte superior se había quitado dejando que colgara hacia abajo y anudándola a la cintura. Me precedió hasta la cocina y volvió a sentarse tras su plato de comida precocinada: puré de patatas, una albóndiga con salsa y lombarda con manzana. Me senté en un taburete, junto a una mesa en la que apenas había espacio para los dos. La encimera estaba repleta de un batiburrillo de platos sucios, tazas de café, cubiertos y botellas de cerveza vacías, y el fogón no se había limpiado en años.
Me hallaba sentado frente a un hombre cincuentón que se estaba quedando calvo, que había perdido a su mujer, cuyos hijos probablemente ya no vivirían en casa, en una cocina que al parecer iba creciendo en suciedad, y este hombre trabajaba por un salario con el que apenas podría llegar a fin de mes.
Una vida que era como era, sin expectativas de grandes cambios o sorpresas. Sin embargo, en su interior todavía ardía el luego, porque cuando nos pusimos a hablar del tema que me había traído aquí tras el intercambio de formalidades, el tono de su voz distaba mucho de ser resignado. El enorme interés del «proceso modelo», tal como me lo había esbozado el redactor, no lo sabía apreciar. Él quería ver correr la sangre de todos aquellos que le habían causado tanto mal.
—Nunca le dijeron que ya era suficiente. Yo ni siquiera estaba de acuerdo, pero ¿cómo puedes negarte si tu propia esposa insiste tanto? En una situación normal es ya casi imposible, pero es que mi esposa tenía problemas psíquicos. Tomaba medicinas contra la depresión y gracias a ellas iba más o menos bien, pero el pensar que la iban a operar otra vez era lo que la hacía realmente feliz. Vivía para eso y esa era su ilusión.
Se levantó, tiró al cubo de la basura el envoltorio de plástico de la comida y abrió la nevera.
—¿Quieres una cerveza?
—Sí, gracias.
—¿Con vaso?
—No, vale, así está bien.
Quitó las chapas con un cuchillo y volvió a sentarse. Sacó un paquete de picadura del mono de pintor, se lio malamente un cigarrillo y quitó el sobrante de tabaco antes de encenderlo.
—Llevo trabajando desde los dieciséis años y conocí a mi mujer con dieciocho. Ella tenía quince entonces, con una infancia de mierda a sus espaldas. Intenta salir de ahí. Eso es algo que siempre llevas a cuestas. Su padre bebía y, cuando llegaba pedo a casa, le zurraba a todo el mundo. Pobreza y falta de amor. Ella decía siempre: «Ojalá mis hijos lo tengan mejor». Bueno, así fue, para eso trabajamos duro los dos. El único capricho que pedía para ella eran esos arreglos. A mí me traía al fresco, yo tampoco soy ningún adonis. ¿Qué cosas se hizo tu mujer?
Yo no estaba aquí como detective privado, sino como alguien que supuestamente se encontraba casi en la misma situación y, sin embargo, la pregunta me cogió de sorpresa. Mi mujer estaba muerta y ahora yo debía esbozar la imagen de una esposa depresiva que también se hacía apaños.
—Tripa y caderas, pensaba que estaba demasiado gorda —intenté ser lo más breve posible, confiando en que sonara algo convincente.
—Justo lo mismo que mi mujer. ¿Les pasará lo mismo a todas las mujeres? Cuando se lo hizo, pensé que ya habíamos terminado, pero entonces empezó con la cara. Arrugas, bolsas bajo los ojos. Una persona no puede evitar envejecer, ¿no? Así es la vida, creo yo, pero a ella no le gustaba hacerse vieja.
—¿Y esos médicos nunca dijeron que no?
—¿Decir que no? Ellos lo que querían era ganar pasta. Unas inyecciones y ciento cincuenta euros al bolsillo. ¡En menos de un minuto! Te toca y te aprieta un poco para ver dónde tienen que pinchar exactamente, una inyección y luego te dan un pequeño masaje. ¡Dicho y hecho! Y no me vengas con cuentos de que la inyección es lo caro. ¡Ese negocio es una bicoca! Si te pones a pensar en lo duro que tengo que trabajar yo para sacar lo que se sacan ellos…, y luego quieren pagarme en negro. Pero vamos a darles su merecido; a ver cómo le explican a un juez por qué no le preguntaron si sabía lo que estaba haciendo o si de verdad le parecía sensato. Esos médicos tendrían que haberla frenado, pero continuaron hasta que mi mujer también comprendió que ya se había hecho de todo y que todo seguía siendo igual. Sí, desde luego que el exterior había cambiado, pero nada más. Y luego fue recayendo poco a poco. Solo le preguntaron una vez, la primera de todas, cuando entró, si tomaba medicinas. Se ve que están obligados a hacerlo por los efectos secundarios o algo así. Cuando dijo que tomaba Seroxat, dijeron que no había ningún problema. ¡Se la sudaba que estuviera tomando algo contra la depresión! Ya no volvieron a preguntarle nada.
Estuve más de una hora, me dio otra cerveza y me fumé un cigarrillo, pero no oí nada nuevo. Para expresar su enfado y frustración siguió repitiéndose a sí mismo lo que ya había dicho.
Antes de regresar a Ámsterdam, me tomé bastante tiempo para escribir con el máximo detalle posible todo lo que podía recordar de la conversación.
En el viaje de vuelta estaba de mal humor. Había pensado que, una vez que abandonara ese barrio deprimente, me volvería la alegría, pero no fue ese el caso. Siempre había tenido la impresión de que las personas que se someten a esta clase de intervenciones podían permitírselo con relativa comodidad. Por lo que acababa de ver, no era así siempre, pues este matrimonio se veía obligado a ahorrar de veras para someterse a estos arreglos. A eso se le añadía que, frente a alguien que le echaba todas las culpas a la clínica que había realizado el tratamiento, a mí me seguía pareciendo que los propios pacientes no estaban del todo libres de culpa. Su esposa había querido que la operaran, e incluso insistido, según su marido. Estaba claro que los juristas de la parte contraria no dejarían de machacar con esa responsabilidad propia. Pero lo que peor me sentaba eran mis propias mentiras y la sensación de que con ellas había mancillado el recuerdo de Eileen. Y aunque esa idea fuera absurda, no podía quitármela de la cabeza.
Poco antes de llegar a Ámsterdam, siguieron las malas noticias. Elzeline me llamó comunicándome que habían vuelto a ingresar a Jaap. Los meses pasados había estado tan bien y tan estable que parecía mentira que los doctores le hubieran dado por perdido. Últimamente iba a visitarle al menos una vez por semana. Al principio le preguntaba, como era lógico, qué tal estaba, pero cuando me pidió que dejáramos de hablar del tema, no volví a mencionarlo. Sin embargo, durante todo ese tiempo había estado esperando una llamada como esta. El bofetón fue más fuerte cuando oí que su situación había empeorado mucho más. Junto a un tumor que no cesaba de crecer, en la última revisión habían comprobado que tenía un aneurisma considerable.
—Puede desgarrarse con el más mínimo movimiento —dijo Elzeline—. Entonces tendría un derrame cerebral.
—Así que tiene que permanecer tumbado, ¿no?
—Sí, en efecto.
—¿No pueden operarle?
—Probablemente no. Mañana le examinarán de nuevo, pero el primer diagnóstico es que el riesgo es demasiado grande.
—Qué putada —dije.
Elzeline no reaccionó. ¿Qué podría haber dicho? Ella estaba tan compungida como yo.
—¿Está otra vez en el AMC?
—No, le han trasladado inmediatamente con la ambulancia al LUMC, el Centro Médico Universitario de Leiden. Allí parece que tienen mejores especialistas para estos casos.
Por la noche volví a buscar en internet, esta vez todo lo que había sobre aneurismas, pero me di cuenta de que apenas era capaz de asimilarlo. Como si algo en mí supiera que ya no importaba. Me daba la impresión de que estaba traicionando a Jaap, como si ya le hubiera dado por perdido. Quizá era una forma de superstición, pero volví a hacer un nuevo intento de asimilar lo que leía. En «tratamiento quirúrgico» leí que se podía llegar directamente al aneurisma por medio de una trampilla en el hueso coronal, para colocar una pequeña pinza en el cuello del aneurisma que preservara el flujo arterial hacia la protuberancia. La colocación de esa pequeña pinza se llama en inglés clipping. Si eso no salía bien, entonces existía una alternativa para envolverlo, wrapping en inglés; por ejemplo, con pedacitos de algodón, para que se produzca una fibrosis alrededor del aneurisma que engorde y refuerce la pared.