XLIX

Durante las semanas que siguieron, iba a visitar a Jaap por la tarde. Cuando el tiempo lo permitía, le ayudaba a subirse en la silla de ruedas y le sacaba afuera, al lugar donde ya habíamos estado antes. Bebíamos café, fumábamos y mirábamos a las personas que pasaban. Cuando le llevaba de nuevo a la habitación, me quedaba casi siempre con él, la mayoría de las veces viendo la televisión. No hablábamos mucho más, aparte de algún comentario sobre lo que veíamos. Unas cuantas veces se quedó dormido y le dejaba así cuando me iba. Para el viaje de regreso, me compraba algo de comida y de bebida en la estación y buscaba un lugar en vagones que a esa hora estaban casi vacíos.

Una sola vez volvió sobre el particular del que ya no quería hacerle más preguntas. Mientras que sus colegas me habían interrogado varias veces, ellos no habían soltado prenda sobre los hombres a quienes habían detenido.

—Son serbios, antiguos soldados del ejército serbobosnio —me informó Jaap—. Estaban aquí con pasaportes falsos, pero hemos reconocido a uno de ellos por una orden de búsqueda de la Interpol. Durante la guerra fue guardaespaldas de Mladić en Bosnia. De los otros dos no sabemos mucho todavía, apenas abren la boca, y, si dicen algo, es con la retórica ultranacionalista sobre Serbia y el complot universal para exterminar a los serbios. De Sunardi no dicen nada. El caso se ha complicado ahora un poco más, porque mientras buscábamos pruebas que demostraran que habían tenido algo que ver con el asesinato de Sunardi, parece que se está iniciando algo de mayor envergadura. El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia quiere tirarle de la lengua a ese guardaespaldas para enterarse de dónde ha estado escondido Mladić durante los últimos años y con quién se ha visto.

Más no dijo del tema y, como noté que a él tampoco le interesaba, no seguí insistiendo.

Cuando estaba con él, me resultaba cada vez más difícil despedirme e irme a casa. A veces seguía allí sentado después de que se hubiera adormilado. Una de esas tardes me despertó un enfermero. Creí que iba a echarme, pero me preguntó si quería beber algo. Cuando le pedí un vaso de agua, dijo: «Venga conmigo».

Me precedió hacia la habitación donde se reunían los médicos y el personal sanitario para deliberar y durante las pausas, pero a esta hora no había nadie. Me llenó un vaso de agua y con un gesto me indicó que me sentara. Ya le había visto antes, y, si Jaap no me hubiera contado nada, no habría sabido qué pensar de él. Tenía un físico andrógino: era claramente un hombre, pero con el cabello negro liso cortado a media melena que le colgaba por la cara en tirabuzones, y un rostro ovalado y relleno que poseía algo marcadamente femenino. Sus rasgos eran blandos, pero su mirada era tan amable que era lo que más llamaba la atención. Llevaba prácticamente la misma ropa que sus colegas, pero las perneras del pantalón eran tan amplias que semejaban una falda larga. Según Jaap, era un transgénero; él mismo le había dicho que se sentía un ser intermedio entre hombre y mujer, pero que tampoco deseaba hacerse reconstruir y convertirse del todo en una mujer. El LUMC había corrido un riesgo con su contratación, porque podía imaginarme que mientras que la mayoría de las personas con el tiempo ya se habían acostumbrado a los gays y a las lesbianas, seguirían preguntándose qué tenían ahora junto a su cama.

—Tú eres Remko —le dije.

—Y usted es Jager. Cazador, me parece un nombre magnífico. Jaap me ha hablado de usted.

—¿Sí? Le gusta charlar bastante, a mí también me ha hablado de ti. Y trátame de tú, oye.

Jaap había empezado a hablar con él cuando estaba en la cama escuchando música de Lou Reed. Remko le había preguntado si Perfect Day le parecía una buena canción y al día siguiente le había dejado una versión interpretada por Antony and the Johnsons. No había sido una elección casual; ese Antony y Remko mostraban un llamativo parecido. Antony era su héroe y había contribuido bastante a que empezara a sentirse más libre y a gusto con su identidad.

—¿Tú también tienes una voz tan fabulosa como Antony? Jaap me puso la canción. Así al menos tenemos contacto con algo de belleza en medio de toda esta miseria. Joder, ¿cómo puedes soportar este trabajo? Toda esa gente que se muere.

—No todo el mundo se muere aquí, qué va. La mayoría de las personas salen más sanas de lo que llegaron. Pero, en efecto, también muere mucha gente. Y en la mayoría de los casos puede observarse en determinado momento una especie de claudicación. A veces porque están cansados sin más de luchar, ya no pueden ni quieren, pero también alguna que otra vez porque lo aceptan. Cuando están en esa fase, se produce cierta distancia entre ellos y sus familiares y amigos. Entonces se vuelven, por decirlo de algún modo, inalcanzables.

—¿Así que eso es lo que va a ocurrir también con Jaap?

—Tal vez sí. Confiemos.

—Terrible, es terrible.

Fui consciente de que mi voz sonaba cansada. Así me sentía también: vacío, acabado, desgastado. No sabía de dónde tendría que sacar las fuerzas para volver a remontar. Me restregué la cara con las manos y me levanté.

—Está bien que haya personas como tú —le dije.

—Eso es algo que no suelo oír con mucha frecuencia —me respondió con una sonrisa.

—No me refería a eso.

—No, si ya te he entendido. Solo estaba gastándote una broma.

Cuando estuve ya de pie, empecé a marearme y por un momento parecía como si fuera a perder el equilibrio. Le tendí la mano y dije:

—Me voy a casa. Gracias.

—¿Duermes lo suficiente? Oficialmente no está permitido, pero puedo darte pastillas para dormir.

—No, gracias. Por suerte no me quita el sueño, pero es lo primero en que pienso cuando me despierto. Tal vez no aparezca en mis sueños hasta que se haya muerto. Solo Dios sabe cómo funciona nuestro cerebro.

En los días que siguieron no dejé de pensar una y otra vez en las palabras de este hombre tan simpático, viviendo en algún lugar entre lo que es ser hombre y ser mujer.

Cuando Jaap estaba consciente, la conversación era cada vez más torpe. Yo sacaba diferentes temas, pero notaba que su interés era cada vez menor. Mientras me esforzaba por seguir hablando, él iba replegándose más en sí mismo. De manera lenta pero segura, ese mundo en el que yo aún estaba metido de lleno empezaba a no ser ya el suyo. Sin embargo, yo seguía yendo. Cuando se quedaba dormido, procuraba meditar tímidamente concentrándome en la respiración. Una vez que me dolía la cabeza hice un ejercicio que me había enseñado mi padre. Con los ojos cerrados, me imaginaba inhalando luz blanca y que esta se propagaba por mi cabeza llenándolo todo. Mientras intentaba combatir así el propio dolor, sentí la tentación de colocar mi boca en la del durmiente Jaap e insuflarle esa luz en su interior hasta que el negro tumor se disolviera por completo en su cerebro.

Otras veces era yo quien se quedaba traspuesto o me abismaba en pensamientos de los que me arrancaban su respiración irregular o sus movimientos intranquilos. En una de esas noches, cuando me desperté, vi cómo Jaap estaba ante la ventana. En la habitación no había ninguna luz encendida, pero su cráneo y el lateral de su cara relucían iluminados por la luz de la luna. Una luna que se hallaba infinitamente lejos en el cielo, pero con unos perfiles tan nítidos que era como si pudiéramos tocarla. Mientras dormía, su rostro se veía marcado por el declive que había comenzado. Sin embargo, a la luz de esta luna parecía como si hubiera regresado algo de vida a su interior. No era así, no era más que el efecto de la luz de la luna, pero sentí un nudo en la garganta.

Estaba allí de pie, inmóvil, mirando afuera. Se pasó minutos así. Cuando se volvió por fin y vio que le estaba observando, se le dibujó una mueca en el rostro.

—Así es, Jager. Así es.

Sin decir nada más, pasó por delante de mí, me puso levemente la mano en el hombro y se sentó al borde de la cama.

—Te habías quedado dormido —me dijo—. Los dos nos habíamos quedado dormidos. —Y luego, sin solución de continuidad alguna—: ¿Sabes lo que me pregunto? Tal vez suene muy irracional, pero tengo la sensación de que la respuesta a esa pregunta es muy importante para mí. ¿Estaba ya predestinado a morir y esto es solo el final de mi vida? ¿O no existe la predestinación y todo es pura casualidad y mi vida se ha quebrado así sin más?

Meneó la cabeza despacio.

—Lo primero podría haberme aportado mayor paz. Si no hubiera más remedio. ¿Qué dice un budista al respecto? En ese libro de Eckhart Tolle tampoco pude encontrar nada que me lo aclarara.

Mi padre con toda seguridad le hubiera podido ofrecer las palabras adecuadas, pero era a mí a quien preguntaba y no lo sabía.

—Déjalo, Jager. A fin de cuentas, todo se reduce a lo que haga yo con ello. En mi cabeza hay un batiburrillo. Ahora mismo estaba pensando en las palabras de un candidato a la presidencia de los Estados Unidos, ya no recuerdo exactamente cuál, pero durante la campaña electoral decía: «¿Qué le dices al último soldado que va a morir en Vietnam?». ¿De dónde surge esa idea de pronto? ¿Existe una explicación? Casi en el mismo momento pensaba que luego, casi con toda seguridad, podré decir cuál fue mi última taza de café. Mis pensamientos se disparan en todas direcciones. Terrible, ¿no? Ahora que voy a morir, confío en tenerlo todo muy organizadito y en que cada pensamiento vaya a aportar algo a mi vida. Y no que mi cabeza esté llena de todo tipo de cosas que no vengan a cuento.

Respiró profundamente, alisó las sábanas con las manos y dijo: «Y cada vez que os veo me pregunto cuándo llegará el momento de despedirse. ¿Cuándo llegará?».