XLVI

La citación que había recibido el 10 de abril llevaba ya casi dos semanas en el rincón de mi mesa. El juicio era el 26 de mayo y todavía no había hecho nada. No había iniciado los trámites para recurrir a un abogado u obtener uno de oficio. Tres abogados habían prestado declaraciones falsas y las repetirían ante el juez sin pestañear ni inmutarse. No era la primera vez ni seguro que tampoco sería la última. La magistratura sentada, la magistratura de pie; ya no tenía ninguna confianza en ninguna de las dos. Si no había demasiado en juego, tal vez funcionara el sistema judicial, pero cuando se trataba de algo importante, por todos lados se realizaban esfuerzos para influir en el resultado. Personas que conocían a personas. ¿Y cuántos de los jueces que ejercían su cargo de por vida eran unos incompetentes sin más, con una inteligencia demasiado escasa para poder juzgar casos complicados? O, simplemente, que no eran imparciales, porque al fin y al cabo solo eran personas normales y corrientes. ¿Debería yo comenzar también la lucha, al igual que lo habían hecho Mira y Frederik Roes, para acabar al final destrozado? No, sería educado y contestaría con las mayores vaguedades posibles. Declararía que lo que yo había dicho era verdad y que lo que afirmaban estos tres abogados era mentira. Añadiría que nunca tendría que haber hecho ese comentario y que lo lamentaba. ¿Qué podía esperarme: una prisión condicional, unos trabajos forzados o me caería algo más duro?

Por injusto que fuera, no podía esperar más de la sala de audiencia. Si quería luchar en algún sitio, debería elegir yo mismo el terreno.

Cuando a la hora de la cena llamé al timbre de la casa de Louise Verhees, me abrió una chica de unos dieciocho años. El señor y la señora Verhees no estaban y ella era la canguro. Le indiqué que era un compañero de Louise y me informó de que el matrimonio había salido a cenar con unos amigos.

Tuve dificultades en encontrar el antiguo polígono industrial, pero, una vez que llegué, pude aparcar el coche en seguida allí mismo. Cuando me bajé, miré alrededor, pero no había nada que indicara que me habían seguido. Supuse que, aunque hubiera sido ese el caso, los colegas de Jaap también estarían cerca, lo que me tranquilizaba. Paseé a mis anchas por la superficie de alquitrán que llevaba a la entrada del edificio, pasando por delante de coches discretos, la mayoría nuevos y muchos con sillitas para los niños en el asiento trasero. En la entrada había un cartel: «Esta noche estamos completos». Un gran logro, porque en el espacio donde antes se encontraba una fábrica de mantas podían apreciarse cuarenta mesas por lo menos. Cuando le dije a la chica que me recibió en la entrada que solo quería beber algo, me señaló la barra del bar. No había nadie más, el barman estaba agitando un cóctel y me saludó con una inclinación de cabeza. Busqué un lugar en el que pudiera ver el restaurante y dejé encima de la barra el sobre que había traído. Un suelo de hormigón pintado de gris, una sala de techos altos con cuadernas de acero de las que colgaban enormes lámparas que semejaban paraguas dados la vuelta y una red de tubos de acero que me hicieron preguntarme para qué habrían servido en su día. El murmullo de las muchas voces y el tintineo de los cubiertos sobre los platos sonaban algo huecos en esta gran nave.

El personal de servicio, que iba y venía, llevaba en la parte baja de las caderas un largo delantal negro y un cinturón ancho con una pistolera de cuero en la que enfundaban el aparato donde tecleaban los pedidos. Las chicas parecían casi idénticas las unas a las otras: una estatura de un metro sesenta o setenta aproximadamente, cabello rubio y lacio peinado hacia atrás, un pantalón vaquero ajustado a firmes nalgas y pechos turgentes bajo un polo blanco con el cuello desabrochado. Podías pedirle a una y, sin que te dieras cuenta, podría llegar a servirte otra.

Tras recorrer un poco la sala con la mirada, encontré a las personas que buscaba. Las tenía sentadas a unos quince menos de distancia, junto a un viejo muro de ladrillo restaurado y bajo un alto ventanal por el que entraba la última luz del día. Reunidos junto a una enfriadera con una botella de vino dentro, estaban enzarzados en una animada conversación. A primera vista, no había nubes en el horizonte.

De las cuatro personas que había sentadas a la mesa, yo conocía a tres: Louise Verhees, su esposo y la mujer que estaba sentada frente a él. No conocía al hombre que tenía al lado, pero supuse que era su marido. Dos parejas jóvenes con fabulosas vidas, en las que al parecer no había signos de desgaste. Todo brillaba todavía, no se apreciaba ningún arañazo. Gente guapa que había conseguido salvaguardar toda esa pijería: hacer carrera profesional, hijos, un matrimonio feliz, una buena vida sexual y todo lo demás a lo que se creían con derecho. Era difícil imaginarse que una de ellos, Louise Verhees, había causado ya tanto daño.

Decidí que no tenía ninguna prisa y le hice una seña al barman.

—¿Qué es un salty dog? —pregunté mientras señalaba el letrero que había detrás de la barra.

—Vodka con zumo de pomelo y sal en el borde de la copa.

—¿Con hielo?

—No, pero si lo quiere así, también se puede.

—¿Picado?

—Sí, desde luego.

—Pues venga.

Fue un éxito. El consistente bocado de sal con la gélida combinación del amargo zumo de pomelo y el vodka, que apenas parecía contener alcohol, lo convertían en un perfecto combinado.

Me quedé mirando a mis anchas la sala con personas comiendo y charlando, y al barman, que preparaba las copas que luego servían las chicas.

—¿Tienes algo de comer? —pregunté cuando se me acabó la bebida de la copa—. ¿Algo para picar? Me gustaría tomarme otro, pero no con el estómago vacío. ¿Algo que pueda prepararse en un pispás?

—Tenemos sushi.

—Estupendo, ponme un poco de cada. Y otro salty dog.

Tal vez el sushi había que comerlo con sake, pero el combinado que había elegido era excelente. Probé el sushi de salmón, atún y cangrejo enrollados en arroz, pedacitos de tortilla y pepino envueltos en algas que habían sido pasadas por el fuego levemente para darles esa textura crujiente. Entre sushi y sushi tomaba raíz de jengibre marinada. Hacía mucho tiempo que no sentía y disfrutaba con tanta intensidad de lo que comía y bebía. Por un instante se había ido de la cabeza toda la miseria de Jaap y tampoco quería preocuparme por quienes tal vez estuvieran esperándome en el aparcamiento. Me sentía agradablemente mareado. Percibiéndolo todo, flotando por encima de una manera deliciosa. Float like a butterfly, sting like a bee; las palabras de Mohammed Alí, pero así me sentía en este momento: flotando como una mariposa y picando como una abeja, fuerte y ligero al mismo tiempo.

—¿Cuánto es? —pregunté.

Después de pagar, cogí el sobre de la barra y me levanté.

Louise Verhees no me vio hasta que ya había llegado a su mesa. Tres rostros me miraban esperando a que dijera algo, pero el suyo se ensombreció de inmediato.

—Tu canguro me dijo que podría encontrarte en este sitio.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

El tono de su voz era tan desagradable que al resto de sus comensales les quedó claro de inmediato que estaba pasando algo.

Miró a su marido y le dijo:

—Es él.

Habíamos hablado una sola vez, si a eso se le podía llamar hablar, y fue cuando me llamó furioso, insultándome y por último amenazándome con un juicio.

Ese juicio había llegado, en efecto, pero ¿era este un perro ladrador que también sabía morder ahora que me tenía delante? Por un momento pareció así, porque hizo ademán de levantarse. Pero cuando le gruñí:

—¡Siéntate! —volvió a plantar las posaderas en su silla—. Muy bien —dije volviendo de nuevo la mirada a su esposa—: No necesito mucho tiempo. —Mantuve en alto el sobre y continué—: Tengo algo para ti. Es muy importante, pero antes quiero que me escuches.

La pareja con la que habían salido a cenar parecía más interesada en lo que yo tenía que decir que en interponerse entre nosotros.

—Me sé casi de memoria ese escrito tuyo. El encabezamiento «Respetabilísimo Tribunal». El empleo de la palabra «respetabilísimo» cuando en realidad le estás mintiendo. Pero eso no es lo que más grabado se me ha quedado en la memoria. Son las palabras tan solemnes con que concluyes: «Doy fe». Tu mentira empeoró aún más el sufrimiento de Mira y Frederik Roes, pero estás tan orgullosa de tu truquito que finalizas con semejante solemnidad. Y ahora vuelves a mentir para darme una lección. Dentro de poco nos veremos en los tribunales, pero, antes de que llegue ese día, quiero enseñarte algo.

Abrí el sobre y dejé caer sobre la mesa ante ella la primera foto. Las había aumentado una a una y dejaban todo más claro que el agua. Redig era un fotógrafo excelente. Había captado nítidamente al marido de Louise Verhees y a la mujer que ahora estaba sentada a la mesa frente a él. Fui dejándolas caer sobre la mesa una a una. Para el final había guardado la foto en que le pone las manos en las nalgas, haciendo que se le suba ligeramente la falda.

Entre tanto, ya tenía la atención de las dos parejas; todos miraban conmocionados las fotografías de Redig. En su día, me había sugerido que alguna vez podrían venirme bien para chantajear al marido de Louise Verhees, pero les había encontrado un uso mucho mejor.

—Yo nunca te he amenazado y tampoco te amenazaré nunca, a pesar de que eso sea lo que vayas a afirmar en el tribunal, pero me parece que tú, precisamente tú, tienes derecho a conocer la verdad. Una cosa más: tengo más fotos. Fotos en las que están juntos en la cama. Esas las conseguirás después del juicio. Te contaré cómo. Si la sentencia del juez me gusta, te las mandaré por correo a casa y entonces podrás hacer con ellas lo que quieras. Si la sentencia del juez no me gusta, entonces haré lo que yo quiera con las fotos. Las colgaré por ejemplo todas, junto con estas, en la página web de tu bufete. —Miré brevemente al marido y añadí—: Y en la página web de Schretlen & Co. Será todo un sobresalto para un banco tan respetable. —Dirigí la mirada de nuevo a Louise Verhees y continué—: Vete contando los días hasta que nos veamos en los tribunales, porque yo los contaré también.

No tenía ninguna foto de su marido y de esa señora en la cama, pero el daño que solo la idea le procuraría compensaba de alguna manera las preocupaciones que me abrumaban ante la perspectiva de un juicio que no podría ganar.

Me di la vuelta y me marché.