XIV
Fuimos al hospital con toda la parafernalia imaginable: sirenas, luces giratorias y tan rápido como era posible. Yo estaba sentado junto a la camilla en la que yacía Jaap y, aunque la temperatura dentro de la ambulancia debía de ser razonable, no me parecía que estuviera entrando en calor. Para colmo de males, vomité. Estaba aturdido por completo y ni siquiera era capaz de oler mi propio vómito. Jaap seguía tranquilo y el enfermero que estaba sentado a mi lado, si bien le mantenía vigilado, no hacía nada más. Le habían restañado la herida sangrante de la cabeza, para después inmovilizársela junto con el cuello. Yo le miraba, pero estaba demasiado exhausto y narcotizado como para preguntarle al enfermero qué le estaba pasando a mi amigo. En cualquier caso, mientras el pecho le subiera y le bajara, y eso era algo que no dejaba de vigilar escrupulosamente, seguía vivo.
Podría haberme ido muy bien directamente a casa; al llegar al AMC, el hospital universitario de Ámsterdam, nos separaron en seguida a Jaap y a mí. De mí no había mucho que examinar, eso ya podía decirlo yo. Cuando se hubieron asegurado de que no me encontraba en estado de shock, pero sí mostraba síntomas de hipotermia, pude quitarme la ropa húmeda y darme una ducha. El agua caliente me hizo bien; primero empecé a sentir un hormigueo por todo el cuerpo y después iba notando cómo el calor también penetraba en lo más profundo. Cuando ya me pareció suficiente, me sequé bien. Fui a buscar mis cosas mojadas, saqué la cartera del bolsillo del pantalón, extraje su contenido y lo extendí para que se secara. Todas las tarjetas parecían estar en buen estado, pero eso lo comprobaría mañana. Los daños del carné de conducir y de los billetes parecían mayores. Lo sequé todo bien y lo envolví en pañuelos de papel. Al salir de nuevo, vestido con un pijama, bata y zapatillas del hospital, me preguntaron si había alguien que pudiera pasar a recogerme. La revisión de Jaap podía durar horas y, en este momento, su situación era estable. No había nadie que pudiera llevarme a casa, así que no mucho más tarde me encontraba sentado en un taxi con mi vestuario de hospital. Sustituí las zapatillas por mis zapatos y la bata por el abrigo, las únicas prendas que seguían secas.
En casa puse la estufa de gas a su máxima potencia y, mientras calentaba la vivienda, me volví a duchar. Esta vez pude ponerme mi ropa interior y mi bata. Me habría gustado tomarme algo fuerte para calentarme también por dentro, pero temía volver a vomitar. En lugar de una bebida alcohólica, me hice mi té y, con las manos rodeando la taza, me senté lo más cerca que pude de la estufa. Me quedé con la mirada clavada en el cristal tras el que decenas de llamitas de gas dispersaban el resplandor y el calor. El termostato de la estufa estaba tan elevado que pronto tuve que correr la butaca hacia atrás. Una y otra vez intentaba recordar lo que había pasado exactamente, pero no obtuve ninguna respuesta a las preguntas de por qué había ocurrido. ¿Qué le había pasado a Jaap? ¿Le había salvado la vida o todavía podía morirse?
Ni siquiera era tan tarde, antes de medianoche. Desde que había salido del restaurante empezaron a ocurrir cosas inconcebibles. Había estado en las oscuras y frías aguas del IJ y había sacado a mi amigo del coche. No me creía yo capaz de semejantes acciones.
Me levanté y fui hacia la ventana. En las casas de algunos de mis vecinos de enfrente ya se habían apagado las luces, pero aquí y allá seguía habiendo plena vida, y así pude mirar dentro de los cuartos de estar y de las cocinas. Cuando me acababa de mudar al Pijp, los pisos de enfrente tenían visillos en las ventanas y por las noches corrían las cortinas. Allí vivían demasiadas personas para una superficie tan pequeña, sin calefacción central y sin ducha. A muchos de ellos los había conocido durante las innumerables ocasiones en que estábamos esperando en la casa de baños públicos a que quedaran duchas libres. Esos habitantes originarios habían ido desapareciendo poco a poco para dejar sitio a una nueva generación de jóvenes que habían pagado mucho dinero para poder vivir en un barrio que había ido creciendo hasta convertirse en uno de los más populares de Ámsterdam. Personas a las que no parecía molestar que otros miraran el interior de sus casas. Solteros, parejas jóvenes, algunas con niños pequeños, pero nunca más de dos. Y no se debía en absoluto a la falta de espacio. Era como si en las vidas de las familias, con dos progenitores que trabajaban y deseaban una existencia plena, no hubiera cabida para más de dos hijos. Se sopesaban muy conscientemente las ventajas y los inconvenientes. Los niños ya no nacían así sin más, como ocurría en el pasado: llegué a conocer aquí familias con ocho hijos. Los habitantes actuales probablemente solo conocieran a sus vecinos de manera superficial, excepciones aparte. Los habitantes anteriores se conocían muy bien entre sí y quizá al correr las cortinas se aislaban por un momento del resto de la vecindad. La pobreza de antes había desaparecido, pero ¿qué había llegado a cambio? Cada vez se daba más el cada uno en su casa y Dios en la de todos, mientras que con el aumento de la prosperidad tendría que haber sido al revés, más posibilidades para poder ayudar al prójimo. En lugar de eso, la mayoría de las personas solo utilizaba la prosperidad para hacer que el mundo girara aún más a su alrededor y acaparar aún más cosas.